sábado, 31 de octubre de 2015

CAPÍTULO 13 
El mutismo de Celia tenía a María mosqueada. Desde que Gonzalo le había contado que el capataz de la hacienda Casablanca había quedado con su amiga para ir juntos a la verbena, no dejaba de darle vueltas al magín. ¿Por qué Celia no le había mencionado que tenía una cita con Andrés? ¿Se sentiría avergonzada? No, aquel no podía ser el motivo. Celia era una muchacha con carácter que no ocultaría algo tan importante para ella. ¿Entonces… a qué el silencio? ¿Por qué no confiaba en María?
¿Y si Gonzalo tenía razón y no le había contado nada para que María no se crease falsas expectativas? Quizá fuera esa la razón.
Aun así, la esposa de Gonzalo se sentía algo dolida con su amiga por la falta de confianza. Ambas se conocían desde hacía tiempo y Celia sabía que podía confiar en ella, y viceversa.
Por otro lado, le extrañaba que su amiga hubiese aceptado ir a la verbena con un hombre cuando no había día que no se quejara de ellos. Todo aquel asunto resultaba, como poco… irreal y absurdo. Algo no encajaba y María tomó la decisión de descubrir de qué se trataba.
De manera que aquella tarde, a un día de la verbena, se personó en el restaurante de su amiga para darle clases a Teresa, como era habitual. Llevaba consigo a Esperanza y a Martín porque esa tarde no había podido dejarlos con la criada. Además, seguían sin tener noticias de Ramita y necesitaban pensar en otra cosa. Quizá en el restaurante su mente olvidaría por un rato la falta de su mascota.
-Qué temprano llegas hoy –Celia se dio cuenta de que había llegado con media hora de adelanto.
-Quería… quería pasar más tiempo contigo, ¿te molesta? –se explicó, dejando al pequeño Martín sobre la silla.
-Para nada –se disculpó Celia, que tenía la mesa del rincón ocupada con varios frascos y llena de harina-. Solo es que me ha extrañado verte antes de hora.
María se acercó a ver qué estaba haciendo su amiga. Mientras, Esperanza, que ya conocía donde estaban las cosas, cogió un cuadernillo y lápiz del cajón y se sentó en la mesa para pintar. Su hermano bajó de la silla y buscó también algo con lo que entretenerse, un pequeño trozo de madera, tallada, que simulaba ser un pirata.
-¿Qué vas a hacer? –María miró el cuenco en el que trabajaba Celia. Había introducido unos huevos y se disponía a batirlos-. ¿Puedo ayudarte?
Celia la miró unos instantes, indecisa.
-Ponte ese delantal de ahí –le indicó. María obedeció y se lo puso para no mancharse el vestido. Su amiga le pasó el cuenco-. Bate los huevos mientras busco más harina y troceo la fruta. Es una torta de frutas que aprendí a hacer en el convento –le explicó mientras cortaba una manzana en rodajas-. A los aldeanos de Santa Marta les gusta mucho, y como el año pasado para la verbena tuvo tanto éxito… he pensado venderla también este año.
-Para la verbena –murmuró María, pensativa, sin dejar de batir. La propia Celia acababa de darle la excusa perfecta para sacar el tema-. ¿Vas a ir?
La joven se volvió hacia ella, extrañada por la pregunta.
-Claro, ¿cómo voy a faltar si es la mejor manera de dar a conocer las delicias que pueden encontrar en mi restaurante?
María asintió lentamente, observando el rostro de su amiga, en busca de algún gesto que delatase lo que ocultaba.
-¿Estás muy extraña María? ¿Por qué me miras así? –inquirió, sin poder aguantarse-. Desde que has llegado que te noto rara –dejó de trocear y se volvió hacia su amiga, sin soltar el cuchillo-; Te has presentado media hora antes de lo habitual y con excusas. ¿Vas a decirme que sucede?
La esposa de Gonzalo apretó los labios y dejó el cuenco sobre la mesa.
-Eso tendrías que decírmelo tú, ¿no crees? –se encaró a su amiga-. Creía que teníamos la confianza suficiente para que me lo contases por ti misma, pero ya veo que no.
-María, ¿de qué diantres me estás hablando? –la confusión de Celia iba en aumento, sin entender las exigencias de su amiga.
-¿Cuándo pensabas decirme lo de tu cita? –le espetó, finalmente, cansada de no concretar.
-Mi cita… ¿qué cita? –el desconcierto de Celia al escuchar la palabra “cita”, la hizo palidecer.
-Venga Celia, no te hagas la tonta –le recriminó la esposa de Gonzalo que seguía sin darse cuenta de lo sorprendida que estaba su amiga-. Que tenga que enterarme por el propio Andrés de que has aceptado su invitación a la verbena de Santa Caridad… Esto no me lo esperaba.
Celia parpadeó varias veces, con incredulidad. ¿Una cita? ¿Con Andrés? ¿El capataz de Casablanca? ¿Pero de dónde sacaba María aquel despropósito?
-Ya veo que no sabes qué decirme –se volvió para continuar batiendo los huevos, sin ocultar su decepción.
-María… -balbuceó, recobrándose de la noticia-. De verdad, no sé de qué me estás hablando. ¿Una cita con Andrés? ¿El capataz de la hacienda? ¿Pero quién te ha dicho semejante embuste?
La joven se detuvo de nuevo.
-¿Embuste? –repitió con calma; y al mirar a su amiga se dio cuenta de que su sorpresa no era fingida-. ¿Entonces… no es cierto? ¿No aceptaste ir con él?
-¡No! –frunció el ceño, comenzando a enfadarse-. Ya me conoces. Estoy bastante escarmentada con los hombres como para aceptar una cita.
La mente de María comenzó a barruntar. ¿Qué había sucedido para que Andrés creyese que Celia había aceptado ir a la verbena con él? El capataz no era hombre de inventar algo así.
-Entonces hay algo que no cuadra… -dijo la joven en voz alta-. ¿Por qué Andrés le ha dicho a Gonzalo que vas a ir con él? ¿De dónde ha sacado eso?
Un pequeño golpe seco las hizo volverse. Martín, intentando subirse a la silla, la había volcado. María acudió junto al niño, quien no se había hecho nada y miraba la silla, asustado.
-No pasa nada, cariño –le tranquilizó con dulzura, dándole un beso en la frente y poniendo la silla en su sitio. Luego lo sentó junto a su hermana que le pasó un papel y uno de sus lapiceros y Martín comenzó a garabatear, olvidándose del percance.
Mientras, Celia se quedó pensando. Le extrañaba que alguien como el capataz hubiese inventado tal embuste; y mucho menos se le ocurría una razón para hacer tal cosa. Sin embargo, ella no había aceptado ir con él a la verbena…
De repente, la joven sintió un escalofrío al recordar la tarde en que habían estado hablando del acontecimiento. Celia trató de pensar con rapidez. ¿Qué se habían dicho? ¿Había malinterpretado el joven sus palabras y por ello ahora pensaba que…?
En ese instante, lo supo.
-¿Qué sucede? –le preguntó María, al ver la palidez de su rostro mientras regresaba a su lado.
-¡Ay, Dios mío! –se quejó, sintiendo que las piernas le temblaban. Miró a su amiga, y sus ojos no pudieron ocultar el temor-. ¡Ay, María! ¡Qué ya sé lo que pasó!
La esposa de Gonzalo ladeó la cabeza.
-Que ya sé por qué Andrés piensa que vamos a ir juntos a la verbena –negó con la cabeza y buscó desesperada un vaso para llenarlo de agua. Tenía la boca seca-. ¡Seré…! –bebió un trago de golpe pero no fue suficiente para calmarla.
-Pero… ¿qué has hecho? –se preocupó María.
Celia tomó asiento. No podía creerse el malentendido. Su amiga se sentó junto a ella esperando una explicación.
-Sí la culpa es mía… –comenzó a decir-, por no estar a lo que debía. Seguro que le dije que sí a su invitación cuando pensaba que me estaba preguntando si iba a ir la verbena –ocultó el rostro entre sus manos.
-Pero… ¿cómo no te diste cuenta? –se extrañó su amiga, cogiéndola de la mano. Era la primera vez que veía a Celia en aquel estado nervioso.
-¡La culpa de Julio! –explotó, levantando la cabeza y apretando los dientes-. Me puso de mal humor con sus salidas de tono y por la forma en que trató a Teresa. ¿Recuerdas la tarde en que vino antes de hora y creíamos que nos había descubierto? –María asintió, enérgicamente-. Pues bien, después de tenerlas tiesas con él, fui a atender a Andrés. Estaba tan absorta pensando en lo sucedido que me habló de la verbena, pero creí que me preguntaba si iba a ir este año…. Y le dije que sí.
-Celia… -le recriminó su amiga, con pesar.
-¿Cómo iba a pensar que me estaba invitando? –trató de defenderse-. Es cierto que apenas escuché lo que me decía, pero… -volvió a ocultar su rostro-. ¿Qué voy a hacer? ¿Andrés? Pero… pero si apenas hemos cruzado un par de palabras desde que viene aquí –se levantó de la mesa con rapidez y se quitó el delantal-. Tengo que ir a hablar con él y aclarar las cosas.
María se levantó y la detuvo.
-¡Un momento! ¿Qué vas a decirle? Piénsalo bien antes de cometer un error –le pidió-. Si le dices que no vas a ir con él, que todo ha sido una confusión… le destrozarás el corazón. Y no sabes lo ilusionado que está con la cita.
-¡Pero ese no es mi problema! –le gritó para enseguida arrepentirse de sus palabras-. Bueno… sí lo es. La culpa es mía por no prestar atención; y por ello tengo que aclararlo. Quédate aquí mientras yo…
Se dirigió hacia la puerta, sin embargo, María la cogió del brazo.
-¡Espera! –la detuvo, más calmada que su amiga, quien apenas podía razonar-. Piénsalo. Quizá no sea tan mala idea…
¡Qué! –saltó Celia, sin dar crédito-. No es mala idea… es pésima. No quiero ninguna cita, María. Bastante tuve con Ricardo para volver a…
-¿… a enamorarte de nuevo? –le preguntó con calma, empezando a comprender porque su amiga era tan rehuyente a los hombres-. Es eso lo que te da miedo, ¿no? Volver a entregar tu corazón a alguien y que te rompa tus ilusiones.
-Pues sí –le confirmó con gesto serio y cruzándose de brazos-. Ningún hombre volverá a burlarse jamás de mí.
 -No creo que Andrés sea precisamente de esa clase de hombres –le defendió María-. Apenas le conozco, sí, pero por lo que me ha contado Gonzalo de él, es un joven de fiar, trabajador y de buen corazón –se acercó a su amiga y posó su mano sobre su brazo, en un gesto conciliador-. No se merece que se lleve un disgusto. Es de los pocos hombres que valen la pena. Dale una oportunidad, Celia. No todos son como Ricardo; y algo me dice que Andrés lograría hacerte feliz.
-¡Eh, eh, no corras tanto, Celestina! –saltó ella, viendo el rumbo que estaba tomando la conversación. Las palabras de María habían logrado hacer mella en Celia, y por un instante sopesó la idea de darle una oportunidad al joven capataz. Si bien era cierto que apenas le conocía del restaurante y de los comentarios de los aldeanos, quienes le tenían por un hombre responsable y preocupado por su familia. Quizá no fuera tan mala idea, pensó de pronto. Pero el solo hecho de volver a salir con alguien le daba vértigo-. Está bien, está bien –cedió finalmente; María sonrió-. Aunque deberá de ser por la noche, cuando cierre el puesto y… -señaló a su amiga con el dedo índice, a la vez que sus ojos mostraban un brillo amenazador-;… os quiero a Gonzalo y a ti con nosotros… por si la cosa no sale bien. Además, no quiero que los aldeanos crean que… que estamos saliendo; que luego todo son habladurías y chismorreos.
-¡Ya! –se burló María, quien se mordió el labio inferior, sin poder ocultar una sonrisa pícara-. Y tú tienes una reputación que mantener.
-No –se defendió alzando el mentón ofendida-. No se trata de eso. Es solo que… ¡Ay, mira, mejor déjalo! –volvió a colocarse el delantal y cogió de nuevo el cuchillo para seguir con la tarea-. No lo entenderías.
La esposa de Gonzalo se acercó a ella.
-Lo que entiendo es que tienes miedo de enamorarte y por eso pones tantas pegas; porque sabes que podrías enamorarte de Andrés, y entregarle tu corazón a alguien te da pánico.
Su amiga la miró un instante, dispuesta a decirle que aquello no era cierto. Sin embargo no lo hizo, pues María tenía razón. Había levantado un muro contra cualquier hombre que se le acercara, por miedo a que le hiciesen daño de nuevo. Pero aquel muro no solo alejaba a los que traían malas intenciones, sino también a los que como Andrés, podían hacerla feliz.
De repente, los ojos de Celia miraron el bol en el que había estado trabajando María. Los huevos seguían sin estar bien mezclados a pesar de los esfuerzos que había hecho su amiga por batirlos bien. La joven soltó una carcajada al verlos.
-¿De qué te ríes ahora? –quiso saber María, que continuaba batiéndolos sin mucho éxito.
-De tus artes culinarias. Se ve que a tu esposo no lo conquistaste precisamente por el estómago.
María miró el contenido del bol donde los huevos seguían sin mezclarse; y chasqueó la lengua, molesta.
Nunca se le había dado bien la cocina por mucho que lo había intentado. Si bien era cierto que en los últimos años había hecho grandes progresos y de vez en cuando era ella misma quien se encargaba de la comida. Pero en esta ocasión, el “asunto” de Celia la había desconcentrado de su tarea, y ahora tenía unos huevos mal batidos.
 Aun recordaba con cierto pesar el ridículo que hizo unos años atrás cuando presentó una tortilla de patata en el concurso de Puente Viejo. Hasta el propio Gonzalo le había dicho que era un desastre.
Dejó el bol y se secó las manos con el trapo de cocina antes de quitarse el delantal. Afortunadamente, la llegada de Teresa en ese instante, le dio la excusa para dejar de ayudar a Celia.
Mientras María y Teresa se sentaron para comenzar la clase, Celia continuó con la elaboración de la torta, sin poder quitarse de la cabeza su cita con Andrés.

No iba a admitirlo delante de su amiga. Pero en su interior, la cita con el capataz no le parecía tan mala idea.

CONTINUARÁ...

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