CAPÍTULO 2
La finca de Casablanca era una de las más
grandes de la zona, conocida en la región por ser la que más trabajo daba a los
habitantes de Santa Marta y situada a las afueras del pueblo. Gracias a los
cultivos de caña de azúcar y a sus extensas y fértiles tierras, las cosechas
eran abundantes y daban de comer a muchos de ellos. Aunque lo que más
agradecían los trabajadores era el buen trato que les dispensaba el dueño de la
finca, don Tristán Castro. El hombre sabía que si quería sacar el máximo
beneficio de sus fincas, una de las principales tarea era mantener a sus
empleados contentos. Y esta creencia se la debía a su difunta madre quien había
vivido demasiados años rodeada de esclavitud y penurias como para saber lo que
realmente agradecían las personas: el buen trato y el reconocimiento por su
buena labor. Por este motivo, Tristán se había ganado el respeto y el aprecio
de la gente, quienes veían en él a un buen patrón.
Como cada mañana, Gonzalo había pasado
primero por la casa grande para cerciorarse de que todo seguía en orden y que
no había noticias de su hermano Tristán y doña Clara. El servicio se encargaba
esas semanas de mantener la casa en condiciones por si los dueños regresaban
antes de lo previsto.
Poco después, el esposo de María se acercó a
las cuadras donde ya tenía a su caballo Cerbero ensillado y acudió a sus
labores, esta vez a la finca de la parte occidental, situada cerca de la playa.
Aunque Gonzalo nunca había mostrado interés
por montar a caballo, desde que vivía en Cuba había aprendido a amar a aquellos
hermosos y fieles animales; y en parte, se lo debía a María quien le había enseñado
lo especiales que podían llegar a ser, convirtiéndose sus paseos a caballo en
una de sus aficiones favoritas.
Al llegar a la finca, Gonzalo se encontró
con los trabajadores en sus puestos de trabajo, cada uno dedicado a una labor
diferente. Mientras unos labraban la tierra, otros se encargaban de ir
sembrando por la zona contraria.
Después de saludarles, como era su
costumbre, comprobó cómo avanzaba la siembra de la nueva variedad de caña de
azúcar que iban a probar. Cogió un puñado de tierra y la palpó, deshaciéndola
entre sus manos expertas y con ojo crítico; y es que Gonzalo llevaba años
aprendiendo los secretos de la tierra con tan solo tocarla; era algo que había
aprendido de su padre y de su hermano Tristán.
-Don Gonzalo –se acercó un joven de su misma
edad de tez morena y ojos verdes que contrastaban con su pelo castaño-. Le
estaba esperando.
El esposo de María levantó la mirada hacia
el capataz.
-Dime, Andrés –se acercó a él y le sonrió-.
Y te tengo dicho que nada de don Gonzalo, que me hace más mayor de lo que soy.
Además, que somos de la misma edad.
El joven se sonrojó. Desde que Gonzalo había
pasado a ser su superior un año atrás, Andrés le había cambiado el trato
alegando que frente a los trabajadores debía de ser respetuoso con él; así que
por mucho que el hermano de Tristán había insistido en que eso no tenía nada
que ver, el joven había seguido dándole el mismo trato.
-Está bien –convino en un susurro para que
nadie más pudiese escuchar cómo le tuteaba-, Gonzalo, verás –se volvió hacia la
parte que quedaba más cerca de la playa-, aquella zona de allí no es
conveniente que la sembremos –el hermano de Tristán frunció el ceño al
escucharle pero esperó que se explicara antes de decir algo pues Andrés pese a
su juventud conocía mejor el terreno que él-. He estado inspeccionando esta
mañana el terreno y… -negó con la cabeza, consternado-, tal como temíamos
comienza a salinizarse.
Gonzalo apretó los labios, contrariado.
Llevaban semanas estudiando los terrenos y
sabían de la peligrosidad de plantar la nueva variedad cerca del mar; sin
embargo aquellas tierras cercanas a la playa eran las más adecuadas para la
nueva siembra, por sus alto contenido en nitrógeno, fosforo y potasio; pero la
cercanía del agua salada era el mayor inconveniente y había que buscarle una
solución.
-¿Estás seguro? –insistió Gonzalo, poniendo
los brazos en jarra y soltó un leve suspiro cuando Andrés se lo confirmó con un
leve asentimiento de cabeza.
El capataz señaló aquel lugar.
-El mar está apenas a unos cincuenta metros
de distancia –le explicó-, y en esta época del año la marea sube más. Yo no me
arriesgaría en esa parte –se volvió a mirar hacia donde estaban los
trabajadores-; esta otra si es viable y no veo que nos pueda traer problemas.
Gonzalo asintió.
-Está bien –convino sin más opciones-. Lo
haremos como dices. Da la orden a los trabajadores –por primera vez, Andrés
sonrió y asintió tocándose la punta del sombrero que le cubría del inclemente
sol. Ya se disponía a seguir el mandato de Gonzalo cuando éste le detuvo-.
Pero… aun así me gustaría que estemos pendientes de esas tierras. No me fio ni
un pelo del mar; lo último que deseo es que arruinen esta cosecha después de
todo lo que nos ha costado sacarla adelante.
-No se preocupe don… Gonzalo –declaró el
capataz dándose cuenta de su fallo-. No descuidaremos esas tierras. Me
encargaré personalmente de echarles un ojo constantemente. Jamás me perdonaría
que la tierra se echara a perder por un mal cálculo mío.
Gonzalo se acercó al joven y posó una mano
sobre su hombro.
-Eso ni lo pienses, Andrés –le tranquilizó,
clavando una mirada seria en su capataz-. Tú no tienes la culpa de nada. Sin
tus conocimientos sobre el terreno y las corrientes marinas, no nos habríamos
aventurado a cultivar estas tierras –Gonzalo se volvió a mirar el terreno con
orgullo-, si todo sale bien… que saldrá –puntualizó con firmeza-, Santa Marta
será el primer pueblo en cultivar esta nueva variedad de caña de azúcar, más
dulce y de mayor calidad. Tristán estará orgulloso de nosotros, ya lo verás.
Andrés le sonrió, alentado por su entusiasmo
antes de encaminarse hacia los trabajadores y darles las últimas instrucciones
recibidas.
El resto de la mañana lo pasaron inspeccionando
que la siembra se realizaba como debía ser e incluso el propio Gonzalo no dudó
en ayudar y ponerse él mismo a la faena, como tantas otras veces había hecho.
Se acercaba la hora de la comida cuando unos
hombres de aspecto rudo se acercaron al lugar.
Gonzalo no era hombre de dejarse llevar por
las apariencias pero las miradas recelosas de los recién llegados, no le
gustaron ni una miaja.
-Buenas –saludó uno de ellos, con voz gorda,
alzándose como portavoz del resto de sus compañeros. El esposo de María se
acercó a ellos.
-Buenos días –les devolvió el saludo
secándose el sudor de la frente-. ¿Buscan a alguien?
-Me llamo Fidel. Nos han dicho que
preguntemos por Andrés Gutiérrez o por don Gonzalo Castro.
-Yo soy Gonzalo Castro –alzó el mentón, frunciendo
el ceño-. ¿Qué desean?
El hombre miró a sus compañeros de reojo y
chasqueó la lengua.
-Venimos a faenar –declaró el hombre
haciendo una mueca extraña con la boca-. Mis compañeros y yo venimos buscando
trabajo desde el norte y nos habían dicho que en la finca Casablanca
encontraríamos faena.
Gonzalo no respondió de inmediato.
-¿Quién les ha dicho eso? –le devolvió
finalmente la pregunta.
A lo lejos, Andrés se percató de la
presencia de aquellos hombres y dio un paso hacia ellos, pero se detuvo al momento.
Era mejor mantenerse al margen… aunque quizá Gonzalo necesitara ayuda con
aquellos extraños.
-En el pueblo –declaró el hombre, dándose
cuenta de las reticencias de Gonzalo-. En la posada de don Juan.
-¿Les manda él? –insistió el esposo de
María; conocía al dueño del lugar y dependiendo de la contestación de aquel
forastero, tomaría una decisión.
-No exactamente –dijo al fin, y sus pequeños
ojos se iluminaron con cierta oscuridad-; uno de sus huéspedes habituales que
al parecer conoce esta zona: Eleuterio, el “niño”, creo que nos dijo.
Aquellas palabras fueron suficientes para
Gonzalo.
-Pues lo siento mucho –declaró con firmeza-.
Tengo todas las cuadrillas llenas. Es cierto que normalmente solemos contratar
a la gente pero de momento no requerimos más trabajadores.
El forastero apretó los labios, contrariado.
A la vista estaba que no se esperaba aquella respuesta.
-Por lo que veo están con la siembra, cinco
pares de manos curtidas y trabajadoras siempre van bien… señor –insistió con un
deje de rabia contenida-. Mis compañeros y yo trabajamos duro; si nos contrata,
no se arrepentirá; le doy mi palabra.
Gonzalo le mostró una sonrisa forzada.
Precisamente era de su palabra de lo que no se fiaba.
-Lo siento –le repitió el joven, tratando de
zanjar el tema-. Si hubiesen venido hace un par de semanas es posible que les
hubiera contratado, pero ahora mismo no necesitamos a más gente. ¿Por qué no
buscan en la finca de “la Carboncilla”? Allí siempre necesitan trabajadores.
El rostro del hombre se contrajo en una
mueca de furia contenida. Clavó sus ojos, cargados de rabia en Gonzalo, quien
le sostuvo la mirada sin reparo. Aquello solo hacía que confirmar que había
hecho lo correcto rechazando a aquellos hombres.
-Don Gonzalo –dijo la voz de Andrés tras
él-. ¿Va todo bien?
-Perfectamente –le contestó, volviéndose
hacia el capataz y tranquilizándole tras asentir casi imperceptiblemente-. Ya
está todo solucionado –se dirigió hacia los forasteros-. ¿No es así?
Gonzalo sintió la tensión de aquellos
hombres ante su negativa pero sabía que no iban a hacer nada. Por algún extraño
motivo tenían en mente trabajar en las tierras de su hermano, pero se habían
topado con él y su negativa; algo con lo que no habían contado.
El forastero se tocó la punta del sombrero a
modo de despedida y sin decir nada dio media vuelta y se marchó, seguido por
sus compañeros.
-No me gustan, Gonzalo –dijo Andrés
viéndoles marchar-. Conozco a la gente y esos… no son de fiar.
-A mí tampoco me han gustado –certificó
Gonzalo con seriedad-. No soy de dejarme llevar por las apariencias pero había
algo en la mirada de esos hombres que no presagiaban nada bueno. Solo espero
que no vuelvan a aparecer por aquí.
Andrés asintió en silencio.
-Bueno… -el gesto de Gonzalo se suavizó y
miró hacia el cielo, entornando los ojos-. Creo que ha llegado la hora de irnos
a comer.
El capataz miró a los trabajadores.
-¡Eh! ¡Muchachos! –les gritó-. ¡Hora de
comer! ¡A la tarde continuamos! ¡Dejad los aperos en la caseta!
Los trabajadores obedecieron sus órdenes.
Quien más y quien menos tenía ganas de regresar a su casa para reponer fuerzas
y es que el trabajo en el campo, bajo aquel sol inclemente, pesaba sobre ellos
como losas de piedra.
Gonzalo se acercó a la caseta donde
guardaban las herramientas y cogió el botijo de agua fresca que tenían allí. Le
dio un trago e inmediatamente sintió el alivio.
-Este verano será caluroso –declaró,
secándose el sudor de la frente.
-Sí –corroboró Andrés, junto a él, haciendo
lo mismo-. Más de lo habitual.
Gonzalo se acercó al caballo, el único que
había permanecido bajo una buena sombra toda la mañana.
-¿Vas a casa? –inquirió de pronto Andrés-.
Lo digo por ir contigo hacia allí.
Gonzalo abrió los ojos, sorprendido.
-¿Vas a la casa de comidas de la playa? –le
devolvió la pregunta, sabiendo de antemano la respuesta; y mostró una media
sonrisa-. No sé para qué pregunto –se subió al caballo-. Si vas todos los días
a comer allí.
Andrés enrojeció levemente, azorado.
-No… no, yo… -trató de salir del paso entre
titubeos, buscando una excusa convincente-. Ya sabes que mi madre está algo
enferma y no quiero darle más trabajo yendo a comer a casa.
El rostro de Gonzalo se ensombreció. Si bien
era cierto que las visitas de Andrés a la casa de comidas de la playa guardaban
una doble intención; la enfermedad de su madre, Gloria, era una verdad que le
entristecía y preocupaba a partes iguales.
La madre de Andrés era una mujer de avanzada
edad que desgraciadamente no se encontraba muy bien de salud. A ello había que
añadir que había enviudado hacía pocos años, haciéndose cargo ella sola de su
hijo. De manera que ahora era Andrés el encargado de llevar casi todo el peso
de la casa.
-Lo sé –convino, Gonzalo, con seriedad-.
Espero que no haya recaído y se encuentre mejor.
El joven sonrió levemente.
-De momento está estable –le explicó,
recobrando parte de su alegría-. Con eso nos conformamos. Pero nunca se sabe
con las enfermedades de la mente.
-Ya sabes que si necesitas algo…
-Lo sé – Andrés le agradeció sus palabras.
Sabía que podía contar con Gonzalo y María para lo que necesitara. Ya se lo
habían demostrado muchas veces-. Entonces qué… ¿te espero y vamos juntos hacia
allí?
La casa de Gonzalo y María quedaba de camino
a la playa, cerca de la casa de comidas que Andrés solía frecuentar.
-No –sentenció Gonzalo-. No voy a casa.
Sin darle más explicaciones, tomó las
riendas del caballo, dio media vuelta y salió al trote, adentrándose en la
ribera del río, hacia la parte alta del valle.
CONTINUARÁ...
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