martes, 20 de octubre de 2015

CAPÍTULO 2 
La finca de Casablanca era una de las más grandes de la zona, conocida en la región por ser la que más trabajo daba a los habitantes de Santa Marta y situada a las afueras del pueblo. Gracias a los cultivos de caña de azúcar y a sus extensas y fértiles tierras, las cosechas eran abundantes y daban de comer a muchos de ellos. Aunque lo que más agradecían los trabajadores era el buen trato que les dispensaba el dueño de la finca, don Tristán Castro. El hombre sabía que si quería sacar el máximo beneficio de sus fincas, una de las principales tarea era mantener a sus empleados contentos. Y esta creencia se la debía a su difunta madre quien había vivido demasiados años rodeada de esclavitud y penurias como para saber lo que realmente agradecían las personas: el buen trato y el reconocimiento por su buena labor. Por este motivo, Tristán se había ganado el respeto y el aprecio de la gente, quienes veían en él a un buen patrón.
Como cada mañana, Gonzalo había pasado primero por la casa grande para cerciorarse de que todo seguía en orden y que no había noticias de su hermano Tristán y doña Clara. El servicio se encargaba esas semanas de mantener la casa en condiciones por si los dueños regresaban antes de lo previsto.
Poco después, el esposo de María se acercó a las cuadras donde ya tenía a su caballo Cerbero ensillado y acudió a sus labores, esta vez a la finca de la parte occidental, situada cerca de la playa.
Aunque Gonzalo nunca había mostrado interés por montar a caballo, desde que vivía en Cuba había aprendido a amar a aquellos hermosos y fieles animales; y en parte, se lo debía a María quien le había enseñado lo especiales que podían llegar a ser, convirtiéndose sus paseos a caballo en una de sus aficiones favoritas.
Al llegar a la finca, Gonzalo se encontró con los trabajadores en sus puestos de trabajo, cada uno dedicado a una labor diferente. Mientras unos labraban la tierra, otros se encargaban de ir sembrando por la zona contraria.
Después de saludarles, como era su costumbre, comprobó cómo avanzaba la siembra de la nueva variedad de caña de azúcar que iban a probar. Cogió un puñado de tierra y la palpó, deshaciéndola entre sus manos expertas y con ojo crítico; y es que Gonzalo llevaba años aprendiendo los secretos de la tierra con tan solo tocarla; era algo que había aprendido de su padre y de su hermano Tristán.
-Don Gonzalo –se acercó un joven de su misma edad de tez morena y ojos verdes que contrastaban con su pelo castaño-. Le estaba esperando.
El esposo de María levantó la mirada hacia el capataz.
-Dime, Andrés –se acercó a él y le sonrió-. Y te tengo dicho que nada de don Gonzalo, que me hace más mayor de lo que soy. Además, que somos de la misma edad.
El joven se sonrojó. Desde que Gonzalo había pasado a ser su superior un año atrás, Andrés le había cambiado el trato alegando que frente a los trabajadores debía de ser respetuoso con él; así que por mucho que el hermano de Tristán había insistido en que eso no tenía nada que ver, el joven había seguido dándole el mismo trato.
-Está bien –convino en un susurro para que nadie más pudiese escuchar cómo le tuteaba-, Gonzalo, verás –se volvió hacia la parte que quedaba más cerca de la playa-, aquella zona de allí no es conveniente que la sembremos –el hermano de Tristán frunció el ceño al escucharle pero esperó que se explicara antes de decir algo pues Andrés pese a su juventud conocía mejor el terreno que él-. He estado inspeccionando esta mañana el terreno y… -negó con la cabeza, consternado-, tal como temíamos comienza a salinizarse.
Gonzalo apretó los labios, contrariado.
Llevaban semanas estudiando los terrenos y sabían de la peligrosidad de plantar la nueva variedad cerca del mar; sin embargo aquellas tierras cercanas a la playa eran las más adecuadas para la nueva siembra, por sus alto contenido en nitrógeno, fosforo y potasio; pero la cercanía del agua salada era el mayor inconveniente y había que buscarle una solución.
-¿Estás seguro? –insistió Gonzalo, poniendo los brazos en jarra y soltó un leve suspiro cuando Andrés se lo confirmó con un leve asentimiento de cabeza.
El capataz señaló aquel lugar.
-El mar está apenas a unos cincuenta metros de distancia –le explicó-, y en esta época del año la marea sube más. Yo no me arriesgaría en esa parte –se volvió a mirar hacia donde estaban los trabajadores-; esta otra si es viable y no veo que nos pueda traer problemas.
Gonzalo asintió.
-Está bien –convino sin más opciones-. Lo haremos como dices. Da la orden a los trabajadores –por primera vez, Andrés sonrió y asintió tocándose la punta del sombrero que le cubría del inclemente sol. Ya se disponía a seguir el mandato de Gonzalo cuando éste le detuvo-. Pero… aun así me gustaría que estemos pendientes de esas tierras. No me fio ni un pelo del mar; lo último que deseo es que arruinen esta cosecha después de todo lo que nos ha costado sacarla adelante.
-No se preocupe don… Gonzalo –declaró el capataz dándose cuenta de su fallo-. No descuidaremos esas tierras. Me encargaré personalmente de echarles un ojo constantemente. Jamás me perdonaría que la tierra se echara a perder por un mal cálculo mío.
Gonzalo se acercó al joven y posó una mano sobre su hombro.
-Eso ni lo pienses, Andrés –le tranquilizó, clavando una mirada seria en su capataz-. Tú no tienes la culpa de nada. Sin tus conocimientos sobre el terreno y las corrientes marinas, no nos habríamos aventurado a cultivar estas tierras –Gonzalo se volvió a mirar el terreno con orgullo-, si todo sale bien… que saldrá –puntualizó con firmeza-, Santa Marta será el primer pueblo en cultivar esta nueva variedad de caña de azúcar, más dulce y de mayor calidad. Tristán estará orgulloso de nosotros, ya lo verás.
Andrés le sonrió, alentado por su entusiasmo antes de encaminarse hacia los trabajadores y darles las últimas instrucciones recibidas.
El resto de la mañana lo pasaron inspeccionando que la siembra se realizaba como debía ser e incluso el propio Gonzalo no dudó en ayudar y ponerse él mismo a la faena, como tantas otras veces había hecho.
Se acercaba la hora de la comida cuando unos hombres de aspecto rudo se acercaron al lugar.
Gonzalo no era hombre de dejarse llevar por las apariencias pero las miradas recelosas de los recién llegados, no le gustaron ni una miaja.
-Buenas –saludó uno de ellos, con voz gorda, alzándose como portavoz del resto de sus compañeros. El esposo de María se acercó a ellos.
-Buenos días –les devolvió el saludo secándose el sudor de la frente-. ¿Buscan a alguien?
-Me llamo Fidel. Nos han dicho que preguntemos por Andrés Gutiérrez o por don Gonzalo Castro.
-Yo soy Gonzalo Castro –alzó el mentón, frunciendo el ceño-. ¿Qué desean?
El hombre miró a sus compañeros de reojo y chasqueó la lengua.
-Venimos a faenar –declaró el hombre haciendo una mueca extraña con la boca-. Mis compañeros y yo venimos buscando trabajo desde el norte y nos habían dicho que en la finca Casablanca encontraríamos faena.
Gonzalo no respondió de inmediato.
-¿Quién les ha dicho eso? –le devolvió finalmente la pregunta.
A lo lejos, Andrés se percató de la presencia de aquellos hombres y dio un paso hacia ellos, pero se detuvo al momento. Era mejor mantenerse al margen… aunque quizá Gonzalo necesitara ayuda con aquellos extraños.
-En el pueblo –declaró el hombre, dándose cuenta de las reticencias de Gonzalo-. En la posada de don Juan.
-¿Les manda él? –insistió el esposo de María; conocía al dueño del lugar y dependiendo de la contestación de aquel forastero, tomaría una decisión.
-No exactamente –dijo al fin, y sus pequeños ojos se iluminaron con cierta oscuridad-; uno de sus huéspedes habituales que al parecer conoce esta zona: Eleuterio, el “niño”, creo que nos dijo.
Aquellas palabras fueron suficientes para Gonzalo.
-Pues lo siento mucho –declaró con firmeza-. Tengo todas las cuadrillas llenas. Es cierto que normalmente solemos contratar a la gente pero de momento no requerimos más trabajadores.
El forastero apretó los labios, contrariado. A la vista estaba que no se esperaba aquella respuesta.
-Por lo que veo están con la siembra, cinco pares de manos curtidas y trabajadoras siempre van bien… señor –insistió con un deje de rabia contenida-. Mis compañeros y yo trabajamos duro; si nos contrata, no se arrepentirá; le doy mi palabra.
Gonzalo le mostró una sonrisa forzada. Precisamente era de su palabra de lo que no se fiaba.
-Lo siento –le repitió el joven, tratando de zanjar el tema-. Si hubiesen venido hace un par de semanas es posible que les hubiera contratado, pero ahora mismo no necesitamos a más gente. ¿Por qué no buscan en la finca de “la Carboncilla”? Allí siempre necesitan trabajadores.
El rostro del hombre se contrajo en una mueca de furia contenida. Clavó sus ojos, cargados de rabia en Gonzalo, quien le sostuvo la mirada sin reparo. Aquello solo hacía que confirmar que había hecho lo correcto rechazando a aquellos hombres.
-Don Gonzalo –dijo la voz de Andrés tras él-. ¿Va todo bien?
-Perfectamente –le contestó, volviéndose hacia el capataz y tranquilizándole tras asentir casi imperceptiblemente-. Ya está todo solucionado –se dirigió hacia los forasteros-. ¿No es así?
Gonzalo sintió la tensión de aquellos hombres ante su negativa pero sabía que no iban a hacer nada. Por algún extraño motivo tenían en mente trabajar en las tierras de su hermano, pero se habían topado con él y su negativa; algo con lo que no habían contado.
El forastero se tocó la punta del sombrero a modo de despedida y sin decir nada dio media vuelta y se marchó, seguido por sus compañeros.
-No me gustan, Gonzalo –dijo Andrés viéndoles marchar-. Conozco a la gente y esos… no son de fiar.
-A mí tampoco me han gustado –certificó Gonzalo con seriedad-. No soy de dejarme llevar por las apariencias pero había algo en la mirada de esos hombres que no presagiaban nada bueno. Solo espero que no vuelvan a aparecer por aquí.
Andrés asintió en silencio.
-Bueno… -el gesto de Gonzalo se suavizó y miró hacia el cielo, entornando los ojos-. Creo que ha llegado la hora de irnos a comer.
El capataz miró a los trabajadores.
-¡Eh! ¡Muchachos! –les gritó-. ¡Hora de comer! ¡A la tarde continuamos! ¡Dejad los aperos en la caseta!
Los trabajadores obedecieron sus órdenes. Quien más y quien menos tenía ganas de regresar a su casa para reponer fuerzas y es que el trabajo en el campo, bajo aquel sol inclemente, pesaba sobre ellos como losas de piedra.
Gonzalo se acercó a la caseta donde guardaban las herramientas y cogió el botijo de agua fresca que tenían allí. Le dio un trago e inmediatamente sintió el alivio.
-Este verano será caluroso –declaró, secándose el sudor de la frente.
-Sí –corroboró Andrés, junto a él, haciendo lo mismo-. Más de lo habitual.
Gonzalo se acercó al caballo, el único que había permanecido bajo una buena sombra toda la mañana.
-¿Vas a casa? –inquirió de pronto Andrés-. Lo digo por ir contigo hacia allí.
Gonzalo abrió los ojos, sorprendido.
-¿Vas a la casa de comidas de la playa? –le devolvió la pregunta, sabiendo de antemano la respuesta; y mostró una media sonrisa-. No sé para qué pregunto –se subió al caballo-. Si vas todos los días a comer allí.
Andrés enrojeció levemente, azorado.
-No… no, yo… -trató de salir del paso entre titubeos, buscando una excusa convincente-. Ya sabes que mi madre está algo enferma y no quiero darle más trabajo yendo a comer a casa.
El rostro de Gonzalo se ensombreció. Si bien era cierto que las visitas de Andrés a la casa de comidas de la playa guardaban una doble intención; la enfermedad de su madre, Gloria, era una verdad que le entristecía y preocupaba a partes iguales.
La madre de Andrés era una mujer de avanzada edad que desgraciadamente no se encontraba muy bien de salud. A ello había que añadir que había enviudado hacía pocos años, haciéndose cargo ella sola de su hijo. De manera que ahora era Andrés el encargado de llevar casi todo el peso de la casa.
-Lo sé –convino, Gonzalo, con seriedad-. Espero que no haya recaído y se encuentre mejor.
El joven sonrió levemente.
-De momento está estable –le explicó, recobrando parte de su alegría-. Con eso nos conformamos. Pero nunca se sabe con las enfermedades de la mente.
-Ya sabes que si necesitas algo…
-Lo sé – Andrés le agradeció sus palabras. Sabía que podía contar con Gonzalo y María para lo que necesitara. Ya se lo habían demostrado muchas veces-. Entonces qué… ¿te espero y vamos juntos hacia allí?
La casa de Gonzalo y María quedaba de camino a la playa, cerca de la casa de comidas que Andrés solía frecuentar.
-No –sentenció Gonzalo-. No voy a casa.
Sin darle más explicaciones, tomó las riendas del caballo, dio media vuelta y salió al trote, adentrándose en la ribera del río, hacia la parte alta del valle.




CONTINUARÁ...

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