sábado, 30 de mayo de 2015

UN PONCHE MUY ESPECIAL  (VERSIÓN 2)
María abrió la puerta de la casa justo en el momento en el que el reloj del salón marcaba la una de la madrugada. La joven suspiró aliviada. El sonido de la campana amortiguaría sus pasos y posibles contratiempos. Llegar hasta la casa ya le había supuesto un esfuerzo enorme. Ayudó a Gonzalo a entrar, dejando que se apoyase en ella pues apenas podía dar dos pasos seguidos sin tambalearse.
-¿Dónde estamos? –murmuró su esposo con voz algo tomada.
-En casa –le dijo ella, cerrando la puerta-. Y no hagas ruido, que despertaremos a todo el mundo. Subamos al cuarto que ya es hora de acostarse.
Gonzalo se desasió de ella y se dirigió hacia el salón con celeridad.
-Aun es pronto –le rebatió entrecerrando los ojos y caminando con cierta dificultad-. Necesito tomarme una copa para quitarme este mal sabor que me ha dejado el dichoso ponche de doña Purita.
María le alcanzó antes de que lograse alcanzar el carrito de las bebidas y servirse un wiscky. Ya había tomado suficiente por esa noche.
-Si quieres beber algo te hago un café –le digo la joven apartandolo del peligro-. Que es lo único que te quitará la tontería.
Gonzalo se volvió hacia ella y su mirada turbia por el exceso de alcohol se posó en la de su esposa.
-Yo tengo otra idea mejor para que se me pase la “tontería” como tú la llamas –la cogió por la cintura y trató de besarla, pero María apartó el rostro, tratando de zafarse de él.
-¡Ni hablar! –se quejó la joven sin poder ocultar una sonrisa-. O un café o a dormir.
Gonzalo apoyó su frente en la de ella y arrugó la nariz, dándose cuenta que no iba a conseguir otra cosa de María.
-¿Café? –inquirió con un deje despectivo-. ¡Deja, deja!. Solo de pensarlo me dan nauseas.
-Lo que te da nauseas es todo lo que te has tomado –le dirigió hacia las escaleras para subir hasta el cuarto-. Lo que no comprendo es cómo has podido beber tanto si tú no eres de esa clase de hombres. ¿Cuantas copas te has tomado, Gonzalo?
-¿Copas? –repitió él, que pareció no comprender-. Ninguna copa. Solo un par de ponches de doña Purita. Y mira que le dije que no me gustaba el ponche... hip... pero la buena mujer insistió en que no me sería perjudicial, sino todo lo contrario, que me iría bien, y que incluso querría repetir.
-Ya lo veo –se quejó su esposa al llegar al rellano del primer piso. Giró hacia la derecha y caminó, ayudando a Gonzalo hasta la puerta de su cuarto.
-Yo creo que me mintió –razonó él a duras penas, mientras entraban en la alcoba-. ¿No crees?
María le condujo hasta la cama para que se sentara allí.
 -No creo que lo hiciese adrede, sus intenciones debían de ser buenas –trató de excusarla ella, intuyendo lo que aquel ponche de doña Purita debía contener, y razón por la que era tan conocido entre sus amigos.
María quiso ir a buscarle el pijama, pero Gonzalo la cogió por sorpresa y tras perder el equilibrio cayó sentada sobre sus rodillas.
Su esposo comenzó a besarle el cuello, provocándole un agradable cosquilleo mientras ella trataba de zafarse de su abrazo pero las manos del joven la retenían con fuerza.
-Gonzalo –murmuró con una sonrisa en los labios-. Déjame, déjame. Es tarde y mañana... –la calló con un beso al que ella respondió, incapaz de negarse a él.
Lentamente la apoyó sobre la cama y siguió besándola, cada vez con más pasión. La parte sensata de María le pedía que le detuviese pues era demasiado tarde; sin embargo, su propio cuerpo se encargaba de rebelarse contra su razón.
Finalmente, haciendo un gran esfuerzo, se obligó a pararle y le apartó suavemente.
-Cariño –le mantuvo alejado, apartándole con una mano-; ya es suficiente por hoy –se incorporó para levantarse pero Gonzalo volvió acostarla.
Se quedó unos instantes mirándola en silencio, embelesado, acariciandole el rostro como si tratase de esculpirlo con sus dedos. Su esposa se vio incapaz de salir de aquel embrujo al que la tenía sometida.
-¿Por qué eres tan hermosa? –le preguntó Gonzalo de repente-. Debe de ser pecado ser tan bella.
Los latidos de María se aceleraron de golpe. Debía parar aquello como fuese, pero su cuerpo se negaba a obedecerla.
-Si... si no fuera sacerdote... –siguió diciendo el joven, haciendose a un lado, con pesar-. Será mejor que te vayas María –se llevó una mano a la frente, cansado-. No quiero pecar hasta la eternidad contigo.
La joven ladeó la cabeza, consternada por sus palabras. Se apoyó sobre sus codos y frunció el ceño.
-Lo que será mejor es que te acuestes –dijo ella, viendo que aquella situación iba a peor-, antes de que digas más barbaridades.
La joven logró quitarle los zapatos y la ropa para acostarle. Gonzalo apenas rechistó.
-¡Cuánta razón tiene don Anselmo! –susurró mientras se quitaba la camisa-. No puedo negarle lo evidente… estás siempre en mis pensamientos; día y noche. Colándole en mi mente sin que yo pueda evitarlo. Y por mucho que me empeñe en negar mis sentimientos, estos se rebelan, saliendo a la superficie –levantó la mirada hacia ella que en ese momento le estaba recostando sobre la almohada-. Te quiero, María. Te quiero… con locura… pero Dios tendrá que saber perdonarme por mis pensamientos impuros. Espero que tú también sepas perdonarme por no poder demostrarte lo que siento.
Su esposa sabía que aquellas palabras eran fruto de su estado de embriaguez aunque en el fondo fueran ciertas y le gustaba escuchárselas decir.
-No hay nada que perdonar, mi vida –le acarició el rostro con ternura, sentándose a su vera y mirándole con infinita ternura-. Pero mañana tendrás un dolor de cabeza horrible. Así que será mejor que descanses.
Se levantó para ponerse el camisón pero Gonzalo la cogió por la muñeca.
-No te vayas –susurró, casi vencido por el sueño-. Quédate conmigo.
La joven apartó su mano con cuidado. Sonrió débilmente.
-Aquí estoy… y estaré –le susurró; y le besó en los labios. Un simple roce que calmó a Gonzalo, quien se durmió al instante.
Poco después, María se acostó a su lado y antes de caer en un sueño placentero, le miró por última vez y sonrió. ¿Se acordaría Gonzalo, al día siguiente, de lo que le había dicho o quedaría como un secreto entre ellos? Lo único cierto sería la jaqueca con la que despertaría. Esa no se la quitaba nadie.





viernes, 29 de mayo de 2015

Este fin de semana os traigo un relato algo "especial". Se trata de una escena algo diferente a lo que estamos acostumbrad@s. Está dividido en dos partes (mañana publicaré la segunda parte y el lunes seguiremos con el relato de la historia de María y Martín/Gonzalo), la de hoy está dedicada a María, y la siguiente a Martín. Diferentes maneras de afrontar la misma situación.
¿Por qué no imaginar que algo así pudiese pasar? ;) Que lo disfrutéis.
UN PONCHE MUY ESPECIAL (VERSIÓN 1)
 Gonzalo entró en casa cogiendo a María por la cintura y tratando de no hacer mucho ruido para no despertar a nadie.
En ese momento el reloj del salón dio una sola campanada. El joven tragó saliva. La fiesta en casa de los Gutiérrez se había alargado más de lo esperado y regresaban a esas horas de la madrugada. Casi había tenido que sacar a su esposa arrastras de allí.
Cerró la puerta de la entrada, sin soltar a María, que apenas lograba dar dos pasos en la dirección correcta, sin tropezar con algo.
-Gonzalo –le preguntó con voz pastosa-. ¿Por qué hemos vuelto tan pronto de la fiesta? Con lo animada que estaba la velada.
-¿Pronto? –repitió, extrañado y a la vez divertido; estaba seguro que a la mañana siguiente su esposa tendría una jaqueca horrible-. Mi vida, es la una de la mañana y la fiesta se ha terminado. Es hora de acostarse.
Sin añadir nada más, la cogió en brazos para subir las escaleras que conducían al piso superior. En el estado en que se encontraba la joven era mejor no arriesgarse.
-¿Dónde me llevas? –inquirió a media voz, cerca de su oído.
-A la cama. Es hora de dormir.
María se separó bruscamente de él.
-¿Dormir? –abrió los ojos, vidriosos, y le miró extrañada-. No. No quiero dormir. Es temprano.
Gonzalo sonrió. Era la primera vez que veía a su esposa en aquel estado; y no sabía si tomárselo a broma o preocuparse.
-Tempranísimo –se burló él, subiendo los escalones.
María volvió a acomodar su cabeza sobre el hombro de Gonzalo y comenzó a besarle en el cuello con suavidad. Su esposo sintió unas leves cosquillas que amenazaban con convertirse en deseo; algo que en ese momento no podía permitirse.
-Cariño –le musitó él, con dulzura, entrando en su cuarto-. ¿Puedes dejar de hacer eso?
-¿El qué? –preguntó ella, sin entender-.¿Acaso no te gusta que te bese?
-Sabes que no es eso –la dejó sentada sobre la cama con gran esfuerzo pues María no quería soltarse-. ¿Cuánto alcohol has tomado esta noche?
María parpadeó varias veces, desconcertada.
-¿Alcohol? –se extrañó, apoyándose hacia atrás, pues la cabeza le daba vueltas-. No. Yo no he tomado ni una miaja de alcohol. Sabes que yo no tomo alcohol. Solo… hip… unas copas de ponche de doña Purita. Me ha asegurado que me quitaría el dolor de cabeza… -trato de levantarse sin éxito pues todo le daba vueltas-; y vaya que lo ha conseguido. Ya no me duele pero… todo se mueve. ¿Por qué te mueves tanto, Gonzalo? Me estás mareando –hizo una leve pausa-. No sé… no sé qué remedio llevaría… pero mano de santo –y puntualizó-; no… de santa Purita –rió por lo bajo su chiste y acto seguido se llevó la mano a la cabeza frunciendo el ceño.
Gonzalo no pudo ocultar una sonrisa al verla en aquel estado de embriaguez que teñía levemente sus mejillas y que la hacía hablar más de la cuenta.
El joven comenzó a quitarle los zapatos y ella se le quedó mirando unos segundos, embelesada, ladeando la cabeza.
-Ya está –dijo él, sin darse cuenta de su mirada. Cuando levantó la cabeza y sus ojos se encontraron con los de María, temió haber hecho algo mal-. ¿Qué pasa, cariño?
La joven suspiró levemente a la vez que una sonrisa asomaba en sus labios.
-Nada –musitó y bajó la mirada, avergonzada-. Solo que… que me has hecho recordar aquella otra vez que me pusiste algodón en los zapatos para que no me hicieran rozaduras. ¿Lo recuerdas?
El recuerdo de aquel momento vivido en la fiesta de la Casona cuando celebraron que la gripe española había sido erradicada del pueblo, volvió a su mente con nitidez.
-Perfectamente –Gonzalo se sentó junto a ella-. Estabas preciosa aquella noche –le apartó un mechón que le caía por el rostro, con cuidado.
-Me habría echado en tus brazos en aquel mismo instante –le confesó, apoyando la cabeza en su hombro-. ¿Sabes? En aquella fiesta sobraban todos. Todos… menos tú -Gonzalo la abrazó, notando el suspiro que soltó María-. Lástima que… que no pudimos bailar aquella noche.
La joven se puso de pie, casi de un salto, sobresaltando a Gonzalo que tuvo que cogerla para que no cayera.
-Pero…
-Pero podemos bailar ahora –declaró ella, comenzando a danzar cogida a su esposo-, me debes un baile… mejor dos. Me los cobro dobles –y soltó una risita.
Gonzalo la siguió los primeros pasos, tratando de detenerla mientras ella tarareaba una melodía.
-Creo que será mejor dejarlo para mañana –logró que parase y regresaron a la cama. María no puso mucho impedimento pues el cansancio comenzaba a apoderarse de la joven.
-¡¡¡¡Sssshhhhh!!!! –le pidió ella de pronto-. No chilles Gonzalo, que vas a despertar a los niños.
Y comenzó a besarle de nuevo el cuello.
El joven vio que era el momento de acostarla, antes de que aquello fuera a más. Comenzó a quitarle el vestido para poder ponerle el camisón.
-María, te he visto hablando con el padre Alberto, el nuevo párroco –le dijo para que se centrase en algo que no fuese él-. No he tenido tiempo de hablar con él. ¿Qué tal es?
La joven dejó de besarle y se encogió de hombros.
-Un hombre de Dios –declaró ella sin emoción alguna, y un deje aburrido-. Como todos los curas –de pronto una idea cruzó por su cabeza y levantó la mirada hacia él-. ¿No estarás celoso, Gonzalo?
La pregunta tomó tan de sorpresa a su esposo que no supo que responderle.
-No –logró decirle-. No estoy celoso, mi amor. Solo te pregunto…
-No tienes que preocuparte, cariño –se acercó a él y le besó suavemente en los labios-. El padre Alberto será joven, simpático, con don de gentes, apuesto… Pero no le queda la sotana ni la mitad de bien que te quedaba a ti –volvió a besarle ante un atónito Gonzalo-. Aunque… yo te prefiero sin ella.
Gonzalo la apartó levemente. Aquello se le estaba yendo de las manos.
-Y yo a ti cuerda, María –se levantó para ir a buscarle el camisón.
-Yo estoy muy cuerda –replicó ella, levantando levemente la voz-. Es más, creo que es la primera vez que puedo decir lo que pienso sin tener que morderme la lengua.
Gonzalo regresó y le colocó el camisón.
-Sí –confirmó con calma, abriendo la cama para que se colocara dentro-, es lo que suele pasar cuando uno ha tomado de más; que no es consciente ni de lo que dice.
-¡Es verdad! –corroboró ella echándose en la cama, como una niña obediente-. El alcohol es muy perjudicial. Por eso yo no tomo.
Gonzalo la arropó y le dio un beso en la frente.
-Descansa, mi vida –le susurró mientras María cerraba los ojos, cansada.
Se disponía a ponerse su pijama pero ella le asió del brazo.
-No te vayas –le pidió en un murmullo-. Quédate aquí conmigo.
Gonzalo sonrió levemente y se soltó con tiento.
-No me voy a ningún lado, María.
Se colocó al otro lado de la cama, acostándose junto a ella. La abrazó y María se volvió para acurrucarse sobre su pecho.
Gonzalo le acarició el cabello.
Estaba seguro de que a la mañana siguiente su esposa tendría un dolor de cabeza horrible; y posiblemente, si recordaba algo de lo que le había dicho, querría morirse de la vergüenza.



jueves, 28 de mayo de 2015

Este fin de semana hacemos un pequeño paro en el relato de la historia de María y Martín para traeros un minirelato, o mejor dicho, una escena que se publicará en dos días.
Se trata de algo "diferente" a lo que María y Martín nos tienen acostumbrad@s.
Espero que lo disfrutéis y que os saque alguna carcajada.
Mañana estará la primera versión a vuestra disposición.
El lunes continuaremos con el relato de la historia de María y Martín.  

CAPÍTULO 382: PARTE 2
Al salir del pueblo, María oteó la figura del forastero alejándose hacia el cementerio y decidió seguirle. Era su oportunidad y no iba a dejarla escapar.
Gonzalo caminó con rapidez hasta el lugar. Al llegar a campo santo le preguntó a una mujer dónde podía encontrar la tumba de Pepa la partera y tras seguir las indicaciones se detuvo ante una lápida que rezaba:
A MI ESPOSA
A MI VIDA TODA
QUE AHORA GOZA
EN LA LUZ DE NUESTRO
MARTÍN
SIEMPRE NUESTRO
Gonzalo sintió un nudo en la garganta al leer la inscripción. Allí reposaban los restos de su madre.
-Madre… -murmuró, sin poder creerlo aún.

Tan absorto había estado buscando su tumba que no se había dado cuenta de que alguien le seguía los pasos.
-¿Conocías a esa mujer? –le preguntó María a bocajarro, quien por fin daba con el forastero.
-¿Y tú? –Gonzalo le dio la espalda para que no percibiese su turbación.
-No se contesta a una pregunta con otra.
-Ni se pregunta a bocajarro a un desconocido –replicó él.
-Por aquí todo el mundo sabe quién soy yo.
-Yo no soy todo el mundo.
-No, ya lo veo –respondió la muchacha irritada y molesta porque aquel joven no se mostrase más simpático con ella-. Eres un forastero la mar de grosero –se calmó antes de continuar-. Yo soy María, la ahijada de Francisca Montenegro.
Aquella información pareció sorprenderle.
-¿Vives en la Casona? –Gonzalo se volvió hacia ella sin ocultar su interés.
-Ya veo que sí conoces a Doña Francisca.
-De oídas –trató de quitarle importancia él.
-Ya te lo dije, todo el mundo conoce a la Montenegro –repuso ella altiva.

-Pero tú no eres una Montenegro –convino Gonzalo. Habían pasado muchos años desde su partida a las Américas pero estaba bastante informado de cómo estaban las cosas en el pueblo.
-Ni tú un caballero, salta a la vista –se molestó María ante aquel comentario que consideró hiriente.
-No quise ofenderte –se disculpó Gonzalo, avergonzado por sus palabras-, no doy valor a los nombres ni a los rancios abolengos. Me trae sin cuidado si eres aparcera o señora.
-Eso solo lo diría un gañan sin oficio ni beneficio –María se acercó lentamente y pasó a su lado mirando la tumba de Pepa-. En cualquier caso se puede saber qué haces rezando ante la tumba de una desconocida.
-Las almas de los muertos no hacen distingos –trató de quitarle importancia él-. No está de más orar por su salvación, ni ellos pondrán reparo.
-La Pepa estará en el cielo con rezos o sin ellos, de eso no hay duda.
-Buena mujer sería entonces –siguió hablando Gonzalo. Quizá la muchacha pidiese ayudarle contándole lo que supiera de su madre.
-La mejor –convino ella-. Sus andanzas son de sobra conocidas por toda la comarca –se volvió hacia el joven-. Si fueras hombre principal estarías al tanto.
-¿Me pondrías tú al corriente? –le preguntó con cautela.

-Puede –se hizo la interesante la muchacha, utilizando aquello para acercarse a él y conocerle mejor-. Si es que fueras a quedar en el pueblo lo suficiente.
-Lo dices como si quisieras que eso ocurriera.
-¡Hombres! Sois todos unos fatuos –declaró María sonriendo-. Mi madrina dice que las mujeres no os necesitamos para nada.
-Sabia señora –sonrió Gonzalo-. En realidad yo opino lo mismo.
-¿Qué los hombres sois fatuos? –se extrañó ella.
-Que hombres y mujeres pueden vivir mejor en soledad que en compañía del sexo opuesto.
 -Eso lo dices porque no tienes novia, ni enamorada –añadió con descaro sin poder apartar la mirada de los ojos pardos de Gonzalo-. El que conoce el verdadero amor no lo olvida nunca.
-¿Lo has conocido tú acaso? –la abordó él sin saber por qué se lo estaba preguntando.
-No, pero he leído mucho sobre él –María tragó saliva y se volvió de nuevo hacia la lápida de Pepa-. De todas maneras, yo no rezaría demasiado a esta tumba.
-¿Y por qué no? –Gonzalo se extrañó.
-Porque está vacía –declaró María. Al ver el efecto que aquella afirmación había causado en el joven, la muchacha continuó-: Mucho te ha sorprendido saber vacía la sepultura de alguien a quien ni siquiera conociste.

-Llevo oyendo hablar de esa Pepa Balmes desde que llegué –el corazón de Gonzalo había dado un vuelco al escuchar que la tumba de su madre estaba vacía. ¿Por qué? ¿Dónde se hallaban entonces sus restos? Demasiadas preguntas se agolpaban de pronto en su mente-. Y que si intrigarme era lo que pretendías, bien que lo has conseguido.
-¿Pretensiones yo contigo? –María pareció ofenderse-. ¿Por qué habría de tomarme tal molestia?
-Por la misma razón por la que me has buscado hasta encontrarme.
-Tu soberbia raya lo inaceptable –declaró altiva y ofendida-. Y me temo que no es la primera vez que me he visto obligada a reprochártelo.
María hizo ademán de marcharse pero Gonzalo la detuvo.
-¿Preferirías acaso que te regalara los oídos?
Se volvió hacia él y sonrió.

-Deberías haber empezado por ahí, más concretamente –se serenó ella y su sonrisa se hizo más amplia.
-Has de saber que no he conocido a muchacha otra en el mundo como tú –rió Gonzalo, desconcertado por la actitud de la muchacha.
-Algo manido el requiebro.
-Te juro por lo más sagrado que no está en mi naturaleza ni en mi intención requebrar mujer alguna –se disculpó él, creyendo que sus palabras podían haberla ofendido-. ¿A dónde quieres llegar?
-A donde tú me quieras traer.
-Respóndeme pues a aquello con que escociste mi curiosidad –insistió de nuevo, mirando la tumba-. ¿Por qué está vacía la tumba?
-¿Aun enredando con eso? –María comenzó a cansarse del tema.
-Entiéndeme –insistió él-. De donde vengo me he topado con las más variopintas formas de honrar a los muertos, más solo en este pueblo había oído abrir nichos para no dar sepultura a cuerpo ninguno.
María comprendió sus razones y suspiró.
-Verás. A resultas de tortuosas piruetas del destino, el cadáver de Pepa nunca fue hallado.

-¿Cómo es eso posible? –Gonzalo no podía creer lo que estaba escuchando. Necesitaba saber qué había pasado con su madre.
-Poco se sabe a ciencia cierta, pues su esposo, Don Tristán, fue el único que estuvo a su lado cuando expiró.
-Sabrá pues él dónde se encuentran los restos de su esposa –pensó en voz alta.
-En tal caso lo guarda en secreto –María se volvió hacia él-. No fue la suya una historia de amor al uso, como no lo fue su vida, ni había de serlo su muerte.
Ambos se quedaron mirando unos segundos, embrujados por la mirada del otro. De repente el toque de la campana de la iglesia a lo lejos les hizo reaccionar.
-Pero no hay tiempo ahora para explicarle tanta complejidad –las mejillas de la muchacha se encendieron levemente, turbada.
Pasó a su lado dispuesta a marcharse.
-¿Cuándo entonces? –la detuvo Gonzalo.

-¿Quién es ahora el que toma interés? –María entrecerró los ojos, divertida.
-Tú ganas –se dio por vencido el joven.
-Te veré en el puente, a las afueras del pueblo, a las seis –le citó ella, satisfecha por su pequeña victoria.
-Aún no he dicho que vaya a ir –rió Gonzalo.
-De seguro lo harás –le aseguró María-. Siempre consigo lo que me propongo –y prolongó el misterio para que Gonzalo accediese a ir a la cita-. Si quieres más detalles sobre la historia de amor más trágica que hayan oído tus orejas, habrás de estar a las seis, en el puente.


La muchacha dio media vuelta y abandonó el cementerio. Al fin había logrado lo que quería, en unas horas volvería a ver al forastero. Ese era su único pensamiento.

CONTINUARÁ...

martes, 26 de mayo de 2015

CAPÍTULO 382: PARTE 1 
A la mañana siguiente lo primero que hizo Gonzalo fue ir a desayunar a la casa de comidas. Nada más entrar, reconoció a Emilia, la que fue la mejor amiga de Pepa. El joven se sentó en una mesa y la esposa de Alfonso acudió a atenderle.
Emilia conocía a todos los habitantes de Puente Viejo y enseguida supo que aquel forastero no había estado antes por el pueblo. Gonzalo se presentó como el nuevo diácono y la mujer le preguntó si también era el nuevo héroe de Puente Viejo pues la noticia de que había salvado a Adelaida de caer al barranco de las ánimas era uno de las últimas noticias más conocidas.

Gonzalo, en su habitual modestia, le dijo que solo había hecho lo que cualquier otra persona. Entonces aprovechó para sacar el tema que le había conducido hasta allí y le preguntó con delicadeza por Pepa. Emilia se envaró, como hacían casi todos quienes habían conocido a la partera, y prefirió guardar silencio. Gonzalo pensó que no era el momento de insistir y lo dejó correr.
Al regresar a la casa parroquial encontró a don Anselmo esperándole. Gonzalo le puso al tanto de que había estado paseando y conociendo a quienes iban a ser sus nuevos feligreses. El joven le contó que movido por su curiosidad, había estado indagando sobre Pepa la partera y que ya sabe que no se llevaba a partir un piñón con Francisca Montenegro; y que ese era el motivo de que su hijo Tristán tampoco se hablase con ella.
Don Anselmo se sorprendió de lo rápido que su nuevo discípulo estaba conociendo los entresijos de los lugareños. Estaba a punto de decirle que era mejor no meterse en aquellos asuntos cuando les avisaron de que había habido un accidente en la fábrica textil. Ambos sacerdotes salieron hacia el lugar.

Mientras, María se presentó en la cocina de la Casona para comer uno de los bizcochos que su tía Mariana preparaba. La doncella la riñó pues luego se le iba el apetito y la señora la reñía a ella. María, con su habitual jovialidad, trató de quitarle importancia. La muchacha vivía feliz y en su inocencia todavía creía en los cuentos de hadas y en los príncipes tal como le dijo a su tita Mariana, quien, por el contrario, había pasado tantas penalidades en la vida que había perdido la ilusión y trataba de hacerle ver a su sobrina que no valía la pena pensar en los hombres; además en su caso, cuando llegara el momento, doña Francisca le elegiría al mejor candidato. María le replicó con determinación que ella solo se casaría por amor, como había hecho su tío Tristán con Pepa; y que su boda sería tan bonita como la de ellos y que todo el mundo la recordaría durante años.
Mariana sonrió débilmente y no le insistió. Prefería verla feliz que romperle aquel sueño. Entonces María trató de sacarle a su tía si conocía al forastero. La doncella le respondió que no y que ella tampoco debería seguir pensando en él. Sin embargo aquel joven rebelde había calado en su sobrina mucho más de lo que quería y la muchacha estaba dispuesta a averiguar quién era aquel héroe que había recalado en el pueblo.

Al bajar a la plaza, María se encontró con su abuela Rosario. La buena mujer trabajaba en el Jaral desde hacía años y se encargaba de Tristán quien se había sumido en una profunda depresión desde la muerte de su esposa Pepa. María aprovechó entonces para saber si su abuela conocía al nuevo forastero. Rosario enseguida se dio cuenta del interés de su nieta y la miró sonriendo. ¡Cómo había cambiado! Apenas hacia nada que correteaba por la plaza y ahora era toda una mujer.
Mientras esto sucedía en el centro del pueblo, en una cabaña de las afueras, don Anselmo y Gonzalo trataban de consolar a la mujer del trabajador de la textil. El hombre había muerto y su viuda y sus hijos no encontraban consuelo. El encargado de la fábrica, Roque, le dijo a don Anselmo que la señora le tenía dicho que en esos casos se le daba una pequeña remuneración a la familia. Gonzalo al ver las tres monedas con las que pretendía acallar a la pobre viuda, no pudo aguantarse y cogió todo el dinero, diciéndole a Roque que si aquel hombre había perdido la vida era por la falta de seguridad en la fábrica y  que debía darle a la mujer más dinero. Don Anselmo intervino, ordenándole que le devolviese el dinero. Ellos no eran nadie para meterse en aquellos problemas. Su joven pupilo obedeció de mala gana.

Gonzalo era hombre de justicia y ver que las cosas en Puente Viejo eran igual, o peores que en el Amazonas, le sacaba de sus casillas. La sangre le hervía al ver las injusticias que se seguían cometiendo. Personas inocentes pagaban la crueldad de los caciques; caciques como Francisca Montenegro, su abuela.
Al regresar a casa, don Anselmo le exigió que no se metiera en esos asuntos, ya que si llegaba a oídos de la señora lo ocurrido, tendrían problemas. Pero Gonzalo seguía alterado y le recordó que había gente que luchaba contra aquella tiranía; gente como Pepa la partera, y él tenía sus mismos arrestos para seguir su camino. A punto estuvo entonces de decirle que era su hijo, pero en el último momento se contuvo. No podía desvelar su identidad tan pronto. No sin antes saber en quién podía confiar.

Para despejar su mente de todo lo acontecido aquella mañana, Gonzalo optó por acudir al cementerio. Necesitaba ver la tumba de su madre. Era la única manera de sentirse cerca de ella. Al pasar por la puerta de la confitería, se detuvo unos instantes al ver que había una mujer que necesitaba ayuda para colocar uno de los tarros en la estantería más alta. La dueña del lugar, Candela, le agradeció el gesto y enseguida supo de quién se trataba: el joven que había salvado a Adelaida. Candela le contó que ella también era nueva en el pueblo y que pensaba abrir la confitería en breve. Gonzalo aprovechó y le preguntó si sabía cómo llegar al cementerio. La buena mujer le indicó el camino y antes de marcharse le hizo prometer que volvería muy pronto para probar sus dulces.

Después del encuentro con su abuela Rosario, María fue a visitar a su madre, tal como le había prometido a su padre el día anterior. Emilia se alegró mucho de verla, sin embargo enseguida se dio cuenta de lo lejana que sentía a su hija pues no sabía de qué hablar con ella y la muchacha apenas estuvo lo estrictamente necesario para tranquilizar a su madre y marcharse.
CONTINUARÁ...

sábado, 23 de mayo de 2015

CAPÍTULO 381. ESCENA 5 
En cuanto don Anselmo se enteró de que ya había llegado la carreta con los viajeros, bajó a la plaza en busca del joven diácono que iba a pasar unas semanas bajo su custodia.
El viejo párroco se detuvo frente a la carreta buscando al joven sacerdote. Tan solo se encontraba un muchacho en camisa de tirantes que le observaba con atención. Tan solo entonces pensó que aquel debía de ser su joven diácono.
-¿Gonzalo? –le preguntó al joven que asintió-. Sin duda es usted hijo, no… no hay otro forastero en la diligencia. ¿Se encuentra bien? Ya me han contado lo sucedido.
 -Padre, bien hallado –confesó Gonzalo tratando de quitarle importancia al accidente-. No ha sido nada. Una zarabanda más que Dios nos pone en el camino para que no nos adormilemos.
Don Anselmo asintió levemente y le indicó el camino para que le acompañase a la casa parroquial.
-Desde luego amigo mío. No ha podido elegir mejor sitio que Puente Viejo si no quiere aburrirse. ¿Fue azar lo que le trajo a nuestro pueblo?
Gonzalo echó una última ojeada, cargada de nostalgia, a la plaza antes de abandonarla.
-Padre, ya lo sabe En esta vida nada viene por azar.
Tras llegar a la casa parroquial, don Anselmo le enseñó a Gonzalo el que iba a ser su nuevo hogar en las próximas semanas.
-Instálese a su gusto, Gonzalo –le indicó el sacerdote entrando en el cuarto que tenía preparado para él. Le dejó unas ropas plegadas sobre la cama-. Temo que mis ropas le vengan muy grandes pero un parroquiano me ha prestado estas que de seguro son de su talla. Pronto recuperaremos su equipaje y por lo tanto su hábito.
Gonzalo se quitó la bolsa de tela que había podido recuperar de sus pertenencias.
-Éstas me harán el apaño, gracias.
-Lávese un poco y reúnase conmigo cuando esté listo –continuó don Anselmo con gesto sombrío-. Yo… marcho ahora. He de preparar una misa en memoria de una buena mujer que nos dejó hace ya tiempo. Dios la tenga en su gloria.
Gonzalo comenzó a desvestirse. La camisa estaba completamente manchada de tierra y tenía que asearse.
-Por su pena intuyo que era querida por usted –se dio cuenta enseguida del dolor que sentía el párroco.
-Lo más parecido a una hija que un sacerdote pueda tener –dijo a duras penas, con un nudo en la garganta-. Una mujer de raza, y la mejor partera que hemos tenido nunca.
 El joven se envaró al escuchar aquella palabra.
-¿Partera? –repitió sintiendo un escalofrío.
-Sin duda oirá hablar de ella por aquí pues era de todos conocida –continuó don Anselmo con la mirada triste-. Pepa, era su nombre.
Al escuchar ese nombre, el corazón de Gonzalo dio un vuelco.
-Y… y esa tal Pepa… ¿ha muerto? –se atrevió a preguntar.
-Años ha –confirmó don Anselmo-. Que en paz descanse.
Gonzalo se volvió hacia otro lado, consternado. No quería que su nuevo mentor se diese cuenta de que estaba afectado.
-¿Cómo fue esa desgracia, padre? –inquirió tratando de contener las lágrimas.
-No es bueno recordar el cómo, hijo, tan solo que sucedió –contestó con ambigüedad.
-¿Fue cosa tan terrible para no querer hablar de ello? –se volvió de pronto. No podía quedarse sin respuestas. No ahora después de tanto tiempo.
 -Terrible. En efecto. Es mejor no remover el pasado. Hay historias que es preferible dejar que duerman porque si despertasen…
-Si despertasen… ¿qué? –quiso que continuara el sacerdote pero don Anselmo no estaba por la labor. El recuerdo de Pepa era demasiado doloroso a pesar del tiempo que había transcurrido desde el día de su muerte.
-Pues que causarían no poco dolor –concluyó el viejo cura queriendo cambiar de tema-. Lo dicho hijo, descanse un rato y reúnase conmigo para la cena.
-Gracias.
Don Anselmo salió del cuarto y tan solo cuando Gonzalo se quedó a solas fue capaz de reaccionar.
-No puede ser.
Se detuvo ante el espejo y observó su reflejo en él. Le devolvió su mirada limpia y llena de lágrimas por lo que acababa de descubrir.
 Un recuerdo de tiempo atrás volvió a su mente con viveza. Aquel día en que jugaba con otros niños junto a la ribera del río y se hizo daño. Enseguida, Pepa la partera acudió a ver que le había sucedido. Así fue como descubrió que el pequeño Martín tenía tres lunares en la espalda. Tres lunares como ella. Tres lunares como Gonzalo.
 Al recordar aquel instante, Gonzalo no pudo reprimir más sus emociones.
-Madre, tanto tiempo y… y al fin no podré encontrarte –las lágrimas bañaron su rostro al comprender que había llegado tarde.

CONTINUARÁ...