UN PONCHE MUY ESPECIAL (VERSIÓN 2)
María abrió la puerta
de la casa justo en el momento en el que el reloj del salón marcaba la una de
la madrugada. La joven suspiró aliviada. El sonido de la campana amortiguaría
sus pasos y posibles contratiempos. Llegar hasta la casa ya le había supuesto
un esfuerzo enorme. Ayudó a Gonzalo a entrar, dejando que se apoyase en ella
pues apenas podía dar dos pasos seguidos sin tambalearse.
-¿Dónde estamos?
–murmuró su esposo con voz algo tomada.
-En casa –le dijo ella,
cerrando la puerta-. Y no hagas ruido, que despertaremos a todo el mundo.
Subamos al cuarto que ya es hora de acostarse.
Gonzalo se desasió de
ella y se dirigió hacia el salón con celeridad.
-Aun es pronto –le
rebatió entrecerrando los ojos y caminando con cierta dificultad-. Necesito
tomarme una copa para quitarme este mal sabor que me ha dejado el dichoso
ponche de doña Purita.
María le alcanzó antes
de que lograse alcanzar el carrito de las bebidas y servirse un wiscky. Ya
había tomado suficiente por esa noche.
-Si quieres beber algo
te hago un café –le digo la joven apartandolo del peligro-. Que es lo único que
te quitará la tontería.
Gonzalo se volvió hacia
ella y su mirada turbia por el exceso de alcohol se posó en la de su esposa.
-Yo tengo otra idea
mejor para que se me pase la “tontería” como tú la llamas –la cogió por la
cintura y trató de besarla, pero María apartó el rostro, tratando de zafarse de
él.
-¡Ni hablar! –se quejó
la joven sin poder ocultar una sonrisa-. O un café o a dormir.
Gonzalo apoyó su frente
en la de ella y arrugó la nariz, dándose cuenta que no iba a conseguir otra
cosa de María.
-¿Café? –inquirió con
un deje despectivo-. ¡Deja, deja!. Solo de pensarlo me dan nauseas.
-Lo que te da nauseas
es todo lo que te has tomado –le dirigió hacia las escaleras para subir hasta
el cuarto-. Lo que no comprendo es cómo has podido beber tanto si tú no eres de
esa clase de hombres. ¿Cuantas copas te has tomado, Gonzalo?
-¿Copas? –repitió él,
que pareció no comprender-. Ninguna copa. Solo un par de ponches de doña
Purita. Y mira que le dije que no me gustaba el ponche... hip... pero la buena
mujer insistió en que no me sería perjudicial, sino todo lo contrario, que me
iría bien, y que incluso querría repetir.
-Ya lo veo –se quejó su
esposa al llegar al rellano del primer piso. Giró hacia la derecha y caminó,
ayudando a Gonzalo hasta la puerta de su cuarto.
-Yo creo que me mintió
–razonó él a duras penas, mientras entraban en la alcoba-. ¿No crees?
María le condujo hasta
la cama para que se sentara allí.
-No creo que lo hiciese adrede, sus
intenciones debían de ser buenas –trató de excusarla ella, intuyendo lo que
aquel ponche de doña Purita debía contener, y razón por la que era tan conocido
entre sus amigos.
María quiso ir a
buscarle el pijama, pero Gonzalo la cogió por sorpresa y tras perder el
equilibrio cayó sentada sobre sus rodillas.
Su esposo comenzó a
besarle el cuello, provocándole un agradable cosquilleo mientras ella trataba
de zafarse de su abrazo pero las manos del joven la retenían con fuerza.
-Gonzalo –murmuró con
una sonrisa en los labios-. Déjame, déjame. Es tarde y mañana... –la calló con
un beso al que ella respondió, incapaz de negarse a él.
Lentamente la apoyó
sobre la cama y siguió besándola, cada vez con más pasión. La parte sensata de
María le pedía que le detuviese pues era demasiado tarde; sin embargo, su propio
cuerpo se encargaba de rebelarse contra su razón.
Finalmente, haciendo un
gran esfuerzo, se obligó a pararle y le apartó suavemente.
-Cariño –le mantuvo
alejado, apartándole con una mano-; ya es suficiente por hoy –se incorporó para
levantarse pero Gonzalo volvió acostarla.
Se quedó unos instantes
mirándola en silencio, embelesado, acariciandole el rostro como si tratase de esculpirlo
con sus dedos. Su esposa se vio incapaz de salir de aquel embrujo al que la
tenía sometida.
-¿Por qué eres tan
hermosa? –le preguntó Gonzalo de repente-. Debe de ser pecado ser tan bella.
Los latidos de María se
aceleraron de golpe. Debía parar aquello como fuese, pero su cuerpo se negaba a
obedecerla.
-Si... si no fuera
sacerdote... –siguió diciendo el joven, haciendose a un lado, con pesar-. Será
mejor que te vayas María –se llevó una mano a la frente, cansado-. No quiero
pecar hasta la eternidad contigo.
La joven ladeó la
cabeza, consternada por sus palabras. Se apoyó sobre sus codos y frunció el
ceño.
-Lo que será mejor es
que te acuestes –dijo ella, viendo que aquella situación iba a peor-, antes de
que digas más barbaridades.
La joven logró quitarle
los zapatos y la ropa para acostarle. Gonzalo apenas rechistó.
-¡Cuánta razón tiene
don Anselmo! –susurró mientras se quitaba la camisa-. No puedo negarle lo
evidente… estás siempre en mis pensamientos; día y noche. Colándole en mi mente
sin que yo pueda evitarlo. Y por mucho que me empeñe en negar mis sentimientos,
estos se rebelan, saliendo a la superficie –levantó la mirada hacia ella que en
ese momento le estaba recostando sobre la almohada-. Te quiero, María. Te
quiero… con locura… pero Dios tendrá que saber perdonarme por mis pensamientos
impuros. Espero que tú también sepas perdonarme por no poder demostrarte lo que
siento.
Su esposa sabía que
aquellas palabras eran fruto de su estado de embriaguez aunque en el fondo
fueran ciertas y le gustaba escuchárselas decir.
-No hay nada que
perdonar, mi vida –le acarició el rostro con ternura, sentándose a su vera y
mirándole con infinita ternura-. Pero mañana tendrás un dolor de cabeza
horrible. Así que será mejor que descanses.
Se levantó para ponerse
el camisón pero Gonzalo la cogió por la muñeca.
-No te vayas –susurró,
casi vencido por el sueño-. Quédate conmigo.
La joven apartó su mano
con cuidado. Sonrió débilmente.
-Aquí estoy… y estaré
–le susurró; y le besó en los labios. Un simple roce que calmó a Gonzalo, quien
se durmió al instante.
Poco después, María se
acostó a su lado y antes de caer en un sueño placentero, le miró por última vez
y sonrió. ¿Se acordaría Gonzalo, al día siguiente, de lo que le había dicho o
quedaría como un secreto entre ellos? Lo único cierto sería la jaqueca con la
que despertaría. Esa no se la quitaba nadie.