domingo, 5 de febrero de 2017

UNA ENFERMEDAD SIN CURA

En cuanto el coronel llegó al salón, Simón supo que algo no iba bien.

-Buenos días, Gayarre - saludó  al mayordomo, yendo a sentarse.

-Buenos días, señor -le ayudó a acomodarse en la silla.

- Sírvame el desayuno - ordenó don Arturo con el gesto torcido-. Mi hija no va a desayunar. Se encuentra indispuesta.

Simón le miró alarmado.

-¿No se encuentra  bien Elv... La señorita? -preguntó, sirviéndole el café.

-Dice que tiene el estómago revuelto - negó con la cabeza, contrariado-. Y justo hoy que tenemos la comida en el Casino con los antiguos altos cargos militares y sus esposas. 

-Ahora mismo le prepararé una manzanilla -se ofreció Simón preocupado por ella-. Seguro que le sentará bien.

-Vaya, vaya, Gayarre -le ordenó el coronel-. A ver si consigue el milagro.

El mayordomo obedeció al instante y fue a la cocina donde preparó la manzanilla. Ese día, ni la criada ni la cocinera estaban. Don Arturo les había dado el día libre ya que Elvira y él tenían la comida en el Casino y no iban a necesitar sus servicios.

Simón llamó a la puerta del dormitorio de Elvira antes de entrar. La muchacha estaba recostada en la cama.

-¿Se puede?

Elvira sonrió al verle.

-Te traigo una manzanilla para tu malestar - Simón dejó la bandeja sobre la mesilla de noche-. Tu padre me ha contado que tienes el estómago revuelto. ¿Cómo te encuentras?

La joven se mordió el labio con cierta culpabilidad y se incorporó para sentarse.

-Perfectamente -le confesó, con mirada inocente. Simón perdió el color, sorprendido-. No me mires así. No quiero ir a esa comida con las mujeres de los militares. Solo saben hablar de sus reuniones sociales, de los últimos cotilleos... No te imaginas lo aburridas que son.

Simón quiso reprenderla por su mentira, pero su mirada le pedía comprensión.

-¿Y por qué no se lo has dicho a tu padre en lugar de inventarte que estás enferma?

-Porque ya le conoces -se defendió ella-. Me obligaría a ir sin escucharme.

El mayordomo sabía que aquello era cierto. El coronel Valverde era un hombre demasiado recto y no le concedería a su hija una petición así.

Justo en ese momento el padre de Elvira entró en el cuarto. Simón se hizo a un lado, retomando su posición firme mientras don Arturo les miraba a ambos con dureza.

- ¿Cómo te encuentras? -quiso saber, con gesto serio.

Elvira miró de reojo a Simón temiendo que le contara la verdad a su padre, pues sabía de la rectitud del joven y que no estaba de acuerdo con su mentira. Sin embargo, si le había confiado su secreto era porque su corazón no dudaba en que la protegería.

-Pues... -se recostó de nuevo, cerrando los ojos y arrugando el entrecejo conteniendo un amago de dolor-. Iba a tomarme la manzanilla que Simón ha tenido a bien prepararme.

Su padre se volvió hacia el mayordomo.

-Voy a llamar al doctor - sentenció-. No vaya a tener algo más que una indisposición.

Simón vio la alarma dibujada en la mirada de Elvira. Si el doctor la reconocía, descubriría su farsa y el coronel se pondría furioso.

-Padre, ¿no cree que exagera? Seguro que con la manzanilla mejoraré.

La muchacha comenzó a tomarla a pequeños sorbos, bajo la atenta y escrutadora mirada de su padre.

Simón se dio cuenta de las dudas que rondaban al coronel y decidió intervenir.

-Si me permite, señor, ya me encargo yo de avisar al doctor -los ojos de Elvira se agradaron, aterrada-. Si no sale ya hacía el Casino llegará tarde a la reunión con los antiguos altos cargos militares. Deje que yo me ocupe de todo - miró a Elvira con seriedad-. La señorita estará bien cuidada. Y si el doctor digese que tiene algo más que una simple indisposición le avisaré de inmediato.

El coronel se quedó en silencio unos segundos, sopesando la propuesta de su fiel y eficaz mayordomo.

- Está bien, Gayarre - decretó finalmente, sin percibir el suspiro de alivio que había dejado escapar su hija. Al volverse hacia ella, la joven se terminó la manzanilla-. La dejo a su cuidado. Y en cuanto el doctor la examine me manda recado con el mozo, para quedarme tranquilo.

-Descuide señor -se irguió Simón-. Así lo haré.

Tras echarle un último vistazo a Elvira, el coronel suspiró y salió del cuarto.

Simón y Elvira intercambiaron una mirada antes de que el mayordomo siguiera los pasos de su señor, quien tras darle las últimas instrucciones y quejarse por haberles dado el día libre a las criadas justo cuando su hija se enfermaba, salió camino de la reunión.

-Ya se ha marchado tu padre -le confirmó Simón a la muchacha al volver al cuarto.

Elvira salió de la cama. Llevaba puesto un fino camisón de seda que resbalaba por su cuerpo.

-Gracias por cubrirme, Simón.

-Ya sabes que no me gusta mentirle -le confesó él, molesto. Elvira le acarició los brazos en un gesto de agradecimiento pues sabía lo que le costaba al joven tener que ocultar sus faltas-. Bastante mal me siento ocultándole lo nuestro como para ir añadiendo más mentiras; por pequeñas que sean.

Elvira le acarició el rostro, agradecida.

-Te prometo que no volverá a ocurrir -declaró, sintiéndose culpable por su comportamiento. De repente una sonrisa pícara se dibujó en sus labios-. Pero es que hoy tenía un buen motivo para no ir.

-¿El qué? - enarcó una ceja, incrédulo-. ¿Que esa clase de reuniones te aburren?

Elvira apretó los labios mientras jugaba con las solapas del uniforme de Simón; y negó con la cabeza.

-Que era la ocasión perfecta para quedarnos los dos... Solos -sus ojos brillaron de emoción-. Sin miradas indiscretas, ni temor a ser descubiertos. Anoche, cuando mi padre les dio el día libre a las criadas, supe que no nos veríamos en otra igual.

Simón no pudo reprimir una carcajada ante los ardices de Elvira. Cada día que pasaba, la joven le sorprendía aún más.

-Eres de lo que no hay.

-Me lo tomaré como un cumplido -le rodeó el cuello con sus brazos dispuesta a besarle.

En cuanto sus labios rozaron los de Simón, sintió como su cuerpo era invadido por aquella agradable calidez que aceleraba su pulso hasta límites insospechados. Se dejó rodear por su fuerte abrazo, y allí donde las manos de Simón ejercían más presión, su piel se erizaba.

-Creo que deberías llamar al doctor -declaró de repente Elvira.

Simón se echó hacia atrás.

-¿Te encuentras mal? No habías dicho que...

-He contraído la peor enfermedad de todas -sus ojos ardían intensamente-, me he enamorado perdidamente. Lo malo es que no existe ningún remedio para ello.

Simón mostró una media sonrisa.

-¿Y sabes si es contagiosa? Porque creo que tengo los mismos síntomas.

Elvira sintió su corazón dando saltos de felicidad.

-¿Crees que el doctor sabrá cuál es el remedio adecuado? -le siguió el juego-, porque tengo entendido que en estos casos receta una buena dosis de besos...

No terminó la frase porque sus labios se encontraron en un suave beso. Elvira se abrazó al cuerpo de Simón, queriendo fundirse con él. El joven le devolvió el abrazó dejándose atrapar por el torrente de emociones que Elvira despertaba en él, arrastrándolos lejos de lo que les rodeaba.

Cuando quisieron darse cuenta estaban tumbados sobre la cama, bebiendo de sus besos y perdidos entre dulces caricias que les hizo perder la noción del tiempo.

Simón se detuvo y observó su hermoso rostro, embriagado de pasión. Le acarició la mejilla con la punta de los dedos queriendo retener aquella imagen de Elvira en su memoria para siempre. Vio en sus ojos el mismo amor y entrega que él sentía, las mismas ansias de estar juntos.

Entonces el joven se detuvo.

-Creo que será mejor que no crucemos ciertos límites.

Se levantó de la cama y se colocó bien el uniforme. Elvira hizo lo propio sin entender lo que había sucedido.

- Simón estamos solos, nadie va a venir. No tienes que preocuparte por ello, amor mío -se acercó a abrazarle pero él la detuvo cogiéndole las manos con ternura-. Me prometiste que cuando volvieses del convento...

-Ya lo sé -le cortó él-. No es que no desee estar contigo, todo lo contrario.

-¿Entonces?

-Quiero que estés totalmente segura. Y tenemos todo el tiempo del mundo para que cuando llegue sea especial, y no lo olvidemos nunca -le dedicó una cálida mirada que le hizo comprender que tenía razón. No tenían porque precipitar las cosas.

Si tenía que suceder, sucedería.

 - Está bien, esperaremos -le concedió ella-. Pero... Ya que estamos solos... Quédate conmigo un rato. Solo quiero tenerte cerca y que me abraces.

-Solo un rato - cedió él-. No puedo pasarme todo el día aquí. Sino cuando regrese tu padre encontrará la casa sin orden y a ver qué le digo.

-Que has estado ocupándote de mí - bromeó ella.

Simón sonrió.

- Además, debo pensar que excusa darle cuando sepa que no he llamado al doctor.

-De ese detalle ya me encargaré yo.

Elvira le cogió de la mano, conduciéndole hacia la vera de la cama donde le ayudó a quitarse la chaqueta del uniforme.

-¿No querrás que se te arrugue? -le explicó ella.

Simón frunció el ceño a la vez que se aflojaba el nudo de la corbata.

-Solo un rato - repitió él, sin dejar de sentir remordimientos por dejarse convencer de ello.

Sin embargo, al contemplar la sonrisa de Elvira, soltó un débil suspiro.

Se acomodó en la cama, apoyando la espalda en el cabezal, y esperó a que ella se reunirse con él, cobijándose bajo su brazo.

-Ves que no es tan difícil. ¿Qué hay de malo en querer estar así?

Simón cerró los ojos y aspiró el fresco aroma del cabello suelto de Elvira, que caía en una cascada dorada sobre ella.

-Supongo que nada -le concedió, acariciando sus brazos.

-Entonces solo piensa que llegará un día en que podremos disfrutar de momentos como éste sin temor a que alguien entre por la puerta y nos sorprenda.

Simón bajó la mirada hacia su rostro y Elvira levantó la suya, encontrándose. Le acarició el mentón antes de besarla.

-Te quiero, Simón.

-Y yo a ti, Elvira.

La hija de don Arturo apoyó su cabeza sobre el pecho de Simón, y se dejó arrullar por el latido continuo de su corazón, que vibraba al mismo son que el de ella.