sábado, 24 de octubre de 2015

CAPÍTULO 6 
A la caída de la tarde, los aldeanos de Santa Marta daban por terminada su jornada de trabajo y era el momento que aprovechaban para reunirse entre ellos y comentar cómo había sido el día.
Meses atrás, muchos de ellos, antes de regresar a sus casas, solían pasarse por la vieja posada del viejo Benancio, situadas en la plaza mayor del pueblo, donde su huraño dueño les llenaba el estómago con vino rancio y ron barato. Pero los aldeanos no podían quejarse porque era el único en todo el pueblo desde que don Juan había cerrado la suya; y si no acudían a la posada de Benancio, no tenían otro lugar “decente” al que acudir.
Sin embargo, esa costumbre cambió con la apertura del restaurante “La Habanera Española” de Celia. Al principio la gente se mostró reticente a acudir a un restaurante cuya dueña era una mujer. Celia se encontró con bastantes aldeanos en contra de su negocio: los hombres se negaban a negociar con una mujer, considerando que su puesto estaba en la cocina y no dirigiendo el restaurante. Pero la muchacha no se dejó vencer fácilmente y pese a las trabas que encontró por el camino, logró hacerse respetar, y en pocos meses, aquellos que rehusaban trabajar con ella vendiéndole sus productos, tuvieron que reconocer que la muchacha sabía cómo dirigir su negocio y sobretodo se sorprendieron al ver que conocía qué género era el de mejor calidad e incluso se atrevía a regatearles los precios sacando el máximo provecho.
Por ello, con el tiempo se ganó el respeto de los lugareños quienes convirtieron su restaurante en su lugar de encuentro preferido. Pescadores, labradores, tenderos, comerciantes locales y extranjeros, e incluso los propios terratenientes de la zona, se pasaban por el lugar para degustar sus famosos platos o los vinos que traían desde España.
Celia había visto como en poco tiempo su restaurante había pasado a ser uno de los más conocidos de la bahía de Cárdenas; hecho del cual se sentía muy orgullosa.
Como era su costumbre, Gonzalo y Andrés acudieron allí a última hora de la tarde, cansados y sedientos después de haber trabajado en la siembra de la nueva variedad de la caña de azúcar, pero contentos porque veían que todo iba según lo previsto y tan solo habría que esperar que la nueva planta arraigara con fuerza en la tierra. Al entrar en el restaurante se dirigieron a su rincón habitual; y es que Celia les tenía reservada una mesa para ellos.
-¿Qué tal ha ido la jornada hoy? –les preguntó la muchacha en cuanto tomaron asiento, mostrándoles una sonrisa y llevando consigo un papel, sabiendo de antemano que no iba a necesitarlo puesto que ya conocía de sobra qué iban a tomar ambos.
Gonzalo se secó el sudor de la frente y resopló, agradeciendo la sombra que ofrecía el restaurante; y es que la tarde había sido dura.
-No nos podemos quejar –declaró finalmente el esposo de María y alzó la mirada hacia la muchacha-. Estamos acortando los plazos de la siembra y estará lista antes de lo previsto.
Celia ladeó la cabeza.
-Me alegro. Seguro que obtendréis una buena plantación para el año que viene –se volvió hacia Andrés notando su mirada en ella. Una mirada que desvió enseguida hacia Gonzalo en cuanto vio que Celia se había dado cuenta. Afortunadamente, pensó el joven, la muchacha no podía sentir como sus latidos se desbocaban en ese momento-. ¿Y qué vais a tomar? –preguntó la amiga de María, desconcertada por la actitud del capataz.
Gonzalo se volvió hacia su compañero.
-Lo de siempre, ¿no? –inquirió el esposo de María-. Estoy sediento.
Andrés asintió en silencio, incapaz de levantar la mirada. El sudor que le acompañaba por la jornada de trabajo no era nada comparado con el calor que comenzaba a sentir en ese momento.
-Ahora mismo os lo traigo –dijo Celia, y dio media vuelta volviendo a la barra.
Gonzalo se volvió hacia su capataz.
-¿Hasta cuándo vamos a seguir así? –arqueó una ceja, divertido.
-No… no te entiendo –murmuró Andrés, azorado.
Gonzalo se echó hacia delante, bajando la voz.
-Vamos, Andrés –le pidió con una media sonrisa-. Llevas semanas viniendo aquí solo para verla. ¿Cuándo te atreverás a pedirle que salga contigo?
Los ojos del joven se abrieron desmesuradamente, como si Gonzalo acabase de decirle una barbaridad.
-¿Pedirle salir? ¿A Celia? –las gotas de sudor perlaron su frente-. No. No –negó con la cabeza, enérgicamente-. No creo que ella…
Gonzalo se volvió a mirar a la muchacha que seguía en la barra, enfrascada en su pedido. Tenía unos minutos para hablar con Andrés antes de que ella regresase.
-Vamos a ver –dijo con seriedad el esposo de María-. Celia es una muchacha joven, soltera, divertida… y tú… no te quedas atrás. Te sorprendería ver lo parecidos que sois.
-No creo que una muchacha como ella vaya a fijarse en un tipo como yo –declaró el joven, mirándola de reojo, como tantas otras veces-. ¿Has visto que genio se gasta? Los hombres con los que trata la respetan porque le tienen miedo.
-No digas tonterías –se apresuró a sacarle de su error, divertido por aquel comentario-. La respetan porque se lo ha ganado con su trabajo, no porque le tengan miedo. Celia no muerde.
El joven capataz sonrió levemente ante aquella afirmación.
-¿Quieres un consejo? –le ofreció Gonzalo, conociendo a ambos. Andrés pudo ver en la mirada de su amigo que le estaba hablando de corazón; sin tapujos-. Si de verdad sientes algo por ella, díselo. No dejes que otro se te adelante. Te arrepentirás el resto de tu vida; y te lo digo por experiencia.
-¿Te pasó… lo mismo? –le preguntó el joven, sorprendido por su declaración-. Creía que María era tu… tu primer amor.
-Y lo es –le sacó de su error-. Pero hubo un tiempo que fui un estúpido y no quise escuchar a mi corazón. Estuve a punto de perderla por mis dudas; y lo peor de todo es que los dos pagamos las consecuencias de mi decisión  –posó un brazo sobre el de su amigo-. No cometas tú ese error pues puede costaros caro… a ambos.
La confesión de Gonzalo pareció hacer efecto en su capataz que se quedó pensativo.
Mientras Gonzalo y Andrés continuaban con su particular conversación, Celia levantó la mirada hacia la puerta y vio entrar a Julio que se acercó hasta la barra y tomó asiento frente a ella.  El pescador la saludó y sin necesidad de que le indicara que iba a tomar, la joven le colocó un vaso de vino enfrente.
-¿Mucho trabajo hoy? –le preguntó.
Julio tomó un trago.
-El de siempre –declaró frunciendo el ceño, como si le preocupase algo-. No me puedo quejar. Mañana tengo pensado ir a faenar a la cala mayor. Te traeré Manjúa de buena calidad.
Celia asintió. Si por algo la conocían los pescadores con quienes trataba a diario, era por reconocer si la mercancía que le llevaban era de buena calidad o trataban de engañarla; y es que la muchacha había pasado gran parte de su infancia en el norte de España y provenía de familia de pescadores que le habían enseñado a diferenciar las especies marinas.
La amiga de María iba a añadir algo cuando vio entrar a los tres forasteros que días atrás habían conversado con el mismo Julio. El marido de Teresa se dio cuenta al instante de que algo sucedía y volteó la cabeza. Al ver a aquellos hombres, les saludó con una leve inclinación de cabeza.
-¿Quiénes son esos tipos, Julio? –Celia no pudo aguantarse la curiosidad-. No los había visto por aquí.
-Forasteros que vienen a hacer negocios –declaró el pescador, sin ganas de seguir hablando. Se levantó y cogió su vaso-. Ponles una ronda de ron, que invito yo.
Aquel gesto no le gustó nada a Celia. ¿Desde cuándo Julio era tan amable con unos forasteros?  La muchacha frunció el ceño, preocupada. ¿Qué se traerían entre manos? Normalmente, tenía buen ojo para saber de quién podía fiarse y de quien no. Y Celia no se fiaba ni un pelo de aquellos forasteros. Su mirada ocultaba algo; lo había visto el primer día cuando fueron a pagarle la cuenta. Algo en su interior se removió, alerta.
Al volverse hacia los forasteros con la intención de reunirse con ellos, Julio vio a Gonzalo junto a Andrés.
El marido de Teresa arrugó el entrecejo y con gesto serio se plantó frente a la mesa de los jóvenes con dos zancadas.
-¿Usted es Gonzalo Castro? –inquirió con rudeza.
El esposo de María levantó la mirada hacia Julio, sorprendido por la interrupción.
-Sí –corroboró él; para ponerse enseguida a la defensiva-. ¿Ocurre algo?
Desde la barra, Celia no les quitaba ojo de encima, preguntándose qué estaría ocurriendo. Se apresuró a terminar el encargo de la mesa para acercarse cuanto antes.
-Ocurre que no soy hombre de chismorreos y que por lo tanto, tampoco me gusta que metan las narices en mis asuntos –soltó del tirón, apretando los puños; Gonzalo y Andrés se miraron sin comprender de qué estaba hablando.
-Disculpe, pero no sé a qué viene esto –Gonzalo trató de razonar con el pescador.
-Viene a que su esposa, la señora… Castañeda –puntualizó con rabia, recordando como María le había rectificado horas antes-, ha estado metiéndole pájaros en la cabeza a la mía –declaró Julio alzando la voz más de la cuenta. Algunos de los aldeanos que estaban en las mesas contiguas se volvieron al escuchar a Julio, alertados por las voces del joven-. Puede que ustedes los señoritingos tengan tiempo de sobra para perder aprendiendo letras y esas cosas… pero nosotros, la gente humilde y trabajadora, debemos levantarnos cada día antes de despuntar el sol para ir a trabajar y poder llevarnos algo de comer a la boca –tragó saliva, visiblemente alterado-. Así que solo le pido que mantenga a su esposa a raya y que deje de inmiscuirse en nuestra vida.
Gonzalo se levantó de la mesa a la vez que su mirada se endureció. No era persona de enzarzarse en peleas pero si había algo que no iba a permitir era que atacasen a su esposa.
-Le pido disculpas en nombre de mi esposa, si se ha sentido atacado de alguna manera –declaró el joven con seriedad y calma-. Pero la conozco perfectamente y estoy seguro de que si ha hecho o dicho algo ha sido con la mejor de las intenciones. María no es una mujer que le guste ni el chismorreo ni estar en boca de todo el mundo, eso se lo aseguro. Además, sabe defenderse ella sola.
-Yo solo le digo que no quiero volver a verla con Teresa –insistió Julio, dándose cuenta de que Gonzalo no era de la misma opinión en cuanto a cómo tratar a su esposa-. Mi esposa ya tiene suficiente trabajo con la casa como para perder el tiempo con tontunas. Dígaselo a la suya.
Gonzalo estuvo tentado de decirle que por qué no lo hacía él personalmente. Sin embargo se contuvo. No quería echar más leña al fuego y mucho menos hacerlo en el restaurante de su amiga. Estaba clara cuál era la posición de Julio y por mucho que dijese no iba a hacerle cambiar de parecer.
El esposo de María miró al pescador, manteniéndole la mirada con seriedad y determinación.
Finalmente, Julio dio media vuelta y se encaminó hacia la mesa de los forasteros.
Celia se acercó a Gonzalo, preocupada.
-¿Estás bien?
El joven volvió a tomar asiento.
-Sí –afirmó, con gesto preocupado, que enseguida se suavizó-. Siento mucho lo ocurrido, Celia.
-No te preocupes –le disculpó ella dejando los vasos de vino sobre la mesa-. No ha sido culpa tuya, Gonzalo. Julio no es mala persona, pero es como el resto de por aquí: de mentes cerradas y antiguas. El hecho de que una mujer pueda sobresalir le asusta.
-Sin embargo contigo mantiene tratos –dijo de pronto Andrés, sorprendiéndose él mismo por hablar con tanta naturalidad con ella.
Celia se volvió hacia el capataz, también sorprendida.
-Porque sabe que conmigo no se juega –le explicó clavando sus ojos en él, que sintió como sus latidos se detenían de golpe. La muchacha le mostró una sonrisa de pronto-. Sin embargo, quienes me conocen saben que no muerdo.
Gonzalo al escucharla soltó una pequeña carcajada que le hizo olvidar de pronto lo sucedido y recordar que él mismo le había dicho exactamente lo mismo a Andrés, apenas unos minutos antes.
-De todos modos… hablaré con María –dijo Gonzalo, de repente, preocupado-. No quiero que se meta en líos.
Celia asintió, conforme.
-Pues el que parece que se va a meter en líos es precisamente Julio –Andrés miró hacia la mesa donde se hallaba el pescador hablando con los forasteros; el joven capataz le hizo un gesto a Gonzalo para que les viese-. ¿Esos tipos no son los mismos que vinieron a buscar faena a la finca?
El esposo de María les observó unos segundos con atención, suficientes para reconocerles. Aquellos rostros no se olvidaban con facilidad, y mucho menos sus miradas felinas, escondidas tras aquellas falsas sonrisas.
-Sí –corroboró Gonzalo, apretando los labios-. Son ellos –y se volvió hacia Celia-. ¿Sabes quiénes son?
La muchacha negó.
-No –torció el gesto de la boca, mosqueada-. Pero no me hacen ni miaja de gracia verles rondar por aquí.
-¿Por qué? –inquirió Andrés, preocupado por si Celia les tenía miedo.
-Porque no me fio de ellos, simplemente –declaró, mirando al capataz con fijeza-. Anoche cuando cerré, les vi adentrarse en el barrio viejo. Y… ya sabéis quienes andan por allí.
-Los contrabandistas –sentenció el capataz, comprendiendo.
Celia asintió.
-Tan solo espero que no tengan la osadía de hacer sus “negocios” en mi restaurante –se quejó ella.
-No te preocupes –quiso tranquilizarla Gonzalo, tomando su vaso para saciar su sed-. Si ves que van a darte problemas, nos lo dices y hablaremos con ellos.
-Desgraciadamente, esos tipos no son gente con quien puedas razonar –declaró su capataz, tomando un sorbo de su propio vaso-. Pero estaremos pendientes –volvió a mirar a Celia-. Si… si necesitas que te ayudemos, solo tienes que pedirlo.
El propio Andrés volvió a sorprenderse por de sus palabras. Sin darse cuenta había logrado entablar una conversación en condiciones con Celia. Quizá ese era el primer paso para acercarse a ella. Quizá Gonzalo tenía razón y la muchacha no mordía. Sonrió para sus adentros, contento por su pequeño avance.
Sin darse cuenta, una débil sonrisa asomó en su rostro. Celia se dio cuenta de ello y se preguntó a qué se debería.

Después dejó a ambos jóvenes para que siguieran con su conversación, mientras ella continuó atendiendo al resto de las mesas.
CONTINUARÁ...

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