CAPÍTULO 6
A la caída de la tarde, los aldeanos de
Santa Marta daban por terminada su jornada de trabajo y era el momento que
aprovechaban para reunirse entre ellos y comentar cómo había sido el día.
Meses atrás, muchos de ellos, antes de
regresar a sus casas, solían pasarse por la vieja posada del viejo Benancio,
situadas en la plaza mayor del pueblo, donde su huraño dueño les llenaba el
estómago con vino rancio y ron barato. Pero los aldeanos no podían quejarse
porque era el único en todo el pueblo desde que don Juan había cerrado la suya;
y si no acudían a la posada de Benancio, no tenían otro lugar “decente” al que
acudir.
Sin embargo, esa costumbre cambió con la
apertura del restaurante “La Habanera Española” de Celia. Al principio la gente
se mostró reticente a acudir a un restaurante cuya dueña era una mujer. Celia
se encontró con bastantes aldeanos en contra de su negocio: los hombres se
negaban a negociar con una mujer, considerando que su puesto estaba en la
cocina y no dirigiendo el restaurante. Pero la muchacha no se dejó vencer
fácilmente y pese a las trabas que encontró por el camino, logró hacerse
respetar, y en pocos meses, aquellos que rehusaban trabajar con ella
vendiéndole sus productos, tuvieron que reconocer que la muchacha sabía cómo
dirigir su negocio y sobretodo se sorprendieron al ver que conocía qué género
era el de mejor calidad e incluso se atrevía a regatearles los precios sacando
el máximo provecho.
Por ello, con el tiempo se ganó el respeto
de los lugareños quienes convirtieron su restaurante en su lugar de encuentro
preferido. Pescadores, labradores, tenderos, comerciantes locales y
extranjeros, e incluso los propios terratenientes de la zona, se pasaban por el
lugar para degustar sus famosos platos o los vinos que traían desde España.
Celia había visto como en poco tiempo su
restaurante había pasado a ser uno de los más conocidos de la bahía de
Cárdenas; hecho del cual se sentía muy orgullosa.
Como era su costumbre, Gonzalo y Andrés
acudieron allí a última hora de la tarde, cansados y sedientos después de haber
trabajado en la siembra de la nueva variedad de la caña de azúcar, pero
contentos porque veían que todo iba según lo previsto y tan solo habría que
esperar que la nueva planta arraigara con fuerza en la tierra. Al entrar en el
restaurante se dirigieron a su rincón habitual; y es que Celia les tenía
reservada una mesa para ellos.
-¿Qué tal ha ido la jornada hoy? –les
preguntó la muchacha en cuanto tomaron asiento, mostrándoles una sonrisa y
llevando consigo un papel, sabiendo de antemano que no iba a necesitarlo puesto
que ya conocía de sobra qué iban a tomar ambos.
Gonzalo se secó el sudor de la frente y
resopló, agradeciendo la sombra que ofrecía el restaurante; y es que la tarde
había sido dura.
-No nos podemos quejar –declaró finalmente
el esposo de María y alzó la mirada hacia la muchacha-. Estamos acortando los
plazos de la siembra y estará lista antes de lo previsto.
Celia ladeó la cabeza.
-Me alegro. Seguro que obtendréis una buena
plantación para el año que viene –se volvió hacia Andrés notando su mirada en
ella. Una mirada que desvió enseguida hacia Gonzalo en cuanto vio que Celia se
había dado cuenta. Afortunadamente, pensó el joven, la muchacha no podía sentir
como sus latidos se desbocaban en ese momento-. ¿Y qué vais a tomar? –preguntó
la amiga de María, desconcertada por la actitud del capataz.
Gonzalo se volvió hacia su compañero.
-Lo de siempre, ¿no? –inquirió el esposo de
María-. Estoy sediento.
Andrés asintió en silencio, incapaz de
levantar la mirada. El sudor que le acompañaba por la jornada de trabajo no era
nada comparado con el calor que comenzaba a sentir en ese momento.
-Ahora mismo os lo traigo –dijo Celia, y dio
media vuelta volviendo a la barra.
Gonzalo se volvió hacia su capataz.
-¿Hasta cuándo vamos a seguir así? –arqueó
una ceja, divertido.
-No… no te entiendo –murmuró Andrés,
azorado.
Gonzalo se echó hacia delante, bajando la
voz.
-Vamos, Andrés –le pidió con una media
sonrisa-. Llevas semanas viniendo aquí solo para verla. ¿Cuándo te atreverás a
pedirle que salga contigo?
Los ojos del joven se abrieron
desmesuradamente, como si Gonzalo acabase de decirle una barbaridad.
-¿Pedirle salir? ¿A Celia? –las gotas de
sudor perlaron su frente-. No. No –negó con la cabeza, enérgicamente-. No creo
que ella…
Gonzalo se volvió a mirar a la muchacha que
seguía en la barra, enfrascada en su pedido. Tenía unos minutos para hablar con
Andrés antes de que ella regresase.
-Vamos a ver –dijo con seriedad el esposo de
María-. Celia es una muchacha joven, soltera, divertida… y tú… no te quedas
atrás. Te sorprendería ver lo parecidos que sois.
-No creo que una muchacha como ella vaya a
fijarse en un tipo como yo –declaró el joven, mirándola de reojo, como tantas
otras veces-. ¿Has visto que genio se gasta? Los hombres con los que trata la
respetan porque le tienen miedo.
-No digas tonterías –se apresuró a sacarle
de su error, divertido por aquel comentario-. La respetan porque se lo ha
ganado con su trabajo, no porque le tengan miedo. Celia no muerde.
El joven capataz sonrió levemente ante
aquella afirmación.
-¿Quieres un consejo? –le ofreció Gonzalo,
conociendo a ambos. Andrés pudo ver en la mirada de su amigo que le estaba
hablando de corazón; sin tapujos-. Si de verdad sientes algo por ella, díselo.
No dejes que otro se te adelante. Te arrepentirás el resto de tu vida; y te lo
digo por experiencia.
-¿Te pasó… lo mismo? –le preguntó el joven,
sorprendido por su declaración-. Creía que María era tu… tu primer amor.
-Y lo es –le sacó de su error-. Pero hubo un
tiempo que fui un estúpido y no quise escuchar a mi corazón. Estuve a punto de
perderla por mis dudas; y lo peor de todo es que los dos pagamos las
consecuencias de mi decisión –posó un
brazo sobre el de su amigo-. No cometas tú ese error pues puede costaros caro…
a ambos.
La confesión de Gonzalo pareció hacer efecto
en su capataz que se quedó pensativo.
Mientras Gonzalo y Andrés continuaban con su
particular conversación, Celia levantó la mirada hacia la puerta y vio entrar a
Julio que se acercó hasta la barra y tomó asiento frente a ella. El pescador la saludó y sin necesidad de que
le indicara que iba a tomar, la joven le colocó un vaso de vino enfrente.
-¿Mucho trabajo hoy? –le preguntó.
Julio tomó un trago.
-El de siempre –declaró frunciendo el ceño,
como si le preocupase algo-. No me puedo quejar. Mañana tengo pensado ir a
faenar a la cala mayor. Te traeré Manjúa de buena calidad.
Celia asintió. Si por algo la conocían los
pescadores con quienes trataba a diario, era por reconocer si la mercancía que
le llevaban era de buena calidad o trataban de engañarla; y es que la muchacha
había pasado gran parte de su infancia en el norte de España y provenía de
familia de pescadores que le habían enseñado a diferenciar las especies
marinas.
La amiga de María iba a añadir algo cuando vio
entrar a los tres forasteros que días atrás habían conversado con el mismo
Julio. El marido de Teresa se dio cuenta al instante de que algo sucedía y
volteó la cabeza. Al ver a aquellos hombres, les saludó con una leve
inclinación de cabeza.
-¿Quiénes son esos tipos, Julio? –Celia no
pudo aguantarse la curiosidad-. No los había visto por aquí.
-Forasteros que vienen a hacer negocios
–declaró el pescador, sin ganas de seguir hablando. Se levantó y cogió su
vaso-. Ponles una ronda de ron, que invito yo.
Aquel gesto no le gustó nada a Celia. ¿Desde
cuándo Julio era tan amable con unos forasteros? La muchacha frunció el ceño, preocupada. ¿Qué
se traerían entre manos? Normalmente, tenía buen ojo para saber de quién podía
fiarse y de quien no. Y Celia no se fiaba ni un pelo de aquellos forasteros. Su
mirada ocultaba algo; lo había visto el primer día cuando fueron a pagarle la
cuenta. Algo en su interior se removió, alerta.
Al volverse hacia los forasteros con la
intención de reunirse con ellos, Julio vio a Gonzalo junto a Andrés.
El marido de Teresa arrugó el entrecejo y
con gesto serio se plantó frente a la mesa de los jóvenes con dos zancadas.
-¿Usted es Gonzalo Castro? –inquirió con
rudeza.
El esposo de María levantó la mirada hacia
Julio, sorprendido por la interrupción.
-Sí –corroboró él; para ponerse enseguida a
la defensiva-. ¿Ocurre algo?
Desde la barra, Celia no les quitaba ojo de
encima, preguntándose qué estaría ocurriendo. Se apresuró a terminar el encargo
de la mesa para acercarse cuanto antes.
-Ocurre que no soy hombre de chismorreos y
que por lo tanto, tampoco me gusta que metan las narices en mis asuntos –soltó
del tirón, apretando los puños; Gonzalo y Andrés se miraron sin comprender de
qué estaba hablando.
-Disculpe, pero no sé a qué viene esto
–Gonzalo trató de razonar con el pescador.
-Viene a que su esposa, la señora… Castañeda
–puntualizó con rabia, recordando como María le había rectificado horas antes-,
ha estado metiéndole pájaros en la cabeza a la mía –declaró Julio alzando la
voz más de la cuenta. Algunos de los aldeanos que estaban en las mesas
contiguas se volvieron al escuchar a Julio, alertados por las voces del joven-.
Puede que ustedes los señoritingos tengan tiempo de sobra para perder
aprendiendo letras y esas cosas… pero nosotros, la gente humilde y trabajadora,
debemos levantarnos cada día antes de despuntar el sol para ir a trabajar y
poder llevarnos algo de comer a la boca –tragó saliva, visiblemente alterado-.
Así que solo le pido que mantenga a su esposa a raya y que deje de inmiscuirse
en nuestra vida.
Gonzalo se levantó de la mesa a la vez que
su mirada se endureció. No era persona de enzarzarse en peleas pero si había
algo que no iba a permitir era que atacasen a su esposa.
-Le pido disculpas en nombre de mi esposa,
si se ha sentido atacado de alguna manera –declaró el joven con seriedad y
calma-. Pero la conozco perfectamente y estoy seguro de que si ha hecho o dicho
algo ha sido con la mejor de las intenciones. María no es una mujer que le
guste ni el chismorreo ni estar en boca de todo el mundo, eso se lo aseguro. Además,
sabe defenderse ella sola.
-Yo solo le digo que no quiero volver a
verla con Teresa –insistió Julio, dándose cuenta de que Gonzalo no era de la
misma opinión en cuanto a cómo tratar a su esposa-. Mi esposa ya tiene
suficiente trabajo con la casa como para perder el tiempo con tontunas.
Dígaselo a la suya.
Gonzalo estuvo tentado de decirle que por
qué no lo hacía él personalmente. Sin embargo se contuvo. No quería echar más
leña al fuego y mucho menos hacerlo en el restaurante de su amiga. Estaba clara
cuál era la posición de Julio y por mucho que dijese no iba a hacerle cambiar
de parecer.
El esposo de María miró al pescador,
manteniéndole la mirada con seriedad y determinación.
Finalmente, Julio dio media vuelta y se
encaminó hacia la mesa de los forasteros.
Celia se acercó a Gonzalo, preocupada.
-¿Estás bien?
El joven volvió a tomar asiento.
-Sí –afirmó, con gesto preocupado, que
enseguida se suavizó-. Siento mucho lo ocurrido, Celia.
-No te preocupes –le disculpó ella dejando
los vasos de vino sobre la mesa-. No ha sido culpa tuya, Gonzalo. Julio no es
mala persona, pero es como el resto de por aquí: de mentes cerradas y antiguas.
El hecho de que una mujer pueda sobresalir le asusta.
-Sin embargo contigo mantiene tratos –dijo
de pronto Andrés, sorprendiéndose él mismo por hablar con tanta naturalidad con
ella.
Celia se volvió hacia el capataz, también
sorprendida.
-Porque sabe que conmigo no se juega –le
explicó clavando sus ojos en él, que sintió como sus latidos se detenían de
golpe. La muchacha le mostró una sonrisa de pronto-. Sin embargo, quienes me
conocen saben que no muerdo.
Gonzalo al escucharla soltó una pequeña
carcajada que le hizo olvidar de pronto lo sucedido y recordar que él mismo le había
dicho exactamente lo mismo a Andrés, apenas unos minutos antes.
-De todos modos… hablaré con María –dijo
Gonzalo, de repente, preocupado-. No quiero que se meta en líos.
Celia asintió, conforme.
-Pues el que parece que se va a meter en
líos es precisamente Julio –Andrés miró hacia la mesa donde se hallaba el
pescador hablando con los forasteros; el joven capataz le hizo un gesto a
Gonzalo para que les viese-. ¿Esos tipos no son los mismos que vinieron a
buscar faena a la finca?
El esposo de María les observó unos segundos
con atención, suficientes para reconocerles. Aquellos rostros no se olvidaban
con facilidad, y mucho menos sus miradas felinas, escondidas tras aquellas
falsas sonrisas.
-Sí –corroboró Gonzalo, apretando los labios-.
Son ellos –y se volvió hacia Celia-. ¿Sabes quiénes son?
La muchacha negó.
-No –torció el gesto de la boca, mosqueada-.
Pero no me hacen ni miaja de gracia verles rondar por aquí.
-¿Por qué? –inquirió Andrés, preocupado por
si Celia les tenía miedo.
-Porque no me fio de ellos, simplemente
–declaró, mirando al capataz con fijeza-. Anoche cuando cerré, les vi
adentrarse en el barrio viejo. Y… ya sabéis quienes andan por allí.
-Los contrabandistas –sentenció el capataz,
comprendiendo.
Celia asintió.
-Tan solo espero que no tengan la osadía de
hacer sus “negocios” en mi restaurante –se quejó ella.
-No te preocupes –quiso tranquilizarla
Gonzalo, tomando su vaso para saciar su sed-. Si ves que van a darte problemas,
nos lo dices y hablaremos con ellos.
-Desgraciadamente, esos tipos no son gente
con quien puedas razonar –declaró su capataz, tomando un sorbo de su propio
vaso-. Pero estaremos pendientes –volvió a mirar a Celia-. Si… si necesitas que
te ayudemos, solo tienes que pedirlo.
El propio Andrés volvió a sorprenderse por
de sus palabras. Sin darse cuenta había logrado entablar una conversación en
condiciones con Celia. Quizá ese era el primer paso para acercarse a ella.
Quizá Gonzalo tenía razón y la muchacha no mordía. Sonrió para sus adentros,
contento por su pequeño avance.
Sin darse cuenta, una débil sonrisa asomó en
su rostro. Celia se dio cuenta de ello y se preguntó a qué se debería.
Después dejó a ambos jóvenes para que
siguieran con su conversación, mientras ella continuó atendiendo al resto de
las mesas.
CONTINUARÁ...
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