EL SELLO DEL OBISPO (PARTE 1)
La brisa del mar llegaba hasta el jardín de
la casa, con su olor a salitre, que se mezclaba con el fuerte aroma de las
flores mariposa que habían plantado alrededor de la casa y que adornaban con
sus coloridos pétalos el lugar. Aquel había sido un regalo especial de Gonzalo
para que siempre tuviesen presente cómo había venido al mundo su hijo Martín.
Bajo la sombra del porche, Gonzalo
desayunaba su café mientras María, sentada cómodamente en el sofá de mimbre, le
daba el pecho al pequeño Martín. La joven tenía una de sus diminutas manitas
cogidas a su dedo y estaba segura que en unos minutos caería dormido.
Gonzalo les observó un instante, dichoso de
verles tan recuperados. El parto había resultado un poco “inusual” pero
afortunadamente, ninguno de los dos había sufrido complicaciones. Había pasado
casi un mes desde el nacimiento del pequeño y crecía sano y fuerte.
-Este pequeñín come como un ceporrillo –dijo
María, cuando terminó de darle de comer. El pequeño se había quedado dormido
con una sonrisa en los labios-. A este paso, en unos meses ya no cabrá en la
cuna.
Se levantó del sofá y lo dejó dentro del
canasto que tenía junto a ella, y luego se unió a Gonzalo para desayunar. Entre
los dos se encontraba Esperanza, sentada en su silla alta y removiendo su vaso
de leche donde había colocado un buen puñado de madalenas que amenazaban con
desbordarse.
-Cariño –la riñó María con paciencia-.
Bébete la leche y no le pongas más madalenas que sino te ensuciarás.
La pequeña, con apenas dos años y medio,
entendía perfectamente lo que su madre le estaba diciendo y comenzó a beber de
su vaso. Además, estaba deseosa por poder levantarse de la mesa y acudir a darle
a Ramita su ración de pipas, como hacía cada mañana.
María se volvió hacia Gonzalo que no había
dicho ni una palabra y andaba pensativo.
-¿Qué estás rumiando, Gonzalo? –inquirió su
esposa, untándose una rebanada de pan con mantequilla-. Desde que hemos bajado
a desayunar no has soltado ni palabra.
El joven dejó su taza de café y frunció el
ceño.
-Estaba pensando en que ya hace un mes desde
que nació Martín y… deberíamos ir pensando en bautizarle –le explicó él-. ¿No
crees?
Su esposa había pensado en ello, sin embargo
no había querido decirle nada.
-Supongo que sí –convino ella, y volvió la
mirada hacia su hija, que tenía todo el labio manchado de leche y se pasó la
lengua para limpiárselo-. Con Esperanza tardamos bastante más; pero claro, las
circunstancias fueron diferentes.
-Entonces… ¿te parece bien que el domingo
después de la misa hablemos con don Celestiano, a ver qué día nos puede dar?
María alargó la mano para coger la de
Gonzalo, y le sonrió.
-Me parece perfecto –estuvo de acuerdo con
él.
Tan solo una sonrisa de su esposa servía
para alegrarle el día. El joven se tomó el último sorbo de café y se levantó de
la mesa para acercarse a su hija que trataba de comerse la madalena que estaba
dentro del vaso y no podía cogerla con la cuchara. Gonzalo la ayudó y le dio la
cucharada. La niña se la tomó entera y levantó sus ojitos hacia su padre. Unos
ojos que contenían un mar de alegría.
-Eres tan bonita como tu madre, mi niña –le
dijo antes de darle un beso en la frente.
Luego se acercó a María para despedirse de
ella.
-Nos vemos al mediodía –le dio un suave beso
en los labios.
-¿Y a mí no me vas a decir ningún piropo?
–se quejó la joven mientras Gonzalo se acercaba a ver a su hijo que dormitaba
tranquilamente. Pasó su mano sobre su suave mejilla pero no quiso darle ningún
beso para no despertarle-. No, si al final, tendré que ponerme celosa.
Gonzalo volvió junto a ella y se acuclilló a
su lado, para dirigirle una de sus miradas llenas de ternura que le aceleraban
el corazón.
-¿Por qué crees que lo hago? –le susurró,
colocándole con mimo el cabello tras la oreja y provocándole un agradable
calorcillo que recorría todo su cuerpo con su simple roce. Se acercó para darle
un beso en lo alto de la mejilla y le susurró-. No hay nada más hermoso que
verte celosa, María.
Su esposa cerró los ojos y sonrió levemente.
-Eres un adulador, Gonzalo –abrió los ojos y
se encontró de nuevo con los de él, a tan solo unos centímetros-. Espero no
tener que ponerme celosa “de verdad”.
El joven volvió a besarla, rozando
ligeramente sus labios y dejándola con la respiración entrecortada.
-Ni yo tampoco –confesó él, antes de salir
de la casa camino de la hacienda.
María apoyó su mejilla sobre la mano y
suspiró, saboreando aquel instante que acababa de vivir. Momentos de
complicidad como aquel hacían que su vida con Gonzalo fuera maravillosa.
†
Tal como habían acordado, el domingo
acudieron a la iglesia, como era su costumbre desde su llegada a Santa Marta.
Sin embargo, ese día, en lugar de marcharse
una vez terminada la homilía, esperaron al párroco junto al altar para hablar
con él.
Don Celestiano era un hombre mayor, con el
cabello encanecido y una sonrisa dibujada siempre en sus finos labios. En
algunos aspectos aquel sacerdote les recordaba a don Anselmo, su querido
párroco de Puente Viejo. Gonzalo estaba seguro que si ambos hombres se hubiesen
conocido, habrían llegado a ser grandes amigos.
-Buenos días, padre –habló Gonzalo cuando el
hombre salió de la sacristía, ya cambiado.
-¡Ah! Gonzalo –le saludó con alegría-.
María.
-Padre.
-Necesitábamos hablar con usted, si tiene
unos instantes –le pidió el joven.
-Por supuesto –convino el párroco, solícito-.
Vosotros diréis.
Gonzalo miró a su esposa antes de hablar de
nuevo. Ella asintió levemente, dándole su consentimiento para que le explicase
lo que querían.
-Nos gustaría bautizar a nuestro hijo, y… y
queríamos saber cuándo tendría una fecha libre para ello.
El sacerdote frunció el ceño, pensativo y se
llevó la mano al mentón.
-A ver… veamos… -se volvió buscando algo-.
Un momento que tengo el libro de registros en la sacristía. Venid conmigo.
Los tres entraron en la pequeña habitación
situada a la derecha del altar, donde tan solo había un escritorio junto a la
ventana y un armario donde guardaban las ropas para las celebraciones.
Don Celestiano sacó una libreta vieja y
comenzó a pasar las páginas hasta que se detuvo en una de ellas.
-Pues… -levantó la mirada hacia la pareja-.
¿Habíais pensado alguna fecha en concreto?
-El veintitres de febrero –le dijo María con
firmeza-. Si es posible.
Quedaban todavía unos cuantos meses para
ello, pero ambos habían pensado que era buena idea bautizar a Martín el mismo
día en que había nacido su padre.
-Veamos… -el párroco pasó su dedo por una
línea de la libreta-. ¡Aquí está! Veintitres de Febrero –levantó la mirada y
sonrió-. No tengo nada apuntado para ese día.
Gonzalo y María sonrieron.
-Perfecto, entonces –convino el joven,
cogiendo la mano de su esposa-. Ese día bautizaremos a Martín.
-Necesitaré que me traigáis vuestras actas
bautismales o un certificado de vuestro matrimonio –les explicó el buen hombre-.
Cualquiera de las dos cosas me servirá para comenzar los trámites.
La sonrisa se borró del rostro de Gonzalo al
instante. Tal fue el cambio que don Celestiano captó enseguida que algo pasaba.
-¿Hay algún problema? –le preguntó.
María se volvió hacia su esposo.
-No, no. Ninguno –declaró inmediatamente,
antes de que se diera cuenta de que ocultaba algo-. En cuanto tengamos los
papeles se los traeremos para que comience con los trámites.
María supo que algo no andaba bien y quiso
preguntarle enseguida, pero se contuvo.
Ambos abandonaron la iglesia, y solo una vez
fuera, la joven se volvió hacia Gonzalo.
-¿Qué es lo que pasa? –le preguntó a
bocajarro, preocupada-. Te ha cambiado el semblante con lo que ha dicho don
Celestiano. ¿Hay algún problema con los papeles que pide?
Su esposo se detuvo y buscó un lugar con sombra
para poder contárselo con tranquilidad. Se acercaron a la orilla del camino,
amparados bajo un frondoso árbol.
-Lo que sucede es que esos papeles están en
Puente Viejo, o mejor dicho, hay que pedirlos allí.
-¿Y cuál es el problema? –insistió ella, cruzándose
de brazos-. Le mandamos un telegrama a mis padres o al propio don Anselmo y que
nos los mande. ¿No?
Gonzalo apretó los labios. Ojalá fuese tan
sencillo como María lo planteaba, sin embargo… había algo que le preocupaba.
-Lo que me preocupa es que para conseguir
esos papeles, hay que tocar varias puertas y… y la Montenegro puede enterarse
de ello.
María palideció al comprender su temor.
-Puede llegar a ser peligroso para nosotros
–añadió Gonzalo.
-Bueno… -María trató de serenarse y de
buscar una solución-. Hablemos primero con don Anselmo que es quien sabe qué se
requiere y él nos dirá. ¿De acuerdo?
Gonzalo asintió. Su viejo mentor sabría
mejor que él lo que tendrían que hacer. Sin embargo, el joven, sabía por su
pasado como sacerdote que esos papeles que don Celestiano les requería
necesitaban algo de gran importancia, y que si lo solicitaban, su petición
llegaría a oídos de Francisca Montenegro. Algo que debían evitar a toda costa.
Pero antes de confesarle aquellas dudas a
María, Gonzalo prefirió esperar las noticias de don Anselmo. De manera que al
día siguiente le mandó un telegrama a su viejo mentor contándole lo que
sucedía. Lo más sencillo habría sido llamar por teléfono, pero con Chelo y doña
Dolores manejando los teléfonos del pueblo sería como poner un bando en Puente
Viejo. Así que lo más cauto era mandar el telegrama.
La respuesta del párroco llegó a mitad de
semana.
María estaba en el salón. La joven había
terminado de acostar a Martín y se disponía a leerle un cuento a Esperanza
cuando Gonzalo entró con el telegrama.
-Es la respuesta de don Anselmo –le explicó
a su esposa sin ocultar su nerviosismo.
La joven se acercó a él, dejando a la niña
jugando con una muñeca.
-¿Y qué dice?
Gonzalo desgarró el sobre y leyó la misiva
en voz baja. Su semblante fue cambiando a medida que avanzaba la lectura.
Al finalizar, se volvió hacia María que pudo
ver en sus ojos que algo andaba mal.
-Lo que me temía –le confesó el joven con
rabia.
-¿Qué sucede? ¿No puede conseguir esos
papeles?
-Conseguirlos puede –declaró, apretando la
carta-. Pero tal como pensaba, requiere del sello del obispo para que tengan
validez. Y ese hombre revisa todo lo que firma. Es muy meticuloso.
-¿Y cuál es el problema?
-Que conoce a doña Francisca –sentenció
Gonzalo-. Don Anselmo lo dice en el telegrama –levantó el papel-. Al parecer el
obispo está al tanto de que la ahijada de la Montenegro murió cuando se tiró al
río. Conoce nuestros nombres, y si ahora va don Anselmo a pedirle un
certificado de nuestra boda, será cuestión de minutos que la noticia llegue a
la señora.
María chasqueó la lengua, hastiada. ¿Hasta
dónde llegaba el poder de la Montenegro? ¿Ni siquiera creyéndoles muertos
podría dejarles en paz?
-¿Y… y no podemos conseguir esos papeles por
otra vía? –le preguntó ella, buscando otra solución.
Gonzalo se quedó pensativo unos segundos.
-Voy a pedirle a don Anselmo que nos mande
esos papeles, aunque sea sin el sello –declaró el joven. Sus ojos ocultaron un
brillo extraño.
-Pero sin el sello… -María ladeó la cabeza-.
¿Gonzalo no pensarás falsificarlo? –le preguntó asustada.
-Espero no tener que llegar a ese extremo,
María –le confesó él con gesto serio-. Todavía tenemos unos meses para buscar
una solución. Y vive Dios que la encontraré –añadió con determinación. Se
acercó hasta el cuco donde el pequeño Martín dormía-. Como que me llamo
Gonzalo, que nuestro hijo será bautizado.
La firmeza de sus palabras asustó a María,
que temía lo que pudiera ocurrir. Tan solo esperaba que todo aquel asunto no se
les fuese de las manos y que su vida en Santa Marta se esfumase como llegara a
oídos de la Montenegro que seguían vivos.
†
Unas semanas después, los papeles llegaron a
Santa Marta.
Gonzalo los observó en silencio, sobre todo
el trozo de papel vacío, allí donde debía ir el sello del obispo. Un sello que
no sabía cómo conseguir. La idea de falsificarlo se le había pasado por la
cabeza, pero… no quería llegar hasta ese extremo… si no era necesario.
Pero las semanas iban pasando y los papeles
seguían en el cajón, sin firmar.
-¿Y por qué no le decimos a don Celestiano
que los papeles se han quemado? –propuso una tarde María. Gonzalo y ella
estaban en el salón. La joven tejía unos patucos nuevos para Martín mientras su
esposo trataba de leer el periódico pero no lograba concentrarse-. Podríamos
inventarle esa mentira piadosa para evitar enseñárselos.
-Ya había pensado también en eso –confirmó
Gonzalo, pasando de hoja-. Podríamos intentarlo, la verdad –se detuvo,
pensativo-. Decirle que la iglesia en la que nos casamos se quemó y con ella
todo el registro de papeles.
Su esposa vio por fin una salida a aquel
problema.
-Por intentarlo… -convino ella.
Gonzalo asintió y la cogió de la mano.
En ese instante se escuchó el llanto del
pequeño.
-Ya se ha despertado –María se levantó y
dejó las agujas de tejer sobre la mesa-. Voy a darle su toma.
Gonzalo permaneció en el sofá y retomó su
lectura. De repente una de las noticias llamó su atención: en pocos días iban a ser ordenados los nuevos sacerdotes en una
celebración que tendría lugar en La Habana y a la cual asistiría el obispo de
Zaragoza, quien tendría el honor de ordenar a los jóvenes.
El joven cerró el periódico de golpe. El
obispo de Zaragoza estaba en Cuba. El mismo que debería estampar su sello en
sus papeles. ¿Era casualidad o el destino que lo ponía tan cerca de su camino?
Gonzalo andaba tan absorto en sus
pensamientos que no se dio cuenta cuando María regresó con el niño en brazos.
-Nada –se quejó la joven, acunándolo-. Que
no se quiere dormir.
Su esposo se levantó.
-Pásamelo –le pidió, extendiendo sus brazos
para coger al pequeño-. A ver si quiere con su padre.
Martín se revolvió ante el cambio y emitió
un pequeño murmullo que Gonzalo se apresuró a acallar, acunándole con suavidad.
A los pocos minutos el niño había caído en
un profundo sueño. Su padre le observó, sin poder apartar de su mente todo lo
que estaba pasando. ¿Qué no haría por su pequeño? Tan frágil y hermoso. Necesitaban aquel sello para que el niño
fuese bautizado. Un sello que ahora estaba al alcance de su mano.
Y entonces Gonzalo supo lo que tenía que
hacer.
CONTINUARÁ...
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