domingo, 11 de octubre de 2015

EL SELLO DEL OBISPO (PARTE 1) 
La brisa del mar llegaba hasta el jardín de la casa, con su olor a salitre, que se mezclaba con el fuerte aroma de las flores mariposa que habían plantado alrededor de la casa y que adornaban con sus coloridos pétalos el lugar. Aquel había sido un regalo especial de Gonzalo para que siempre tuviesen presente cómo había venido al mundo su hijo Martín.
Bajo la sombra del porche, Gonzalo desayunaba su café mientras María, sentada cómodamente en el sofá de mimbre, le daba el pecho al pequeño Martín. La joven tenía una de sus diminutas manitas cogidas a su dedo y estaba segura que en unos minutos caería dormido.
Gonzalo les observó un instante, dichoso de verles tan recuperados. El parto había resultado un poco “inusual” pero afortunadamente, ninguno de los dos había sufrido complicaciones. Había pasado casi un mes desde el nacimiento del pequeño y crecía sano y fuerte.
-Este pequeñín come como un ceporrillo –dijo María, cuando terminó de darle de comer. El pequeño se había quedado dormido con una sonrisa en los labios-. A este paso, en unos meses ya no cabrá en la cuna.
Se levantó del sofá y lo dejó dentro del canasto que tenía junto a ella, y luego se unió a Gonzalo para desayunar. Entre los dos se encontraba Esperanza, sentada en su silla alta y removiendo su vaso de leche donde había colocado un buen puñado de madalenas que amenazaban con desbordarse.
-Cariño –la riñó María con paciencia-. Bébete la leche y no le pongas más madalenas que sino te ensuciarás.
La pequeña, con apenas dos años y medio, entendía perfectamente lo que su madre le estaba diciendo y comenzó a beber de su vaso. Además, estaba deseosa por poder levantarse de la mesa y acudir a darle a Ramita su ración de pipas, como hacía cada mañana.
María se volvió hacia Gonzalo que no había dicho ni una palabra y andaba pensativo.
-¿Qué estás rumiando, Gonzalo? –inquirió su esposa, untándose una rebanada de pan con mantequilla-. Desde que hemos bajado a desayunar no has soltado ni palabra.
El joven dejó su taza de café y frunció el ceño.
-Estaba pensando en que ya hace un mes desde que nació Martín y… deberíamos ir pensando en bautizarle –le explicó él-. ¿No crees?
Su esposa había pensado en ello, sin embargo no había querido decirle nada.
-Supongo que sí –convino ella, y volvió la mirada hacia su hija, que tenía todo el labio manchado de leche y se pasó la lengua para limpiárselo-. Con Esperanza tardamos bastante más; pero claro, las circunstancias fueron diferentes.
-Entonces… ¿te parece bien que el domingo después de la misa hablemos con don Celestiano, a ver qué día nos puede dar?
María alargó la mano para coger la de Gonzalo, y le sonrió.
-Me parece perfecto –estuvo de acuerdo con él.
Tan solo una sonrisa de su esposa servía para alegrarle el día. El joven se tomó el último sorbo de café y se levantó de la mesa para acercarse a su hija que trataba de comerse la madalena que estaba dentro del vaso y no podía cogerla con la cuchara. Gonzalo la ayudó y le dio la cucharada. La niña se la tomó entera y levantó sus ojitos hacia su padre. Unos ojos que contenían un mar de alegría.
-Eres tan bonita como tu madre, mi niña –le dijo antes de darle un beso en la frente.
Luego se acercó a María para despedirse de ella.
-Nos vemos al mediodía –le dio un suave beso en los labios.
-¿Y a mí no me vas a decir ningún piropo? –se quejó la joven mientras Gonzalo se acercaba a ver a su hijo que dormitaba tranquilamente. Pasó su mano sobre su suave mejilla pero no quiso darle ningún beso para no despertarle-. No, si al final, tendré que ponerme celosa.
Gonzalo volvió junto a ella y se acuclilló a su lado, para dirigirle una de sus miradas llenas de ternura que le aceleraban el corazón.
-¿Por qué crees que lo hago? –le susurró, colocándole con mimo el cabello tras la oreja y provocándole un agradable calorcillo que recorría todo su cuerpo con su simple roce. Se acercó para darle un beso en lo alto de la mejilla y le susurró-. No hay nada más hermoso que verte celosa, María.
Su esposa cerró los ojos y sonrió levemente.
-Eres un adulador, Gonzalo –abrió los ojos y se encontró de nuevo con los de él, a tan solo unos centímetros-. Espero no tener que ponerme celosa “de verdad”.
El joven volvió a besarla, rozando ligeramente sus labios y dejándola con la respiración entrecortada.
-Ni yo tampoco –confesó él, antes de salir de la casa camino de la hacienda.
María apoyó su mejilla sobre la mano y suspiró, saboreando aquel instante que acababa de vivir. Momentos de complicidad como aquel hacían que su vida con Gonzalo fuera maravillosa.
Tal como habían acordado, el domingo acudieron a la iglesia, como era su costumbre desde su llegada a Santa Marta.
Sin embargo, ese día, en lugar de marcharse una vez terminada la homilía, esperaron al párroco junto al altar para hablar con él.
Don Celestiano era un hombre mayor, con el cabello encanecido y una sonrisa dibujada siempre en sus finos labios. En algunos aspectos aquel sacerdote les recordaba a don Anselmo, su querido párroco de Puente Viejo. Gonzalo estaba seguro que si ambos hombres se hubiesen conocido, habrían llegado a ser grandes amigos.
-Buenos días, padre –habló Gonzalo cuando el hombre salió de la sacristía, ya cambiado.
-¡Ah! Gonzalo –le saludó con alegría-. María.
-Padre.
-Necesitábamos hablar con usted, si tiene unos instantes –le pidió el joven.
-Por supuesto –convino el párroco, solícito-. Vosotros diréis.
Gonzalo miró a su esposa antes de hablar de nuevo. Ella asintió levemente, dándole su consentimiento para que le explicase lo que querían.
-Nos gustaría bautizar a nuestro hijo, y… y queríamos saber cuándo tendría una fecha libre para ello.
El sacerdote frunció el ceño, pensativo y se llevó la mano al mentón.
-A ver… veamos… -se volvió buscando algo-. Un momento que tengo el libro de registros en la sacristía. Venid conmigo.
Los tres entraron en la pequeña habitación situada a la derecha del altar, donde tan solo había un escritorio junto a la ventana y un armario donde guardaban las ropas para las celebraciones.
Don Celestiano sacó una libreta vieja y comenzó a pasar las páginas hasta que se detuvo en una de ellas.
-Pues… -levantó la mirada hacia la pareja-. ¿Habíais pensado alguna fecha en concreto?
-El veintitres de febrero –le dijo María con firmeza-. Si es posible.
Quedaban todavía unos cuantos meses para ello, pero ambos habían pensado que era buena idea bautizar a Martín el mismo día en que había nacido su padre.
-Veamos… -el párroco pasó su dedo por una línea de la libreta-. ¡Aquí está! Veintitres de Febrero –levantó la mirada y sonrió-. No tengo nada apuntado para ese día.
Gonzalo y María sonrieron.
-Perfecto, entonces –convino el joven, cogiendo la mano de su esposa-. Ese día bautizaremos a Martín.
-Necesitaré que me traigáis vuestras actas bautismales o un certificado de vuestro matrimonio –les explicó el buen hombre-. Cualquiera de las dos cosas me servirá para comenzar los trámites.
La sonrisa se borró del rostro de Gonzalo al instante. Tal fue el cambio que don Celestiano captó enseguida que algo pasaba.
-¿Hay algún problema? –le preguntó.
María se volvió hacia su esposo.
-No, no. Ninguno –declaró inmediatamente, antes de que se diera cuenta de que ocultaba algo-. En cuanto tengamos los papeles se los traeremos para que comience con los trámites.
María supo que algo no andaba bien y quiso preguntarle enseguida, pero se contuvo.
Ambos abandonaron la iglesia, y solo una vez fuera, la joven se volvió hacia Gonzalo.
-¿Qué es lo que pasa? –le preguntó a bocajarro, preocupada-. Te ha cambiado el semblante con lo que ha dicho don Celestiano. ¿Hay algún problema con los papeles que pide?
Su esposo se detuvo y buscó un lugar con sombra para poder contárselo con tranquilidad. Se acercaron a la orilla del camino, amparados bajo un frondoso árbol.
-Lo que sucede es que esos papeles están en Puente Viejo, o mejor dicho, hay que pedirlos allí.
-¿Y cuál es el problema? –insistió ella, cruzándose de brazos-. Le mandamos un telegrama a mis padres o al propio don Anselmo y que nos los mande. ¿No?
Gonzalo apretó los labios. Ojalá fuese tan sencillo como María lo planteaba, sin embargo… había algo que le preocupaba.
-Lo que me preocupa es que para conseguir esos papeles, hay que tocar varias puertas y… y la Montenegro puede enterarse de ello.
María palideció al comprender su temor.
-Puede llegar a ser peligroso para nosotros –añadió Gonzalo.
-Bueno… -María trató de serenarse y de buscar una solución-. Hablemos primero con don Anselmo que es quien sabe qué se requiere y él nos dirá. ¿De acuerdo?
Gonzalo asintió. Su viejo mentor sabría mejor que él lo que tendrían que hacer. Sin embargo, el joven, sabía por su pasado como sacerdote que esos papeles que don Celestiano les requería necesitaban algo de gran importancia, y que si lo solicitaban, su petición llegaría a oídos de Francisca Montenegro. Algo que debían evitar a toda costa.
Pero antes de confesarle aquellas dudas a María, Gonzalo prefirió esperar las noticias de don Anselmo. De manera que al día siguiente le mandó un telegrama a su viejo mentor contándole lo que sucedía. Lo más sencillo habría sido llamar por teléfono, pero con Chelo y doña Dolores manejando los teléfonos del pueblo sería como poner un bando en Puente Viejo. Así que lo más cauto era mandar el telegrama.
La respuesta del párroco llegó a mitad de semana.
María estaba en el salón. La joven había terminado de acostar a Martín y se disponía a leerle un cuento a Esperanza cuando Gonzalo entró con el telegrama.
-Es la respuesta de don Anselmo –le explicó a su esposa sin ocultar su nerviosismo.
La joven se acercó a él, dejando a la niña jugando con una muñeca.
-¿Y qué dice?
Gonzalo desgarró el sobre y leyó la misiva en voz baja. Su semblante fue cambiando a medida que avanzaba la lectura.
Al finalizar, se volvió hacia María que pudo ver en sus ojos que algo andaba mal.
-Lo que me temía –le confesó el joven con rabia.
-¿Qué sucede? ¿No puede conseguir esos papeles?
-Conseguirlos puede –declaró, apretando la carta-. Pero tal como pensaba, requiere del sello del obispo para que tengan validez. Y ese hombre revisa todo lo que firma. Es muy meticuloso.
-¿Y cuál es el problema?
-Que conoce a doña Francisca –sentenció Gonzalo-. Don Anselmo lo dice en el telegrama –levantó el papel-. Al parecer el obispo está al tanto de que la ahijada de la Montenegro murió cuando se tiró al río. Conoce nuestros nombres, y si ahora va don Anselmo a pedirle un certificado de nuestra boda, será cuestión de minutos que la noticia llegue a la señora.
María chasqueó la lengua, hastiada. ¿Hasta dónde llegaba el poder de la Montenegro? ¿Ni siquiera creyéndoles muertos podría dejarles en paz?
-¿Y… y no podemos conseguir esos papeles por otra vía? –le preguntó ella, buscando otra solución.
Gonzalo se quedó pensativo unos segundos.
-Voy a pedirle a don Anselmo que nos mande esos papeles, aunque sea sin el sello –declaró el joven. Sus ojos ocultaron un brillo extraño.
-Pero sin el sello… -María ladeó la cabeza-. ¿Gonzalo no pensarás falsificarlo? –le preguntó asustada.
-Espero no tener que llegar a ese extremo, María –le confesó él con gesto serio-. Todavía tenemos unos meses para buscar una solución. Y vive Dios que la encontraré –añadió con determinación. Se acercó hasta el cuco donde el pequeño Martín dormía-. Como que me llamo Gonzalo, que nuestro hijo será bautizado.
La firmeza de sus palabras asustó a María, que temía lo que pudiera ocurrir. Tan solo esperaba que todo aquel asunto no se les fuese de las manos y que su vida en Santa Marta se esfumase como llegara a oídos de la Montenegro que seguían vivos.
Unas semanas después, los papeles llegaron a Santa Marta.
Gonzalo los observó en silencio, sobre todo el trozo de papel vacío, allí donde debía ir el sello del obispo. Un sello que no sabía cómo conseguir. La idea de falsificarlo se le había pasado por la cabeza, pero… no quería llegar hasta ese extremo… si no era necesario.
Pero las semanas iban pasando y los papeles seguían en el cajón, sin firmar.
-¿Y por qué no le decimos a don Celestiano que los papeles se han quemado? –propuso una tarde María. Gonzalo y ella estaban en el salón. La joven tejía unos patucos nuevos para Martín mientras su esposo trataba de leer el periódico pero no lograba concentrarse-. Podríamos inventarle esa mentira piadosa para evitar enseñárselos.
-Ya había pensado también en eso –confirmó Gonzalo, pasando de hoja-. Podríamos intentarlo, la verdad –se detuvo, pensativo-. Decirle que la iglesia en la que nos casamos se quemó y con ella todo el registro de papeles.
Su esposa vio por fin una salida a aquel problema.
-Por intentarlo… -convino ella.
Gonzalo asintió y la cogió de la mano.
En ese instante se escuchó el llanto del pequeño.
-Ya se ha despertado –María se levantó y dejó las agujas de tejer sobre la mesa-. Voy a darle su toma.
Gonzalo permaneció en el sofá y retomó su lectura. De repente una de las noticias llamó su atención: en pocos días iban a ser ordenados los nuevos sacerdotes en una celebración que tendría lugar en La Habana y a la cual asistiría el obispo de Zaragoza, quien tendría el honor de ordenar a los jóvenes.
El joven cerró el periódico de golpe. El obispo de Zaragoza estaba en Cuba. El mismo que debería estampar su sello en sus papeles. ¿Era casualidad o el destino que lo ponía tan cerca de su camino?
Gonzalo andaba tan absorto en sus pensamientos que no se dio cuenta cuando María regresó con el niño en brazos.
-Nada –se quejó la joven, acunándolo-. Que no se quiere dormir.
Su esposo se levantó.
-Pásamelo –le pidió, extendiendo sus brazos para coger al pequeño-. A ver si quiere con su padre.
Martín se revolvió ante el cambio y emitió un pequeño murmullo que Gonzalo se apresuró a acallar, acunándole con suavidad.
A los pocos minutos el niño había caído en un profundo sueño. Su padre le observó, sin poder apartar de su mente todo lo que estaba pasando. ¿Qué no haría por su pequeño? Tan frágil y hermoso.  Necesitaban aquel sello para que el niño fuese bautizado. Un sello que ahora estaba al alcance de su mano.

Y entonces Gonzalo supo lo que tenía que hacer.


CONTINUARÁ... 

No hay comentarios:

Publicar un comentario