viernes, 30 de octubre de 2015

CAPÍTULO 12 
Al día siguiente, Gonzalo se enteró de lo que le ocurría a Andrés. El capataz llegó a la finca con una sonrisa de oreja a oreja; y terminó por contarle a su amigo lo que le sucedía y porqué el día anterior había estado como ausente.
-Me armé de valor, tal como me recomendaste, y se lo pedí –le confesó, mientras recorrían a pie uno de los bancales que acababan de ser sembrados.
-¿Y… aceptó? –le preguntó el esposo de María, algo sorprendido. Lo cierto era que conociendo a Celia, le extrañaba que la joven hubiese aceptado la invitación con tanta rapidez; aunque cabía la posibilidad de que ella estuviera interesada en el capataz y no lo hubiese expresado hasta el momento.
-A la primera –le confirmó Andrés, pasándose la mano por la frente sudorosa-. Hasta yo me extrañé y tuve que pedirle que me lo repitiese. Me dijo que sí… sin dudarlo ni un instante.
Gonzalo se detuvo, alzando una ceja, contrariado. Nada de aquello le cuadraba. ¿Estaban hablando de la misma Celia que no quería ver a un hombre cerca de ella si no era para dejarle unos buenos cuartos en el restaurante o… se trataba de otra que no conocía?
-Pues… me alegro –dijo al fin, retomando el paso y observando que la siembra en aquel bancal había sido realizada correctamente-. Quizá pensábamos que Celia era más reticente y estábamos equivocados.
Andrés, sin poder ocultar el júbilo que le embargaba, le dio una palmada amistosa a Gonzalo en el hombro.
-Y todo gracias a ti, que me animaste a pedírselo –le agradeció el joven-. Por cierto… me dijiste que podíamos ir con vosotros a la verbena –recordó, azorado-. ¿Sigue en pie la propuesta? No me malinterpretes, pero… conocéis mucho mejor a Celia que yo, y supongo que estará más a gusto si está rodeada de sus amigos.
Gonzalo asintió.
-Claro –le confirmó y se volvió hacia su derecha, oteando el mar que se vislumbraba a lo lejos-. No hay problema. Y… cambiando de tema –se agachó y tomó un puñado de tierra, que deshizo entre sus dedos, notándola con cierta humedad ¿Has tomado muestras de estas tierras? Me preocupa que comiencen a salinizarse. No me gusta nada aquel pequeño barrizal. Lleva semanas sin llover y el sol aprieta bastante como para que esté lleno de agua.
El capataz apretó los labios, tan preocupado como Gonzalo.
-Ahora mismo tomo muestras de aquella zona y de ésta –declaró, volviéndose para regresar a la hacienda donde había dejado el maletín que tenían para realizar las extracciones.
Sin embargo, cuando el capataz volvió con el material, Gonzalo había tomado una decisión. No solo iban a tomar muestras de aquellas tierras más cercanas al mar sino de toda la finca; quería tener aquella zona controlada.
-¿No te parece demasiado exagerado? –le preguntó Andrés, que conocía mejor el lugar-. Entiendo tu preocupación pero…
-No es que no confíe en tu criterio –le cortó Gonzalo con seriedad-, pero sabes cómo son de traicioneras las corrientes marinas; y si las últimas crecidas han llegado más adentro, hasta zonas que ya hemos cultivado… -negó con la cabeza, preocupado-. Si las pillamos a tiempo, aun podríamos salvar las cosechas.
El capataz asintió ante su explicación y entre los dos se pusieron a tomar muestras de cada bancal.
Al finalizar la jornada, ya tenían en su poder muestras de toda la finca. Andrés se encargó de llevarlas al laboratorio del pueblo, donde su amigo, Alfredo, las analizaría lo más rápidamente posible.
Por su parte, Gonzalo antes de regresar a casa pasó por telégrafos para poner un telegrama al científico. Necesitaban tener noticias suyas cuanto antes. Su respuesta y sus resultados eran de vital importancia para solucionar el problema.
Al llegar a casa, Margarita le indicó que su esposa se encontraba en el jardín.
María estaba sentada en uno de aquellos sofás típicos de aquellos lares que llamaban hamacas y que estaban hechos de cañas y mimbre como las cestas. La joven leía un libro bajo la sombra del porche, con la sola compañía del lejano rumor de las olas del mar y la suave brisa que con la caída de la noche llegaba hasta allí.
Al sentir la presencia de Gonzalo, levantó la cabeza y cerró el libro, dejando un dedo marcando la página.
-Te estaba esperando –le dijo ella, a la vez que su esposo se sentaba a su lado. Le recibió con un dulce beso, que le hizo soltar un suspiro.
-Qué mejor manera de volver a casa y que te reciban así –declaró Gonzalo, entrecerrando los ojos.
María le acarició el rostro con ternura.
-¿Estás muy cansado, cariño? –se preocupó ella.
-No más de lo habitual –declaró el joven cogiéndole una mano y llevándosela a los labios para besarla y aspirar su aroma-. Ha sido un día un poco complicado; solo eso.
-Si quieres contármelo…
Gonzalo volvió a besarla, dejando unos instantes su frente apoyada en la suya, y cerrando los ojos.
-Ya sabes… -murmuró, se alejó un poco y le recolocó un mechón de pelo tras la oreja con cuidado-, lo de siempre: seguimos sin tener noticias del científico y cada día que pasa la concentración de sodio en las tierras aumenta. Antes de volver a casa me he pasado por telégrafos para mandarle un telegrama urgente a don Jorge. No podemos seguir así.
María le escuchó en silencio, apretando los labios, preocupada. Sabía lo mal que se sentía Gonzalo por no poder hacer nada con aquel problema mientras el científico, don Jorge, no hallase la solución.
-Seguro que pronto tendremos noticias suyas –trató de infundirle ánimos-. En nada, todo esto solo será un mal recuerdo.
Gonzalo le sonrió levemente, agradecido. Solo María era capaz de devolverle la esperanza de que todo saldría bien. Junto a ella, siempre lo veía posible.
-¿Me pregunto qué haría yo sin ti, y tus palabras de aliento?
-No me des tanto jabón que nos conocemos, Gonzalo –lo riñó ella con cariño-. Que cuando me hablas así es porque buscas algo.
-Quererte y adorarte –declaró con un brillo febril en los ojos-. ¿Te parece poco?
Su esposa no pudo resistirse a sus palabras y le besó de nuevo, sintiendo el sabor del mar en sus labios.
-¿Y Esperanza y Martín? –preguntó él, dándose cuenta de que ninguno andaba por allí, cuando lo habitual era encontrarles jugando a esas horas.
Aunque tras la desaparición de Ramita, la alegría de sus hijos se había evaporado y apenas salían al jardín a jugar. Esperanza seguía triste, esperando que su mascota regresara a casa de un momento a otro, y Martín, se sentaba junto a su hermana, apoyándola en silencio.
-Los acabo de acostar –le dijo con gesto serio-. Hemos estado toda la tarde en el restaurante de Celia. Pensé que allí se olvidarían por un rato de la ausencia de Ramita… pero no. Se han sentado en un rincón, cada uno con sus juguetes y apenas se han movido. Siguen tristes y no sé qué hacer para animarles. Incluso se me ha pasado por la cabeza buscarles otra mascota. ¿Tú que crees?
Gonzalo mostró una media sonrisa, apenado.
-No sería mala idea –convino él-. Ya pensaremos en algo.
-Debo de reconocer que hasta a mí me hace falta escuchar sus constantes repeticiones. Jamás pensé que le echaría de menos. Ya son varios días sin Ramita y no creo que vuelva, la verdad.
Gonzalo suspiró, soltando la tensión que se le acumulaba en el pecho.
-Algo debe haberle sucedido algo. O se ha perdido o alguien lo ha encontrado y se lo ha quedado… no sé. Entiendo que Esperanza y Martín estén tristes. Me hubiese gustado llegar antes y darles su beso de buenas noches, al menos para aliviarles.
-Bueno, luego subes y lo haces –le sugirió su esposa.
Gonzalo apretó los labios.
-Por cierto –dijo de pronto-, ya que has mencionado a Celia. Dices que has estado con ella. No me malinterpretes, pero… te han visto la mayoría de las tardes en el restaurante. ¿Qué os traéis entre manos?
María palideció. No se esperaba la pregunta, sin duda alguna; al parecer todas las precauciones que habían tomado para ocultar que por las tardes se reunía con Celia y Teresa en el restaurante, habían sido en vano.
Y a pesar de la promesa que le había hecho a la esposa del pescador, María no quería seguir ocultándole a Gonzalo la verdad.
-Verás, cariño –se volvió hacia él, tras dejar el libro sobre la mesa-, hay un motivo de fuerza para ello. Te pido que no te enfades por lo que voy a contarte.
Su esposo entrecerró los ojos. ¿Tan importante era lo que le había estado ocultando para decirle aquello?
-No me asustes, María. ¿Qué ocurre?
La joven le tomó de las manos y comenzó a relatarle lo sucedido en las últimas semanas; le habló de la idea que había tenido de continuar dándole clase a Teresa, pero clandestinamente, lejos de miradas indiscretas, que pudiesen llegar a oídos de Julio.
-Y pensé que la mejor excusa que podíamos inventarle para que Julio no sospechase la verdad, era que Celia le ofreciera un trabajo en el restaurante –concluyó María.
Gonzalo la había escuchado en silencio. El joven ya intuía que su esposa no iba a quedarse de brazos cruzados viendo aquella injusticia. Sin embargo le había sorprendido cómo había logrado engañar a todo el mundo, incluido a él mismo.
-¿Estás enfadado? –le preguntó al ver que no le decía nada-. Sé que debería habértelo dicho antes pero le prometí que quedaría entre nosotras.
-¿Cómo voy a enfadarme contigo? –le devolvió la pregunta, sin poder ocultar un brillo de orgullo en su mirada-. Lo que me extrañaba es que te quedases de brazos cruzados, sin hacer nada.
Ella sonrió avergonzada.
-Entonces…
-…Entonces –le cogió el mentón, acariciándole la barbilla-, me siento muy orgulloso de lo que estás haciendo; pero… no me gusta que me ocultes las cosas, y más cuando son de esta clase. Imagínate por un instante que el esposo de Teresa os descubre y viene a reclamarte. Me gustaría estar al tanto por si tengo que defenderte, y que no me pille de improviso. Aunque, claro –mostró una media sonrisa, pícara-; conociéndote, sé que te bastas tu solita para defenderte, y que no me necesitas.
-No digas eso –le pidió ella, bajando la mirada-, yo siempre te necesito.
Su esposo acercó el rostro, agradecido por sus palabras. Él también la necesitaba, y saber que ella sentía lo mismo, le llenaba de dicha.
Rozó sus labios con calma, como le gustaba besarla; queriendo que cada caricia quedase marcada en ella para siempre.
-Y… otra cosa –arqueó una ceja-. ¿Has hablado con Celia? ¿Te ha dicho algo de su cita?
María se echó un poco hacia atrás, sorprendida.
-¿Qué cita?
-La que tiene con Andrés –le dijo Gonzalo-. ¿No te lo ha dicho? Andrés la invitó ayer a la verbena de Santa Caridad y Celia aceptó.
Su esposa mostró una media sonrisa.
-¿Estás de chanza? –la joven no daba crédito a lo que le estaba contando-. Pero… ¿cuándo la invitó? Porque ella no me ha dicho nada –y recordó las últimas palabras que había pronunciado el día anterior-. Es más, volvió a decirme que a los hombres los quería bien lejos. Por eso me extraña que haya aceptado una cita con él.
-Conociendo sus reticencias, a mí también me ha extrañado –le confesó Gonzalo-, pero Andrés está seguro que aceptó. Además, deberías de ver lo feliz que está con la cita.
-No me extraña. Y más sabiendo que no acepta a un hombre así como así –miró al frente, pensativa-. Lo raro es que no me haya comentado nada. Sí que me dijo el otro día que iba a volver a colocar un puesto de comida, como el año pasado, pero de una cita con Andrés… ni mentarlo.
-Quizá… -aventuró Gonzalo-, no lo ha hecho para no darte alas y te chancees de ella.
-¿Yo? –se hizo la ofendida, llevándose la mano al pecho.
-Sí, tú, cariño –corroboró su esposo, siguiéndole el juego-. Que con lo que te gustan las historias románticas, eres capaz de liarla antes de hora.
La joven entrecerró los ojos, tratando de parecer molesta.
Acercó su rostro a Gonzalo y clavó una mirada retadora en él.
-Te quejarás de mí, bandido –musitó, a escasos centímetros de su boca; tentándole con su comentario-. ¿Tengo que recordarte que si no fuera por mi romanticismo más de una vez…?
Gonzalo no la dejó terminar con la frase, besándola de nuevo, ante su provocación.
-¿Qué decías de mi falta de romanticismo? –le preguntó él, momentos después, con el corazón desbocado, observando el rostro de María, ligeramente enrojecido; a la vez que sentía sus latidos junto a los suyos.
-Que… -logró balbucear, aun con el sabor de sus labios en los suyos-, que tienes que seguir practicando si quieres que cambie de opinión.
Gonzalo tomó aquellas palabras como una invitación velada a que volviera a besarla, cosa que no dudó.
Pese al tiempo que llevaban juntos, su amor crecía día a día, si eso era aún posible; así como el deseo y la pasión, que alimentaban con pequeños detalles y palabras llenas de intención.
El sol hacía ya rato que se había ocultado tras las montañas y la noche estrellada había tomado el relevo.
María se recostó sobre el hombro de Gonzalo, disfrutando de su compañía, en silencio.
-Estoy pensando que… –dijo de pronto mientras su esposo le acariciaba la mano que había colocado sobre su pecho-, no recuerdo que nosotros tuviésemos una primera cita.
-¿Cómo qué no? –giró un poco la cabeza para mirarla-. Lo que no pudimos acudir ninguno de los dos. Yo, porque don Anselmo me lo impidió; y tú porque tenías que atender a dos sacerdotes en la Casona. ¿O acaso ya no lo recuerdas?
María sonrió al recordar aquel momento. Gonzalo tenía razón. Sí, habían tenido una primera cita que se truncó por avatares del destino. Sin saber todavía quién era, la joven le había citado en el puente, a las afueras de Puente Viejo, para contarle la historia de amor de Tristán y Pepa, la partera.
-Cierto –confesó ella, finalmente, sin levantar la cabeza-. Pero he de confesarte una cosa.
-¿El qué? –se extrañó él.
-Que yo si fui a la cita. Y quise matarte por no acudir –le dio unos suaves golpecitos en el pecho, tratando de parecer molesta-. No sé si algún día podré perdonarte el plantón que me diste.
Gonzalo le acarició el pómulo con la yema del dedo, dibujando su contorno hasta llegar al mentón y obligarla a levantar la mirada.
Sus ojos se cruzaron unos segundos, hablando aquel idioma mudo que solo ellos comprendían. Volvió a besarla con calma.
-Creo que sé la manera de compensarte –le murmuró al oído, haciéndola estremecer.
Sin darle tiempo a reaccionar, se levantó y la cogió en brazos.
-Gonzalo, ¿Qué haces? –le preguntó ella, entre risas, mientras caminaba hacia el interior de la casa-. Es hora de ir a cenar.

-Creo que la cena podrá esperar –dijo con una media sonrisa, pícara, subiendo las escaleras que conducían a su alcoba-. Antes tengo una deuda pendiente contigo, que voy a saldar ahora mismo.
CONTINUARÁ...

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