viernes, 9 de octubre de 2015

LA FUENTE DE LA VIDA (PARTE 1) 
Había pasado más de un año desde su llegada a Santa Marta, y la vida de Gonzalo y María había cambiado por completo… y para bien. Atrás quedaban ya los malos recuerdos y las desgracias vividas en Puente Viejo. Aunque tampoco podían olvidar que allí seguían sus seres queridos con quienes habían pasado momentos de dicha, como el nacimiento de Esperanza y su boda.
Sin embargo, habían encontrado en aquel pequeño oasis, cerca de la Habana, un verdadero hogar. Si bien era cierto que seguían recordando día a día, a sus seres queridos, con nostalgia y cariño; también estaban seguros de que eran felices y eso les reconfortaba.
Las últimas noticias que habían tenido de ellos situaban a Aurora en Francia, estudiando medicina, tal como siempre había querido hacer, y a Bosco en el pueblo, dedicándose a sacar adelante la finca y a su hijo Beltrán, volcando en él todo su cariño tras la muerte de su esposa Inés.
Quizá algún día pudiesen reunirse los cuatro hermanos… solo el tiempo lo sabía.
Pero mientras tanto, sus vidas habían tomado rumbos bien distintos y cada uno debía aceptarlo.
Gonzalo había encontrado su lugar junto a su hermano Tristán, trabajando para él en la hacienda Casablanca. Había comenzado como un simple peón, trabajando las tierras, labrándolas y arreglando acequias y vallados como el resto de jornaleros; y poco a poco, y con mucho esfuerzo se había ido ganando la confianza de los trabajadores, quienes veían en él a alguien como ellos, sin miedo al trabajo duro y preocupado por sus condiciones así como por las tierras y cultivos.
Todo ello había contribuido a que, en apenas un año, Gonzalo se hubiese ganado el respeto y el cariño de las gentes del lugar. Además, todo el mundo había visto como su relación con Andrés, el capataz, se había afianzado y ambos trabajaban, codo con codo, para sacar adelante la finca. Los dos jóvenes se entendían a las mil maravillas y tenían una misma visión de cómo llevar la finca.
Incluso Tristán, en más de una ocasión, había bromeado diciéndoles que con ellos dos al frente de la hacienda, bien podría tomarse unas largas vacaciones con su esposa e irse a recorrer el mundo. En esos momentos, Gonzalo le instaba a hacerlo pues sabía que tanto su hermano como Clara, su esposa, se merecían un descanso desde hacía años puesto que desde que se habían casado, tan solo pudieron disfrutar de una corta luna de miel en Nueva York y a su regreso tuvieron que ocuparse de la difunta doña Pilar y su enfermedad.
Por su parte, María también había logrado su propósito: reabrir la escuela del pueblo.
Al principio no le resultó fácil convencer al alcalde, don Julián, un hombre al que no le gustaban los cambios y más cuando estos podían traerle quebraderos de cabeza. Sin embargo, María encontró en su esposa, doña Purita, una gran ayuda. Y es que la buena mujer deseaba entre otras cosas, poder alardear frente al resto de la gente de haber logrado reabrir la escuela de su amado pueblo, puesto que muchas de las esposas de los alcaldes de los pueblos de alrededor la menospreciaban por el analfabetismo de sus aldeanos.
De manera que en pocas semanas, María consiguió que la vieja escuela volviese a abrir sus puertas para que los niños de Santa Marta y alrededores pudiesen acudir allí a aprender las nociones básicas que ella pretendía enseñarles.
A pesar de la antigüedad de la casa, tan solo habían tenido que arreglar algunos pupitres y sillas, recolectar libros de las bibliotecas de los más pudientes de la zona y darle una mano de pintura a las paredes para que quedase como nueva.
La joven sabía que no sería tarea fácil convencer a los padres de que llevasen a sus hijos a la escuela porque hasta el momento no lo habían hecho y para ellos era más útil tenerles en casa trabajando, que en la escuela, rodeados de libros, pizarrines y tizas, donde tan solo aprenderían a juntar unas letras que no les enseñaría, según su parecer, a valerse en la vida y a salir a delante.
Muchos de los aldeanos tenían este pensamiento, pero no todos. Y María descubrió para su sorpresa que estos segundos eran más de los que imaginaba.
Así que en poco tiempo la joven vio cómo su escuela se llenaba de niños a los que enseñar. Unos niños ávidos por aprender y que absorbían sus enseñanzas como si fuesen esponjas; lo que la reconfortaba ya que veía que su esfuerzo valía la pena.
Por todo ello, María no podía ser más feliz. Estaba junto a su gran amor, Gonzalo a quien adoraba, y ambos disfrutaban día a día viendo crecer a su pequeño tesoro, Esperanza, la niña que colmaba su dicha.
-¿Eres feliz, mi vida? –solía preguntarle Gonzalo a menudo, conociendo ya la respuesta de antemano.
-Mucho, mi amor –le respondía ella siempre, acompañando su respuesta con un dulce beso.
Y cuando esa dicha parecía que era suficiente y que no había nada que pudiese hacerla más grande, vino la noticia del embarazo de María.
Ambos no se habían planteado tener otro hijo tan pronto pues Esperanza apenas dos años y medio; sin embargo Gonzalo y María se sintieron felices con la noticia.
El primer embarazo de la joven había resultado algo complicado dado las circunstancias en las que se encontraba en aquella época.
Sin embargo, en el segundo, todo resultó muy diferente. Gonzalo se desvivía por ella y porque no le faltara de nada. María no podía pedirle más e incluso alguna que otra vez tuvo que reconocerle que se sentía abrumada y culpable con tantas atenciones. Pero para su esposo no era ningún sacrificio ni obligación tratarla con mimo, sino todo lo contrario, lo hacía gustoso pues no deseaba otra cosa en el mundo que hacerla feliz.
De manera que los meses pasaron y cuando se dieron cuenta a María tan solo le quedaban un par de semanas para dar a luz. El doctor Sánchez, el médico de la zona y quien había llevado su embarazo durante todo ese tiempo, le dijo que todo estaba bien y que si nada se complicaba, tendría un parto normal.
Debido a la proximidad del nacimiento de su hijo, la joven tuvo que dejar de lado algunas de sus costumbres, como salir a pasar a caballo o sus largos paseos con Gonzalo. Sin embargo se había negado en redondo a suspender las clases de la escuela y mucho menos ahora que había logrado abrir también la escuela para mayores.
Aunque había accedido a que doña Clara, la esposa de Tristán la ayudara en esta tarea. María sabía que en cierta manera, la idea había sido de Gonzalo, pues se sentía más tranquilo si tenía cerca de ella a alguien de confianza como era su cuñada.
La relación entre ambas se había ido consolidando, día tras día, con el trato continuado y sus largas conversaciones. Ambas se habían dado cuenta de lo parecidas que eran y que tenían las mismas inquietudes. Clara había resultado ser una mujer dulce y decidida a la vez; el complemento ideal para Tristán, que amaba a su esposa con locura. Ambos eran felices. Una felicidad a la que le faltaba un hijo, algo que según argumentaba Clara, Dios no había querido bendecirles con la llegada de un bebé, que seguramente habría colmado su dicha. Por eso, la buena mujer adoraba a Esperanza y aprovechaba cualquier momento para estar con ella.
-¿Ya se ha dormido? –le preguntó María, una tarde de principios de verano, que habían comido en la hacienda, y después se habían reunido en el salón para tomar el café.
-Como un angelito –declaró Clara, sentándose junto a Tristán en el sofá del salón-. No tienes de qué preocuparte. Estaba tan agotada que dormirá durante un par de horas.
María respiró con cierta dificultad. Los últimos días del embarazo se le estaban haciendo muy pesados y cada bocanada de aire resultaba vital para ella.
-¿Te encuentras bien, cariño? –le preguntó Gonzalo, preocupado por aquel suspiro.
-Sí, mi amor –trató de tranquilizarle ella, posando su mano sobre la de él y dedicándole una sonrisa-. Es tan solo… este aire tan pesado, que no me deja respirar con normalidad.
-Lo cierto es que estos días el calor no da tregua –opinó Tristán, bebiendo de su copa un trago de ron.
-Y en el estado de María, todavía lo nota más –añadió Clara, comprensiva.
La esposa de Gonzalo le agradeció el apoyo a su amiga. Se trataba de una mujer que debía rondar la treintena, de cabellos castaños claros y ensortijados que llevaba recogidos en un moño bajo y que enmarcaban un rostro de rasgos suaves y serenos. Tenía una mirada limpia y dulce que recordaba al calor del hogar, y que daba confianza.
-¿Por qué no aprovecháis que la niña duerme y vais a dar un paseo? –les propuso Tristán, dándole vueltas a su copa.
-No creo que sea buena idea, hermano –Gonzalo se volvió hacia María, esperando su respuesta-. En su estado lo mejor será que descanse.
-Lo cierto es que me vendría bien tomar algo de aire fresco –le pidió María, notando el peso en sus pulmones.
Su esposo asintió, aunque la idea de salir de la hacienda no le gustaba, mientras María siguiese en aquel estado.
-Está bien –aceptó él; tan solo por complacerla-. Pero no iremos muy lejos –apuntó.
-¿Habéis visitado la fuente de las mariposas? –preguntó de repente Clara.
Ambos negaron con la cabeza, mientras Gonzalo ayudaba a su esposa a levantarse del sofá.
-Está muy cerca de aquí –les informó la mujer-. En la misma finca. Tan solo hay que cruzar el puente de las Ceibas y caminar como si fueseis a subir la montaña. El camino es llano y sin ningún peligro. Además –bajó la voz como si alguien pudiese escucharles-, dicen las santinas del pueblo, que si una embarazada bebe de sus aguas, el niño nacerá sin complicaciones y tendrá una vida larga y llena de felicidad.
-Clara… -la riñó Tristán con cariño-, ya sabes que eso son solo cosas de viejas santurronas.
Su esposa se encogió de hombros sin darle importancia a su reproche.
-Yo solo digo que mal no le hará –y le guiñó un ojo a María.
-¿Qué dices? –Gonzalo se volvió hacia su esposa-. ¿Quieres que vayamos hasta allí?
María pareció pensarlo un instante. ¿Tendría fuerzas suficientes para ello? En ese momento parecía que la abandonaban pero quizá con el apoyo de Gonzalo pudiesen llegar hasta allí.
-Podemos intentarlo –declaró con un hilo de voz-. Y… por cierto, ¿por qué se llama así, la fuente de las mariposas?
-Por las flores que rodean el lugar –explicó Clara, entendida en el tema-. La flor mariposa es muy conocida por aquí;  y desprende una fragancia difícil de olvidar. Antiguamente las jovencitas se hacían collares con ellas para perfumarse y atraer así la atención del ser amado.
-¡Ah!, así que eso es lo que hiciste conmigo, ¿no? –se burló Tristán-. ¡Me embrujaste con esas flores!
Las mejillas de Clara enrojecieron levemente ante las palabras de su esposo.
María y Gonzalo les dejaron asolas y salieron camino del lugar.
El ambiente seguía siendo bochornoso aunque de vez en cuanto corría una suave brisa que les daba un poco de tregua.
-Mi santa abuela lleva días diciendo que le duele el dedo gordo del pie –hasta ellos llegó la voz de uno de los jornaleros que hablaba con otro joven en mitad del patio mientras arreglaban unas cuerdas que se habían deshilachado-, y que eso quiere decir que en breve lloverá.
-¿Tú crees? –le preguntó el otro, escéptico y mirando al cielo donde no se atisbaba ni una nube-. Difícil lo veo.
-Yo también –certificó el joven-. Pero cuando a la abuela le duele el dedo gordo del pie…
No pudieron escuchar el final de la frase pues sus voces se habían ido apagando al entrar aquellos hombres en las cuadras.
Salieron de la hacienda, caminando lentamente. María se apoyaba en Gonzalo y pese a lo mal que se había sentido dentro de la casa, respirar el aire puro le había venido muy bien. Sus mejillas tomaron algo de color y parecía que respiraba con serenidad.
Siguiendo las indicaciones que les habían dado, caminaron en dirección a la montaña y cruzaron el puente de las Ceibas, donde los árboles crecían rodeando la ribera del río. Un río que bajaba seco prácticamente.
-Me lo había imaginado de otra manera –declaró María, cruzando una palanca ancha. Gonzalo que había pasado delante de ella, le tendió la mano para ayudarla a llegar a la orilla contraria.
-Yo también –convino él-. Creí que se trataría de un puente de piedra o incluso de madera, pero no una simple palanca que cualquier riada se pueda llevar por delante.
Continuaron con el paseo por el camino, que tal como había dicho Clara era bastante llano y no presentaba ningún peligro.
Poco después se detuvieron a descansar en un claro desde el que se adivinaba tras la maleza una pequeña cabaña que debía de estar abandonada.
María se sentó en una de las piedras para recuperar el aliento y Gonzalo aprovechó para echarle un vistazo al lugar, movido por la curiosidad.
Minutos después regresó con una sonrisa.
-Está abandonada –declaró, tomando asiento junto a ella-. Es bastante pequeña y a la legua se nota que hace meses que nadie entra allí, aunque… me ha extrañado encontrar algo de madera junto a la chimenea. El dueño debió de marcharse y la dejó allí por si volvía para encender el fuego enseguida.
María volteó la cabeza, tratando de ver si les quedaba mucho hasta la fuente.
-Si llego a saber que estaba tan lejos, no hubiese accedido –se quejó la joven sintiendo un peso en el bajo vientre.
-¿Quieres que regresemos? –le propuso Gonzalo, preocupado.
-No, no te preocupes –le acarició el rostro-. Supongo que todavía puedo seguir un poco más. Lo cierto es que aunque me sienta cansada, el aire me ha venido muy bien para despejarme.
-Bueno, pues sigamos un poco más y si ves que no puedes, regresamos a casa –le dijo él, solícito-. ¿De acuerdo? Que tampoco es de vital importancia si llegamos a la fuente o no. Lo principal es que te encuentres bien.
María asintió.
-De momento me encuentro bien –declaró ella-. No te preocupes.
Retomaron el camino y cinco minutos después se detuvieron frente a una roca de donde salía un fino hilo de agua limpia y clara, que caía sobre el suelo formando un charco amplio. Rodeando al charco se encontraban las flores mariposa. Nunca antes las habían visto pero no fue necesario conocerlas para saber que eran esas puesto que desprendían una dulce fragancia difícil de olvidar.
María se acercó al orificio por el que salía el agua y con ambas manos hizo un cuenco para llenarlas del líquido y beber de aquellas aguas.
Enseguida sintió el frescor recorriendo su garganta y refrescando su cansado cuerpo. Mientras Gonzalo hacía lo mismo, la joven aprovechó para refrescarse el cuello y las muñecas.
-Este lugar es precioso, ¿no crees, Gonzalo? –le preguntó, cuando su esposo se sentó a su lado, cobijados bajo uno de los frondosos árboles que rodeaban la zona.
-Volveremos en otra ocasión, te lo prometo –le dijo él, y se acercó a besarla.
Justo en ese instante se escuchó un fuerte retumbar sobre ellos, como si el cielo fuera a partirse en dos.
Ambos se separaron, asustados por el trueno.
-Pero…
Sin haberse dado cuenta, las nubes habían ido creciendo y se acumulaban, grises y poderosas sobre sus cabezas.
-Será mejor que regresemos –declaró Gonzalo, levantándose del suelo y ayudando a María a hacer lo propio.
Una luz blanca rasgó el cielo y al instante se escuchó su atronador sonido.
-Esto tiene mala pinta, volvamos a casa –siguió diciendo Gonzalo, volviendo al camino.
-Gonzalo… -murmuró María, con un deje de miedo en su voz.
El joven se volvió hacia ella, que apenas había dado un paso. No hizo falta que le dijese nada, podía leerlo en su semblante aterrorizado. Bajó la mirada hacia sus ropas y pudo verlas empapadas de un líquido que recorría sus tobillos.
Gonzalo tragó saliva.

-Ya viene –balbuceó María.
CONTINUARÁ...

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