LA FUENTE DE LA VIDA (PARTE 1)
Había pasado más de un año desde su llegada
a Santa Marta, y la vida de Gonzalo y María había cambiado por completo… y para
bien. Atrás quedaban ya los malos recuerdos y las desgracias vividas en Puente
Viejo. Aunque tampoco podían olvidar que allí seguían sus seres queridos con
quienes habían pasado momentos de dicha, como el nacimiento de Esperanza y su
boda.
Sin embargo, habían encontrado en aquel
pequeño oasis, cerca de la Habana, un verdadero hogar. Si bien era cierto que
seguían recordando día a día, a sus seres queridos, con nostalgia y cariño;
también estaban seguros de que eran felices y eso les reconfortaba.
Las últimas noticias que habían tenido de
ellos situaban a Aurora en Francia, estudiando medicina, tal como siempre había
querido hacer, y a Bosco en el pueblo, dedicándose a sacar adelante la finca y
a su hijo Beltrán, volcando en él todo su cariño tras la muerte de su esposa
Inés.
Quizá algún día pudiesen reunirse los cuatro
hermanos… solo el tiempo lo sabía.
Pero mientras tanto, sus vidas habían tomado
rumbos bien distintos y cada uno debía aceptarlo.
Gonzalo había encontrado su lugar junto a su
hermano Tristán, trabajando para él en la hacienda Casablanca. Había comenzado
como un simple peón, trabajando las tierras, labrándolas y arreglando acequias
y vallados como el resto de jornaleros; y poco a poco, y con mucho esfuerzo se
había ido ganando la confianza de los trabajadores, quienes veían en él a
alguien como ellos, sin miedo al trabajo duro y preocupado por sus condiciones
así como por las tierras y cultivos.
Todo ello había contribuido a que, en apenas
un año, Gonzalo se hubiese ganado el respeto y el cariño de las gentes del
lugar. Además, todo el mundo había visto como su relación con Andrés, el
capataz, se había afianzado y ambos trabajaban, codo con codo, para sacar
adelante la finca. Los dos jóvenes se entendían a las mil maravillas y tenían
una misma visión de cómo llevar la finca.
Incluso Tristán, en más de una ocasión,
había bromeado diciéndoles que con ellos dos al frente de la hacienda, bien
podría tomarse unas largas vacaciones con su esposa e irse a recorrer el mundo.
En esos momentos, Gonzalo le instaba a hacerlo pues sabía que tanto su hermano
como Clara, su esposa, se merecían un descanso desde hacía años puesto que
desde que se habían casado, tan solo pudieron disfrutar de una corta luna de
miel en Nueva York y a su regreso tuvieron que ocuparse de la difunta doña
Pilar y su enfermedad.
Por su parte, María también había logrado su
propósito: reabrir la escuela del pueblo.
Al principio no le resultó fácil convencer
al alcalde, don Julián, un hombre al que no le gustaban los cambios y más
cuando estos podían traerle quebraderos de cabeza. Sin embargo, María encontró
en su esposa, doña Purita, una gran ayuda. Y es que la buena mujer deseaba
entre otras cosas, poder alardear frente al resto de la gente de haber logrado
reabrir la escuela de su amado pueblo, puesto que muchas de las esposas de los
alcaldes de los pueblos de alrededor la menospreciaban por el analfabetismo de
sus aldeanos.
De manera que en pocas semanas, María
consiguió que la vieja escuela volviese a abrir sus puertas para que los niños
de Santa Marta y alrededores pudiesen acudir allí a aprender las nociones
básicas que ella pretendía enseñarles.
A pesar de la antigüedad de la casa, tan
solo habían tenido que arreglar algunos pupitres y sillas, recolectar libros de
las bibliotecas de los más pudientes de la zona y darle una mano de pintura a
las paredes para que quedase como nueva.
La joven sabía que no sería tarea fácil
convencer a los padres de que llevasen a sus hijos a la escuela porque hasta el
momento no lo habían hecho y para ellos era más útil tenerles en casa
trabajando, que en la escuela, rodeados de libros, pizarrines y tizas, donde
tan solo aprenderían a juntar unas letras que no les enseñaría, según su
parecer, a valerse en la vida y a salir a delante.
Muchos de los aldeanos tenían este
pensamiento, pero no todos. Y María descubrió para su sorpresa que estos
segundos eran más de los que imaginaba.
Así que en poco tiempo la joven vio cómo su
escuela se llenaba de niños a los que enseñar. Unos niños ávidos por aprender y
que absorbían sus enseñanzas como si fuesen esponjas; lo que la reconfortaba ya
que veía que su esfuerzo valía la pena.
Por todo ello, María no podía ser más feliz.
Estaba junto a su gran amor, Gonzalo a quien adoraba, y ambos disfrutaban día a
día viendo crecer a su pequeño tesoro, Esperanza, la niña que colmaba su dicha.
-¿Eres feliz, mi vida? –solía preguntarle
Gonzalo a menudo, conociendo ya la respuesta de antemano.
-Mucho, mi amor –le respondía ella siempre,
acompañando su respuesta con un dulce beso.
Y cuando esa dicha parecía que era
suficiente y que no había nada que pudiese hacerla más grande, vino la noticia
del embarazo de María.
Ambos no se habían planteado tener otro hijo
tan pronto pues Esperanza apenas dos años y medio; sin embargo Gonzalo y María
se sintieron felices con la noticia.
El primer embarazo de la joven había
resultado algo complicado dado las circunstancias en las que se encontraba en
aquella época.
Sin embargo, en el segundo, todo resultó muy
diferente. Gonzalo se desvivía por ella y porque no le faltara de nada. María
no podía pedirle más e incluso alguna que otra vez tuvo que reconocerle que se
sentía abrumada y culpable con tantas atenciones. Pero para su esposo no era
ningún sacrificio ni obligación tratarla con mimo, sino todo lo contrario, lo
hacía gustoso pues no deseaba otra cosa en el mundo que hacerla feliz.
De manera que los meses pasaron y cuando se
dieron cuenta a María tan solo le quedaban un par de semanas para dar a luz. El
doctor Sánchez, el médico de la zona y quien había llevado su embarazo durante
todo ese tiempo, le dijo que todo estaba bien y que si nada se complicaba,
tendría un parto normal.
Debido a la proximidad del nacimiento de su
hijo, la joven tuvo que dejar de lado algunas de sus costumbres, como salir a
pasar a caballo o sus largos paseos con Gonzalo. Sin embargo se había negado en
redondo a suspender las clases de la escuela y mucho menos ahora que había
logrado abrir también la escuela para mayores.
Aunque había accedido a que doña Clara, la
esposa de Tristán la ayudara en esta tarea. María sabía que en cierta manera,
la idea había sido de Gonzalo, pues se sentía más tranquilo si tenía cerca de
ella a alguien de confianza como era su cuñada.
La relación entre ambas se había ido
consolidando, día tras día, con el trato continuado y sus largas conversaciones.
Ambas se habían dado cuenta de lo parecidas que eran y que tenían las mismas inquietudes.
Clara había resultado ser una mujer dulce y decidida a la vez; el complemento
ideal para Tristán, que amaba a su esposa con locura. Ambos eran felices. Una
felicidad a la que le faltaba un hijo, algo que según argumentaba Clara, Dios
no había querido bendecirles con la llegada de un bebé, que seguramente habría
colmado su dicha. Por eso, la buena mujer adoraba a Esperanza y aprovechaba
cualquier momento para estar con ella.
-¿Ya se ha dormido? –le preguntó María, una
tarde de principios de verano, que habían comido en la hacienda, y después se
habían reunido en el salón para tomar el café.
-Como un angelito –declaró Clara, sentándose
junto a Tristán en el sofá del salón-. No tienes de qué preocuparte. Estaba tan
agotada que dormirá durante un par de horas.
María respiró con cierta dificultad. Los
últimos días del embarazo se le estaban haciendo muy pesados y cada bocanada de
aire resultaba vital para ella.
-¿Te encuentras bien, cariño? –le preguntó
Gonzalo, preocupado por aquel suspiro.
-Sí, mi amor –trató de tranquilizarle ella,
posando su mano sobre la de él y dedicándole una sonrisa-. Es tan solo… este
aire tan pesado, que no me deja respirar con normalidad.
-Lo cierto es que estos días el calor no da
tregua –opinó Tristán, bebiendo de su copa un trago de ron.
-Y en el estado de María, todavía lo nota
más –añadió Clara, comprensiva.
La esposa de Gonzalo le agradeció el apoyo a
su amiga. Se trataba de una mujer que debía rondar la treintena, de cabellos
castaños claros y ensortijados que llevaba recogidos en un moño bajo y que
enmarcaban un rostro de rasgos suaves y serenos. Tenía una mirada limpia y
dulce que recordaba al calor del hogar, y que daba confianza.
-¿Por qué no aprovecháis que la niña duerme
y vais a dar un paseo? –les propuso Tristán, dándole vueltas a su copa.
-No creo que sea buena idea, hermano
–Gonzalo se volvió hacia María, esperando su respuesta-. En su estado lo mejor
será que descanse.
-Lo cierto es que me vendría bien tomar algo
de aire fresco –le pidió María, notando el peso en sus pulmones.
Su esposo asintió, aunque la idea de salir
de la hacienda no le gustaba, mientras María siguiese en aquel estado.
-Está bien –aceptó él; tan solo por
complacerla-. Pero no iremos muy lejos –apuntó.
-¿Habéis visitado la fuente de las mariposas?
–preguntó de repente Clara.
Ambos negaron con la cabeza, mientras
Gonzalo ayudaba a su esposa a levantarse del sofá.
-Está muy cerca de aquí –les informó la
mujer-. En la misma finca. Tan solo hay que cruzar el puente de las Ceibas y
caminar como si fueseis a subir la montaña. El camino es llano y sin ningún
peligro. Además –bajó la voz como si alguien pudiese escucharles-, dicen las
santinas del pueblo, que si una embarazada bebe de sus aguas, el niño nacerá
sin complicaciones y tendrá una vida larga y llena de felicidad.
-Clara… -la riñó Tristán con cariño-, ya
sabes que eso son solo cosas de viejas santurronas.
Su esposa se encogió de hombros sin darle
importancia a su reproche.
-Yo solo digo que mal no le hará –y le guiñó
un ojo a María.
-¿Qué dices? –Gonzalo se volvió hacia su
esposa-. ¿Quieres que vayamos hasta allí?
María pareció pensarlo un instante. ¿Tendría
fuerzas suficientes para ello? En ese momento parecía que la abandonaban pero
quizá con el apoyo de Gonzalo pudiesen llegar hasta allí.
-Podemos intentarlo –declaró con un hilo de
voz-. Y… por cierto, ¿por qué se llama así, la fuente de las mariposas?
-Por las flores que rodean el lugar –explicó
Clara, entendida en el tema-. La flor mariposa es muy conocida por aquí; y desprende una fragancia difícil de olvidar.
Antiguamente las jovencitas se hacían collares con ellas para perfumarse y
atraer así la atención del ser amado.
-¡Ah!, así que eso es lo que hiciste
conmigo, ¿no? –se burló Tristán-. ¡Me embrujaste con esas flores!
Las mejillas de Clara enrojecieron levemente
ante las palabras de su esposo.
María y Gonzalo les dejaron asolas y
salieron camino del lugar.
El ambiente seguía siendo bochornoso aunque
de vez en cuanto corría una suave brisa que les daba un poco de tregua.
-Mi santa abuela lleva días diciendo que le
duele el dedo gordo del pie –hasta ellos llegó la voz de uno de los jornaleros
que hablaba con otro joven en mitad del patio mientras arreglaban unas cuerdas
que se habían deshilachado-, y que eso quiere decir que en breve lloverá.
-¿Tú crees? –le preguntó el otro, escéptico
y mirando al cielo donde no se atisbaba ni una nube-. Difícil lo veo.
-Yo también –certificó el joven-. Pero
cuando a la abuela le duele el dedo gordo del pie…
No pudieron escuchar el final de la frase
pues sus voces se habían ido apagando al entrar aquellos hombres en las
cuadras.
Salieron de la hacienda, caminando
lentamente. María se apoyaba en Gonzalo y pese a lo mal que se había sentido
dentro de la casa, respirar el aire puro le había venido muy bien. Sus mejillas
tomaron algo de color y parecía que respiraba con serenidad.
Siguiendo las indicaciones que les habían
dado, caminaron en dirección a la montaña y cruzaron el puente de las Ceibas,
donde los árboles crecían rodeando la ribera del río. Un río que bajaba seco
prácticamente.
-Me lo había imaginado de otra manera
–declaró María, cruzando una palanca ancha. Gonzalo que había pasado delante de
ella, le tendió la mano para ayudarla a llegar a la orilla contraria.
-Yo también –convino él-. Creí que se trataría
de un puente de piedra o incluso de madera, pero no una simple palanca que
cualquier riada se pueda llevar por delante.
Continuaron con el paseo por el camino, que
tal como había dicho Clara era bastante llano y no presentaba ningún peligro.
Poco después se detuvieron a descansar en un
claro desde el que se adivinaba tras la maleza una pequeña cabaña que debía de
estar abandonada.
María se sentó en una de las piedras para
recuperar el aliento y Gonzalo aprovechó para echarle un vistazo al lugar, movido
por la curiosidad.
Minutos después regresó con una sonrisa.
-Está abandonada –declaró, tomando asiento
junto a ella-. Es bastante pequeña y a la legua se nota que hace meses que
nadie entra allí, aunque… me ha extrañado encontrar algo de madera junto a la
chimenea. El dueño debió de marcharse y la dejó allí por si volvía para
encender el fuego enseguida.
María volteó la cabeza, tratando de ver si
les quedaba mucho hasta la fuente.
-Si llego a saber que estaba tan lejos, no
hubiese accedido –se quejó la joven sintiendo un peso en el bajo vientre.
-¿Quieres que regresemos? –le propuso
Gonzalo, preocupado.
-No, no te preocupes –le acarició el
rostro-. Supongo que todavía puedo seguir un poco más. Lo cierto es que aunque
me sienta cansada, el aire me ha venido muy bien para despejarme.
-Bueno, pues sigamos un poco más y si ves
que no puedes, regresamos a casa –le dijo él, solícito-. ¿De acuerdo? Que
tampoco es de vital importancia si llegamos a la fuente o no. Lo principal es
que te encuentres bien.
María asintió.
-De momento me encuentro bien –declaró
ella-. No te preocupes.
Retomaron el camino y cinco minutos después
se detuvieron frente a una roca de donde salía un fino hilo de agua limpia y
clara, que caía sobre el suelo formando un charco amplio. Rodeando al charco se
encontraban las flores mariposa. Nunca antes las habían visto pero no fue
necesario conocerlas para saber que eran esas puesto que desprendían una dulce
fragancia difícil de olvidar.
María se acercó al orificio por el que salía
el agua y con ambas manos hizo un cuenco para llenarlas del líquido y beber de
aquellas aguas.
Enseguida sintió el frescor recorriendo su
garganta y refrescando su cansado cuerpo. Mientras Gonzalo hacía lo mismo, la
joven aprovechó para refrescarse el cuello y las muñecas.
-Este lugar es precioso, ¿no crees, Gonzalo?
–le preguntó, cuando su esposo se sentó a su lado, cobijados bajo uno de los
frondosos árboles que rodeaban la zona.
-Volveremos en otra ocasión, te lo prometo
–le dijo él, y se acercó a besarla.
Justo en ese instante se escuchó un fuerte
retumbar sobre ellos, como si el cielo fuera a partirse en dos.
Ambos se separaron, asustados por el trueno.
-Pero…
Sin haberse dado cuenta, las nubes habían
ido creciendo y se acumulaban, grises y poderosas sobre sus cabezas.
-Será mejor que regresemos –declaró Gonzalo,
levantándose del suelo y ayudando a María a hacer lo propio.
Una luz blanca rasgó el cielo y al instante
se escuchó su atronador sonido.
-Esto tiene mala pinta, volvamos a casa
–siguió diciendo Gonzalo, volviendo al camino.
-Gonzalo… -murmuró María, con un deje de
miedo en su voz.
El joven se volvió hacia ella, que apenas
había dado un paso. No hizo falta que le dijese nada, podía leerlo en su
semblante aterrorizado. Bajó la mirada hacia sus ropas y pudo verlas empapadas
de un líquido que recorría sus tobillos.
Gonzalo tragó saliva.
-Ya viene –balbuceó María.
CONTINUARÁ...
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