miércoles, 29 de julio de 2015

CAPÍTULO 390: PARTE 1 
El alma de Tristán llevaba 16 años enferma de tristeza. La ausencia de su esposa Pepa se había instalado en su corazón como una espina que no le permitía sanar la herida, que seguía sangrando, día a día; hasta tal punto que no le permitía ver que el mundo seguía su curso, fuera de su dolor y que había otras personas que también sufrían.
Al entrar en las caballerizas del Jaral, Tristán pudo ver con sus propios ojos que Gonzalo no le había mentido. Decenas de personas se acomodaban en sus cuadras, contagiados por aquella horrible enfermedad que incluso podía terminar con sus vidas.

El joven diácono, le siguió, recordándole que aquellas gentes necesitaban de un lugar como aquel, además de medicinas y cuidados. Tan solo le estaba pidiendo que les dejasen permanecer allí; pues sin su consentimiento, tendrían que marcharse y muchos de ellos morirían.
Las palabras de Gonzalo lograron hacer mella en el frío corazón de Tristán quien se sorprendió al ver a su padre entre los voluntarios. El pupilo de don Anselmo le dijo que cualquier ayuda que recibían era poca. Raimundo, por su parte, les informó de que necesitaban más mantas para cubrir a los enfermos, ya que se acercaba la noche y la humedad del lugar no era la adecuada para los contagiados. Su hijo, sin dudarlo, le dijo que le pidiese a Rosario todo lo que necesitara.
En cuanto Raimundo y Gonzalo se quedaron solos, el padre de Tristán le recordó al diácono que ese era su hijo, capaz de ayudar al prójimo. Gonzalo sonrió para sus adentros, pues aquel era el padre que él recordaba: bondadoso con la gente y dispuesto a dar la vida por ellos.
A medida que pasaban las horas, el cansancio comenzaba a hacer mella en los pocos voluntarios que se hallaban en el Jaral. Aunque bien era cierto que tampoco podían pedir a la gente sana que se mezclara con los enfermos, ya que corrían el riesgo de contagiarse de la gripe.

Gonzalo se acercó a hablar con don Pedro, quien se estaba desviviendo por atender a su esposa y a su hijo. El joven le dijo al antiguo alcalde que debería descansar, puesto que se le veía fatigado y ya llevaba días sin dormir. El hombre, le devolvió el ofrecimiento, pues Gonzalo andaba en las mismas. Sin embargo, el diácono no podía darse el lujo: aquellas gentes le necesitaban.
En ese momento, Tristán se acercó a ellos para ofrecerles su ayuda, para sorpresa de Gonzalo, que no dudó ni un instante en aceptarla. El joven le indicó qué enfermos requerían de su atención y el dueño del Jaral fue a atenderles.
Antes de que pudiese regresar a sus quehaceres, Gonzalo se percató de la presencia en el lugar de Rosario. La mujer, que había vivido bastantes situaciones parecidas, se ofreció a ayudar. Antes de que el diácono pudiese decir algo, Tristán se acercó a ellos, negándose a que su ama de llaves se acercara más de lo necesario a aquellas gentes. La decisión de Tristán no estaba basada en el egoísmo sino en las ansias por proteger a aquella buena mujer a quien quería como a una madre, porque Rosario siempre había estado allí, pese a todo lo acontecido.

Gonzalo no quiso intervenir en la decisión de Tristán, ya que en cierta manera opinaba como él. Debían evitar que Rosario se contagiase.
La abuela de María no tuvo más remedio que acatar la decisión y regresó al salón del Jaral donde encontró a Raimundo haciendo una lista de las cosas que necesitaban. Ambos estaban comentado el cambio de actitud de Tristán cuando alguien entró en la casa, casi a hurtadillas.
Al ver a María, sus abuelos la hicieron pasar al salón. La muchacha se mostró algo avergonzada y apenas se atrevió a hablar; aunque finalmente se armó de valor y les contó que se había escapado de la Casona porque necesitaba saber si todo había salido bien.

Su abuela, pese a quererla con locura, no pudo evitar echarle una regañina. Las cosas no se hacían de aquella manera, le recordó con cariño. Su nieta sabía que estaba en lo cierto, aunque ella lo había hecho con la mejor de las voluntades y para ayudar a aquellas pobres gentes que se amontonaban en la casa parroquial.
Raimundo, mucho más benevolente, la disculpo, pues al menos gracias a ella, ahora podían atender a los enfermos en mejores condiciones. Sin embargo, le pide a su nieta que no vuelva a hacer nunca más algo así, sin contar con su ayuda. María, más tranquila se lo prometió.
El abuelo, viendo que la muchacha iba a meterse en problemas si se daban cuenta de que se había escapado, se ofreció a acompañarla a la Casona, pues la noche se echaba encima sin remedio. Su nieta, agradeció el gesto, no sin antes preguntarle si tenía intención de entrar a ver a su madrina. Raimundo enseguida rehusó hacerlo, alegando que en ese caso la Montenegro sabría la verdad sobre las andanzas de su ahijada, cosa que querían evitar.
La noche en el Jaral se presentaba larga y agotadora. Los enfermos seguían llegando, aunque en menor cantidad. Sin embargo, las medicinas de don Pablo comenzaban a surtir efecto y la enfermedad, en aquellos más graves, estaba remitiendo.
Gonzalo, visiblemente cansado, se disponía a pasar otra noche más en vela. Era cierto que su juventud le ayudaba a mantenerse en pie, sin embargo no sabía hasta qué punto aguantaría. El joven, al ver a Tristán, se acercó a él con la intención de agradecerle su ayuda. Pero su padre le dijo que no le debía nada.
Gonzalo se dio cuenta de que la barrera que había construido Tristán para alejarse del mundo era mucho más sólida de lo que pensaba; sin embargo, él estaba dispuesto a derribarla y a descubrir al verdadero Tristán, aquel de antaño. Y para ello no dudó en mencionarle que muchas personas del pueblo le habían hablado de aquel otro Tristán, el bondadoso, el que era capaz de ayudar al prójimo. Sin embargo, su padre le recordó que aquel había muerto hacía mucho tiempo.

Don Anselmo, que a pesar de la fiebre les había escuchado, llamó la atención de su discípulo. Si los enfermos comenzaban a sanar en parte era gracias a él. Pero Gonzalo no era hombre de recibir halagos y le informó de que si sabía algo de epidemias era por su estancia en el Amazonas donde allí eran bastante comunes y gracias a ello es que sabía algo de cómo tratarlas.
Sin darse cuenta, la actitud de Tristán para con él comenzó a cambiar en cuanto le escuchó hablar del origen de la “gripe española”; llamada así porque fue en España donde se habló de ella sin reparos, mientras que en los países más afectados, se omitió cierta información que posiblemente habría salvado muchas vidas. Aunque ellos están preparados y sabe que saldrán de la epidemia sin bajas.
Durante unos segundos, Tristán observó al diácono en silencio. Quizá se había equivocado con él y había llegado el momento de darle otra oportunidad. Algo en su interior le decía que podía confiar en aquel joven; un muchacho que demostraba un arrojo que le traían al presente recuerdos del pasado.
La noche fue larga, tanto para Gonzalo como para Tristán, quienes no dejaron de atender a los enfermos. Por ello, al llegar el amanecer, el joven diácono comenzó a preocuparse por su padre y le ofreció que se marchara a descansar. Y es que los años no habían pasado en balde para Tristán quien accedió, aunque solo fuesen unos segundos, para reponer fuerzas.

El dueño de Jaral se acercó a una de las mesas para beber algo cuando su mirada se posó en Gonzalo, quien seguía atendiendo a un enfermo, colocándole con paciencia unos paños húmedos sobre la frente para bajarle la fiebre.
En aquel momento, el recuerdo de Pepa se hizo presente en su memoria; tan nítido como si estuviese allí mismo. Tristán recordó como tiempo atrás, él había vivido junto a Pepa una situación similar cuando hubo un accidente en Puente Viejo y la partera tuvo que hacerse cargo de la situación porque el médico de entonces había fallecido y aún no tenían sustituto. Entre ambos, habían curado a los heridos, trabajando codo con codo para que nadie pereciese.

En cuanto la mente de Tristán volvió a la realidad se dio cuenta de que Gonzalo se había percatado de que lo observaba con interés y apartó sus ojos de él. ¿Por qué aquel joven le recordaba tanto a su añorada esposa? Quizá jamás llegase a saber la respuesta, pensó el esposo de Pepa.
Poco después, Gonzalo aprovechó un momento de descanso para acercarse a Tristán y preguntarle por qué le había mirado de aquella manera. Su padre, al verse descubierto, se sinceró con él; al verle cuidar a los enfermos con tanta dedicación, le había venido a la mente el recuerdo de su esposa, quien de seguro habría actuado de igual manera. Gonzalo sintió un nudo en la garganta al escucharle: ¿Podría su padre reconocer en él al hijo que perdió en el pasado? ¿Era cierto que se parecía a su madre? Estuvo tentado a realizar aquellas preguntas en voz alta, sin embargo se contuvo; no estaba listo aun para enfrentarse a él. Así que trató de desviar la atención, comentándole que según le habían referido, no necesitaba excusas para recordar a Pepa, pues lo hacía constantemente.

Al nombrar a su esposa, Tristán volvió a levantar la barrera que le separaba del mundo: si pensaba en Pepa a menudo no era asunto de nadie, le aclaró, dando por terminada la conversación.
Gonzalo se arrepintió enseguida de haber hablado de más. Quiso pedirle disculpas pero ya era tarde; además, la llegada de Mauricio a las cuadras le detuvo.

El alcalde de Puente Viejo había contraído la gripe, como muchos de sus vecinos y necesitaba cuidados. Sin embargo, pese a su delicada salud, el hombre no había perdido su carácter arisco y autoritario. En un principio, Gonzalo no quiso llevarle la contraria y le condujo hasta uno de los camastros que quedaban libres, pero en cuanto Mauricio se quejó porque estaba junto a los Mirañar, el joven diácono le dejó claro que allí dentro, en aquel hospital de campaña improvisado mandaba él y Mauricio no tuvo más remedio que acatar sus órdenes.
CONTINUARÁ...

domingo, 26 de julio de 2015

Buenas noches.
Por fin os traigo noticias sobre el siguiente relato de María y Gonzalo/Martín, titulado “LA HUELLA DEL CORAJE”.
En primer lugar, gracias por vuestra paciencia pues no es sencillo sacar adelante un relato, y requiere su tiempo.
Y en segundo lugar, el primer borrador del relato ya está terminado. Ahora toca revisarlo. Además, antes del relato se publicarán 6 minirelatos relacionados con la historia que vendrá a continuación, donde podremos conocer a varios personajes “nuevos” y reencontrarnos con otros conocidos, todo ello para conocer la vida de María y Gonzalo un tiempo después de abandonar Puente Viejo.
Espero tenerlo listo para Septiembre-Octubre y que podáis disfrutar de las aventuras de María y Gonzalo allende los mares.

Que paséis buen verano y nos vemos a la vuelta, con una historia llena de misterio, superación y sobre todo amor, el de María y Gonzalo.

sábado, 25 de julio de 2015

CAPÍTULO 389: PARTE 3
Tal como le había pedido, dos horas después Gonzalo bajó a la plaza. Para su sorpresa, un grupo de aldeanos se habían reunido allí. El joven les miró, extrañado: ¿no había quedado claro que era una temeridad reunirse cuando medio pueblo estaba enfermo?
Al ver a María entre los presentes, se acercó a ella.
-¿Y toda esta gente? –quiso saber-. Sí sabes que no es bueno reunirse estando las cosas como están.

-Estamos todos sanos –explicó María, con calma-. Y era menester juntarnos un buen grupo para hacer lo que pretendemos.
En ese instante, el abuelo Raimundo salió de la casa de comidas y se reunió con ellos.
-¿María, qué ocurre? No nos mantengas más en la intriga.
La muchacha tragó saliva y les explicó.
-Puesto que en la casa parroquial ya no cabe un alfiler, pensé que lo mejor sería trasladar a los enfermos a un sitio más grande y ventilado –se volvió hacia Gonzalo, buscando su aprobación. El joven no podía dejar de sorprenderse de la voluntad y el arrojo de María-. Gonzalo estuvo de acuerdo.
-La verdad es que no nos queda más remedio que buscar otro sitio más amplio –concedió él, algo recuperado puesto que le había hecho caso a María y había descansado un par de horas-. Hace una miaja han llegado tres enfermos más y hemos tenido que acomodarlos en el suelo. Pues no queda espacio donde colocar más catres.
Justo entonces, don Pedro llegó a la carrera.
-Perdón el retraso, es que estaba ocupado con el pregón –dijo, con voz entrecortada-. ¿Cómo siguen mi mujer y mi hijo?
-Siguen igual –le tranquilizó el diácono-. Pero María está a punto de contarnos de un lugar donde podremos atenderles mejor.
-Habla María, dinos donde –la apremió el abuelo.
-Ese lugar va a ser… el Jaral.
-¿Cómo? –se extrañó don Pedro- ¿Vamos a trasladar a los enfermos al Jaral? Pero… ¿don Tristán ha dado su consentimiento?
-Claro que lo ha hecho –declaró ella con rapidez, sin convencer a los presentes-. Está avisado y seguro que esperando que lleguemos.
-Me complace saber que mi hijo ha dejado a parte su amargura para ayudar a los vecinos –dijo Raimundo, emocionado ante aquella buena nueva.
Todos sabían que en los últimos años Tristán se había vuelto un ermitaño incapaz de relacionarse, como antaño, con sus vecinos, y por ello les extrañaba que ahora, de buenas a primeras, cediese su casa para instalar a unos enfermos.
-Desde luego es un gesto de generosidad como hay pocos –añadió Gonzalo, sorprendido por la actitud de su padre. Viendo en el hombre huraño en el que se había convertido, le extrañaba su buena disposición. Pero si María decía que tenían su consentimiento, no iba a dudar de la palabra de la muchacha.
-Ya te dije que mi tío era un buen hombre –le defendió ella, con vehemencia-. Podremos llevar a los enfermos a su casa.
-Lo ideal sería una gran nave bien ventilada que nos permita reunirlos a todos juntos –explicó el hijo de Tristán, exponiendo la situación.
-En el Jaral hay unas grandes caballerizas –recordó Raimundo-; y por lo que he visto hoy están libres. Con una buena limpieza y una buena barrida nos servirán.
-No me gustaría que mi mujer reposara en unas caballerizas –se quejó don Pedro, conociendo a Dolores-. Y a ella menos.
-Lo importante es que esté bien atendida –le recordó Gonzalo, con paciencia-. Llámese caballeriza o palacio, y allí lo va a estar.
-Ya –ladeó la cabeza, con pesar-. Pero mejor se lo dice usted mismo.
-Lo haré si es menester –sin perder más tiempo, Gonzalo llamó la atención del resto-. Bien. Ahora hay que buscar todos los carros y carretas disponibles para hacer la mudanza antes de que caiga la noche. ¿Sabemos algo del alcalde?
-Nada –dijo don Pedro, enfurruñado ante la falta de noticias de Mauricio-. Ni rastro de Mauricio, como si se lo hubiera tragado la tierra. Nadie le ha visto en todo el día ni en el ayuntamiento ni en ningún otro sitio.
-Valiente alcalde, que cuando más se le necesita… desaparece –dijo Raimundo sin poder callarse-. Hemos de juntar el mayor número posible de carretas para llevar a los enfermos hasta allí.
-Voy a preguntar a los Muleros para ver quién puede ayudar –se ofreció el marido de Dolores.
-Voy con usted, don Pedro –el abuelo de María miró a unos aldeanos y les llamó-. ¡Marcos, Demetrio, acompañadme! Vosotros también, acompañadme.
Los que se habían reunido en la plaza, siguieron a Raimundo; era la hora de ponerse en marcha y comenzar con el traslado de los enfermos al Jaral, si no querían que se les echara la noche encima.
-Yo mientras voy a por mantas con las que taparlos durante el viaje, por si ha refrescado –informó María, dispuesta a seguir ayudando.
-No María –la detuvo Gonzalo. Admiraba su voluntad de entrega por sus vecinos, pero no podía dejar que continuara exponiéndose así-. Tú ya has hecho mucho. Vuelve a la Casona.
-Yo quiero ayudar en el traslado. A fin de cuentas ha sido idea mía.
-Y te lo agradezco pero… hasta aquí tu ayuda.
-Me temo que no te vas a salir con la tuya –se plantó ella-. Resulta que tengo que estar allí cuando lleguemos con los enfermos.
-¿Y… por qué? –inquirió Gonzalo, extrañado. ¿Qué ocultaba María.
-Porque… porque yo conozco bien la finca –le dijo, manteniéndole la mirada.
-Y tú abuelo también, por lo que sé –le recordó él, sin entender su insistencia-. Además, seguro que Tristán piensa como yo, que lo más prudente es mantenerte alejada de cualquier peligro –sin dejar que la muchacha replicase su decisión, Gonzalo se despidió de ella-. Adiós.
 -Espera –le detuvo María.
Gonzalo se volvió hacia ella.
-¿Me vas a decir de una vez por qué te preocupas tanto por mi salud? –podría dejarla de lado, una vez más; sin embargo, María veía en la insistencia del joven por mantenerla lejos algo más que simple preocupación.
-Por la tuya y por la de cualquier ser humano –clavó una mirada dura en ella. Demasiado dura para ser solo preocupación-. ¿Olvidas que soy diácono?  -la muchacha bajó la cabeza, avergonzada; por un solo instante había llegado a pensar que sus ansias de protegerla se debían a algo más que un simple gesto de preocupación-. Adiós María. Y gracias de nuevo. Eres una buena chica.
María le vio partir hacia la casa parroquial; preguntándose por qué no podía dejar de pensar en Gonzalo. Algo en su interior le pedía que le siguiera, que debía estar a su lado y ayudarle en lo que fuera menester; pues sabía que juntos lograrían superar aquella maldita epidemia.
En cuanto Rosario vio llegar a la gente al Jaral, se sorprendió. Por más que fuesen de la mano de Raimundo y Gonzalo, no dejaba de darle vueltas a una pregunta: ¿De verdad Tristán había dado su consentimiento para que aquellas gentes se instalaran en las caballerizas del Jaral? Conociendo al Tristán de los últimos años, parecía algo inaudito. Sin embargo, no tenían tiempo para pensar en ello y mientras unos acomodaban a los enfermos, otros se encargaban de llevar ollas con agua y otros utensilios que les serían de gran ayuda.
En cuanto se quedaron solos en el salón, Rosario no pudo dejar de preguntarle a Gonzalo, de nuevo, si era cierto que Tristán había dado su consentimiento. El joven diácono le explicó lo que les había dicho María, que había hablado con él y que efectivamente, podían ir allí. La abuela de la muchacha recordó que su patrón había salido del Jaral de muy buena mañana y no entendía cuándo habría visto a María.
Entonces la buena mujer se dio cuenta de lo que realmente sucedía: su nieta lo había orquestado todo sin contar con su tío. Tristán no sabía nada de aquello.
Al escuchar a Rosario, Gonzalo palideció. ¿Qué le dirían a Tristán en cuanto llegase a su c
asa y viera que había sido “invadida” por los enfermos? No les dio tiempo a pensar en ello porque justo en ese instante el tío de María apareció, refunfuñando: ¿Qué hacían todas aquellas personas en su casa?
Gonzalo suspiró, tomando una pronta determinación: el joven, sin pensarlo dos veces, le dijo a su padre que todo era obra de él, y que nadie más tenía que ver.
CONTINUARÁ...













martes, 21 de julio de 2015

CAPÍTULO 389: PARTE 2
Poco después, Hipólito y Dolores Mirañar llegaron al lugar para pasar la enfermedad; y es que la esposa de don Pedro también había contraído la gripe española y había terminado aceptando que era mejor ir a la casa parroquial donde estarían mejor atendidos.
Gonzalo les dio, inmediatamente, su ración de medicina y les indicó donde ponían acomodarse, aunque cada vez quedaba menos sitio en la casa. Mientras, Emilia llegó con un capazo de fruta para surtir de cítricos a los enfermos. Al ver a Gonzalo, enseguida se dio cuenta de que el diácono comenzaba a verse superado por la situación y se ofreció a ayudarle. Pero él rechazó su ayuda, como hacía con cualquier vecino que se lo había dicho. Sin embargo, le pidió un favor: que se encargase de averiguar si el pedido de los medicamentos de la Puebla había llegado. La madre de María marchó al encargo dejando a Gonzalo encargándose de dos aldeanos que terminaban de llegar con los mismos síntomas que el resto.

-Y una vez tomada la quinina, reposen todo lo que puedan –les indicó con paciencia-. Que ya nos encargamos nosotros de que a sus hijos no les falte de nada mientras ustedes estén aquí -les abrió la puerta para que pasaran a la zona donde estaban el resto de los enfermos-.Vengan, síganme.
En ese momento, la puerta de la casa volvió a abrirse y María entró portando una pequeña caja con unas botellitas. La muchacha miró, buscando a alguien, pero el cuarto de estar estaba vacío.
Al volver Gonzalo allí y encontrarla, no puedo reprimir su sorpresa.
-¿Tú aquí? –le espetó, quitándose la mascarilla.
-Así es –le retó ella con la mirada. Si el joven creía que iba a darse por vencida tan pronto con tan solo unas palabras, es que no la conocía en absoluto: cuando a María se le metía una idea en la cabeza no había quien la detuviera-. ¿O es que tus ojos te están haciendo ver visiones de lo fatigados que están?
-¿Cómo puedes ser tan testaruda? –Gonzalo estaba a punto de perder los nervios. Por un lado admiraba la insistencia de María, pero por otro le sacaba de quicio su rebeldía. La gripe española era peligrosa y ella parecía no darse cuenta-. Te dije en la plaza que no volvieras. Que te quedaras encerrada en la Casona.
-¿Quién se comporta ahora como un chiquillo maleducado? –la muchacha se cruzó de brazos; a pesar de las palabras de Gonzalo, se mantuvo serena-.  Ni siquiera sabes a qué he venido y ya me estás abroncando –inquirió María con cierto aire misterioso.
-Está bien –le concedió él, sabiendo que no perdía nada escuchándola-. Di. ¿A qué has venido?
-Sé que andas escaso de Quinina; y mi madrina guardaba ésta en la Casona desde la epidemia del año pasado. Te la he traído para los enfermos –María le entregó la caja que había llevado.
-Gracias –murmuró Gonzalo, sorprendido, para segundos después rechazar el regalo-. ¿Pero qué va a decir tu madrina si se entera?
-He dejado un frasco por si acaso fuera necesario. Pero hasta ahora allí todos estamos sanos y así espero que sigamos.
Gonzalo no podía negarse: necesitaba aquellas medicinas con urgencia. Al final tendría que reconocer que la insistencia de María había servido para algo; sin embargo, no estaba dispuesto a tenerla por más tiempo allí.
-No si tú insistes en acercarte a los enfermos cada dos por tres. Terminarás por enfermar y contagiar después a la gente de la Casona.
-¿Siempre eres tan optimista? –le espetó ella, cansada de escucharle decir siempre lo mismo.
-Hablo con conocimiento de causa –Gonzalo, con calma condujo a la muchacha hasta la puerta-. Esta gripe es mortal y muy contagiosa.
María se volvió hacia él, quedando a tan solo unos centímetros del joven.
-Eso quiere decir que si tú sigues aquí también terminarás contagiado –declaró, sin poder ocultar su preocupación por él.
-Si eso sucede será porque yo he elegido correr ese riesgo –Gonzalo tragó saliva, sintiendo la mirada de la muchacha sobre él. Lo último que necesitaba en ese instante era flaquear.
-También yo quiero correrlo –insistió María.
-Y con ello condenar también a tu familia. ¿Te perdonarías enfermar a tu madrina o a tu pobre tía?
María bajó la cabeza, pensativa. Era cierto que no había pensado en aquella posibilidad; pero no iba a echarse atrás. Quería ayudar.
-Lo que creo es que a veces hay que agarrar al toro por los cuernos –alzó el mentón con determinación-. Y no ser un topo que se esconde en su madriguera.
-El topo demuestra ser más listo que tú –Gonzalo ladeó la cabeza. A leguas se le notaba en la mirada el cansancio acumulado, algo que no podía ocultar y que María había percibido enseguida.
-¡Hablando de listos! –la muchacha frunció el ceño-. ¿Te parece muy inteligente intentar salvar a una comarca entera tú solo? Cada vez que te veo estás más cansado, con los ojos más rojos por falta de sueño. ¿Cuánto crees que podrás aguantar sin caer rendido?
-Lo que Dios decida –la preocupación de María por él había logrado, hasta cierto punto, bajar el muro que había levantado para mantenerla al margen.
-A Dios no creo que le guste que te sacrifiques de esta forma tan tonta. Más que nada porque ahora serías más útil sano que enfermo.
-Y sano estoy.
-No hace falta más que mirarte para saber que por poco tiempo –añadió con sensatez. No era el momento de seguir con los reclamos, sino de buscar soluciones-. Así que hay que hacer dos cosas. Primero, que tú descanses –se paseó por la sala, enumerando lo que debían hacer-. Y segunda: buscar un sitio más grande para los enfermos; más ventilado.
-¿Un sitio más grande? –la desesperación de las últimas horas habían hecho mella en la fe de Gonzalo, quien ya no veía solución para la epidemia. Sin embargo, María había encontrado una salida-. ¿Y dónde? ¿Le pediremos a tu madrina que nos deje espacio en la Casona?
-No. Tiene un miedo atroz a la gripe. No querría un enfermo en leguas a la redonda –sus ojos brillaron de pronto; sabía de un lugar-. Pero sé de un sitio donde podríamos llevar a los enfermos.
-¿Y dónde es ese lugar donde van a admitir a todos estos contagiados? –pidió saber el diácono, tan cansado que ni podía imaginar el lugar al que se refería María.
-Tú déjamelo en mis manos –le pidió ella, con cautela-. No quiero lanzar las campanas al vuelo pero… creo que sé dónde podemos llevarlos. Así que ahora descansa. Y en un par de horas búscame en la plaza.
María se dirigió a la puerta cuando Gonzalo se volvió hacia ella.
-¿Pero dónde vas ahora? Mira que no puedes andar de aquí para allá con medio pueblo infestado.
-¿Me quieres decir por qué te preocupas tanto por mí? –no pudo dejar de preguntarle, intrigada por su insistencia en mantenerla a salvo.
Gonzalo evitó responder a su pregunta; sobre todo porque ni él lo entendía. ¿Qué fuerza le impulsaba a proteger a la muchacha? María era una feligresa más, sin embargo, había algo en ella que le impedía tratarla como tal.
-Si has de buscar ese sitio… cuanto antes lo hagas, mejor.

La ahijada de Francisca no insistió. Sin añadir nada más, salió de la casa parroquial, dispuesta a encontrar ese lugar en el que podrían instalar a todos los enfermos.
CONTINUARÁ...

viernes, 17 de julio de 2015

CAPÍTULO 389: PARTE 1 
Nada más colgar, Gonzalo puso al tanto a todos: don Pablo acababa de confirmarle que lo que don Anselmo y el resto de los enfermos tenían era la temida Gripe Española.
Al escuchar aquello, doña Francisca palideció, mientras don Pedro sintió cómo su mundo se venía encima: Hipólito estaba enfermo de lo mismo; y sabiendo lo peligrosa y contagiosa que era la enfermedad, comenzó a temer por su vida.
Inmediatamente, la señora les recomendó que fuesen inmediatamente a los enfermos en cuarentena. Gonzalo y don Pedro marcharon enseguida a ponerse manos a la obra, pues había mucho que hacer.
En cuanto ambos hombres abandonaron la Casona, la Montenegro hizo llamar a Mariana para indicarle que lavase todo lo que Gonzalo y don Pedro habían tocado, pues ambos habían estado en contacto con los enfermos y lo último que deseaba era contagiarse.
María, que había escuchado las órdenes, compungida y asustada, quiso saber si era tan peligrosa como todos contaban. Su madrina le narró la historia de unas amigas que habían perecido todas, el año anterior, por culpa de la Gripe Española; de manera que toda precaución era poca.
Sin perder ni un minuto, Gonzalo y el antiguo alcalde lo organizaron todo, reuniendo a los enfermos y los llevándolos a la casa parroquial para poder atenderles mejor y mantenerles aislados de quienes estaban sanos.
Don Pedro seguía asustado y enfadado, pues tal como le dijo al joven, quien debía de estar allí ayudándoles era Mauricio, pues para algo era el alcalde. Sin embargo, Gonzalo no tenía tiempo de pensar en el viejo capataz de la Casona y le hizo ver al marido de Dolores que debían estar unidos para luchar contra la enfermedad. Don Pedro quiso marcharse, temiendo contagiarse, sin embargo, el joven logró convencerle, recordándole que él también fue alcalde de Puente Viejo y que de seguro en su corazón aun llevaba el cargo. El hombre recapacitó ante las palabras del diácono y accedió a ayudarle: debían organizarse y buscar al resto de enfermos del pueblo para llevarlos allí.
Sabiendo que lo que iba a proponerle no iba a gustarle nada, Gonzalo tomó aire y le pidió a don Pedro que llevase a Hipólito allí. Al escuchar aquello el hombre se negó; no iba a permitir que su hijo estuviese con todos los contagiados. Una vez más, Gonzalo tuvo que hacerle ver que Hipólito no podía contraer nada puesto que ya estaba contagiado. Don Pedro no tuvo más remedio que darle la razón; sabiendo que quizá tuviese más problemas para convencer a Dolores de ello que a Hipólito. Finalmente el antiguo alcalde se marchó a echar un bando para que el pueblo entero estuviera al tanto de lo que ocurría.
Las horas pasaban en el pueblo y los enfermos acudían a la casa parroquial que fue llenándose y apenas ya cabían en el lugar.
Por orden municipal, las gentes de Puente Viejo se quedaron en sus casas, evitando reunirse con sus vecinos y familiares para no contagiarse. El pueblo pasó en poco tiempo de bullir de actividad a convertirse en un pueblo fantasma donde el silencio se instaló en cada calle desierta.
Gonzalo volvía hacia la casa parroquial a paso ligero cuando la voz de María le detuvo.
-¡Gonzalo! ¡Gonzalo!
-¿Qué sucede? –preguntó alarmado por la urgencia de la muchacha-. ¿Ha enfermado alguien en la Casona?
-¡Dios no lo quiera! –le tranquilizó ella-. No, no te buscaba por eso sino porque me gustaría ayudar –se ofreció para sorpresa del joven-. Y seguro que no das abasto con tanto enfermo.
-No me sobra el tiempo, la verdad –reconoció Gonzalo a media voz-. Ahora mismo vengo de buscar Quinina en la farmacia de Montealegre y no tenían ni un gramo –a medida que pasaban las horas, el joven comenzaba a verse superado por la situación: las medicinas no llegaban y los enfermos se multiplicaban sin remedio-. Así que como no llegue pronto el pedido de la Puebla… pronto nos quedaremos sin medicinas para combatir la gripe.
-Entonces está claro que necesitas mis manos –declaró María con determinación y preocupada por el estado del diácono-. No hay más que ver las ojeras en tu rostro para saber que además no has descansado.
-Viendo cómo están los vecinos ni sueño me entra –dijo Gonzalo, visiblemente cansado; sin embargo no iba a permitir que María se expusiera a la enfermedad-. En cuanto a lo de faenar junto a mí, se te agradece el gesto pero no es posible.
-Y… ¿por qué no? Si puede saberse –la muchacha no iba a darse por vencida, así como así.
-Porque ya me apaño yo con el socorro de Pedro y algún parroquiano más –le explicó Gonzalo de buenas maneras-. Tú lo que tienes que hacer es seguir las recomendaciones; permanecer en casa sin salir…
-Conozco las recomendaciones de sobra –le cortó María-, como las conoce ya todo el pueblo –se volvió a mirar la plaza, desierta como pocas veces-. O… no ves que la plaza está ya vacía. Tomaré zumos mientras me meto en faena.
-Tú querrás ayudar pero yo no puedo permitirte que lo hagas –se negó él, en redondo, dando por terminada la conversación-. Adiós María, los enfermos me esperan.
Gonzalo dio media vuelta.
-¡¿Cómo?! –le detuvo la muchacha alzando la voz, e indignada por las palabras de Gonzalo-. Pero quién eres tú para permitirme o no bregar por mis paisanos.
-¡Te guste o no soy quien está al manto de esta especie de hospital de campaña! –le espetó él, volviendo sobre sus pasos-.Y te digo que la mejor ayuda es no estorbar –bajó la voz, algo más calmado-. Ya hiciste mucho por nosotros convenciendo a doña Francisca de que nos permitiera usar su teléfono. Ahora lo que debes procurar es… no contagiarte.
-Soy fuerte Gonzalo Valbuena –María levantó el mentón con orgullo.
-Y terca, ya lo veo –el joven se dio cuenta de que no iba a convencerla fácilmente-. Tenemos hombres como robles que no pueden ni ponerse en pie; así que de poco sirve estar fuerte. Regresa a la Casona. Creo que a tu madrina no le haría gracia saber que andas por aquí.
-Ese no es asunto tuyo.
-¡Ni esto es un juego! –volvió a alzar la voz Gonzalo. Por mucho que María insistiese no iba a dar su brazo a torcer; no permitiría que se acercara a los enfermos para terminar contagiándose: jamás se lo perdonaría-. La gente muere por esta gripe y yo no deseo que a ti te suceda nada. Así que deja de comportarte como una niña mimada y déjame hacer.
-Eres un fatuo –María arrugó el ceño, enfadada. ¿Por qué no le dejaba ayudarle?
-Y tú una consentida –Gonzalo supo que sus palabras herirían a la muchacha, pero no le quedaba de otra.
Y efectivamente, María sintió que su orgullo quedaba herido. Ella tan solo pretendía ayudar y lo único que recibía a cambio era un sermón y palabras que no consideraba ciertas.
Dando media vuelta, María volvió a la Casona enfurruñada mientras Gonzalo la siguió con la mirada.

-Cuídate niña –dijo el joven a media voz, antes de retomar el camino hacia la casa parroquial.
CONTINUARÁ...

lunes, 13 de julio de 2015

CAPÍTULO 388: PARTE 2
El médico apenas tardó unas horas en llegar a Puente Viejo y tras examinar a don Anselmo se reunió con Gonzalo. Por el semblante de don Pablo, el joven diácono supo enseguida que lo que tenía el viejo sacerdote no era nada bueno. El doctor no podía asegurar que fuese un simple resfriado y necesitaba tiempo para certificar sus sospechas. Mientras tanto, para prevenir, le recomendó a Gonzalo que le administrase quinina y que nadie se acercara al párroco, temiendo que su diagnóstico fuese acertado. Era mejor mantenerlo aislado hasta saber con certeza si tenía algo más que un simple resfriado.
En ese momento, don Pedro llegó con la intención de ver a don Anselmo, pero tuvo que marcharse al ver que el doctor le negaba el paso.
Gonzalo y don Pablo se miraron unos instantes con el gesto preocupado. En unas horas sabrían a qué atenerse.
Mientras, María acudió a la posada junto a su madre, quien tenía una sorpresa para ella. Nada más llegar, la muchacha se reencontró con su abuelo Raimundo a quien apenas recordaba, y es que el padre de Emilia había marchado al extranjero siendo María apenas una niña.
Raimundo recibió a su nieta con los brazos abiertos, sorprendido al encontrarse con una jovencita tan risueña. Ambos estaban tan absortos que en cuanto llegó Alfonso el ambiente se enrareció. Su suegro, ignorando cómo era la relación entre ellos, le comentó al marido de su hija qué debía estar muy orgulloso de María. Alfonso, tan solo fue capaz de decirle que apenas veía a la joven.
Tratando de cambiar, María le pidió a su abuelo que le contase sus aventuras en América, informándole de que Gonzalo, el nuevo cura, también venía de aquel continente. Alfonso intervino, explicándole a su hija que el joven aun no era sacerdote. María quedó algo extrañada ante la noticia y le pidió que le explicase, de tal manera que acabó enterándose de que Gonzalo aún no había tomado los votos definitivos, y que si quisiera, en cualquier momento podía dejar aquel camino que había elegido.
La mirada de María se iluminó tenuemente ante tal perspectiva. Un pequeño rayo de esperanza, que ni siquiera ella misma llegaba a entrever. La joven, alentada por aquella información comenzó a parlotear, divertida; “Mucho dárselas de curita y Gonzalo aún no lo era” pensó la muchacha. Le salvaba que estaba cuidando a don Anselmo, declaró ante los presentes. El semblante de sus familiares se ensombreció, preocupados por el viejo sacerdote; y es que no era el único enfermo en la comarca, tal como les contó Emilia. Algo grave estaba pasando en la zona y no sabían bien qué era.
María viendo que se le hacía tarde, se despidió de su abuelo y de su madre: su madrina estaría esperándola en la Casona. Al despedirse de Alfonso, la muchacha se quedó mirándole sin saber qué decir. En el fondo su padre deseaba abrazarla y colmarla de besos; pero el abismo entre ellos parecía insalvable, y María tampoco sabía cómo acercarse a él.
Raimundo se dio cuenta entonces de que las cosas no estaban bien en su familia. Le preguntó a su hija, pero Emilia le pidió que no tocase el tema, dando por terminada así la conversación.
Después de despedir a don Pablo, Gonzalo acudió al colmado en busca de cítricos para don Anselmo. Dolores le preguntó por el párroco y el joven le explicó que no mejoraba. Aprovechando la ocasión, la madre de Hipólito trató de sacarle información a Gonzalo, recordándole que llevaba muy poco tiempo en el pueblo y que sin embargo ya se había hecho muy amigo de Alfonso, Raimundo y… María.
El joven diácono, sabedor de cómo se las gastaba Dolores y que era conocida por todos por gustar de cotilleos, trató de hacerle ver que su amistad con ellos se debía a que era su misión conocer a los parroquianos y saber de qué pie cojeaba. Y precisamente eso era lo que Dolores quería saber, y sin miramientos le preguntó a bocajarro cuales eran esos secretos.
Gonzalo salió del apuro tal como pudo. Pero Dolores, a quien no le gustaba quedarse sin la información que buscaba, quiso vengarse por la negativa del joven a hablar, cobrándole más de la cuenta. El pupilo de don Anselmo se enfadó ante aquel “robo”. Sin embargo, por más que insistió a la mujer de Pedro para que le rebajase el precio, ella se negó. Finalmente, y sin ganas de seguir discutiendo, Gonzalo pagó el precio que le requería y salió del colmado soltando algún que otro improperio: “A esta España no la reconoce ni la madre que la parió” le soltó a Dolores antes de regresar a la casa parroquial.
Mará llegó a la Casona y se reunió con doña Francisca, poniéndola al tanto de las últimas novedades del pueblo. La muchacha, inocentemente, no dejaba de hablar sobre la extraña enfermedad que muchos aldeanos habían contraído y que traía de cabeza a medio pueblo.
Pero a su madrina aquel tema no le interesaba. Entonces fue cuando María le habló del regreso de Raimundo. Al escuchar el nombre de su viejo amor, Francisca palideció. ¿Raimundo había regresado a Puente Viejo? Usando sus armas persuasivas, la señora se encargó de sonsacarle a su ahijada todo lo que ella sabía de la vuelta de su abuelo. Al saber que el hombre ni siquiera había preguntado por ella, Francisca torció el gesto malhumorada y trató de mostrarse indiferente, una actitud que para María resultó extraña.
La noticia de la enfermedad de don Anselmo había corrido como la pólvora por todo el pueblo y una de las personas que se personaron en la casa parroquial para saber de él, fue Candela. La confitera le llevó unos dulces para hacerle más amena la recuperación.
Gonzalo estaba hablando con ella cuando don Pedro volvió con noticias. Candela, consciente de que ambos hombres querían conversar asolas, les dejó, no sin antes ofrecerle su ayuda al joven diácono, que se lo agradeció con una sonrisa.
Una vez solos, don Pedro le explicó a Gonzalo que traía noticias. La primera, que seguía preocupado por la salud de su hijo; y es que Hipólito presentaba los mismos síntomas que don Anselmo y todo indicaba que ambos padecían el mismo mal. Y la segunda, que don Pablo había mandado noticia de que necesitaba un par de horas más para dictaminar con seguridad de lo que se trataba, porque al parecer, los aldeanos comenzaban a padecer dicho mal.
Gonzalo trató de calmar al antiguo alcalde: había que armarse de paciencia. Tan solo tendrían que esperar un par de horas para saber qué ocurría, con certeza. Don Pedro lo entendía, sin embargo había un problema: en un par de horas la oficina de telégrafos estaría cerrada y no habría forma de comunicarse con el doctor.
El joven diácono tratando de buscar una solución le recordó que si eso ocurría podrían usar el teléfono del ayuntamiento. Sin embargo, don Pedro le explicó que eso era imposible porque el único teléfono de la comarca estaba en la Casona. Gonzalo comprendió de inmediato el problema: habría que lidiar con doña Francisca para pedirle el favor de usar su teléfono.
Sin pensárselo dos veces, ambos hombres acudieron a la Casona para exponerle a la Montenegro lo que ocurría. Tal cómo Gonzalo había temido, la señora se negó en redondo: su teléfono era de uso privado y no iba a permitirles usarlo. El joven diácono a punto estaba de perder las buenas formas cuando María intervino, de manera providencial. La muchacha había estado escuchando y para asombro de los presentes, declaró que ella misma les daba permiso para usar el teléfono.
Doña Francisca se sorprendió ante aquella rebelión. Era la primera vez que su ahijada le llevaba la contraria, y además en público. Pero la muchacha sabía cómo conducirse y le explicó a su madrina que era por una buena causa, pues ella misma había visto lo mal que estaba don Anselmo y sabía de la gravedad del asunto. La Montenegro terminó accediendo, pero no por la noticia, sino más bien para que seguir manteniendo ante María aquella máscara de bondad con la que se había ganado su cariño y aprecio.
Sin perder más tiempo, Gonzalo se puso en contacto con don Pablo ante la mirada de los presentes, quienes vieron como el semblante del joven perdía color a medida que el doctor fue confirmándole lo que tanto había temido.
CONTINUARÁ...