martes, 13 de octubre de 2015

LOS PADRINOS (PARTE 1) 
Aquella mañana de sábado, en Santa Marta, el sol derramaba sus rayos luminosos sobre el océano, provocando una imagen brillante, como si el agua estuviese recubierta por una inmensa película de cientos de diminutos y relucientes diamantes que parecían contener toda la luz del sol.
 María se quedó un instante observando, hipnotizada, aquel hermoso paisaje, con la mirada perdida en el horizonte, tras el cual, imaginaba a miles de leguas otra tierra, lejana en su pasado. Una tierra que conocía muy bien y donde estaban sus familiares: Puente Viejo.
Ojalá las circunstancias hubiesen sido otras pues ahora no estaría lamentando su suerte. Sin embargo, el destino había jugado sus cartas y no podía estar allí junto a ellos; era algo con lo que debía aprender a convivir día tras día: la lejanía de los suyos. Sus padres, Alfonso y Emilia, su tita Mariana y el esposo de ésta: Nicolás; su abuela Rosario, Candela… y un sinfín de personas que ocupaban un lugar importante en su corazón, y a quienes le hubiese gustado tener cerca precisamente en ese día. Pero la maldad de la Montenegro lo hacía imposible, y María lo sabía. Tenía que aprender a vivir lejos de ellos, y aunque normalmente lo conseguía; en ese instante se le hacía más insoportable al pensar que al día siguiente…
La joven pardeó varias veces volviendo a la realidad. No valía la pena lamentarse por lo que no tenía ya remedio. Debía aceptarlo: sus familiares no estarían junto a ellos en ese día tan importante.
Soltó el aire que sus pulmones habían retenido y volvió a sus quehaceres.
Se había colocado un sombrero de paja para protegerse del sol mientras cortaba algunas de flores mariposa que ya crecían en su poblado jardín. Gonzalo se había encargado de la plantación de diversas especies autóctonas que iban floreciendo poco a poco, llenando con su fragancia el lugar. En apenas un año, aquel rincón trasero de la casa, se había convertido en uno de los favoritos de María y Gonzalo, donde pasaban las horas, disfrutando de la tranquilidad y la paz que se respiraba en su jardín. Además, Esperanza podía jugar en él sin tener que preocuparse por ella.
Se volvió para recoger el ramillete de flores acampanadas que tenía junto a ella. Otra de las maravillas de Santa Marta, las flores cáliz, tan hermosas como su nombre indicaba, y de oloroso aroma que impregnaba el jardín.
Tan absorta estaba con su labor que ni siquiera se dio cuenta de la llegada de Gonzalo. Su esposo se detuvo en el umbral de la puerta, buscándola con la mirada. Al verla, se volvió un instante hacia el interior de la casa, hizo un gesto con la mano y caminó al encuentro de su esposa.
-Sabía que te encontraría aquí –le dijo él, rodeándola con sus brazos por la cintura.
-Quería recoger unas flores para adornar la casa –le explicó la joven, dejándose mecer por su abrazo-. No quiero que mañana falte nada.
-Estará perfecto –convino Gonzalo, conociendo lo detallista que era María-. No te preocupes.
Ella se volvió y le dio un suave beso de bienvenida, en los labios. Entonces su esposo pudo ver en su mirada, aquel destello que trataba de ocultar. Un poso de tristeza.
-¿Sigues… disgustada, cariño? –le preguntó él, entendiendo su pesar.
-¿Y cómo no estarlo? –le confesó ella, dejando que sus brazos la sostuviesen-. Tenía la ilusión de que mis padres pudiesen llegar para el bautizo de Martín. Hace tanto que no los vemos y… ahora ya no podrá ser.
Gonzalo torció el labio, disgustado. También él sentía la ausencia de sus suegros en aquel día tan importante. Alfonso y Emilia habían accedido de buena gana a viajar hasta Cuba para hacerles una visita, y así estar presentes en el bautizo de su hijo; sin embargo, una avería en el barco les había impedido salir del puerto de Vigo. De manera que habían tenido que posponer el viaje para otra ocasión.
María había puesto todas sus esperanzas en aquella visita. Después de dos años, por fin volvería a reencontrarse con ellos. Pero el destino, una vez más, se había empeñado en arruinar sus planes. Así que Emilia y Alfonso no estarían junto a ellos en aquel momento tan importante de sus vidas.
-Y por si fuese poco… -continuó María, recordando el segundo contratiempo-; Tristán y Clara tampoco van a estar. La única familia que tenemos aquí y…
-Lo sé, María –convino su esposo, con pesar-. Ya ha sido mala suerte también.
Al no poder contar con la presencia de Alfonso y Emilia para el bautizo, la pareja pensó en que Tristán y Clara podían ser los padrinos del pequeño. La idea emocionó a su hermano y a su esposa, quienes adoraban a sus sobrinos. Sobre todo Clara, que no había podido ver realizado su sueño de ser madre, y sabía que nunca lo sería. Por ello, se desvivía en atenciones para con Esperanza y Martín.
Sin embargo, dos días antes del bautizo, les habían avisado que la madre de Clara se había puesto enferma, y el matrimonio había tenido que viajar hacia el interior de la isla para estar junto a la mujer; teniendo que dejar a Martín sin padrinos.
-No hago más que darle vueltas al asunto –confesó María, negando con la cabeza-. ¿Qué vamos a hacer? Martín no tiene unos padrinos y… quizá sea mejor hablar con don Celestiano y posponer el bautizo.
-No María –le cortó Gonzalo don firmeza. Él también había sopesado aquella opción, pero afortunadamente, había encontrado la solución-. No será necesario suspender el bautizo porque creo tener a los padrinos.
Su esposa ladeó la cabeza, sin comprender.
-Verás, cariño –le sonrió con cierto misterio-, con la intención de querer darte una sorpresa… invité a una persona al bautizo de Martín. Ha llegado hace un rato y espera dentro de casa.
-¿Una sorpresa? –preguntó ella, con el corazón acelerado-. ¿De quién estás hablando, Gonzalo?
Su esposo no respondió. Se volvió hacia la puerta.
-¡Ya puedes salir! –le pidió a su enigmática invitada.
Una joven de apenas veinte años apareció en el umbral de la puerta. Tenía un rostro infantil y una sonrisa que lo iluminaba. Sus ojos brillaron al ver a María. Se echó un mechón de cabello castaño y largo tras el hombro y caminó al encuentro de la pareja, sin ocultar su entusiasmo.
María parpadeó, con incredulidad. No podía creerlo. Hacía casi tres años que no la había visto; y a pensar del cambio, hubiese reconocido a su amiga Celia en cualquier lugar.
-¡Celia! –balbuceó, yendo hacia ella.
-¡María! –declaró la joven, abrazándose a su amiga.
Gonzalo las observó, con una gran sonrisa en los labios, contento por verlas reunidas de nuevo.
 -Pero… -María se separó de su amiga y la observó de nuevo, como si tuviese ante sí una aparición-. ¡Qué guapa estás!
-¡Y tú también! –le devolvió el cumplido, antes de abrazarse de nuevo-. No sabes lo que he pensado en ti, María. Me hubiese gustado mandarte alguna carta más pero… no era sencillo.
-No importa –le concedió ella, cogiéndola de las manos-. Lo importante es que estés aquí, ahora –se volvió hacia Gonzalo y le dedicó una gran sonrisa-. Gracias mi amor por esta sorpresa. Jamás lo hubiese imaginado.
-Supuse que te haría ilusión este reencuentro –le confesó él, posando una mano sobre su hombro-. Estando más cerca, la una de la otra, no podíamos dejar pasar la ocasión.
-Tu esposo me mandó una carta contándome lo sucedido en Puente Viejo y que ahora estabais aquí, en Cuba –le explicó Celia, mientras se encaminaban hacia un rincón del jardín donde tenían una mesa para poder sentarse-. Me invitó al bautizo de vuestro hijo y… no me lo pensé dos veces… y aquí estoy.
-Y yo que me alegro –dijo María sentándose a la vez que se quitaba el sombrero de paja y lo dejaba sobre el respaldo de la silla.
-Voy a buscar algo de limonada –habló Gonzalo-. Que Celia debe de estar sedienta.
María le agradeció el gesto, acariciándole el brazo.
-Pero cuéntame –la instó la joven, después de ver a su esposo entrar en la casa a por los refrescos-. ¿Cómo te ha ido en Argentina? En tu carta me contaste que habías abierto un restaurante de comida española y que habías conocido a un… gaucho.
El semblante de su amiga se ensombreció, aunque mantuvo su sonrisa.
-Así es –corroboró-. Junto a Ricardo abrí un restaurante y…y  no nos podemos quejar, la verdad, ha sido todo un éxito.
María ladeó la cabeza y entrecerró los ojos. Conocía a Celia de su estancia en el convento, y a pensar de que no fue mucho el tiempo que pasaron juntas, ambas se conocían lo suficiente como para saber cuándo algo no iba bien.
-Pues… no te veo muy contenta que digamos –declaró la esposa de Gonzalo.
Celia apretó los labios. Sabía que podía confiar en María y, en realidad, en Argentina no tenía a nadie a quien considerar una amiga para desahogarse y contarle sus cuitas.
La joven abrió la boca para desahogarse cuando llegó Gonzalo con la bandeja.
-Aquí tenéis la limonada y un pequeño tentempié –declaró el joven dejando el aperitivo sobre la mesa-. Me encantaría quedarme con vosotras pero ahora que tenemos ya a la madrina… -miró a Celia-, tengo que ir a buscar al padrino.
-¿Padrino? –María levantó la mirada, extrañada, mientras repartía la limonada en dos vasos-. ¿En quién has pensado?
-En alguien de mi entera confianza –dijo él, de manera enigmática. Sin darle opción a preguntar, acercó el rostro a María para despedirse con un beso en los labios-. Luego te cuento –se volvió hacia Celia-. Hasta luego.
-Gracias por todo, Gonzalo –le agradeció la muchacha cogiendo su vaso de limonada fresca.
-No hay de qué –convino él, antes de marcharse.
-Sigo diciendo lo mismo que cuando nos conocimos –Celia se volvió hacia su amiga-. Has tenido mucha suerte de encontrar a alguien como tu esposo.
La joven asintió con una sonrisa.
-Sí –le confirmó, bebiendo de su vaso-. Gonzalo se desvive por hacerme feliz. Supongo que… que Ricardo hará lo mismo contigo, ¿no? ¿Era eso lo que ibas a decirme antes?
-Lo cierto es que… no todo es tan… sencillo –declaró su amiga, con un nudo en la garganta. Llevaba tiempo queriendo hablar con alguien y confesarle lo que le sucedía, pero no tenía con quién hacerlo-. Sé que no debería preocuparte con mis problemas, María pero…
-Puedes contarme lo que sea, Celia –la interrumpió la esposa de Gonzalo con el gesto serio-. Somos amigas y puedes confiar en mí. Dime lo que sucede.
La muchacha tomó aire y comenzó a decirle.
-Cuando conocí a Ricardo parecía el hombre perfecto, atento, amable, dispuesto a darme la vida que siempre anhelé. Juntos hicimos planes, abrimos el restaurante… pero… faltaba algo. Sabes que pese a haber estado en un convento de novicia, siempre he sido una persona de mentalidad abierta, que no se escandalizaba fácilmente. Lo cierto es que no me habría importado tener una relación completa con Ricardo, sin embargo… -a la muchacha le costaba hablar de ello y María se dio cuenta; por ello, alargó la mano para darle confianza y que continuase. Fuese lo que fuese, no iba a juzgarla; ella era la menos indicada para hacerlo porque también había cometido errores-, algo me impedía tener relaciones íntimas con él.
-¿Miedo? –se aventuró a preguntarle María.
-No –negó con la cabeza su amiga-. Suena mal decirlo, pero era… desconfianza. Hay algo que me impide confiar plenamente en él y… por eso no me siento capaz de dar ese paso.
-Celia… si no confías en Ricardo es porque… porque no le amas realmente.
-Quizá –convino ella. Sus ojos se apagaron al confesar aquello-. Sé que siento algo por él. Me siento bien a su lado, me hace reír, pero… siento como que me oculta algo. Hay algo en su proceder que…; y en los últimos meses se comporta de manera extraña. No sé –negó con la cabeza, desconcertada.
-¿Le has pillado en alguna falta? –inquirió su amiga.
-No exactamente –trató de explicarse ella-. Se trata de que evade hablar de ciertas cosas o pone excusas para ello. Además, cuando le he hablado de formalizar nuestra relación siempre alega lo mismo, que estamos bien así, que no es necesario…
María apretó los labios. Si en una relación no había confianza para hablar, muy mal debía andar la cosa. Ella y Gonzalo sabían de la importancia de confiar el uno en el otro, siempre lo habían sabido y por ello no existían secretos entre la pareja.
-Bueno… quizá este viaje os venga bien a los dos para saber qué queréis realmente –María quiso animarla.
Celia sonrió, con un tinte de amargura. No estaba tan segura de ello. Sin embargo, no había acudido hasta Santa Marta para hablar de sus problemas, sino para olvidarse por unos días de ellos y disfrutar junto a su amiga.
-¿Y… dónde tienes a esos dos tesoros? –inquirió, mientras se terminaba la limonada-. En su carta, Gonzalo me explicaba que habíais tenido un varoncito.
María le sonrió, sin poder ocultar lo orgullosa que estaba de sus dos pequeños.
-Pues… Martín estaba durmiendo y Esperanza supongo que seguirá en la cocina. No sabes lo que le gusta ese lugar. Apenas me descuido, allí que va a ver a Margarita cocinar.
-Habrá salido a su abuela –convino Celia-; si mal no recuerdo, me contaste que tu madre era una excelente cocinera.
-Así es –le confirmó, a la vez que ambas se levantaron para entrar en la casa-. Pero creo que más bien lo que le gusta a mi hija es ver a la doncella entre los fogones porque se entretiene muchísimo contando garbanzos y sobre todo cuando Margarita trae algunas hierbas de las que suele meter en los pucheros. Le encanta tocarlas y olerlas. Gonzalo dice que ha debido de salir a su abuela Pepa.
Se dirigieron hacia la cocina, guiadas más bien por el intenso aroma del cocido cubano que se estaba cocinando. Y tal como María había predicho, Esperanza se encontraba sentada en la mesa, jugando con un puñado de garbanzos y lentejas mientras la doncella cortaba patatas frente a ella. Su cabello azabache, como el de su madre, le caía por encima de los hombros en unos hermosos tirabuzones.
Al verlas entrar, Margarita levantó la cabeza.
-Señora, la comida estará en un rato –le dijo la buena mujer. Debía de rondar los cuarenta años, llevaba el cabello negro recogido en un moño y una amplia diadema blanca adornaba su cabeza, mientras en sus labios nunca faltaba su alegre sonrisa que iluminaba su pequeño rostro.
-No te preocupes, Margarita –quiso tranquilizarla María, yendo junto a su hija-. Tan solo hemos venido para que Esperanza conozca a Celia –se dirigió entonces hacia su hija-. Cariño, esta es una amiga de madre, Celia.
La niña, pese a su corta edad, escuchó a María con atención, entendiendo parte de lo que le estaba diciendo; y es que Esperanza era una niña muy avispada y atenta.
Celia se acercó a ella y le sonrió.
-Hola Esperanza. Tenía muchas ganas de conocerte.
La niña se volvió hacia su madre y le enseñó un puñado de garbanzos.
-Gandes –dijo con su vocecita infantil, y se los pasó a María, que recibió el puñado. Luego, Esperanza le señaló los que quedaban en la mesa y que eran más pequeños-. Pequeños –musitó, orgullosa de su descubrimiento.
-Muy bien, cariño –le dijo su madre, acariciándole la cabecita, orgullosa del logro de su hija.
La niña continuó enseñándole lo que había aprendido y cogió unas hojas verdes que estaban sobre la mesa y se la pasó también.
-Aurel.
Celia parpadeó, sorprendida al ver cómo una niña de apenas tres años entendía las cosas.
-Margarita, ya sabes que si te molesta o te da la lata, me la mandas –le insistió María a la doncella, con gesto serio.
-No se preocupe señora, la niña Esperanza es un sol y nunca molesta, todo lo contrario.
Tras dejarlas enfrascadas con sus cosas, María y Celia subieron al cuarto de los niños, donde encontraron al pequeño Martín durmiendo en su cuna.
Celia se acercó a verle. Tenía la piel sonrosada y su pequeño dedito cerca de la boca. Su rostro angelical, relajado, indicaba que dormía tranquilo.
-¡María! –murmuró su amiga-. Es hermoso.
La joven le pasó con mimo la yema del dedo por su mejilla, y Martín ni se inmutó.
-Sí que lo es –musitó, orgullosa de su pequeño-. Pero que puedo decir yo de mi niño si para mí es lo más hermoso que tengo… junto a Esperanza y Gonzalo.
Su amiga se volvió hacia ella. El rostro de María irradiaba una luz especial. Una luz que solo las personas que eran plenamente felices podían emitir de aquella manera.
-Me alegro mucho por ti –convino Celia con sinceridad-. Te lo mereces. Desde que nos conocimos en el convento, supe que merecías ser feliz. Y veo que lo has conseguido.
María se acercó a ella y la cogió de las manos.
-Tú también te mereces ser feliz –declaró, mirándola con fijeza-. Y estoy segura que tarde o temprano tendrás una familia tan hermosa como la mía.
Celia le agradeció su deseo con una tímida sonrisa. Ojalá el destino fuese benevolente con ella y cumpliese los parabienes de María.
Cuando Gonzalo entró en la taberna del viejo Juan, un fuerte olor le dio de lleno en la nariz. Una mezcla de licor, sudor y salitre.
El joven entrecerró los ojos, adecuándolos a la escasa luz que entraba en el lugar. Se detuvo en la puerta y buscó con la mirada entre las mesas. A esas horas del día, la taberna se encontraba medio vacía pues las gentes debían seguir en el campo o en alta mar, faenando.
Finalmente, sus ojos se detuvieron en una mesa del rincón, donde un joven de su edad tomaba un vaso de ron.
-Sabía que te encontraría aquí –fueron sus primeras palabras antes de sentarse junto al capataz. Gonzalo levantó la mirada hacia la barra y le indicó al tabernero que le pusiera un trago de lo mismo.
-¿Me estabas buscando? –inquirió Andrés, frunciendo el ceño, preocupado-. ¿Ha pasado algo en la hacienda? Ahora mismo iba hacia allí. Esta mañana he dejado a una cuadrilla ocupándose de la siega.
-No, no –le tranquilizó Gonzalo-. No se trata de eso. La hacienda está bien.
Un hombre corpulento se acercó hasta la mesa portando el vaso de ron que Gonzalo le había pedido.
-Gracias Juan –le dijo al tabernero.
-¿Mucho trabajo, don Gonzalo? –le preguntó el hombre, mesándose su poblado bigote grisáceo. Sus gruesas cejas se juntaron en una amplia línea gris-. Los trabajadores de la hacienda andan un poco preocupados por su patrón… he entendido que la madre de la patrona estaba enferma y… que han tenido que marcharse rápidamente para estar con ella.
-Así es, don Juan –certificó Gonzalo, con el gesto serio-. Pero esperemos que no sea nada grave y que en unos días estén de regreso.
-La gente de Santa Marta aprecia mucho a los patrones –continuó el tabernero-. Gracias a la hacienda Casablanca muchos de ellos tienes que llevar de comer a sus casas y… -se volvió hacia Andrés, al ser el capataz del lugar-; en nombre de ellos, me han pedido que les dijese que sienten mucho este mal momento por el que están pasando.
Gonzalo esbozó una media sonrisa. Sabía del aprecio que las gentes de Santa Marta le tenían a su hermano, pues Tristán era un buen patrón, que se preocupaba por sus trabajadores y les ayudaba en caso necesario. De la misma manera que Clara quien no dudaba ni un momento en prestar su apoyo a quien lo necesitara.
-Se lo haremos saber, Juan, pierda cuidado –habló Andrés, tomándose el último trago de ron. El tabernero recogió el vaso y les dejó solos.
-Entonces… ¿para qué me buscabas?  -retomó la conversación el capataz.
Gonzalo tomó otro trago para infundirse ánimos antes de hablar.
-Para hacerte una propuesta –dijo al fin-. Sabes que mañana bautizamos a mi hijo –Andrés asintió, sin saber todavía adónde quería llegar su amigo-. Pues bien, el caso es que con la repentina marcha de Tristán y Clara, nos hemos quedado sin padrinos para bautizarle y… había pensado que podías ser tú.
-¿Yo? –repitió Andrés, abriendo los ojos más de la cuenta, sorprendido por la propuesta.
-Sí –certificó Gonzalo-. No conozco a nadie más que pueda desempeñar ese papel.
-Pero… si yo soy solo el capataz… tu hijo se merece…
-No me vengas con esas Andrés –le cortó él-. No eres un simple capataz, para mí eres un amigo, y si me pasara algo, sé que a Martín y a Esperanza no les faltaría nada contigo.
-Bueno, bueno –se azoró el capataz-. No tiene por qué pasarte nada. Además, está tu hermano y su esposa para cuidar de ellos.
-Sí, pero ahora mismo no los tenemos aquí –le recordó el esposo de María, insistiendo-. Por eso te pido que me hagas este favor. Necesitamos a un padrino.
-¿Y la madrina? ¿Ya la tenéis?
-Sí, afortunadamente una amiga de María, que vive en Argentina, ha podido venir y ella será la madrina –Gonzalo se tomó el resto del vaso de ron, que le dejó un fuerte picor en la garganta dibujándole una mueca de disgusto en el rostro-. Entonces, ¿qué me dices? ¿Aceptas?
El capataz apretó los labios antes de mostrar una sonrisa.
-Será un honor ser el padrino de tu hijo –convino Andrés, feliz porque su amigo hubiese pensado en él para tal tarea.
Gonzalo le devolvió la sonrisa y le indicó al tabernero que les llevase dos vasos más.
-Esto hay que celebrarlo –declaró el joven, contento.
En apenas unas horas, todo había cambiado. De pensar que tendrían que suspender el bautizo por la falta de los padrinos, a tener a Celia y a Andrés para tal menester.

Ambos amigos brindaron por el acontecimiento que iban a celebrar al día siguiente. Algo le decía a Gonzalo que el bautizo sería un evento inolvidable.

CONTINUARÁ...

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