LA SIESTA (PARTE 1)
Era su primera comida “oficial” en la casa
que acababan de adquirir en Santa Marta, y tanto Gonzalo como María sentían un
cosquilleo en el estómago porque por fin podían decir que tenían su propio
hogar en el pequeño pueblo que tan bien les había acogido.
Después de varias semanas, los trabajos para
que la casa estuviese en condiciones y poder entrar a vivir en ella, por fin
habían terminado. Gonzalo había hecho un gran trabajo en ella restaurando
algunas habitaciones y parte del tejado; y María por su parte se había
encargado de la decoración. No tenían grandes lujos, ni los necesitaban, tan
solo un lugar al que llamar hogar, confortable pero sobre todo… suyo.
-Espero que sea de tu gusto –declaró la
joven, dejando la bandeja con el estofado sobre la mesa. Se había pasado la
última hora metida en la cocina haciendo la comida-. Ya sabes que Dios no me ha
llamado por la senda de los fogones.
Gonzalo que estaba a punto de sentarse en la
mesa, la rodeó con sus brazos por detrás y apoyó el mentón sobre su hombro,
produciéndole cosquillas en la mejilla al juntarla con la de él, una sensación
agradable para ella.
-Seguro que está delicioso –la piropeó,
sabiendo del gran esfuerzo que suponía para María cocinar; y eso que en las
últimas semanas había hecho grandes progresos al respecto y sus guisos no
tenían nada que envidiar a los de cualquier otra cocinera-. Como todo lo que
haces.
-Anda, no me adules tanto que terminaré
creyéndomelo –murmuró ella, sintiendo como el calor subía por su cuerpo al
escuchar sus palabras, susurradas junto a su oído-. Y suéltame, que si no se
enfría la comida.
Gonzalo la besó en el cuello, sin soltarla.
-¿Estás segura que prefieres sentarte a
comer? –le preguntó él, con una sonrisa pícara en los labios-. Porque ahora
mismo yo tengo hambre… pero de otra cosa.
-¡Gonzalo! –se ruborizó la joven, sintiendo
la boca seca y tratando de zafarse de su abrazo-. Eres un bandido con todas las
letras –le dijo con cariño mientras su esposo la dejaba libre para que se
volviese hacia él. Sus ojos brillaban intensamente, atrapándola en ellos.
-Un bandido que te ha robado el corazón
–siguió diciéndole, atrayéndola hacia él con la intención de besarla; pero la
joven giró el rostro lo suficiente para que sus labios se quedaran sobre su
mejilla-. ¿Confíeselo?
-No voy a confesar nada, mientras no me
sueltes –declaró ella con el corazón acelerado. No sabía cuánto más lograría
resistirse al encanto de su esposo.
-Está bien –Gonzalo la soltó y levantó las
manos dándose por vencido-. Tú ganas.
María sonrió victoriosa. Dio un paso al lado
para sentarse a comer, sin embargo Gonzalo volvió a cogerla y sin previo aviso
la besó; primero con urgencia para luego convertirlo en un beso cálido y largo
que les hizo olvidar dónde se hallaban.
En un primer momento, ella no supo reaccionar,
pero enseguida sus sentidos lo hicieron por su cuenta y se entregó al beso con
la misma urgencia que Gonzalo.
Cuando sus labios se separaron, María
pareció despertar de un sueño. Parpadeó varias veces antes de reaccionar.
-Eso ha sido a traición –declaró por fin
sintiendo que había perdido aquella batalla, dejándose arrastrar por sus
sentimientos. Quería que su voz sonara enfadada pero consiguió todo lo
contrario.
-No, no –se excusó su esposo, con una
sonrisa pícara a la vez que le acariciaba el mentón-. Te dije que te soltaba si
me confesabas que te había robado el corazón… y no lo has hecho, así que…
La joven frunció el ceño. No sabía cómo lo
hacía, pero Gonzalo siempre sabía llevar las conversaciones a su terreno.
El joven se dio cuenta de que no tenía
argumentos para rebatirle y sus labios se curvaron en una media sonrisa que
tenía un efecto magnético en ella, pues de alguna manera lograba que su enfado
se esfumara de un plumazo.
-Y… a todo esto –recordó ella de pronto,
cambiando de tema-. ¿Dónde está Esperanza?
Gonzalo apartó la silla para que María se
sentara y luego se sentó a su lado.
-La he dejado en su cuarto, durmiendo –le
explicó él, cogiendo la jarra de vino y colocando el oscuro líquido en los dos
vasos.
Su esposa le pasó uno de los platos
humeantes y él se acercó a oler aquel delicioso aroma que desprendía.
-¿Qué vas a hacer esta tarde? –le preguntó
ella, tomando la primera cucharada-. ¿Has quedado con Tristán en la hacienda?
-Sí –afirmó Gonzalo cortando un trozo de
pan-. Pero más tarde. Cuando el sol decaiga un poco. Quiere que Andrés me
enseñe una de las fincas, a ver si entre los tres decidimos si plantar la nueva
variedad de caña de azúcar que acaba de comprar, o dejarla para la cosecha del
año que viene. ¿Y tú?
-¿Yo, qué?
-Que qué vas a hacer –cogió su cuchara y
removió el plato.
-Había pensado acercarme a ver cómo siguen
las obras de restauración de la vieja escuela –comentó María, sin mucho
entusiasmo-.Aunque ahora mismo, la verdad, no tengo ánimos –soltó un suspiro-.
Me he pasado toda la mañana limpiando nuestro cuarto para que estuviese listo.
Jamás pensé que quitar el polvo, poner las sábanas y las cortinas fuera algo
tan laborioso. Ahora sé todo el trabajo que hacía mi tía Mariana en la Casona,
y antes que ella, la abuela Rosario. Lo cierto es que son dignas de admiración.
Gonzalo alargó la mano para coger la suya.
Sabía que recordarlas la llenaba de cierta melancolía. Y lo último que quería
en ese instante era verla triste.
-Bueno, ahora eres consciente de lo
trabajadoras que son las mujeres en tu familia –declaró con orgullo-. Así
sabremos apreciarlas más, aun si cabe.
La joven asintió.
-Pues sí –confirmó con una sonrisa-. Y mi
madre también –apuntó-. Las tres, junto a Candela han sabido salir adelante con
lo poco que tenían, y eso me hace sentir orgullosa y a la vez me da fuerzas
para pensar que nosotros también lo haremos.
-Claro que sí, cariño –convino Gonzalo-.
Además, debo de decirte que tienes una mano increíble para confeccionar
cortinas. Jamás lo hubiese imaginado.
-¿Te estás chanceando de mí? –María frunció
el ceño, sin saber cómo tomarse sus palabras.
-Nada que ver, mujer –se explicó él-. Te
digo la verdad. Siempre creí que lo tuyo eran los bordados como las señoritas,
pero me complace ver que estaba equivocado. Has sabido sacarle partido a las
telas que compraste. Ha quedado todo perfecto.
-Gracias, mi amor –le agradeció ella, tras
tomar una cucharada de estofado-. Para que veas que no solo aprendí a bordar,
cuando era pequeña. Mi tía Mariana me enseñó a coser como era debido, lo que
ocurre es que hasta hoy no he tenido ocasión para demostrarlo.
Su mirada tomó un cariz lleno de esperanza y
ganas de superación. María había sabido siempre valorar las cosas que había
tenido desde pequeña, sin embargo, cuando perdió ciertas comodidades de las que
disfrutaba en la Casona, fue un duro golpe para ella.
Ahora por el contrario, las cosas eran bien
distintas. Ella había cambiado… y madurado. No requería de grandes comodidades
para ser feliz. Le bastaba un techo, una casa que ella misma junto con Gonzalo
había dado forma y llenado sobre todo de calidez humana y de amor, para ser
feliz; porque tenía lo más importante: a Gonzalo y a Esperanza junto a ella. Su
familia. Su más preciado tesoro; y no los cambiaría por nada del mundo.
CONTINUARÁ...
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