LOS PADRINOS (PARTE 2)
A la mañana siguiente, María se despertó
antes del alba. Los nervios porque todo saliese bien seguían vivos en ella,
provocando que su mente fuese un hervidero incontrolable que no le permitía
seguir descansando.
Al ver que Gonzalo continuaba durmiendo
plácidamente, decidió levantarse para comenzar con los preparativos. Sin
embargo, apenas se hubo incorporado, su esposo despertó.
-¿Dónde vas, María? –le preguntó, con voz
pastosa y tratando de abrir los ojos, medio soñoliento.
-Puedes seguir durmiendo un rato más,
Gonzalo –se volvió hacia él y le acarició el rostro con ternura para
tranquilizarle-. Voy a comenzar a preparar las cosas que hoy nos espera un
largo día –se inclinó para darle un beso de buenos días, pero su esposo la
atrajo hacia él, estrechándola con fuerza mientras sus labios se fundían en un
largo beso-. Gonzalo… déjame… -le pidió ella sonriendo y tratando de zafarse de
su captor. Sin embargo él no accedió a su petición.
-Pero si todavía no ha salido ni el sol, mi
amor –le explicó él mirando hacia la ventana, donde se atisbaba una claridad
velada por la oscuridad-. Anda, quédate un rato más. Luego te ayudaré en lo que
sea menester.
-En esto no puedes –le rebatió María,
haciendo un gran esfuerzo por no ceder-. Es preferible que me levante ya, me dé
un baño con tranquilidad y me arregle; que sino luego todo son prisas.
Gonzalo soltó un leve suspiro, aún con los
ojos cerrados; negándose a soltarla. María sentía el calor de sus manos a
través del fino camisón que llevaba puesto. Una calidez que recorría todo su
cuerpo hasta llegar a lo más recóndito de su corazón.
-Y… si nos bañamos juntos –le propuso él,
con una pícara sonrisa en los labios-. Sería mi regalo perfecto de cumpleaños.
Las mejillas de su esposa se tiñeron de
rojo.
-Y hacerme perder más tiempo, ¿no? –le
increpó ella, con cariño, apoyada sobre su pecho-. Ni hablar, Gonzalo, que nos
conocemos. Y en cuanto a tu regalo de cumpleaños… -volvió a besarle con
suavidad-. Felicidades, mi amor.
-Gracias, cariño –le susurró su esposo.
La joven trató de incorporarse pero él
volvió a impedírselo, acercando su boca al cuello de María, que sintió un leve
calambre al percibir sus besos en aquella parte de su cuerpo, tan receptiva a
las caricias de su esposo.
-Gonzalo –le pidió ella, haciendo otro
esfuerzo. Él se separó un poco para mirarla directamente a los ojos-. De
verdad… déjame ir.
El joven suspiró, dándose por vencido. Sabía
que cuando María se lo proponía, no había manera de hacerla cambiar de opinión.
-Está bien –cesó en su presión para que
pudiera levantarse-. Contigo no se puede, está visto.
Aquellas palabras sonaron a derrota y para
aliviar un poco aquel sentimiento de culpa por dejarle en la cama tan temprano,
María le besó de nuevo, con calma, bebiendo de sus labios el amor que sentían
el uno por el otro.
-¿Me perdonarás algún día? –le preguntó ella
con inocencia, acariciándole el mentón con la punta de los dedos.
-Mmmm… -Gonzalo alzó la mirada, con gesto
pensativo, ocultando una sonrisa-; tendrás que hacer muchos méritos para que te
perdone esta “huida”.
Su esposa volvió a besarle y le dirigió una
sonrisa cómplice.
-Estaré dispuesta a pagar mi penitencia –le
susurró ella antes de levantarse-. Tenlo por seguro.
Sus manos seguían unidas mientras sus
miradas se encontraron de nuevo.
-Eso me gusta más –declaró él, soltándole la
mano y viéndola entrar en la alcoba contigua para darse el baño.
Poco después, la casa comenzó a levantarse.
En la cocina, Margarita preparaba el desayuno para todos, yendo de un lado para
el otro, Celia quiso ayudarla pero la doncella se negó en redondo: aquel era su
territorio y no iba a permitir que la invitada de los señores entrase en él
para ayudarla, ¿en qué cabeza cabía semejante intrusión? Así, que a la joven no
le quedó más remedio que acatar la decisión de la buena mujer. Eso sí, nadie
pudo convencerla de tomar el desayuno en la cocina. Suficiente trabajo había
ese día para que la doncella tuviese que subirle el café al salón, cuando la
amiga de María estaba más que acostumbrada a desayunar en la cocina.
Después de tomar buena cuenta del café y un bizcocho
recién hecho, Celia acudió al cuarto de los niños donde Esperanza terminaba de
despertarse y se hacía la remolona en la cama mientras su madre trataba de
levantarla.
-Vamos, Esperanza –le pidió María con
autoridad y gesto serio-. Tienes que darte un baño para que podamos ponerte el
vestido tan bonito que la tía Clara te ha regalado.
Pero ni por esas la niña salió de debajo de
las sábanas.
Celia al ver que María iba a perder la
paciencia de un momento a otro, salió en su ayuda.
-María, no te preocupes. Ya me encargo yo de
que Esperanza haga lo que una señorita como ella tiene que hacer.
La niña al escuchar la voz de Celia, asomó
sus ojitos pardos a través de las sábanas. Quizá si la orden venía de un
extraño, accediese a cumplirla a la primera.
-Cuando se pone cabezota… -se quejó María,
que aun iba con la bata y el cabello a medio peinar-. Y tengo que preparar a
Martín con los faldones, y asegurarme de que todo esté bien, y…
-No te preocupes –le cortó su amiga con
calma, viendo que comenzaba a alterarse-. Yo me ocupo de la niña y tú de
Martín.
María soltó un leve suspiro.
-¿De verdad no te importa?
-Por supuesto que no.
La joven se lo agradeció. Mientras ella se
encargaba de vestir a su hijo, Celia, que ya estaba cambiada y llevaba un
hermoso vestido rosado, se las arregló para que Esperanza le hiciese caso.
La niña enseguida se dio cuenta de que no
iba a poder con la muchacha, además, aún no le tenía la confianza suficiente
para llevarle la contraria, así que accedió de inmediato a lo que le pedía.
María las observó de reojo, aguantando una
sonrisa.
-Creo que ya sé a quién llamaré cuando se
ponga en ese plan cabezota –le confesó a su amiga.
-Eso es porque aún no me tiene la suficiente
confianza y no sabe a qué atenerse conmigo –declaró Celia, terminando de
ponerle un hermoso vestido azul-. Mira qué princesa más bonita tenemos aquí –le
dijo a Esperanza, que se miró el vestido y al momento sonrió, satisfecha-.
Ahora solo queda hacerle un precioso peinado y ya estará lista.
Cogió a la niña en brazos y la acercó a un
tocador para proceder con el cabello.
-¿Y… Gonzalo? –le preguntó Celia a su amiga,
pues no le había visto en la casa-. No le he visto todavía. No me digas que
sigue en la cama.
-Ha marchado, antes de desayunar, a la
hacienda para ver que todo esté en orden para el convite.
-¿La hacienda de su hermano? –se extrañó su
amiga-. Pensé que haríamos la comida aquí.
-En un principio era lo que teníamos pensado
–le explicó la joven cogiendo a Martín en brazos, que ya estaba listo con el
traje de cristianar-. Pero Tristán y Clara, que iban a ser los padrinos, se
empeñaron en que el convite fuese en su casa. Y con todo lo sucedido después…
supongo que los preparativos seguirían su curso y no vamos a desperdiciarlo.
Además, seremos nosotros cuatro, así que tampoco va a ser gran cosa.
Una vez terminado el peinado de Esperanza,
la niña salió corriendo hacia el salón en busca de Ramita, pues quería darle su
ración de pipas matutinas. María le suplicó que no corriese y que tuviera
cuidado para no mancharse el vestido, aunque no estaba segura de que la hubiese
escuchado. Pero al llegar abajo, la pequeña se encontró con Gonzalo que acababa
de regresar y la cogió en brazos.
-A ver esta niña… -le dijo mirándola
encandilado-. Pero si es una princesa –y le dio un beso a su hija, antes de
dejarla de nuevo en el suelo para que fuese hacia el rincón, junto a la ventana
donde estaba la jaula de Ramita, quien esperaba ansiosa su comida.
-Gonzalo, menos mal que ya estás aquí –declaró
María, que bajó con su hijo en brazos. Al ver que su esposo seguía con ropa
normal, su gesto se crispó en una mueca de disgusto-. Pero todavía estás así
–se quejó y miró el reloj; apenas quedaba una hora para la ceremonia-. Sube a
cambiarte, por favor. Aun llegaremos tarde.
-Mira quién habla –se burló él, al verla
todavía con la bata de dormir-. Tú también tendrías que cambiarte.
-A eso iba –se defendió su esposa, volviendo
a ponerse nerviosa-. Pero hemos tenido que vestir primero a Martín y a
Esperanza.
Afortunadamente, la niña había terminado de
darle las pipas a su lorito y se había sentado en el sofá para jugar con una de
sus muñecas favoritas, ajena a todo el revuelo.
Celia había bajado tras María y escuchaba la
conversación en silencio.
-Déjame a Martín –se ofreció la joven,
tendiéndole los brazos para que le pasara el niño-. Yo me encargo de estos dos
diablillos mientras vosotros os cambiáis.
María volvió a agradecérselo con una
sonrisa. Sin Celia allí con ella, veía que todo sería un caos.
Ambos subieron a su alcoba y se cambiaron
para la ocasión.
-¿Cómo te ha ido en la hacienda? –le
preguntó María, mientras Gonzalo terminaba de ponerse la chaqueta-. ¿Estaba
todo listo?
-Sí –certificó él, viendo como su esposa se
abrochaba los botones de la blusa-. Doña Sara ya lo ha dispuesto todo.
-Mira que sigo pensando que no es buena idea
hacer la comida allí mientras Tristán y Clara no estén. Me parece una falta de
respeto –se quejó la joven, que lo último que quería era molestar a los suyos.
-Y a mí –convino Gonzalo, acercándose a
ella-. Pero ya les conoces, por mucho que insistimos antes de que se marchasen,
no hubo manera. Y si rechazamos el convite, se enfadarán.
María apretó los labios, sabiendo que
Gonzalo tenía razón. Terminó de ponerse la chaqueta del traje y se miró al
espejo para cepillarse el cabello.
-Estás preciosa –le dijo Gonzalo, mirándola
a través del espejo-. No hay mujer más hermosa que tú.
-Anda, adulador –María enrojeció,
observándole por el espejo-. En este momento lo último que necesito para
ponerme más nerviosa son tus halagos. Se colocó los pendientes y se levantó,
volviéndose hacia él-. ¿Qué te parece?
Gonzalo se acercó y la cogió por la cintura.
-Ya te lo he dicho –murmuró él,
sonriéndole-. Preciosa.
Le dio un suave beso en los labios que ella
aceptó.
-Anda, vamos –posó las manos sobre su
pecho-, que Celia nos está esperando, y no podemos llegar tarde.
Su esposo ladeó la cabeza, antes de salir
del cuarto tras ella.
Luego, junto con Celia y los niños salieron
camino de la iglesia, donde Andrés debía de estar ya esperándoles.
†
La iglesia de Santa Marta se hallaba a las
afueras del pueblo, en el camino que subía hacia la hacienda Casablanca,
situada en la loma alta y desde donde se podía vislumbrar gran parte de la
bahía de Cárdenas.
Los vecinos habían acudido a la misa, como
cada domingo, aunque sabían que ese día iba a ser especial debido al bautizo
del pequeño Martín.
Apenas hacía poco más de un año de la
llegada de Gonzalo y María al pueblo, pero se habían ganado el cariño de sus
vecinos y ninguno quería perderse aquel acontecimiento.
Al llegar a la explanada, Gonzalo, quien
esperaba ver allí a Andrés esperándoles en la puerta, tal y como habían
acordado, se percató de su ausencia. Tan solo unos cuantos curiosos quedaban
frente a la iglesia, queriendo estar presentes cuando llegasen la criatura y
sus padres.
-¿Dónde se habrá metido Andrés? –se preguntó
Gonzalo en voz alta. Llevaba a Esperanza en brazos porque el camino desde casa
era largo y la niña se cansaba enseguida.
-Quizá haya decidido esperarnos dentro
–convino María, con Martín dormitando en sus brazos.
Su esposo dejó a la niña en el suelo y la
pequeña quiso salir corriendo, pero Celia, atenta, la detuvo y la cogió de la
mano.
-Ahora no es el momento de jugar –le indicó
la joven.
Esperanza la miró con seriedad antes de
echarles una mirada suplicante a sus padres. Pero estos estaban más pendientes
de encontrar a Andrés y ni cuenta se dieron; de manera que a la pequeña no le
quedó más remedio que quedarse junto a Celia.
-Iré dentro a ver –convino Gonzalo tras
mirar su reloj y darse cuenta de que era la hora indicada.
-Vamos contigo –le dijo su esposa, y se
volvió hacia su amiga-. Así que conozca a Celia antes de la ceremonia. Sería
muy raro que los padrinos no se conociesen antes del bautizo.
La muchacha asintió. Gonzalo entró primero.
Ambas se disponían a seguirle cuando escucharon unas voces tras ellos.
María se volvió al reconocer la voz de
Teresa, una de sus alumnas en las clases para adultos.
-Doña María –se acercó la muchacha, que
llevaba la mantilla negra sobre la cabeza, como mandaba la tradición para
entrar en la iglesia-. Tan solo quería felicitarla.
-Muchas gracias, Teresa –le agradeció ella,
mientras la joven miraba con dulzura al pequeño-. ¿Vienes sola?
-No. Mis padres deben de estar ya dentro –le
explicó ella, reparando en la presencia de Celia.
María estuvo tentada de preguntarle por su
prometido, pero sabía que el joven se dedicaba a la pesca y rara vez asistía a
las homilías.
-Pues entremos –convino Celia.
De nuevo, las tres iban a entrar en la
iglesia cuando alguien volvió a pronunciar el nombre de María, que se quedó
petrificada al escucharlas.
Unas
voces llegadas del pasado.
El corazón de María se olvidó de latir un
momento. Su mente le estaba jugando una mala pasada, no podía ser cierto. Se
detuvo bajo la puerta, temiendo volverse y ver que no era cierto, que sus
sentidos le estaban jugando una mala pasada. Eran los nervios, pensó de
repente.
-¡MARÍA! –volvieron a llamarla las voces;
esta vez más cerca.
La joven se volvió lentamente, sabiendo a
quien iba a encontrarse. Parpadeó varias veces, incrédula. No podía ser cierto.
Su cuerpo tembló al ver a sus padres frente a ella.
-¡María, cariño! –Emilia la abrazó, sin
poder aguantar la emoción.
-¡Ma… madre! –logró balbucear la joven, con
lágrimas en los ojos.
Emilia la soltó y le acarició el rostro, sin
poder dejar de mirarla.
-¡Hija mía! –Alfonso se acercó, tan
emocionado como su esposa y abrazó a la joven con fuerza-. ¡Cuánto tiempo!
-¡Padre! –les miró a ambos, perpleja-. Pero…
¿Cómo…?
Alfonso y Emilia bajaron la mirada hacia su
nieto, que seguía en brazos de su hija, dormido y ajeno a todo lo que sucedía.
-Creíamos que no habían logrado embarcar
–declaró María, tratando de retener las lágrimas, y embargada por la emoción.
-Y así fue –le explicó su padre, sin dejar de
mirarla-. El Santa Isabel tuvo una avería y no salió; pero tuvimos suerte ya
que el San Enrique tenía un camarote libre y logramos embarcar en el último
momento.
-¿Y por qué no avisaron?
-Porque… -Emilia se volvió hacia su esposo y
compartieron una sonrisa cómplice-. Quisimos que fuese una sorpresa, cariño –la
volvió a mirar de arriba abajo, sorprendida-. Pero mírate, estás preciosa.
-Usted también, madre –convino la joven,
volviendo a abrazarla-. Cada vez está más joven.
Emilia bajó la mirada hacia los brazos de su
hija para ver a su nieto.
-¡Qué hermoso es! –declaró, con un nudo en
la garganta-. Se parece a ti cuando eras pequeña –le señaló la frente del
niño-. Se le forma esa pequeña arruga cuando duerme, como hacía tú.
-¿Quiere cogerlo? –le ofreció María.
Su madre no lo dudó y cogió al niño que
apenas se dio cuenta del cambio de brazos. Alfonso miró a Martín embobado
mientras María les observaba, feliz por tenerles allí en ese día tan especial.
En ese instante, Gonzalo salió de la iglesia
a buscarlas, preocupado porque no conocía el motivo de su tardanza. Junto a él
iba Andrés. Al ver a sus suegros, el esposo de María se detuvo, sorprendido.
-¿Se puede saber por qué no habéis entrado…?
–se quedó a mitad frase.
Alfonso fue el primero en reaccionar y fue a
abrazar a su yerno.
-¡Muchacho!
-¡Don Alfonso! –logró decir él,
recuperándose de la primera impresión y devolviéndole el abrazo-. Pero… ¿cómo…?
-Luego te explico, Gonzalo –intervino María,
sonriendo-. El caso es que están aquí.
Emilia se acercó a darle un beso al joven.
-Suegra, me alegro mucho de verla.
-Y yo también, Gonzalo –convino Emilia-. Aún
no puedo creerlo… -se le formó un nudo en la garganta que le impidió
continuar-. Al fin estamos juntos de nuevo.
-Pero no llore madre –María la rodeó por los
hombros, tan emocionada como ella-. Que hoy tiene que ser un día de dicha.
-Sí cariño –afirmó la esposa de Alfonso-.
Tienes razón.
-Bueno… -intervino Celia, por primera vez.
Se volvieron hacia ella-. Ahora que ya están aquí, pueden ser ellos los
padrinos, tal y como estaba previsto desde un primer momento.
-Por mí tampoco hay problema –habló Andrés,
cediéndole su puesto a Alfonso; pues entendía que al ser el abuelo del niño,
era más normal que fuese él el padrino.
El rostro de María perdió la sonrisa. Por un
lado quería que sus padres fuesen los padrinos de su hijo, pero por otro…
también había deseado que Celia ocupase ese lugar, y sabía la ilusión que le
hacía a su amiga, quien estaba demostrando tener un gran corazón al renunciar a
ello, al igual que Andrés.
María miró a Gonzalo, buscando en él la
solución. ¿Qué iban a hacer?
El joven comprendió al instante sus dudas.
Al haber sido sacerdote, Gonzalo conocía bien los términos para llevar a cabo
un bautizo. Sabía que existía una posibilidad para complacer a todos.
-Voy a hablar con don Celestiano –dijo él-.
Creo que podemos arreglarlo.
-¿Cómo? –quiso saber María.
-No te preocupes –le dio un beso en la
mejilla-. Ahora vuelvo.
Gonzalo entró de nuevo en la iglesia y solo
entonces, Emilia y Alfonso se percataron de la presencia de la pequeña
Esperanza, quien había permanecido quieta junto a Celia, observando en silencio
a los recién llegados y preguntándose quién debían de ser para tratar a sus
padres con tanto cariño.
Alfonso fue quien se acercó a ella, sin
creerse lo grande que estaba su nieta. Se acuclillo frente a la niña para
hablarle.
-¡Dios Santo! –murmuró él-. Esta niña tan…
tan grande es…
-Sí, padre –le confirmó María, con la misma
emoción-. Es su nieta –y se dirigió a su hija para hacerle comprender quienes
eran-. Esperanza, cariño, este señor es el abuelo Alfonso –le señaló a su
padre-. Él y la abuela Emilia –se volvió hacia su madre y la mirada de su hija
se dirigió hacia su abuela, comprendiendo que era ella-, te regalaron a
Catalina, ¿te acuerdas?
La niña atendió a las palabras de su madre
con gran atención. Sabía por ella que tenía unos abuelos que vivían lejos y que
la querían mucho. Al nombrar a su muñeca preferida, supo enseguida de quienes
se trataban.
-Abelo Afonso –murmuró con cierta vergüenza,
y luego miró a la madre de María-. Abela Emilia.
Al escuchar a su nieta pronunciando su
nombre, Alfonso no pudo aguantar la emoción y la abrazó y besó con entusiasmo.
Los presentes contemplaron la escena
conteniendo la emoción.
Gonzalo regresó justo cuando Alfonso cogió a
su nieta en brazos y se la acercaba a su esposa para que pudiese darle un beso.
-Me ha costado pero le he hecho ver que no
hay ningún problema –explicó el joven con ambigüedad-. Los cuatro podéis ser
los padrinos de Martín.
-¿Pero… eso se puede? –María no terminaba de
creérselo.
-Pues no tienen los príncipes, tres y hasta
cuatro padrinos –le expuso su esposo sonriéndole-. ¿Por qué no puede Martín
tenerlos también?
-Bien pensado, Gonzalo –habló Alfonso-. Que
para nosotros Martín es nuestro príncipe y se merece todos los padrinos que
quiera.
Su yerno le devolvió la sonrisa.
-Pero vayamos entrando que ya se ha hecho
tarde, y la gente espera –les dijo el joven, alentándoles a entrar en la
iglesia.
Se disponían a ello cuando escucharon otras
voces, llamándoles.
Todos se volvieron para ver llegar a Tristán
y Clara.
-¡Menos mal que llegamos a tiempo! –balbuceó
Tristán, con esfuerzo.
Gonzalo dio un paso hacia él, sorprendido.
-Pero… ¿Qué hacéis vosotros aquí? –miró a
Clara, que le devolvió la sonrisa-. ¿Y tú madre?
-Mucho mejor –le explicó la buena mujer,
recuperando el aliento-. Estaba tan recuperada que hemos pensado que no íbamos
a perdernos este día. Incluso ella misma nos ha alentado a venir –se cogió del
brazo de su esposo-. ¿Verdad, cariño?
-Así es –confirmó Tristán-. No quería
perderme el bautizo de mi sobrino, hermano.
Gonzalo le dio un apretón al brazo,
agradecido.
Tras ellos, Emilia no podía dejar de mirar
al recién llegado. Para ella era como una aparición. No hizo falta que le
dijeran quien era aquel hombre porque lo había sabido de inmediato: el hijo de
su hermano. Tristán era el vivo retrato de su hermano fallecido. Alfonso miró a
su esposa y comprendió el estupor que debía estar sintiendo y la cogió de la
mano, gesto que ella agradeció.
Debido a la tardanza, el sacerdote salió a
buscarles.
-¿Se puede saber qué sucede para que nos
tengan a todos esperando? –exigió saber el buen hombre, algo molesto por la
tardanza.
Gonzalo se acercó a él para explicárselo.
-Verá don Celestiano… hay un pequeño cambio
de planes. No creo que sea ningún problema… pero tenemos a dos padrinos más.
-Eso ya me lo has dicho antes, hijo –convino
el hombre, de mal talante-. Ya te he dicho que es algo inusual, pero bueno… en
ningún sitio dice que uno no puede tener más de dos padrinos.
-El caso es que son seis –decretó María.
-¿SEIS? –se escandalizó el cura; sacó un
pañuelo y se secó el sudor de la frente-. Pero…
-No creo que sea problema –trató de hacerle
ver Gonzalo-. Ya le he dicho antes que hay gente que los tiene.
Don Celestiano arrugó la nariz, pensativo.
No existía ninguna norma contra ello, así que no podía oponerse.
-Si está de Dios… que remedio –accedió
finalmente.
Sin más dilación, todos entraron en la
iglesia para que comenzara el bautismo del niño.
CONTINUARÁ...
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