miércoles, 28 de octubre de 2015

CAPÍTULO 10 
La noticia de la muerte de Francisca Montenegro dejó a Gonzalo sorprendido y sin palabras.
De todas las posibilidades que se le habían cruzado por la mente, aquella era la única en la que no había pensado. ¿Su abuela había fallecido? El único obstáculo que había para que María y él regresaran a Puente Viejo acababa de esfumarse de un plumazo. Por fin eran libres para regresar junto a sus seres queridos tal como les dijeron en su momento, antes de marchar del pueblo bajo el engaño de que los tres, María, Esperanza y el propio Gonzalo habían muerto. Solo bajo aquella mentira, habían podido escapar de la maldad de aquella mujer que tan solo quería su desgracia.
Después de hablar con Alfonso, Gonzalo estuvo tentado de ir a buscar a su esposa y contárselo de inmediato. Sin embargo le pudo más la cautela. Iba a decírselo, por supuesto, pero necesitaba encontrar el momento adecuado, porque lo que más temía el joven era la reacción de María. Hacía tiempo que había abierto los ojos en cuanto a la Montenegro y todo el cariño que un día había sentido por ella se había transformado en indiferencia. Sin embargo, Gonzalo no estaba seguro de cómo reaccionaría al conocer el fallecimiento de la mujer que la había criado y a quien tiempo atrás había considerado como una segunda madre.
Cuando a mitad tarde, después de terminar la jornada en el campo, regresó a casa, encontró a María y a los niños en el jardín de atrás.
Su esposa había preparado una bandeja con limonada fresca, y Esperanza y Martín jugaban y corrían entre los árboles y los arbustos persiguiendo a Ramita, a quien habían sacado de su jaula. Sus cantarinas risas llegaron hasta Gonzalo cuando se detuvo en la puerta. Ni siquiera había pasado por el cuarto para cambiarse. Sabía que cuanto antes afrontara la situación, mejor que mejor.
Un sudor frío le recorrió el cuerpo al verles a los tres, ajenos a lo ocurrido. Aquella felicidad que se palpaba en el ambiente podía esfumarse en cuestión de segundos. Cualquier contratiempo y todo podía cambiar.
María sintió su presencia, cerca y se volvió.
-Hola cariño –le saludó, colocando los platos y cubiertos sobre la mesa -. Llegas justo a tiempo para la merienda.
Gonzalo se acercó a ella y le mostró una sonrisa, algo forzada, antes de que la joven le diese un beso de bienvenida.
María ladeó la cabeza, frunciendo el ceño.
-Gonzalo, te lo tengo dicho, ve a cambiarte antes de que te vean los niños –le riñó con cariño, quitándole con la punta de los dedos una pequeña mancha que tenía en la comisura de los labios.
La joven se volvió para continuar con la preparación y vertió la limonada en uno de los vasos. Iba a comenzar con el segundo cuando Gonzalo la cogió con suavidad del brazo, lo que la hizo volverse.
-Mi vida… tenemos que hablar –la seriedad de sus palabras alarmaron a su esposa, dándose cuenta de que algo grave debía de ocurrir.
Echaron una ojeada a los niños que seguían correteando tras el loro a quien querían coger pero éste se escapaba sin darles opción, volando en círculos. A lo lejos el horizonte azul del océano se atisbaba claro y limpio, iluminado por los últimos rayos de sol que se ponía tras las montañas.
María asintió y su esposo le pidió con un gesto que tomase asiento.
-¿Qué ocurre, Gonzalo? –le preguntó con un nudo en la garganta-. No me asustes.
-No es para asustarse –convino sentado junto a ella, que frunció el ceño, esperando que continuara-. Pero debes de saberlo cuanto antes. Hay novedades en Puente Viejo.
-¿Hemos recibido carta?
Gonzalo negó con la cabeza, baja, mirando las manos de su esposa que descansaban entre las suyas, para infundirse valor. Levantó la mirada hacia ella y se lo dijo.
-Ha llamado tu padre para decirnos que… que Francisca Montenegro ha muerto.
El rostro de María palideció al escuchar aquello. ¿Su… madrina… muerta? Los latidos de su corazón se detuvieron de pronto, sin saber cómo seguir.
-¿Cómo ha sido? –logró decir tras un breve silencio.
-Alfonso no me ha podido dar muchos detalles –le explicó Gonzalo, acariciándole la mano que sentía helada entre las suyas-. Al parecer ha sido un infarto.
María apartó su mirada, clavándola en el horizonte unos segundos. La noticia la había dejado en un estado que no era capaz de definir. ¿Dolor? ¿Tristeza? Bien podía haberlos sentido en su día por aquella mujer. Pero no ahora. Su corazón ya no podía albergar aquellos sentimientos por ella. La misma Montenegro se había encargado de matarlos con sus actos en el pasado. Lo único que sentía María por ella era lástima y cierta indiferencia.
-Cariño –habló Gonzalo, preocupado por su silencio-. Entiendo perfectamente que la noticia pueda ponerte triste y…
Su esposa volvió a mirarle.
-No es precisamente tristeza lo que siento, Gonzalo –le confesó, confundida.
-¿Entonces?
-No lo sé –declaró con voz sincera-. Saber que ha muerto solo me produce… indiferencia –se encogió de hombros-. Por eso estoy así, porque me hace sentir culpable no tener otro sentimiento para con ella. Debería de sentir tristeza y dolor por su fallecimiento, por la pérdida de la persona que me crió y sin embargo…
Gonzalo le acarició el hombro, comprensivo.
-No tienes por qué sentirte culpable, María –trató de reconfortarla, entendiendo su pesar-. Nos hizo mucho daño y es normal que no hayas podido perdonarla.
-Intenté matarla –le recordó, sin sentir que había obrado mal por ello-. Y lo hubiese hecho si no hubieras aparecido. La perdoné muchas veces, Gonzalo; le di cientos de oportunidades para que aceptara mis decisiones y… ¿qué fue lo que hallé? Mentiras y engaños. Intentó matarte en varias ocasiones y eso es algo que nunca podré perdonarle. Hace tiempo que Francisca Montenegro murió para mí. Quizá por eso ahora no sienta ya nada.
Su esposo asintió. Escucharla hablar así le llenaba de orgullo. María se había convertido en una mujer fuerte y decidida, capaz de luchar por los suyos con uñas y dientes. Y por ello la amaba cada día más.
La joven comenzó a recobrarse de la noticia pero vio una sombra de duda en los ojos de Gonzalo. Algo que le atormentaba y que no le había dicho.
-Gonzalo, ¿hay algo más que no me hayas dicho? –se aferró a su mano.
Su esposo soltó un leve suspiro. No podía ocultarle nada, le conocía demasiado bien para ello.
Clavó una extraña mirada en sus ojos.
-Estaba pensando… en cómo nos afecta su muerte a nosotros… a nuestra vida.
El rostro de María se relajó, levemente, comprendiendo las dudas de Gonzalo.
-Comprendería que quisieras… -se le cortó la voz, incapaz de completar la frase. Tomó aire y lo soltó de golpe: era lo mejor-. Mi vida, entenderé que quieras regresar a Puente Viejo ahora que ya nada nos lo impide.
María sonrió.
-¿Era eso lo que te tenía tan preocupado? –le devolvió la pregunta, sorprendida-. Que ahora que la Montenegro ya no existe, quiera volver…
-Entendería que quisieras hacerlo pues con esa idea salimos de allí, con la de regresar cuando la mano de Francisca ya no pudiese hacernos daño.
Lo cierto era que después de contarle la noticia de su fallecimiento, la idea de volver a Puente Viejo se le había cruzado por la mente, durante unos segundos. Una idea que se volatilizó como el humo al ver a sus dos hijos, jugando, felices y riendo.
-Es cierto que su muerte significa que ahora podemos volver con libertad; sin temor a represalias por su parte… sin embargo… -su mirada serena y determinada calmó los miedos de Gonzalo-;… sin embargo, nuestra vida ahora está aquí, en Santa Marta, donde tenemos proyectos y somos felices.
-En Puente Viejo también podríamos serlo; allí están nuestros familiares, tus padres, tu abuela Rosario, Candela… tu tía Mariana… –le recortó su esposo-. Sabes que aceptaré cualquier decisión que tomes y que si quieres que regresemos yo…
María le hizo callar posando un dedo sobre sus labios.
-Volveremos, mi vida –declaró ella sonriendo-. Algún día. Ahora somos libres para hacerlo, ya nada nos lo impide. Pero hemos luchado mucho para construir este hogar que tenemos –dirigió la mirada hacia Esperanza y Martín que ahora estaban sentados en el suelo observando algún insecto que se había posado en una fina hierba y habían dejado en paz al pobre Ramita, que reposaba cerca de ellos, suspendido sobre una rama-. No importa el lugar en el que vivamos, ya sea Santa Marta o Puente Viejo, mientras estemos los cuatro juntos, eso es algo que he aprendido en todo este tiempo que llevamos aquí –volvió a mirarle con un brillo de felicidad contenido en los ojos-; es verdad que echo de menos a mis padres, a la abuela... a todos, pero el paso del tiempo me ha hecho ver que cada uno debemos seguir con nuestro destino. Sino, mira tu hermana, estudiando medicina en París desde hace tres años. Ella eligió su camino y nosotros el nuestro. ¿Qué la echamos de menos? Por supuesto, esos sentimientos siempre estarán ahí; pero sabemos que está bien y que está cumpliendo su sueño; y debemos alegrarnos por ella –los ojos de Gonzalo brillaron de orgullo al escucharla hablar de aquella manera-. ¿Qué ocurre? –le preguntó sonriendo.
-Pues que… -se levantó de la silla y la obligó a hacer lo mismo, atrayéndola hacia sí-;… que eres la mujer más sensata que conozco, María. Y que me siento afortunado de que seas mi esposa…Y que te quiero mucho.
El rostro de ella  enrojeció al escucharle decir aquellas palabras.
-Yo también te quiero, cariño –murmuró ella.
Gonzalo acercó sus labios a los de ella y la besó con intensidad, queriendo expresarle con sus besos lo orgulloso y feliz que estaba. Sin darse cuenta, sus cuerpos se juntaron en un abrazo y María recordó que Gonzalo todavía llevaba la ropa de trabajo. La joven se separó lentamente de él.
-Me vas a poner perdida –le acarició el rostro con amor-. Ve a cambiarte que la limonada ya debe de haberse calentado.
Su esposo volvió a besarla con intensidad, sorprendiéndola en aquel arranque de efusividad.
-Voy a cambiarme, pero solo porque me lo pides tú –se burló él.
María le vio entrar en la casa y aprovechó para llamar a Esperanza y Martín y darles la merienda. Los niños tomaron buena cuenta de sus jugos y de las rebanadas con queso que le había preparado su madre.
Cuando Gonzalo bajó de nuevo, ya con la ropa limpia, sus hijos habían terminado y se estaban limpiando las manos con la servilleta. Al verle, y tras el consentimiento de María, ambos corrieron a su encuentro.
Esperanza al ser la mayor llegó antes y su padre la cogió en brazos.
-Cada día estás más grande, mi niña –la besó en la mejilla-. ¿Has cuidado bien de tu hermano, hoy?
-Sí, padre –le confirmó ella con su voz infantil, y orgullosa de la tarea que le tenía encomendada su progenitor de cuidar de su hermano pequeño.
En ese instante, el pequeño Martín llegó junto a ellos. Gonzalo dejó a Esperanza en el suelo y se quedó en cuclillas para abrazar a su hijo.
-¿Cómo está mi pequeño capitán? –le preguntó, abrazándole con fuerza y acariciándole el cabello negro que había heredado de su madre-. ¿Te has portado bien?
Su hijo apenas balbuceaba palabras sueltas pero logró contestarle.
-Sí.
-Pues como los dos habéis sido buenos niños, os he traído algo que os prometí el otro día –les dijo. Sus inocentes miradas, brillaron, expectantes mientras Gonzalo sacaba de un bolsillo dos diminutas piedras blancas y redondeadas, similares a escamas-. Los dos amuletos de la suerte de la sirena blanca.
María les observó sonriendo. Gonzalo les había contado una vieja leyenda del lugar que narraban los aldeanos más antiguos, sobre una sirena que aparecía solo las noches de tormenta para ayudar con la luz de sus escamas blancas a los marineros perdidos, guiándoles hasta la costa. De ahí, que cualquier piedra blanca, y moldeada para simular la forma de una escama, fuese considerada un amuleto de la suerte.
Esperanza y Martín, habían creído cada una de las palabras y ansiaban la llegada de una tormenta para acudir a la playa y ver a la sirena iluminando el cielo con su luz.
Después de recibir sus amuletos, los niños se sentaron en uno de los bancos a observarlos.
Gonzalo se reunió con María para tomar aquella limonada.
-Mírales –declaró ella, sin poder ocultar su felicidad al verles tan ilusionados con su regalo-. No pueden creer que tengan en su mano el “amuleto de la sirena blanca”.
-Son felices en su inocencia –añadió su esposo bebiendo un sorbo de su vaso-. Y procuremos que sigan siéndolo siempre.
Alzó su vaso para brincar con ella, que tomó el suyo.
-Así es mi amor –convino María, tras beber de su propio vaso-. No hay mayor recompensar que verles crecer sin preocupaciones y felices.
La joven le pasó uno de los platos con las tostadas de queso y Gonzalo tomó buena cuenta de ello. Estaba más hambriento de lo que imaginaba, pues apenas había probado bocado durante la comida, después de la noticia que le había hecho llegar su suegro.
-¿Qué tal te ha ido el día hoy en el colegio? –le preguntó a ella.
-Bien –dijo, sin mirarle directamente-. Tranquilo, como siempre.
-Por cierto –Gonzalo se acordó de algo-; ¿Has vuelto a saber algo de Teresa, la mujer del pescador?
María no le había contado a su esposo la charla que había tenido con la joven, ni sabía que llevaba días dándole clases en la trastienda del restaurante de Celia. Mantenerlo en secreto no era algo que la llenara de orgullo, pues no le gustaba tener que ocultarle a Gonzalo aquel asunto, pero el pacto entre las tres mujeres había sido aquel: nadie, excepto ellas debía de saber lo que estaban haciendo.
A María le hubiese gustado decírselo a Gonzalo; incluso estaba segura de que la apoyaría en su decisión, pero cada vez que pensaba en hacerlo, recordaba que lo había prometido y volvía a guardar silencio.
-No –dijo con firmeza; y se llevó el vaso de limonada a la boca, que sentía seca-. Hace tiempo que no la veo.
Su esposo notó algo extraño en su voz, pero no supo a qué podía deberse.
-Bueno, si te enteras de algo relacionado con ella o con su marido, dímelo –le pidió él.
-¿Por qué? –se volvió, preocupada-. ¿Ocurre algo?
Gonzalo se levantó de la mesa y se acercó a la silla de su esposa.
-Nada que tenga que preocuparnos –le dijo antes de besarla por sorpresa.
Con el sabor del beso aún en sus labios, María le vio reunirse con Esperanza y Martín. Momentos después los tres se pusieron a jugar con el balón.
María les observó unos instantes, preguntándose a qué se debería la preocupación de Gonzalo. ¿Acaso sabía algo sobre lo que estaba haciendo o se trataba de otra cosa?
Al parecer ella no era la única que tenía secretos que ocultar.
Media hora después, cuando se disponían a entrar en casa, Esperanza se volvió para buscar a Ramita y meterlo de nuevo en su jaula. Pero su mascota no estaba ya sobre la rama del árbol y tampoco se le veía por allí.
-¡Ramita! ¡Ramita! –le llamó la niña, buscando a su pequeño loro.
Gonzalo, al escuchar la voz de su hija se preocupó y acudió junto a ella.
-¿Qué sucede, Esperanza? –miró a su alrededor, buscando al loro-. ¿Dónde está Ramita?
La niña levantó su manita hacia la rama del árbol.
-Estaba ahí, padre –murmuró, preocupada.
Sin perder los nervios, Gonzalo echó un vistazo en los árboles, buscando entre las ramas el colorido plumaje del loro, y llamándolo para que apareciese. Sin embargo, el animalillo no dio señales de vida.
Con el paso de los minutos, la preocupación de Esperanza creció, e incluso corrió hacia el altillo pensando que Ramita podría encontrarse allí… pero no estaba.
Martín por su parte, no entendía muy bien lo que sucedía pero sabía que tenía que ver con la mascota y trató de llamarla.
-¡Gramita!
Gonzalo se acercó a su hijo y lo cogió en brazos.
-No te preocupes, Martín. Seguro que se habrá escondido para que le busquemos, tendrá ganas de jugar.
En ese preciso instante, María, que había entrado en la cocina para dejar los restos de la merienda, regresó al jardín. Al ver el semblante serio de su esposo, supo que algo sucedía.
-¿Qué…?
Gonzalo le pasó a Martín.
-¿Por qué no lo llevas dentro, que ya está oscureciendo? –le pidió él, lanzándole una significativa mirada a su esposa-. Yo me encargo de Esperanza. Ramita se ha escondido y tenemos que encontrarlo.
María asintió, con gesto serio y se llevó al niño dentro, tratando de explicarle que todo estaba bien.
Mientras la joven se encargaba de tranquilizar al pequeño, manteniéndole ocupado con un cuento, Gonzalo buscó en los alrededores de la casa, sin éxito. En más de una ocasión mandó a su hija dentro pero la niña le suplicó con sus ojitos que le dejase acompañarle, cosa que su padre no fue capaz de negarle.
Sin embargo, la noche se les echó encima y Ramita seguía sin aparecer.
Finalmente, y sin luz con la que ayudarse, Gonzalo y Esperanza entraron en la casa.
-No te preocupes, cariño –quiso tranquilizarla-. Estoy seguro de que estará bien y que mañana cuando nos levantemos lo tendrás de nuevo revoloteando por el jardín.
La niña bajó la mirada, triste y unas lágrimas comenzaron a llenar sus ojos.
-Es… es culpa mía, padre –musitó entre pequeños hipitos-. Yo debía de cuidarlo y… tendrá hambre y sed.
Gonzalo se agachó para consolar a su hija.
-Esperanza, no es culpa tuya –declaró con calma, y sacó un pañuelo para limpiarle las lágrimas-. Ramita se está haciendo mayor, como tú, y quizá quiso ir un poco más lejos y no ha sabido volver. Pero estoy seguro que sabe cuidarse bien y que regresará.
La niña levantó su mirada. Un brillo esperanzador cubrió sus ojos.
-¿Lo promete, padre?
Gonzalo apretó los labios y forzó una sonrisa.
-Ya verás como vuelve, cariño –le dio un beso en la frente y la abrazó con fuerza.
María bajó al salón en ese momento. Le había costado un mundo dormir a Martín y se sentía agotada.
Gonzalo la miró y negó con la cabeza, dándole a entender que no habían encontrado a Ramita.
-Esperanza, cariño –se acercó la joven a su hija y le tendió la mano-. Es hora de ir a dormir.
La niña asintió, todavía con lágrimas en los ojos y con el gesto triste. Aunque las palabras de su padre le habían dado una luz de esperanza.
-Buenas noches, padre –se despidió de él, dándole un beso en la mejilla, como hacía siempre.
-Buenas noches, mi bien –le devolvió Gonzalo el beso.
María acompañó a su hija hasta la cama y tras darle un beso de buenas noches y arroparla, bajó de nuevo a la sala, donde encontró a Gonzalo tomando una copa de coñac.
-¿Crees que volverá? –le preguntó ella, preocupada por la reacción de sus hijos si Ramita no aparecía.
-Espero que sí, aunque nunca se sabe –murmuró él, dejando el vaso sobre la mesa-. Si no vuelve será un duro golpe para ellos, pero deben de aprender que estas cosas pueden suceder. Hay situaciones que no podemos evitarles.
María apretó los labios, disgustada.
-Sí, es verdad. Pero… no me gusta que sufran.
Su esposo la rodeó con sus brazos, cogiéndola por la cintura.
-Ni a mí, María –convino él, con una sonrisa triste-. Pero para ello estamos nosotros, para darles consuelo y hacerles comprender que la vida también tiene cosas malas, y que hay que saber enfrentarlas de frente y con valentía.
Ella asintió.
-Anda, vamos a acostarnos –le sugirió Gonzalo-. Hoy ha sido un día bastante duro. Esperemos que mañana todo vaya mejor.
La joven estuvo de acuerdo con él y ambos subieron a su alcoba, deseando que las cosas se solucionaran pronto, y con un final feliz.


 CONTINUARÁ...





No hay comentarios:

Publicar un comentario