jueves, 15 de octubre de 2015

LOS PADRINOS (PARTE 3) 
Afortunadamente, la ceremonia transcurrió con normalidad.
Al principio, don Celestiano se mostró algo nervioso puesto que no era habitual celebrar un bautizo donde la criatura tuviese seis padrinos, y no sabía bien si debía pronunciar ciertos pasajes o no, o realizar parte de la homilía en unos términos o en otros.
Incluso los aldeanos murmuraron en voz baja cuando supieron cómo iba a ser la ceremonia, tan sorprendidos que tan solo pudieron permanecer expectantes al desarrollo de la eucaristía.
El momento más esperado llegó cuando las tres parejas de padrinos se acercaron, junto a Gonzalo y María quien llevaba al niño en brazos, a la pila bautismal para que don Celestiano vertiese las aguas sobre la cabecita del pequeño.
Esperanza, que no quería perderse ningún detalle, quiso encaramarse para ver qué sucedía y qué iban a hacerle a su hermano, así que Gonzalo cogió a su hija en brazos; más que nada para mantenerla quieta y vigilada.
Por su parte, cada padrino portaba una vela como símbolo de Jesús y de la fe en él.
Mientras, el sacerdote recitaba en latín las frases de la ceremonia y vertió con cuidado las aguas sobre el pequeño Martín, quien apenas se inmutó y continuó dormitando en brazos de su madre como si no sucediese nada.
Al terminar la misa, algunos de los aldeanos se acercaron a la pareja para felicitarles y poder ver al pequeño, a quien le desearon sus mejores parabienes.
Una vez se quedaron solos en la explanada, Tristán tomó la palabra.
-¡Familia! –les habló, alzando la voz-. En mi casa nos espera un gran festín preparado para la ocasión. Doña Sara debe de estar esperándonos, no la hagamos impacientar.
Todos se encaminaron hacia la hacienda, momento que Emilia aprovechó para acercarse a Tristán.
-Disculpe, don… -calló de golpe, sin saber qué tratamiento darle; además, pronunciar el nombre de su difunto hermano le traía viejos recuerdos-… don Tristán. Soy Emilia. Emilia Ulloa, la madre de…
-Sé quién es –le cortó él, mostrándole su mejor sonrisa; una sonrisa que parecía salida del pasado. Emilia tragó saliva. Tenía frente a ella a su sobrino quien era la viva imagen de su hermano; en cierto modo era como tener a Tristán de vuelta con ellos-. La hermana de mi padre. Gonzalo y María me han hablado mucho de ustedes.
Junto a ellos caminaba Alfonso, tan sorprendido como su esposa al ver el asombroso parecido de aquel joven con su cuñado.
Cerca de ellos, iban María y Celia, acompañadas por Clara, quien le estaba contando a su cuñada cómo les había ido su viaje al interior del país.
-Entonces… está al tanto de todo lo referente a nosotros –intervino Alfonso, frunciendo el ceño.
-En primer lugar, por favor, apéenme el tratamiento, que me hacen sentir mayor, y en segundo… solo sé lo que me han contado mi hermano y María, que usted es la hermana de mi padre y… y que son personas de bien.
Emilia y Alfonso intercambiaron una mirada llena de preocupación. ¿Tan solo eso le había contado su hija?
-Y… y de mi hermano Tristán, ¿qué es lo que sabes? –inquirió la madre de María, preocupada por la imagen que pudiese tener su sobrino sobre un padre, que supuestamente les abandonó.
-Por mi difunta madre, sé que fue un gran hombre –le confesó Tristán sin ambages. En su voz podía percibirse la ausencia de cualquier atisbo de rencor hacia su progenitor. Al parecer doña Pilar tan solo le había hablado bien de éste-. Ella siempre supo que mi padre era un hombre casado, en eso fue sincero; como también cuando le contó que su matrimonio no era feliz, y que su esposa era una mujer enfermiza y obsesionada con él.
-Una manera muy… simple de definir a Angustias –se quejó Alfonso, haciendo un mohín.
-Caballerosa, más bien –concretó Tristán con calma-, por lo que me ha dicho Gonzalo, él la creyó durante muchos años su verdadera madre; y los escasos recuerdos que guarda de ella no pueden ser más tristes y dramáticos.
-Angustias no fue una mujer… fácil, no –intervino Emilia, recordando aquel pasado oscuro-, y mejor dejemos de hablar de ella –se volvió hacia su sobrino y le sonrió-, ¿por qué no nos cuenta… cuentas, a qué te dedicas? –le pidió ella, y miró hacia atrás de reojo-. Supongo que ella debe de ser… Clara, tu esposa. María nos ha hablado de vosotros en sus cartas.
Tristán se volvió y le pidió a su esposa que se uniese a ellos para presentarles como era debido. Clara se disculpó con María y la dejó en compañía de Celia.
Tristán hizo las presentaciones y su esposa saludó a los padres de María tratándoles con gran amabilidad, como si les conociera de siempre.
-Me alegro mucho que hayan podido venir finalmente al bautizo de su nieto –declaró con su voz angelical mostrando una dulce sonrisa-. María estaba muy apesadumbrada por ello; sin ustedes a su lado, este día no sería el mismo para ella.
-Nosotros también nos alegramos –convino Emilia, devolviéndole su amabilidad-. Creíamos que no íbamos a llegar a tiempo, pero al final… ha podido ser.
-Lo importante es que están aquí y podamos celebrarlo todos juntos… en familia –puntualizó Clara. Sus ojos verdes brillaron de emoción. Se volvió hacia su esposo-. ¿Verdad, querido?
-Así es –certificó el joven, orgulloso de ella.
Emilia pudo darse cuenta enseguida de la complicidad que existía entre la pareja. Su sobrino Tristán miraba a su esposa con un amor puro, comprometido y leal.
Cerca de ellos, María y Celia conversaban animadamente.
-Al final has tenido el bautizo que deseabas, María –le dijo Celia a su amiga, quien llevaba a su hijo en brazos y parecía algo agitado y con ganas de despertar de un momento a otro; y es que María sabía que se acercaba el momento de su toma de leche-. Tus padres han conseguido llegar y… el hermano de Gonzalo también.
-Y por si fuese poco te tengo a ti junto a mí –declaró la joven sin ocultar su dicha-. ¿Qué más se puede pedir?
Celia le sonrió y se volvió un poco para ver a Gonzalo y a su amigo, quienes cerraban la comitiva.
La muchacha observó cómo Andrés cogía a Esperanza y se la colocaba sobre los hombros. La niña soltó una carcajada, divertida de verse en aquella posición desde donde veía al resto más bajos que ella y con sus manitas golpeó la cabeza del joven.
-Con todo lo sucedido… -volvió a dirigirse hacia su amiga-, al final no nos habéis presentado. Supongo que ese muchacho es… ¿cómo me dijiste? ¿Andrés?
-¡Ay, perdona, Celia! –se disculpó María, dándose cuenta-. Tienes razón. Con la llegada de mis padres, y luego Tristán y Clara… lo siento –la cogió del brazo con determinación y la hizo retroceder, sorprendiéndola-. Ahora mismo os presento.
-Pero…
Gonzalo y Andrés se vieron interrumpidos de repente.
-¿Qué sucede, María? –su esposo frunció el ceño, extrañado por su seriedad-. ¿Quieres que lleve a Martín?
La joven no lo había pensado, pero sus brazos necesitaban un descanso, así que le pasó al niño. Gonzalo cogió a su hijo con cuidado.
Apenas quedaban unos metros para llegar a la hacienda, pero a María le vendría bien descansar.
-Resulta que con todo lo acontecido antes de la ceremonia, no os hemos presentado –le habló directamente a Andrés antes de volverse hacia su amiga que le sonrió amablemente-. Celia… este es Andrés, capataz de la hacienda y amigo de Gonzalo.
La muchacha le tendió la mano y él la recibió, sin saber bien si besársela o si con un simple apretón sería suficiente.
-Mucho gusto –declaró él, llevándose la mano a la altura de los labios, haciendo cómo que le besaba la mano.
-Y Andrés… ella es Celia, una gran amiga, que estuvo conmigo en mis peores momentos.
Ambos intercambiaron una sonrisa, sin saber qué más podían decirse.
Antes de que un incómodo silencio se estableciese entre ellos, llegaron a las puertas de la hacienda donde una mujer menuda y de cabellos grisáceos, que llevaba recogidos en un turbante ancho, les saludó con gran alegría.
-¡Qué sorpresa, don Tristán, doña Clara! –se dirigió a sus patrones-. Cuando mi hijo ha llegado con la noticia no podía creerlo. ¿Están bien? ¿Cómo les ha ido el viaje? Estarán cansados. ¿Quieren que les prepare un refrigerio? Aunque la comida ya está lista en el jardín, tal y como ustedes dispusieron antes de marcharse.
-No te preocupes, Sara –la tranquilizó Tristán, con amabilidad. Sara era su ama de llaves y llevaba muchos años trabajando para su familia. Junto a su madre Pilar, se había encargado de criarle y el joven la apreciaba como a una segunda madre-. Estamos bien. Con mucha hambre –se volvió hacia el resto-. Si queréis refrescaros antes de reunirnos en el jardín… Sara os enseñará dónde podéis hacerlo.
La buena mujer atendió a los recién llegados.
Tristán y su esposa entraron para cambiarse de ropa y refrescarse un poco. Gonzalo y Andrés se dirigieron hacia el jardín, acompañados por Alfonso mientras María, Emilia y Celia entraron en la casa grande para que la esposa de Gonzalo pudiese darle el pecho al pequeño Martín, quien había comenzado a llorar pidiendo su toma.
-Señora… -le habló Sara a María-. He preparado también la comida de la pequeña, tal como doña Clara me ordenó. Si quiere yo me ocupo de dársela para que ustedes puedan comer tranquilos.
María iba a hablar cuando Emilia se le adelantó.
-¿Por qué no me dejas que sea yo quien le dé la comida a mi nieta? –le pidió su madre-. Hace tanto que no lo hago.
A su hija le pareció buena idea, mientras ella se encargaba del niño, Emilia podía hacerlo con Esperanza.
De manera que la esposa de Alfonso salió del cuarto de estar con Esperanza, no sin que antes la niña le diese un beso a su madre y a su hermano, como solía hacer siempre. Sara acompañó a Emilia hasta la cocina y entre las dos se dispusieron a darle de comer a la pequeña Esperanza, que de algún modo se sintió el centro de atención con las dos mujeres pendientes de ella.
Una vez Martín terminó de comer, enseguida se volvió a quedar dormido. Su madre lo dejó sobre una de las camas que solía usar para esos menesteres, cada vez que iban a la hacienda de visita. Celia la acompañó en todo momento y cuando estaban a punto de salir, Emilia regresó con Esperanza en brazos. La niña estaba tan cansada con tantas emociones vividas ese día, que apenas aguantó la comida.
-El postre no hemos podido dárselo, cariño –le explicó a María, colocando a la pequeña sobre otra de las camas-. Estaba agotada. Tenías que haberla visto, se quedaba dormida con la cuchara en la boca.
-Mi niña –musitó la joven, dándole un beso en la mejilla a Esperanza-. Con todo lo que ha vivido hoy debe de estar agotada.
-No se preocupen por ellos –convino Sara, desde la puerta-. Ya estaré yo al pendiente por si despiertan mientras ustedes comen.
-Gracias Sara –le agradeció María quien sabía lo importante que era la buena mujer en la hacienda y que sin ella, la casa no iría ni la mitad de bien.
Con la tranquilidad de saber que los niños descansarían un buen rato, las tres salieron al patio lateral de la hacienda, que había sido engalanado para la ocasión. Guirnaldas de colores pendían sobre sus cabezas, dándole el ambiente festivo que allí se respiraba. En las esquinas se habían colocado farolillos que en ese instante estaban apagados. La mesa había sido colocada bajo uno de los pórticos, al resguardo del sol y esperaba lista para que los comensales tomasen asiento.
Gonzalo, Andrés y Alfonso charlaban animadamente con un vaso de vino en la mano, cerca de uno de los rosales.
-¡Caramba! –declaró el padre de María, maravillado por las explicaciones que terminaba de darle Andrés sobre las posesiones de Tristán y mostrándole hasta dónde alcanzaban sus tierras-. Mira que allá en Puente Viejo la doña tiene tierras, pero ya veo que las de Tristán no se quedan cortas.
El hermano de Gonzalo llegó en ese instante, se acercó a la mesa y cogió un vaso de vino. Mientras él se unía al grupo de hombres, su esposa se acercó a las mujeres, que esperaban el momento de la comida, junto a la mesa.
-Caballeros –les saludó Tristán con alegría-. ¿Qué le parece mi hacienda, don Alfonso?
El padre de María apretó los labios sin saber cómo explicarle la sorpresa que se había llevado.
-Majestuosa –declaró al fin-. Mira que aquí mi yerno me lo explicaba en sus cartas, pero jamás podía imaginarme las tierras y las cosechas. Has hecho un buen trabajo, muchacho.
-Bueno, todo esto se lo debo a mi madre –le confesó el joven, con un tinte de nostalgia en su voz-. Ella levantó este lugar y me sacó adelante… sola. Yo tan solo he tratado de seguir con su labor, lo mejor posible. Además, ahora con la ayuda de Gonzalo, que es un experto en las semillas y los nuevos abonos que se están comercializando en América, la productividad de las tierras ha aumentado notablemente. Eso por no hablar de sus ideas para modernizar algunos regadíos. Algo me dice que en unos años, la hacienda Casablanca será una de las más productoras del país.
-Yo solo he hecho mi trabajo, hermano –intervino Gonzalo, azorado por las amables palabras de Tristán.
-Con sus contactos en las altas esferas, don Tristán, y las ideas revolucionarias de Gonzalo, estoy seguro de que así será –convino Andrés, contento de formar parte de aquel proyecto.
-Y no olvidemos tu buena mano con los trabajadores y la organización con la que llevas todo –añadió Tristán, quien estaba orgulloso del trabajo que realizaba su capataz-. Estoy seguro que tu padre estará orgulloso de ti. Te preparó a conciencia, Andrés.
-Gracias… don Tristán –dijo el joven con un nudo en la garganta-. Es lo que trato de hacer cada día, honrar su memoria poniendo en práctica todo lo que él me enseñó.
-Vuestro padre también estaría orgulloso de vosotros –declaró de repente Alfonso, dirigiéndose a Gonzalo y Tristán-. Estoy seguro que le habría encantado estar hoy aquí junto a sus hijos y ver en los dos hombres en los que os habéis convertido –alzó su vaso-. Brindemos por ello.
Y así lo hicieron, brindaron por aquellos seres queridos que no podían acompañarles en ese instante.
-¡Ah! –Tristán pareció recordar algo de pronto-. ¡Y brindemos también por el cumpleaños de Gonzalo! –le guiñó un ojo-. No vayas a creer que me había olvidado, hermano.
Los cuatro volvieron a alzar sus vasos por el aniversario del joven.
Doña Sara salió al patio y anunció que la comida iba a ser servida. Los hombres se acercaron a la mesa, apartándoles las sillas a sus esposas para que pudieran sentarse.
Andrés se acercó a hacer lo propio con Celia, que agradeció su amabilidad con una sonrisa.
Poco después, diversas doncellas, contratadas para la ocasión, comenzaron a servir los platos. El menú consistió en un asado y diversos platos típicos del lugar, como era el Congri, el Patacón y sobre todo el Ajiaco criollo, una sopa de carne de res y de cerdo que dejó a Emilia sorprendida por su sabor.
-Doña Sara –le dijo al ama de llaves cuando pasó por su lado-. Antes de que me vaya tiene que darme la receta de este caldo.
-Con mucho gusto, señora.
La comida transcurrió con tranquilidad. Todos tomaron buena cuenta de los platos, probando todas las delicias que les fueron sacando, así como de los diferentes vinos con los que Tristán quiso agasajar a sus invitados. Incluso habían preparado una pequeña tarta para celebrar el cumpleaños de Gonzalo, que se encargó de cortar el primer trozo mientras le cantaban. María fue la primera en felicitarle de nuevo, con un dulce beso. Luego entre los dos repartieron los trozos de tarta entre los presentes.
-Lo siento, Tristán –le confesó Alfonso al probar uno de los últimos licores-. Tus cosechas serán muy buenas, pero en cuanto a viñas… no tienes nada que hacer a comparación de las mías.
Emilia miró a su esposo quien parecía llevar un par de copas de más, lo que le hacía soltar la lengua más de la cuenta.
-Y no me lo tomes a mal, muchacho –continuó con un brillo febril en sus ojos-, que son de buena calidad, pero para alguien que haya probado los vinos Castañeda… no hay color.
-¿Cultiva vides, don Alfonso? –se interesó el joven, sin sentirse insultado por sus palabras, sino todo lo contrario, le interesaba el tema más de lo que pensaba-. Gonzalo no me lo habías dicho.
-Mi suegro ha conseguido una buena cosecha de vid, este año –le explicó su hermano, tomando un último sorbo de vino para quitarse el sabor que la carne le había dejado en la boca-. Lo comercializa en la casa de comidas.
-¿Y no ha pensado en exportarlo? –quiso saber Tristán, con gesto serio-. Soy consciente de que mis tierras son muy buenas para cultivar caña de azúcar, pero no así para el cultivo de vid. Ni los abonos son capaces de dar las condiciones necesarias para que la tierra sea la adecuada. Por eso… no sería mala idea… si usted tiene vino de buena calidad… podríamos llegar a un acuerdo.
-Bueno, bueno –le cortó Alfonso, algo azorado-. Yo de momento me conformo con poder vendérselo a los paisanos de Puente Viejo que son los que me dan de comer, y alguna que otra fonda de los alrededores. Lo cierto es que nunca se me ha pasado por la cabeza exportar el vino. Además, para ello debería tener grandes tierras, como tú, para poder cultivar en cantidades superiores a lo que hago. Las cosas no son tan sencillas.
-Todo puede ser tan sencillo como nos propongamos –le instó Tristán, viendo que quizá algún día pudiera hacer negocios con Alfonso-. No le digo que tenga que ser ya, pero usted piénselo. Si algún día le interesa exportar sus vinos, hágamelo saber. Estoy seguro que si son de la calidad que dice, podemos hacer grandes negocios los dos.
-Eso es cierto, suegro –certificó Gonzalo, apoyando a su hermano-. Tristán conoce a mucha gente en el sector y no tendrían ningún problema en hacerse un hueco.
-¡No me lieis, no me lieis! –bajó la cabeza, sonriendo-. Que ambos sois muy jóvenes y lo veis todo muy sencillo –se volvió hacia Tristán-. Pero te prometo pensarlo.
Tristán sonrió, satisfecho. Por algo se empezaba, pensó el joven.
-Bueno, lo que sí no me va a negar es que nuestros puros son mucho mejores que los de por sus tierra –declaró de pronto, haciéndole un gesto a doña Sara, quien inmediatamente comprendió la orden y entró en la casa. Momentos después la buena mujer regresó portando una caja de madera que le tendió al joven.
-Puros habanos –murmuró Alfonso, sin poder creerlo-. A esto sí que no me negaré. Mi cuñado Tristán siempre guardaba una caja, que solo sacaba en las grandes ocasiones.
El joven repartió un puro a cada uno. Al llegar a Gonzalo, éste rechazó el obsequio.
-Don Alfonso, a ver si le enseña a mi hermano a fumar un buen puro –le pidió Tristán, mientras el padre de María saboreaba la primera bocanada de humo-. Desde que estamos juntos no he conseguido aficionarle.
-Tristán que te conozco –le riñó María, frunciendo el ceño. La joven les había estado escuchando y sabía que a su esposo no le gustaba el sabor de los puros, ni de ninguna clase de tabaco, cosa que ella agradecía-. Ya sabes que a Gonzalo no le gusta.
-Cuñada –se quejó él-, que no todos los días uno celebra el bautizo de su hijo… y su cumpleaños –volvió a tendérselo, y esta vez Gonzalo lo aceptó. Sabía de lo insistente que podía ser su hermano. Le daría un par de bocanadas tan solo para  que le dejara tranquilo-. ¿Ves?
María negó con la cabeza. No hacía falta saber por qué su esposo lo había aceptado. En ocasiones Tristán podía ser muy insistente, y era mejor no llevarle la contraria. Estaba segura que Gonzalo tan solo había accedido para contentarle, pero en cuanto diese un par de bocanadas, lo dejaría.
-¡Di que sí, yerno! –habló Alfonso, eufórico, soltando una nueva bocanada-. Que por un día que fumes un puro no vas a morirte.
-¡Alfonso! ¿Ya estamos? –le riñó Emilia, quien sabía lo insistente que se ponía su esposo cuando tomaba dos copas de más-. Deja a Gonzalo tranquilo.
-No se preocupe, madre –intervino María, comprensiva-. Mi esposo no aguanta ni dos bocanadas, ya lo verá.
El caso fue que no llegó ni a eso. En cuanto Gonzalo sintió el picor del humo pasando por su garganta, el joven comenzó a toser sobremanera y los ojos se le llenaron de lágrimas, alertando a todos.
Inmediatamente, María le pasó un vaso de agua y en cuanto bebió un poco, sintió el alivio.
-Gracias.
La joven le mostró una media sonrisa antes de tenderle la copa de champagne para que se quitase el mal sabor de la boca.
-¡Estos jóvenes! –se quejó Alfonso, soltando el humo de otra calada, que ascendió en una espiral grisácea hacia arriba-. No están hechos de la misma pasta que nosotros.
De repente, Alfonso comenzó a toser, atragantado por el humo que se le había ido por otro lado al hablar.
Gonzalo le tendió un vaso de agua para que bebiese.
-Tenga suegro. Le vendrá bien.
El agua fresca limpió su garganta y el padre de María recuperó la calma.
-¡Rediez! –se quejó él-. ¿Pero estos puros que veneno portan?
-Puros habanos, don Alfonso; los auténticos puros habanos –intervino Andrés que había asistido a la conversación en silencio, saboreando uno de los puros.
El esposo de Emilia miró lo que quedaba del puro, sopesando la posibilidad de volver a fumarlo. Sin embargo, aun sentía el picor en la garganta, y desistió en su empeño. Había tenido suficiente con aquel pequeño susto.

Cogió una copa de champagne y se la bebió de un trago. 

CONTINUARÁ... 

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