LOS PADRINOS (PARTE 3)
Afortunadamente, la ceremonia transcurrió
con normalidad.
Al principio, don Celestiano se mostró algo
nervioso puesto que no era habitual celebrar un bautizo donde la criatura
tuviese seis padrinos, y no sabía bien si debía pronunciar ciertos pasajes o
no, o realizar parte de la homilía en unos términos o en otros.
Incluso los aldeanos murmuraron en voz baja
cuando supieron cómo iba a ser la ceremonia, tan sorprendidos que tan solo
pudieron permanecer expectantes al desarrollo de la eucaristía.
El momento más esperado llegó cuando las
tres parejas de padrinos se acercaron, junto a Gonzalo y María quien llevaba al
niño en brazos, a la pila bautismal para que don Celestiano vertiese las aguas
sobre la cabecita del pequeño.
Esperanza, que no quería perderse ningún detalle,
quiso encaramarse para ver qué sucedía y qué iban a hacerle a su hermano, así
que Gonzalo cogió a su hija en brazos; más que nada para mantenerla quieta y
vigilada.
Por su parte, cada padrino portaba una vela
como símbolo de Jesús y de la fe en él.
Mientras, el sacerdote recitaba en latín las
frases de la ceremonia y vertió con cuidado las aguas sobre el pequeño Martín,
quien apenas se inmutó y continuó dormitando en brazos de su madre como si no
sucediese nada.
Al terminar la misa, algunos de los aldeanos
se acercaron a la pareja para felicitarles y poder ver al pequeño, a quien le
desearon sus mejores parabienes.
Una vez se quedaron solos en la explanada,
Tristán tomó la palabra.
-¡Familia! –les habló, alzando la voz-. En
mi casa nos espera un gran festín preparado para la ocasión. Doña Sara debe de
estar esperándonos, no la hagamos impacientar.
Todos se encaminaron hacia la hacienda,
momento que Emilia aprovechó para acercarse a Tristán.
-Disculpe, don… -calló de golpe, sin saber
qué tratamiento darle; además, pronunciar el nombre de su difunto hermano le
traía viejos recuerdos-… don Tristán. Soy Emilia. Emilia Ulloa, la madre de…
-Sé quién es –le cortó él, mostrándole su
mejor sonrisa; una sonrisa que parecía salida del pasado. Emilia tragó saliva.
Tenía frente a ella a su sobrino quien era la viva imagen de su hermano; en
cierto modo era como tener a Tristán de vuelta con ellos-. La hermana de mi
padre. Gonzalo y María me han hablado mucho de ustedes.
Junto a ellos caminaba Alfonso, tan
sorprendido como su esposa al ver el asombroso parecido de aquel joven con su
cuñado.
Cerca de ellos, iban María y Celia,
acompañadas por Clara, quien le estaba contando a su cuñada cómo les había ido
su viaje al interior del país.
-Entonces… está al tanto de todo lo
referente a nosotros –intervino Alfonso, frunciendo el ceño.
-En primer lugar, por favor, apéenme el
tratamiento, que me hacen sentir mayor, y en segundo… solo sé lo que me han
contado mi hermano y María, que usted es la hermana de mi padre y… y que son
personas de bien.
Emilia y Alfonso intercambiaron una mirada
llena de preocupación. ¿Tan solo eso le había contado su hija?
-Y… y de mi hermano Tristán, ¿qué es lo que
sabes? –inquirió la madre de María, preocupada por la imagen que pudiese tener
su sobrino sobre un padre, que supuestamente les abandonó.
-Por mi difunta madre, sé que fue un gran
hombre –le confesó Tristán sin ambages. En su voz podía percibirse la ausencia
de cualquier atisbo de rencor hacia su progenitor. Al parecer doña Pilar tan
solo le había hablado bien de éste-. Ella siempre supo que mi padre era un
hombre casado, en eso fue sincero; como también cuando le contó que su
matrimonio no era feliz, y que su esposa era una mujer enfermiza y obsesionada
con él.
-Una manera muy… simple de definir a
Angustias –se quejó Alfonso, haciendo un mohín.
-Caballerosa, más bien –concretó Tristán con
calma-, por lo que me ha dicho Gonzalo, él la creyó durante muchos años su
verdadera madre; y los escasos recuerdos que guarda de ella no pueden ser más
tristes y dramáticos.
-Angustias no fue una mujer… fácil, no
–intervino Emilia, recordando aquel pasado oscuro-, y mejor dejemos de hablar
de ella –se volvió hacia su sobrino y le sonrió-, ¿por qué no nos cuenta…
cuentas, a qué te dedicas? –le pidió ella, y miró hacia atrás de reojo-.
Supongo que ella debe de ser… Clara, tu esposa. María nos ha hablado de
vosotros en sus cartas.
Tristán se volvió y le pidió a su esposa que
se uniese a ellos para presentarles como era debido. Clara se disculpó con María
y la dejó en compañía de Celia.
Tristán hizo las presentaciones y su esposa
saludó a los padres de María tratándoles con gran amabilidad, como si les
conociera de siempre.
-Me alegro mucho que hayan podido venir
finalmente al bautizo de su nieto –declaró con su voz angelical mostrando una
dulce sonrisa-. María estaba muy apesadumbrada por ello; sin ustedes a su lado,
este día no sería el mismo para ella.
-Nosotros también nos alegramos –convino
Emilia, devolviéndole su amabilidad-. Creíamos que no íbamos a llegar a tiempo,
pero al final… ha podido ser.
-Lo importante es que están aquí y podamos
celebrarlo todos juntos… en familia –puntualizó Clara. Sus ojos verdes
brillaron de emoción. Se volvió hacia su esposo-. ¿Verdad, querido?
-Así es –certificó el joven, orgulloso de
ella.
Emilia pudo darse cuenta enseguida de la
complicidad que existía entre la pareja. Su sobrino Tristán miraba a su esposa
con un amor puro, comprometido y leal.
Cerca de ellos, María y Celia conversaban
animadamente.
-Al final has tenido el bautizo que
deseabas, María –le dijo Celia a su amiga, quien llevaba a su hijo en brazos y
parecía algo agitado y con ganas de despertar de un momento a otro; y es que
María sabía que se acercaba el momento de su toma de leche-. Tus padres han
conseguido llegar y… el hermano de Gonzalo también.
-Y por si fuese poco te tengo a ti junto a
mí –declaró la joven sin ocultar su dicha-. ¿Qué más se puede pedir?
Celia le sonrió y se volvió un poco para ver
a Gonzalo y a su amigo, quienes cerraban la comitiva.
La muchacha observó cómo Andrés cogía a
Esperanza y se la colocaba sobre los hombros. La niña soltó una carcajada,
divertida de verse en aquella posición desde donde veía al resto más bajos que
ella y con sus manitas golpeó la cabeza del joven.
-Con todo lo sucedido… -volvió a dirigirse
hacia su amiga-, al final no nos habéis presentado. Supongo que ese muchacho
es… ¿cómo me dijiste? ¿Andrés?
-¡Ay, perdona, Celia! –se disculpó María,
dándose cuenta-. Tienes razón. Con la llegada de mis padres, y luego Tristán y
Clara… lo siento –la cogió del brazo con determinación y la hizo retroceder,
sorprendiéndola-. Ahora mismo os presento.
-Pero…
Gonzalo y Andrés se vieron interrumpidos de
repente.
-¿Qué sucede, María? –su esposo frunció el
ceño, extrañado por su seriedad-. ¿Quieres que lleve a Martín?
La joven no lo había pensado, pero sus
brazos necesitaban un descanso, así que le pasó al niño. Gonzalo cogió a su
hijo con cuidado.
Apenas quedaban unos metros para llegar a la
hacienda, pero a María le vendría bien descansar.
-Resulta que con todo lo acontecido antes de
la ceremonia, no os hemos presentado –le habló directamente a Andrés antes de
volverse hacia su amiga que le sonrió amablemente-. Celia… este es Andrés,
capataz de la hacienda y amigo de Gonzalo.
La muchacha le tendió la mano y él la
recibió, sin saber bien si besársela o si con un simple apretón sería
suficiente.
-Mucho gusto –declaró él, llevándose la mano
a la altura de los labios, haciendo cómo que le besaba la mano.
-Y Andrés… ella es Celia, una gran amiga, que
estuvo conmigo en mis peores momentos.
Ambos intercambiaron una sonrisa, sin saber
qué más podían decirse.
Antes de que un incómodo silencio se
estableciese entre ellos, llegaron a las puertas de la hacienda donde una mujer
menuda y de cabellos grisáceos, que llevaba recogidos en un turbante ancho, les
saludó con gran alegría.
-¡Qué sorpresa, don Tristán, doña Clara! –se
dirigió a sus patrones-. Cuando mi hijo ha llegado con la noticia no podía
creerlo. ¿Están bien? ¿Cómo les ha ido el viaje? Estarán cansados. ¿Quieren que
les prepare un refrigerio? Aunque la comida ya está lista en el jardín, tal y
como ustedes dispusieron antes de marcharse.
-No te preocupes, Sara –la tranquilizó
Tristán, con amabilidad. Sara era su ama de llaves y llevaba muchos años trabajando
para su familia. Junto a su madre Pilar, se había encargado de criarle y el
joven la apreciaba como a una segunda madre-. Estamos bien. Con mucha hambre
–se volvió hacia el resto-. Si queréis refrescaros antes de reunirnos en el
jardín… Sara os enseñará dónde podéis hacerlo.
La buena mujer atendió a los recién
llegados.
Tristán y su esposa entraron para cambiarse
de ropa y refrescarse un poco. Gonzalo y Andrés se dirigieron hacia el jardín,
acompañados por Alfonso mientras María, Emilia y Celia entraron en la casa
grande para que la esposa de Gonzalo pudiese darle el pecho al pequeño Martín,
quien había comenzado a llorar pidiendo su toma.
-Señora… -le habló Sara a María-. He
preparado también la comida de la pequeña, tal como doña Clara me ordenó. Si
quiere yo me ocupo de dársela para que ustedes puedan comer tranquilos.
María iba a hablar cuando Emilia se le
adelantó.
-¿Por qué no me dejas que sea yo quien le dé
la comida a mi nieta? –le pidió su madre-. Hace tanto que no lo hago.
A su hija le pareció buena idea, mientras
ella se encargaba del niño, Emilia podía hacerlo con Esperanza.
De manera que la esposa de Alfonso salió del
cuarto de estar con Esperanza, no sin que antes la niña le diese un beso a su
madre y a su hermano, como solía hacer siempre. Sara acompañó a Emilia hasta la
cocina y entre las dos se dispusieron a darle de comer a la pequeña Esperanza,
que de algún modo se sintió el centro de atención con las dos mujeres
pendientes de ella.
Una vez Martín terminó de comer, enseguida
se volvió a quedar dormido. Su madre lo dejó sobre una de las camas que solía
usar para esos menesteres, cada vez que iban a la hacienda de visita. Celia la
acompañó en todo momento y cuando estaban a punto de salir, Emilia regresó con
Esperanza en brazos. La niña estaba tan cansada con tantas emociones vividas
ese día, que apenas aguantó la comida.
-El postre no hemos podido dárselo, cariño
–le explicó a María, colocando a la pequeña sobre otra de las camas-. Estaba
agotada. Tenías que haberla visto, se quedaba dormida con la cuchara en la
boca.
-Mi niña –musitó la joven, dándole un beso
en la mejilla a Esperanza-. Con todo lo que ha vivido hoy debe de estar
agotada.
-No se preocupen por ellos –convino Sara,
desde la puerta-. Ya estaré yo al pendiente por si despiertan mientras ustedes
comen.
-Gracias Sara –le agradeció María quien
sabía lo importante que era la buena mujer en la hacienda y que sin ella, la
casa no iría ni la mitad de bien.
Con la tranquilidad de saber que los niños
descansarían un buen rato, las tres salieron al patio lateral de la hacienda,
que había sido engalanado para la ocasión. Guirnaldas de colores pendían sobre
sus cabezas, dándole el ambiente festivo que allí se respiraba. En las esquinas
se habían colocado farolillos que en ese instante estaban apagados. La mesa
había sido colocada bajo uno de los pórticos, al resguardo del sol y esperaba
lista para que los comensales tomasen asiento.
Gonzalo, Andrés y Alfonso charlaban
animadamente con un vaso de vino en la mano, cerca de uno de los rosales.
-¡Caramba! –declaró el padre de María,
maravillado por las explicaciones que terminaba de darle Andrés sobre las
posesiones de Tristán y mostrándole hasta dónde alcanzaban sus tierras-. Mira
que allá en Puente Viejo la doña tiene tierras, pero ya veo que las de Tristán
no se quedan cortas.
El hermano de Gonzalo llegó en ese instante,
se acercó a la mesa y cogió un vaso de vino. Mientras él se unía al grupo de
hombres, su esposa se acercó a las mujeres, que esperaban el momento de la
comida, junto a la mesa.
-Caballeros –les saludó Tristán con
alegría-. ¿Qué le parece mi hacienda, don Alfonso?
El padre de María apretó los labios sin
saber cómo explicarle la sorpresa que se había llevado.
-Majestuosa –declaró al fin-. Mira que aquí
mi yerno me lo explicaba en sus cartas, pero jamás podía imaginarme las tierras
y las cosechas. Has hecho un buen trabajo, muchacho.
-Bueno, todo esto se lo debo a mi madre –le
confesó el joven, con un tinte de nostalgia en su voz-. Ella levantó este lugar
y me sacó adelante… sola. Yo tan solo he tratado de seguir con su labor, lo
mejor posible. Además, ahora con la ayuda de Gonzalo, que es un experto en las
semillas y los nuevos abonos que se están comercializando en América, la
productividad de las tierras ha aumentado notablemente. Eso por no hablar de
sus ideas para modernizar algunos regadíos. Algo me dice que en unos años, la
hacienda Casablanca será una de las más productoras del país.
-Yo solo he hecho mi trabajo, hermano
–intervino Gonzalo, azorado por las amables palabras de Tristán.
-Con sus contactos en las altas esferas, don
Tristán, y las ideas revolucionarias de Gonzalo, estoy seguro de que así será
–convino Andrés, contento de formar parte de aquel proyecto.
-Y no olvidemos tu buena mano con los
trabajadores y la organización con la que llevas todo –añadió Tristán, quien
estaba orgulloso del trabajo que realizaba su capataz-. Estoy seguro que tu
padre estará orgulloso de ti. Te preparó a conciencia, Andrés.
-Gracias… don Tristán –dijo el joven con un
nudo en la garganta-. Es lo que trato de hacer cada día, honrar su memoria
poniendo en práctica todo lo que él me enseñó.
-Vuestro padre también estaría orgulloso de
vosotros –declaró de repente Alfonso, dirigiéndose a Gonzalo y Tristán-. Estoy
seguro que le habría encantado estar hoy aquí junto a sus hijos y ver en los
dos hombres en los que os habéis convertido –alzó su vaso-. Brindemos por ello.
Y así lo hicieron, brindaron por aquellos
seres queridos que no podían acompañarles en ese instante.
-¡Ah! –Tristán pareció recordar algo de
pronto-. ¡Y brindemos también por el cumpleaños de Gonzalo! –le guiñó un ojo-.
No vayas a creer que me había olvidado, hermano.
Los cuatro volvieron a alzar sus vasos por
el aniversario del joven.
Doña Sara salió al patio y anunció que la
comida iba a ser servida. Los hombres se acercaron a la mesa, apartándoles las
sillas a sus esposas para que pudieran sentarse.
Andrés se acercó a hacer lo propio con
Celia, que agradeció su amabilidad con una sonrisa.
Poco después, diversas doncellas,
contratadas para la ocasión, comenzaron a servir los platos. El menú consistió
en un asado y diversos platos típicos del lugar, como era el Congri, el Patacón
y sobre todo el Ajiaco criollo, una sopa de carne de res y de cerdo que dejó a
Emilia sorprendida por su sabor.
-Doña Sara –le dijo al ama de llaves cuando
pasó por su lado-. Antes de que me vaya tiene que darme la receta de este
caldo.
-Con mucho gusto, señora.
La comida transcurrió con tranquilidad.
Todos tomaron buena cuenta de los platos, probando todas las delicias que les
fueron sacando, así como de los diferentes vinos con los que Tristán quiso
agasajar a sus invitados. Incluso habían preparado una pequeña tarta para
celebrar el cumpleaños de Gonzalo, que se encargó de cortar el primer trozo mientras
le cantaban. María fue la primera en felicitarle de nuevo, con un dulce beso.
Luego entre los dos repartieron los trozos de tarta entre los presentes.
-Lo siento, Tristán –le confesó Alfonso al
probar uno de los últimos licores-. Tus cosechas serán muy buenas, pero en
cuanto a viñas… no tienes nada que hacer a comparación de las mías.
Emilia miró a su esposo quien parecía llevar
un par de copas de más, lo que le hacía soltar la lengua más de la cuenta.
-Y no me lo tomes a mal, muchacho –continuó
con un brillo febril en sus ojos-, que son de buena calidad, pero para alguien
que haya probado los vinos Castañeda… no hay color.
-¿Cultiva vides, don Alfonso? –se interesó
el joven, sin sentirse insultado por sus palabras, sino todo lo contrario, le
interesaba el tema más de lo que pensaba-. Gonzalo no me lo habías dicho.
-Mi suegro ha conseguido una buena cosecha
de vid, este año –le explicó su hermano, tomando un último sorbo de vino para
quitarse el sabor que la carne le había dejado en la boca-. Lo comercializa en
la casa de comidas.
-¿Y no ha pensado en exportarlo? –quiso
saber Tristán, con gesto serio-. Soy consciente de que mis tierras son muy
buenas para cultivar caña de azúcar, pero no así para el cultivo de vid. Ni los
abonos son capaces de dar las condiciones necesarias para que la tierra sea la
adecuada. Por eso… no sería mala idea… si usted tiene vino de buena calidad…
podríamos llegar a un acuerdo.
-Bueno, bueno –le cortó Alfonso, algo
azorado-. Yo de momento me conformo con poder vendérselo a los paisanos de
Puente Viejo que son los que me dan de comer, y alguna que otra fonda de los
alrededores. Lo cierto es que nunca se me ha pasado por la cabeza exportar el
vino. Además, para ello debería tener grandes tierras, como tú, para poder
cultivar en cantidades superiores a lo que hago. Las cosas no son tan
sencillas.
-Todo puede ser tan sencillo como nos
propongamos –le instó Tristán, viendo que quizá algún día pudiera hacer
negocios con Alfonso-. No le digo que tenga que ser ya, pero usted piénselo. Si
algún día le interesa exportar sus vinos, hágamelo saber. Estoy seguro que si
son de la calidad que dice, podemos hacer grandes negocios los dos.
-Eso es cierto, suegro –certificó Gonzalo,
apoyando a su hermano-. Tristán conoce a mucha gente en el sector y no tendrían
ningún problema en hacerse un hueco.
-¡No me lieis, no me lieis! –bajó la cabeza,
sonriendo-. Que ambos sois muy jóvenes y lo veis todo muy sencillo –se volvió
hacia Tristán-. Pero te prometo pensarlo.
Tristán sonrió, satisfecho. Por algo se
empezaba, pensó el joven.
-Bueno, lo que sí no me va a negar es que
nuestros puros son mucho mejores que los de por sus tierra –declaró de pronto,
haciéndole un gesto a doña Sara, quien inmediatamente comprendió la orden y
entró en la casa. Momentos después la buena mujer regresó portando una caja de
madera que le tendió al joven.
-Puros habanos –murmuró Alfonso, sin poder
creerlo-. A esto sí que no me negaré. Mi cuñado Tristán siempre guardaba una
caja, que solo sacaba en las grandes ocasiones.
El joven repartió un puro a cada uno. Al
llegar a Gonzalo, éste rechazó el obsequio.
-Don Alfonso, a ver si le enseña a mi
hermano a fumar un buen puro –le pidió Tristán, mientras el padre de María
saboreaba la primera bocanada de humo-. Desde que estamos juntos no he
conseguido aficionarle.
-Tristán que te conozco –le riñó María,
frunciendo el ceño. La joven les había estado escuchando y sabía que a su
esposo no le gustaba el sabor de los puros, ni de ninguna clase de tabaco, cosa
que ella agradecía-. Ya sabes que a Gonzalo no le gusta.
-Cuñada –se quejó él-, que no todos los días
uno celebra el bautizo de su hijo… y su cumpleaños –volvió a tendérselo, y esta
vez Gonzalo lo aceptó. Sabía de lo insistente que podía ser su hermano. Le
daría un par de bocanadas tan solo para que le dejara tranquilo-. ¿Ves?
María negó con la cabeza. No hacía falta
saber por qué su esposo lo había aceptado. En ocasiones Tristán podía ser muy
insistente, y era mejor no llevarle la contraria. Estaba segura que Gonzalo tan
solo había accedido para contentarle, pero en cuanto diese un par de bocanadas,
lo dejaría.
-¡Di que sí, yerno! –habló Alfonso,
eufórico, soltando una nueva bocanada-. Que por un día que fumes un puro no vas
a morirte.
-¡Alfonso! ¿Ya estamos? –le riñó Emilia,
quien sabía lo insistente que se ponía su esposo cuando tomaba dos copas de
más-. Deja a Gonzalo tranquilo.
-No se preocupe, madre –intervino María,
comprensiva-. Mi esposo no aguanta ni dos bocanadas, ya lo verá.
El caso fue que no llegó ni a eso. En cuanto
Gonzalo sintió el picor del humo pasando por su garganta, el joven comenzó a
toser sobremanera y los ojos se le llenaron de lágrimas, alertando a todos.
Inmediatamente, María le pasó un vaso de
agua y en cuanto bebió un poco, sintió el alivio.
-Gracias.
La joven le mostró una media sonrisa antes
de tenderle la copa de champagne para que se quitase el mal sabor de la boca.
-¡Estos jóvenes! –se quejó Alfonso, soltando
el humo de otra calada, que ascendió en una espiral grisácea hacia arriba-. No
están hechos de la misma pasta que nosotros.
De repente, Alfonso comenzó a toser,
atragantado por el humo que se le había ido por otro lado al hablar.
Gonzalo le tendió un vaso de agua para que
bebiese.
-Tenga suegro. Le vendrá bien.
El agua fresca limpió su garganta y el padre
de María recuperó la calma.
-¡Rediez! –se quejó él-. ¿Pero estos puros
que veneno portan?
-Puros habanos, don Alfonso; los auténticos
puros habanos –intervino Andrés que había asistido a la conversación en
silencio, saboreando uno de los puros.
El esposo de Emilia miró lo que quedaba del
puro, sopesando la posibilidad de volver a fumarlo. Sin embargo, aun sentía el
picor en la garganta, y desistió en su empeño. Había tenido suficiente con
aquel pequeño susto.
Cogió una copa de champagne y se la bebió de
un trago.
CONTINUARÁ...
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