martes, 6 de octubre de 2015

NUEVOS HORIZONTES (PARTE 2) 
María y la joven caminaron de regreso a los puestos y se detuvieron en uno donde vendían muñecas de trapo viejas. Esperanza al verlas, alargó el brazo señalándolas. Su madre supo lo que la niña le estaba pidiendo.
-Otro día, cariño –le dijo, besándola en la frente-. Ahora no llevamos más dinero.
-¡Doña María! –se escuchó de repente la estridente voz de una mujer. María se volvió, reconociéndola al instante; se trataba de doña Purita, la mujer del alcalde, una mujer menuda y rolliza que se acercó a ella resollando-. ¡Qué alegría verla por aquí! ¿Ha venido a comprar algo para su casa?
La esposa de Gonzalo se mordió el labio, aguantando una sonrisa. Doña Purita era tan entrometida como risueña. Sin embargo, tras aquel defecto se escondía una mujer de buen corazón.
-Buenos días, doña Purita –la saludó la joven con cortesía-. Ya ve… haciendo algunas compras que siempre son necesarias.
La mujer del alcalde se fijó en la pequeña Esperanza.
-Qué ricura de niña tiene usted –le dijo la mujer-. Seguro que es muy avispada. Se le ve en esos ojitos pardos.
-Sí –convino María-. Pero muy buena niña.
-Eso es por los padres y por la educación que le dan –añadió la mujer. Junto a ella, la acompañante de María escuchaba seriamente a la alcaldesa consorte-. Y a esta niña se le nota.
María desvió la mirada hacia la otra joven que hizo un mohín extraño, negando con la cabeza.
Solo entonces doña Purita se percató de su presencia.
-¡Ay! Perdonen mi descortesía –se disculpó-. No te había visto…
-Teresa –habló la joven, mostrándole una sonrisa forzada-. Teresa, doña Purita.
-Eso –certificó la mujer-. Con tantos aldeanos en el pueblo una difícilmente se acuerda de todos los nombres.
Teresa se volvió hacia el puesto y simuló mirar una muñeca, aguantando la contestación que le hubiese dado a aquella mujer.
María se percató de su incomodidad. Entendía que las palabras de la esposa del al alcalde pudiesen haberla herido porque bien que había sabido quién era ella.
-Si nos disculpa, doña Purita, tenemos prisa –trató de disculparse María, con cortesía.
-¡Ah, por supuesto! No os entretengo más, que yo también ando con prisas –y se despidió de ambas-. Hasta más ver, queridas.
Mientras veían a la alcaldesa consorte mezclarse con el resto de aldeanos que merodeaban por el mercadillo, Teresa se acercó a María con aire confidencia.
-Genio y figura… -le murmuró, soltando un leve suspiro-. Ella siempre tan diplomática.
-No es mala persona –la defendió María, a pesar de no conocerla muy bien.
-No digo que lo sea –apuntó la joven-. Tan solo que es… que siempre quiere meterse en todo.
-Si es por eso, no te preocupes –la tranquilizó María, sonriendo-. He conocido a gente como ella, y siempre he logrado salir airosa.
Teresa pareció quedarse más tranquila ante aquellas palabras y continuaron con las compras.
De pronto, la mente de María volvió a la conversación que ambas estaban teniendo justo antes de que doña Purita las interrumpiese.
-Y… volviendo a lo que estábamos hablando. ¿Por qué se cerró la escuela? ¿Acaso no encontraron a nadie que quisiera venir aquí?
-No, no se trata de eso –Teresa volvió a detenerse en otro puesto, y pidió que le sirviesen carne ahumada-. Verá, lo que no hay es dinero para traer a una maestra. El ayuntamiento no posee cuartos para ello y desde La Habana tampoco llegan las ayudas. Dicen que con tan pocos niños que vayan a la escuela, ellos no pueden dar ese dinero, pues lo consideran una pérdida.
-¿Una perdida, invertir en la educación de los niños? –María se envaró al escuchar aquellas palabras, que la llenaban de indignación.
-Eso dice el alcalde –convino la joven-. Pero, aquí entre nosotras, para mí que no ha querido meterse en jaleos con las autoridades.
María se volvió de nuevo para mirar aquel lugar abandonado.  Algo en su interior se despertó de golpe. Si el problema por el cual Santa Marta no tenía una maestra era el dinero, quizá ella tuviese la solución.
-¿Crees que la gente de Santa Marta vería con buenos ojos volver a abrirla? –le preguntó de repente.
-¿Abrirla? ¿Cómo? –veía aquello como si de un sueño se tratase-. Ya le digo que se necesitan cuartos para traer a una maestra.
-¿Y si no fuese necesario traer una maestra? –le cortó María, cuya idea había comenzado a tener forma-. ¿Y si la maestra estuviera aquí y dispuesta a enseñarles a los niños sin necesidad de cobrar?
-Señora –declaró Teresa con una sonrisa esceptica-. ¿Quién haría eso?
-Yo –anunció María, para quien no sería la primera vez que se dedicaría a ello. Tiempo atrás había logrado junto a Gonzalo, abrir la escuela para mayores en Puente Viejo, ¿por qué no podía hacer lo mismo ahora?
-¿Usted? –se sorprendió la joven-. ¿Daría clases a los niños sin recibir ni una sola moneda por su trabajo?
-La sonrisa de un niño vale más que cualquier pago –declaró María, consciente de que parecía una locura, y que si bien era cierto que podían necesitar los cuartos para salir adelante; también estaba segura que Gonzalo apoyaría su decisión-. Abriríamos de nuevo la escuela para todo aquel que quisiera asistir. Así, todos los niños de Santa Marta tendrían las mismas oportunidades que los niños de los otros pueblos. ¿No crees que tienen derecho a una educación? –miró a Esperanza, que había permanecido en sus brazos, calmada. Pensó en el futuro de su hija. Quería que creciera libre, con derecho a una educación decente.
-Visto así… no sería mala idea –declaró Teresa, con un brillo luminoso en sus ojos-. Ahora solo tendría que convencer al alcalde para que le abriese las puertas de la escuela.
María asintió.
-No creo que nos ponga problemas, cuando sepa que no va a tener que soltar ni una sola moneda –declaró la joven con una sonrisa-. Y si todo sale bien, y consigo reabrirla, incluso con el tiempo podríamos hacer clases especiales para la gente mayor que no ha tenido la oportunidad de aprender. ¿Qué le parece?
Teresa le sonrió.
-Que primero hay que abrirla –expuso con calma y tiento-. Y el tiempo ya dirá.
María bajó la mirada, pues sabía que tenía razón. La casa había que empezarla por los cimientos, no por el tejado. Lo primero que debía de hacer era lograr que el alcalde le permitiera abrir la vieja escuela y convencer a los habitantes de Santa Marta para que sus hijos fueran a la escuela.
La joven, tomó el silencio de María como arrepentimiento. Y lo último que quería era que se echase para atrás.
-Eso sí –dijo de pronto-. Si consigue abrir esa escuela para adultos, aquí tiene a su primera alumna.
La esposa de Gonzalo le sonrió agradecida. Si todos eran como Teresa, muy pronto su sueño se tornaría realidad. Aunque sabía que no todo el mundo pensaba como ella y que se encontraría con más de un muro que saltar. Las cosas no serían fáciles, pero con tesón lo lograría.
De repente, un sudor frío se apoderó de María que sintió como todo a su alrededor daba vueltas.
Teresa se dio cuenta enseguida de que algo le sucedía y la cogió a tiempo para que no cayese; y más portando a Esperanza en brazos..
-¿Se… se encuentra bien? –le preguntó la joven, asustada.
María tragó saliva, a la vez que se recuperaba.
-Sí, sí –balbuceó, todavía aturdida-. Ha sido un pequeño vahído. Creo que todavía no logro acostumbrarme a las temperaturas de por aquí.
-Pues tenga cuidado –le pidió la joven, todavía con el susto en el cuerpo-. ¿Quiere que la acompañe a su casa?
-Muchas gracias, pero no es necesario –rechazó su ayuda-. Ya me encuentro bien y está aquí cerca –iba a despedirse de ella cuando se si cuenta de que no se habían presentado formalmente-.Por cierto, me llamo María.
-Teresa –se presentó la joven, sonriéndole-. Mi nombre es Teresa.
Ambas se despidieron. María tomó el camino hacia la casa nueva, donde dejaría las compras antes de regresar a la hacienda, y Teresa siguió con sus compras.
A partir de ese día, las cosas en Santa Marta iban a cambiar porque dos mujeres se habían encontrado por casualidad en la plaza. Dos mujeres que tenían el mismo coraje en sus corazones y que lucharían por alcanzar sus metas.
Por fortuna, Gonzalo y León realizaron gran parte del trayecto hacia la casa del niño amparados por las sombras de los árboles y tan solo cuando atisbaron la pequeña casa, se adentraron en un llano donde el sol se dejaba caer sin piedad.
Al llegar a la puerta, Gonzalo pudo comprobar que la familia de León no tenía grandes comodidades. Unas cuantas gallinas correteaban libres por los alrededores, dueñas del lugar.
-¿Dónde lo dejo? –le preguntó Gonzalo.
El muchacho cogió el mismo el cubo y lo llevó adentro. El hermano de Tristán se preguntaba dónde andarían los padres de León, aunque enseguida pensó que estarían en los campos, trabajando junto al resto de jornaleros.
Justo entonces se escucharon unas voces.
-¡LEÓN! –gritó con fuerza un hombre, cuya voz venía de la parte trasera de la casa-. Zagal, ¿dónde te has metido?
El niño salió corriendo de la casa y la bordeó para acudir a la llamada.
Gonzalo le siguió, preguntándose si aquella voz de hombre, sería la del padre.
Al girar la casa, se encontró con un par de hombres, uno de ellos encaramado a la parte alta, a la altura del tejado, tratando de sujetar un gran madero que pendía de un extremo, por la cuerda que sujetaba el joven; mientras el de abajo, un hombre curtido por los años, cogía la otra parte.
León se situó junto al hombre que al parecer le había dado el grito. Su pelo canoso indicaba que debía de ser su padre.
-¿Dónde te habías metido? –le preguntó de nuevo, con calma-. No creo que traer el agua del río cueste tanto.
-Lo siento, padre –murmuró, bajando la cabeza.
-No riña a su hijo –intervino Gonzalo, dando un paso adelante, saliendo en defensa de León-. La culpa ha sido mía que le he entretenido. Lo siento.
La mirada de aquel hombre se posó en él.
-¿Quién es usted? –inquirió de mal talante, frunciendo el ceño-. ¿Busca algo?
-No, no –trató de tranquilizarle Gonzalo, que lo último que buscaba era una trifulca-. Tan solo quise ayudar a León a traer el agua. Solo eso.
El gesto del padre se suavizó, aunque era raro que alguien ayudase así, sin más.
Gonzalo alzó la mirada hacia el hombre que esperaba sobre el tejado. Debía de tener su misma edad, la mirada limpia y un cuerpo curtido por el trabajo.
Con otra rápida mirada, el esposo de María se dio cuenta que estaban arreglando el tejado, pues una de las vigas principales se había hundido, llevándose con ella parte del tejado.
-¿Necesitan ayuda? –se ofreció el joven, viendo que el padre de León no se veía capaz de subir arriba.
Ambos hombres se miraron, sopesando si aceptar la propuesta de Gonzalo. ¿Podrían fiarse de él, un extraño aparecido de la nada?
-No tenemos cómo pagarle –dijo el hombre con cautela-. Así que será mejor que se vaya.
-No quiero que me paguen –expuso Gonzalo, comenzando a quitarse la camisa, para subirse junto al otro joven, antes de que se negaran-. Si necesitan ayuda, yo puedo dársela.
Sus ojos bajaron hasta la pierna del padre de León. Enseguida se había fijado en ella; permanecía rígida, sin poder moverla.
-Me la fracturé hace unos meses y aún no he cogido fuerza –le explicó el hombre, al ver que se había dado cuenta de lo que sucedía.
-No se preocupe, yo subiré por usted –se encaramó a la parte superior, y en apenas unos segundos estaba frente al otro joven.
-Toma –le tendió una gruesa cuerda. Sus miradas se encontraron un instante y ambos supieron que podían confiar en el otro, sin saber por qué.
Gonzalo le tiró un extremo de la cuerda al padre de León, que ató la viga con un fuerte nudo a un extremo, mientras que el otro ya estaba cogido por la cuerda que sujetaba el otro joven.
Una vez estuvo bien sujeta, tiraron cada uno de su extremo con fuerza, logrando subir la viga hasta la parta superior. Entre los dos tuvieron que hacer un gran esfuerzo pero finalmente lo lograron.
Abajo, León aplaudió emocionado mientras su padre asentía con una sonrisa en los labios, satisfecho. Le revolvió los cabellos a su hijo.
-Buen trabajo, zagal –felicitó al niño, pues al fin y al cabo él había llevado a Gonzalo hasta ellos.
Sin embargo, el trabajo no había terminado. Faltaba subir el madero hasta la parte más alta y acomodarlo en su lugar, para que el resto de las vigas se apoyasen sobre él y poder comenzar a colocar la paja en el tejado.
Entre Gonzalo y el otro joven, lograron llevar a cabo la faena. Ambos se entendían con una sola mirada y parecían tener los mismos pensamientos a la hora de trabajar.
Sin apenas darse cuenta, el tiempo pasó volando y con él la mañana. Pero a la hora de la comida, el madero estaba en su sitio y el resto de las vigas reposaban sobre él. Ahora tan solo quedaba rellenar los huecos y poner las tejas.
-Muchas gracias… –le dijo el hombre, dándose cuenta de que hasta ese instante ninguno de ellos se había presentado.
-Gonzalo.
-Muchas gracias, Gonzalo –repitió el padre de León-. Gilberto.
Ambos se dieron la mano.
Gilberto le ofreció entonces un botijo con agua y Gonzalo bebió, sediento.
El otro joven se unió a ellos y el esposo de María le pasó el botijo para que bebiese.
-Así que Gonzalo –habló el joven, quien acto seguido le tendió la mano-. Pues buen trabajo, Gonzalo. Soy Andrés.
-Igualmente te digo, buen trabajo.
-Formáis un buen equipo –convino Gilberto, satisfecho con todo el trabajo realizado, y su mirada se detuvo en Gonzalo-. Me gustaría pagarte de algún modo.
El joven negó con la cabeza, sabiendo que la familia de León no debía de tener cuartos para ello.
-No se preocupe –le disculpó, recogiendo su camisa para marcharse-. Me conformo con haberle sido de utilidad.
-No todo el mundo ayuda desinteresadamente –convino Andrés, tomando su propia camisa, y secándose el sudor de la frente con la mano-. ¿Por qué lo has hecho?
-Porque nunca se sabe cuándo puede uno necesitar la ayuda del otro –declaró Gonzalo con sinceridad.
Andrés asintió, en silencio. Aun así le resultaba extraño encontrarse con alguien tan dispuesto a ayudar como Gonzalo.
El esposo de María miró su reloj de bolsillo y vio que ya se le había hecho tarde.
Se despidió de ambos y regresó a la hacienda para comer y cambiarse. A las cuatro de la tarde había quedado con Tristán en las cuadras y quería ser puntual.
Mientras Tristán terminaba unos asuntos en su despacho, Gonzalo se encaminó hacia las cuadras donde encontró a un hombre, al fondo, preparando uno de los caballos.
¿Se trataría del nuevo capataz?
Tristán no le había contado gran cosa de él, tan solo que hacía unas semanas que había regresado del Perú donde había estado visitando unas plantaciones para ver si ellos podían hacer lo mismo allí. Al parecer se trataba del hijo del antiguo capataz, pero Gonzalo todavía no le conocía en persona.
-Disculpe…
El hombre se volvió y ambos se sorprendieron al verse.
-Andrés… ¿Qué haces tú aquí?
-Lo mismo iba a preguntarte –le dijo el joven, tan sorprendido como el propio Gonzalo.
En ese instante, Tristán entró en las cuadras y se acercó a ellos con paso raudo.
-¡Ah, Gonzalo! Veo que ya conoces a mi nuevo capataz: Andrés. Es el hijo de Felipe, el antiguo capataz. Su padre le ha instruido durante todos estos años para ser su sucesor cuando él faltase –declaró Tristán colocando un brazo sobre el hombro de su hermano-. Estoy seguro de que lograréis entenderos.
Gonzalo asintió, todavía sorprendido por encontrarse allí con el joven.
-Estoy seguro de que así será –murmuró el esposo de María, sin poder apartar la mirada de Andrés.

Decían que el destino era caprichoso, y una vez más lo había demostrado, uniendo antes de hora los caminos de Gonzalo y Andrés. Ambos estaban seguros que con el tiempo lograrían entenderse a la perfección y forjar una amistad que perdurase con los años.


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