NUEVOS HORIZONTES (PARTE 2)
María y la joven caminaron de regreso a los puestos y se
detuvieron en uno donde vendían muñecas de trapo viejas. Esperanza al verlas,
alargó el brazo señalándolas. Su madre supo lo que la niña le estaba pidiendo.
-Otro día, cariño –le dijo, besándola en la
frente-. Ahora no llevamos más dinero.
-¡Doña María! –se escuchó de repente la
estridente voz de una mujer. María se volvió, reconociéndola al instante; se
trataba de doña Purita, la mujer del alcalde, una mujer menuda y rolliza que se
acercó a ella resollando-. ¡Qué alegría verla por aquí! ¿Ha venido a comprar
algo para su casa?
La esposa de Gonzalo se mordió el labio,
aguantando una sonrisa. Doña Purita era tan entrometida como risueña. Sin
embargo, tras aquel defecto se escondía una mujer de buen corazón.
-Buenos días, doña Purita –la saludó la
joven con cortesía-. Ya ve… haciendo algunas compras que siempre son
necesarias.
La mujer del alcalde se fijó en la pequeña
Esperanza.
-Qué ricura de niña tiene usted –le dijo la
mujer-. Seguro que es muy avispada. Se le ve en esos ojitos pardos.
-Sí –convino María-. Pero muy buena niña.
-Eso es por los padres y por la educación
que le dan –añadió la mujer. Junto a ella, la acompañante de María escuchaba
seriamente a la alcaldesa consorte-. Y a esta niña se le nota.
María desvió la mirada hacia la otra joven
que hizo un mohín extraño, negando con la cabeza.
Solo entonces doña Purita se percató de su
presencia.
-¡Ay! Perdonen mi descortesía –se disculpó-.
No te había visto…
-Teresa –habló la joven, mostrándole una
sonrisa forzada-. Teresa, doña Purita.
-Eso –certificó la mujer-. Con tantos
aldeanos en el pueblo una difícilmente se acuerda de todos los nombres.
Teresa se volvió hacia el puesto y simuló
mirar una muñeca, aguantando la contestación que le hubiese dado a aquella
mujer.
María se percató de su incomodidad. Entendía
que las palabras de la esposa del al alcalde pudiesen haberla herido porque
bien que había sabido quién era ella.
-Si nos disculpa, doña Purita, tenemos prisa
–trató de disculparse María, con cortesía.
-¡Ah, por supuesto! No os entretengo más,
que yo también ando con prisas –y se despidió de ambas-. Hasta más ver,
queridas.
Mientras veían a la alcaldesa consorte
mezclarse con el resto de aldeanos que merodeaban por el mercadillo, Teresa se
acercó a María con aire confidencia.
-Genio y figura… -le murmuró, soltando un
leve suspiro-. Ella siempre tan diplomática.
-No es mala persona –la defendió María, a
pesar de no conocerla muy bien.
-No digo que lo sea –apuntó la joven-. Tan
solo que es… que siempre quiere meterse en todo.
-Si es por eso, no te preocupes –la
tranquilizó María, sonriendo-. He conocido a gente como ella, y siempre he
logrado salir airosa.
Teresa pareció quedarse más tranquila ante
aquellas palabras y continuaron con las compras.
De pronto, la mente de María volvió a la
conversación que ambas estaban teniendo justo antes de que doña Purita las
interrumpiese.
-Y… volviendo a lo que estábamos hablando. ¿Por
qué se cerró la escuela? ¿Acaso no encontraron a nadie que quisiera venir aquí?
-No, no se trata de eso –Teresa volvió a
detenerse en otro puesto, y pidió que le sirviesen carne ahumada-. Verá, lo que
no hay es dinero para traer a una maestra. El ayuntamiento no posee cuartos
para ello y desde La Habana tampoco llegan las ayudas. Dicen que con tan pocos
niños que vayan a la escuela, ellos no pueden dar ese dinero, pues lo
consideran una pérdida.
-¿Una perdida, invertir en la educación de
los niños? –María se envaró al escuchar aquellas palabras, que la llenaban de
indignación.
-Eso dice el alcalde –convino la joven-.
Pero, aquí entre nosotras, para mí que no ha querido meterse en jaleos con las
autoridades.
María se volvió de nuevo para mirar aquel
lugar abandonado. Algo en su interior se
despertó de golpe. Si el problema por el cual Santa Marta no tenía una maestra
era el dinero, quizá ella tuviese la solución.
-¿Crees que la gente de Santa Marta vería
con buenos ojos volver a abrirla? –le preguntó de repente.
-¿Abrirla? ¿Cómo? –veía aquello como si de
un sueño se tratase-. Ya le digo que se necesitan cuartos para traer a una
maestra.
-¿Y si no fuese necesario traer una maestra?
–le cortó María, cuya idea había comenzado a tener forma-. ¿Y si la maestra
estuviera aquí y dispuesta a enseñarles a los niños sin necesidad de cobrar?
-Señora –declaró Teresa con una sonrisa
esceptica-. ¿Quién haría eso?
-Yo –anunció María, para quien no sería la
primera vez que se dedicaría a ello. Tiempo atrás había logrado junto a
Gonzalo, abrir la escuela para mayores en Puente Viejo, ¿por qué no podía hacer
lo mismo ahora?
-¿Usted? –se sorprendió la joven-. ¿Daría
clases a los niños sin recibir ni una sola moneda por su trabajo?
-La sonrisa de un niño vale más que
cualquier pago –declaró María, consciente de que parecía una locura, y que si
bien era cierto que podían necesitar los cuartos para salir adelante; también
estaba segura que Gonzalo apoyaría su decisión-. Abriríamos de nuevo la escuela
para todo aquel que quisiera asistir. Así, todos los niños de Santa Marta
tendrían las mismas oportunidades que los niños de los otros pueblos. ¿No crees
que tienen derecho a una educación? –miró a Esperanza, que había permanecido en
sus brazos, calmada. Pensó en el futuro de su hija. Quería que creciera libre,
con derecho a una educación decente.
-Visto así… no sería mala idea –declaró Teresa,
con un brillo luminoso en sus ojos-. Ahora solo tendría que convencer al alcalde
para que le abriese las puertas de la escuela.
María asintió.
-No creo que nos ponga problemas, cuando
sepa que no va a tener que soltar ni una sola moneda –declaró la joven con una
sonrisa-. Y si todo sale bien, y consigo reabrirla, incluso con el tiempo
podríamos hacer clases especiales para la gente mayor que no ha tenido la
oportunidad de aprender. ¿Qué le parece?
Teresa le sonrió.
-Que primero hay que abrirla –expuso con
calma y tiento-. Y el tiempo ya dirá.
María bajó la mirada, pues sabía que tenía
razón. La casa había que empezarla por los cimientos, no por el tejado. Lo
primero que debía de hacer era lograr que el alcalde le permitiera abrir la
vieja escuela y convencer a los habitantes de Santa Marta para que sus hijos
fueran a la escuela.
La joven, tomó el silencio de María como
arrepentimiento. Y lo último que quería era que se echase para atrás.
-Eso sí –dijo de pronto-. Si consigue abrir
esa escuela para adultos, aquí tiene a su primera alumna.
La esposa de Gonzalo le sonrió agradecida.
Si todos eran como Teresa, muy pronto su sueño se tornaría realidad. Aunque
sabía que no todo el mundo pensaba como ella y que se encontraría con más de un
muro que saltar. Las cosas no serían fáciles, pero con tesón lo lograría.
De repente, un sudor frío se apoderó de
María que sintió como todo a su alrededor daba vueltas.
Teresa se dio cuenta enseguida de que algo
le sucedía y la cogió a tiempo para que no cayese; y más portando a Esperanza
en brazos..
-¿Se… se encuentra bien? –le preguntó la
joven, asustada.
María tragó saliva, a la vez que se
recuperaba.
-Sí, sí –balbuceó, todavía aturdida-. Ha
sido un pequeño vahído. Creo que todavía no logro acostumbrarme a las
temperaturas de por aquí.
-Pues tenga cuidado –le pidió la joven,
todavía con el susto en el cuerpo-. ¿Quiere que la acompañe a su casa?
-Muchas gracias, pero no es necesario
–rechazó su ayuda-. Ya me encuentro bien y está aquí cerca –iba a despedirse de
ella cuando se si cuenta de que no se habían presentado formalmente-.Por
cierto, me llamo María.
-Teresa –se presentó la joven, sonriéndole-.
Mi nombre es Teresa.
Ambas se despidieron. María tomó el camino
hacia la casa nueva, donde dejaría las compras antes de regresar a la hacienda,
y Teresa siguió con sus compras.
A partir de ese día, las cosas en Santa
Marta iban a cambiar porque dos mujeres se habían encontrado por casualidad en
la plaza. Dos mujeres que tenían el mismo coraje en sus corazones y que
lucharían por alcanzar sus metas.
†
Por fortuna, Gonzalo y León realizaron gran
parte del trayecto hacia la casa del niño amparados por las sombras de los
árboles y tan solo cuando atisbaron la pequeña casa, se adentraron en un llano
donde el sol se dejaba caer sin piedad.
Al llegar a la puerta, Gonzalo pudo
comprobar que la familia de León no tenía grandes comodidades. Unas cuantas
gallinas correteaban libres por los alrededores, dueñas del lugar.
-¿Dónde lo dejo? –le preguntó Gonzalo.
El muchacho cogió el mismo el cubo y lo
llevó adentro. El hermano de Tristán se preguntaba dónde andarían los padres de
León, aunque enseguida pensó que estarían en los campos, trabajando junto al
resto de jornaleros.
Justo entonces se escucharon unas voces.
-¡LEÓN! –gritó con fuerza un hombre, cuya
voz venía de la parte trasera de la casa-. Zagal, ¿dónde te has metido?
El niño salió corriendo de la casa y la
bordeó para acudir a la llamada.
Gonzalo le siguió, preguntándose si aquella
voz de hombre, sería la del padre.
Al girar la casa, se encontró con un par de
hombres, uno de ellos encaramado a la parte alta, a la altura del tejado,
tratando de sujetar un gran madero que pendía de un extremo, por la cuerda que
sujetaba el joven; mientras el de abajo, un hombre curtido por los años, cogía
la otra parte.
León se situó junto al hombre que al parecer
le había dado el grito. Su pelo canoso indicaba que debía de ser su padre.
-¿Dónde te habías metido? –le preguntó de
nuevo, con calma-. No creo que traer el agua del río cueste tanto.
-Lo siento, padre –murmuró, bajando la
cabeza.
-No riña a su hijo –intervino Gonzalo, dando
un paso adelante, saliendo en defensa de León-. La culpa ha sido mía que le he
entretenido. Lo siento.
La mirada de aquel hombre se posó en él.
-¿Quién es usted? –inquirió de mal talante,
frunciendo el ceño-. ¿Busca algo?
-No, no –trató de tranquilizarle Gonzalo,
que lo último que buscaba era una trifulca-. Tan solo quise ayudar a León a
traer el agua. Solo eso.
El gesto del padre se suavizó, aunque era
raro que alguien ayudase así, sin más.
Gonzalo alzó la mirada hacia el hombre que
esperaba sobre el tejado. Debía de tener su misma edad, la mirada limpia y un
cuerpo curtido por el trabajo.
Con otra rápida mirada, el esposo de María
se dio cuenta que estaban arreglando el tejado, pues una de las vigas
principales se había hundido, llevándose con ella parte del tejado.
-¿Necesitan ayuda? –se ofreció el joven,
viendo que el padre de León no se veía capaz de subir arriba.
Ambos hombres se miraron, sopesando si
aceptar la propuesta de Gonzalo. ¿Podrían fiarse de él, un extraño aparecido de
la nada?
-No tenemos cómo pagarle –dijo el hombre con
cautela-. Así que será mejor que se vaya.
-No quiero que me paguen –expuso Gonzalo,
comenzando a quitarse la camisa, para subirse junto al otro joven, antes de que
se negaran-. Si necesitan ayuda, yo puedo dársela.
Sus ojos bajaron hasta la pierna del padre
de León. Enseguida se había fijado en ella; permanecía rígida, sin poder
moverla.
-Me la fracturé hace unos meses y aún no he
cogido fuerza –le explicó el hombre, al ver que se había dado cuenta de lo que
sucedía.
-No se preocupe, yo subiré por usted –se
encaramó a la parte superior, y en apenas unos segundos estaba frente al otro
joven.
-Toma –le tendió una gruesa cuerda. Sus
miradas se encontraron un instante y ambos supieron que podían confiar en el
otro, sin saber por qué.
Gonzalo le tiró un extremo de la cuerda al
padre de León, que ató la viga con un fuerte nudo a un extremo, mientras que el
otro ya estaba cogido por la cuerda que sujetaba el otro joven.
Una vez estuvo bien sujeta, tiraron cada uno
de su extremo con fuerza, logrando subir la viga hasta la parta superior. Entre
los dos tuvieron que hacer un gran esfuerzo pero finalmente lo lograron.
Abajo, León aplaudió emocionado mientras su
padre asentía con una sonrisa en los labios, satisfecho. Le revolvió los cabellos
a su hijo.
-Buen trabajo, zagal –felicitó al niño, pues
al fin y al cabo él había llevado a Gonzalo hasta ellos.
Sin embargo, el trabajo no había terminado.
Faltaba subir el madero hasta la parte más alta y acomodarlo en su lugar, para
que el resto de las vigas se apoyasen sobre él y poder comenzar a colocar la
paja en el tejado.
Entre Gonzalo y el otro joven, lograron
llevar a cabo la faena. Ambos se entendían con una sola mirada y parecían tener
los mismos pensamientos a la hora de trabajar.
Sin apenas darse cuenta, el tiempo pasó
volando y con él la mañana. Pero a la hora de la comida, el madero estaba en su
sitio y el resto de las vigas reposaban sobre él. Ahora tan solo quedaba
rellenar los huecos y poner las tejas.
-Muchas gracias… –le dijo el hombre, dándose
cuenta de que hasta ese instante ninguno de ellos se había presentado.
-Gonzalo.
-Muchas gracias, Gonzalo –repitió el padre
de León-. Gilberto.
Ambos se dieron la mano.
Gilberto le ofreció entonces un botijo con
agua y Gonzalo bebió, sediento.
El otro joven se unió a ellos y el esposo de
María le pasó el botijo para que bebiese.
-Así que Gonzalo –habló el joven, quien acto
seguido le tendió la mano-. Pues buen trabajo, Gonzalo. Soy Andrés.
-Igualmente te digo, buen trabajo.
-Formáis un buen equipo –convino Gilberto,
satisfecho con todo el trabajo realizado, y su mirada se detuvo en Gonzalo-. Me
gustaría pagarte de algún modo.
El joven negó con la cabeza, sabiendo que la
familia de León no debía de tener cuartos para ello.
-No se preocupe –le disculpó, recogiendo su
camisa para marcharse-. Me conformo con haberle sido de utilidad.
-No todo el mundo ayuda desinteresadamente
–convino Andrés, tomando su propia camisa, y secándose el sudor de la frente
con la mano-. ¿Por qué lo has hecho?
-Porque nunca se sabe cuándo puede uno
necesitar la ayuda del otro –declaró Gonzalo con sinceridad.
Andrés asintió, en silencio. Aun así le
resultaba extraño encontrarse con alguien tan dispuesto a ayudar como Gonzalo.
El esposo de María miró su reloj de bolsillo
y vio que ya se le había hecho tarde.
Se despidió de ambos y regresó a la hacienda
para comer y cambiarse. A las cuatro de la tarde había quedado con Tristán en
las cuadras y quería ser puntual.
Mientras Tristán terminaba unos asuntos en
su despacho, Gonzalo se encaminó hacia las cuadras donde encontró a un hombre,
al fondo, preparando uno de los caballos.
¿Se trataría del nuevo capataz?
Tristán no le había contado gran cosa de él,
tan solo que hacía unas semanas que había regresado del Perú donde había estado
visitando unas plantaciones para ver si ellos podían hacer lo mismo allí. Al
parecer se trataba del hijo del antiguo capataz, pero Gonzalo todavía no le
conocía en persona.
-Disculpe…
El hombre se volvió y ambos se sorprendieron
al verse.
-Andrés… ¿Qué haces tú aquí?
-Lo mismo iba a preguntarte –le dijo el
joven, tan sorprendido como el propio Gonzalo.
En ese instante, Tristán entró en las
cuadras y se acercó a ellos con paso raudo.
-¡Ah, Gonzalo! Veo que ya conoces a mi nuevo
capataz: Andrés. Es el hijo de Felipe, el antiguo capataz. Su padre le ha
instruido durante todos estos años para ser su sucesor cuando él faltase
–declaró Tristán colocando un brazo sobre el hombro de su hermano-. Estoy
seguro de que lograréis entenderos.
Gonzalo asintió, todavía sorprendido por
encontrarse allí con el joven.
-Estoy seguro de que así será –murmuró el
esposo de María, sin poder apartar la mirada de Andrés.
Decían que el destino era caprichoso, y una
vez más lo había demostrado, uniendo antes de hora los caminos de Gonzalo y
Andrés. Ambos estaban seguros que con el tiempo lograrían entenderse a la
perfección y forjar una amistad que perdurase con los años.
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