CAPÍTULO 1
Al este de La Habana, bañada por las aguas
del Atlántico, se hallaba Santa Marta, un pequeño pueblo de pescadores, gente
humilde, trabajadora y de gran corazón.
El pueblo se asentaba en la bahía de
Cárdenas, conocida por la gran variedad de fauna marina que habitaba el lugar y
que era el sustento de los lugareños, quienes cada día se adentraban en sus
aguas cristalinas para faenar en ellas.
Pero si el mar bañaba sus costas, las
montañas más cercanas rodeaban Santa Marta por el frente contrario, una barrera
protectora que la vestía de vegetación, salvaje e indómita, de bosques
centenarios que eran el refugio para algunas tribus de indígenas que todavía
habitaban la zona, así como para los animales que buscaban cobijo por aquellos
lares.
En el llano, los campos fértiles se cubrían
de cultivos, principalmente de caña de azúcar, ya que el país era uno de los
grandes productores de esta planta y la exportaban a otros países.
La finca “Casablanca” era la que más
extensión de campo dedicaba a su cultivo y es que Tristán Castro, su dueño,
daba trabajo a muchos aldeanos. Muchos de ellos trabajaban en la finca durante
todo el año, pero había de otros que tan solo acudían a faenar temporalmente,
cuando la época de pesca era mala.
Todo el pueblo conocía a Tristán pues su
familia llevaba años afincada allí aunque su difunta madre, doña Pilar había
preferido pasar gran parte de su vida en la capital; sin embargo, nunca habían
descuidado sus negocios en Santa Marta; y su hijo Tristán se había hecho cargo
de ellos en cuanto le fue posible.
Tras la muerte de doña Pilar, Tristán y su
esposa Clara se habían instalado en la casa grande, una hacienda de estilo
colonial de finales del siglo XVII situada en las afueras del pueblo que
llamaba la atención por sus grandes balcones y por sus paredes, tan blancas
como la cal y que parecían irradiar luz propia cuando el sol se posaba en ellas.
Desde su llegada, los habitantes de Santa
Marta habían visto crecer sus negocios así como los campos cultivados, y es que
la familia Castro les había aportado prosperidad inundando de vida el olvidado
pueblo.
En aquellos días, Tristán y Clara no se
hallaban en el pueblo porque habían tenido que marcharse de viaje, pero su
ausencia apenas se notaba ya que Gonzalo, el medio hermano de Tristán, se
encargaba de llevar la finca y los negocios, de igual manera. Desde su llegada
a Cuba, el joven se había puesto a las órdenes de su hermano y trabajaba con
él, codo con codo, aprendiendo todo lo relativo al manejo de la finca y a los
negocios.
Gonzalo y su esposa María, habían encontrado
en aquel pequeño paraíso la felicidad que tanto tiempo habían buscado y que por
caprichos del destino no habían hallado en Puente Viejo, su lugar de origen.
Llevaban más de tres años viviendo en Santa
Marta junto a sus dos hijos, Esperanza, una niña de cuatro años y medio que
crecía hermosa, despierta y feliz; y el pequeño Martín de dos años, y que había
llegado para terminar de colmar una dicha que ya de por sí era absoluta. Ambos
eran el mayor tesoro de sus padres, quienes se desvivían porque su infancia
fuese feliz y tranquila; y no tuviesen que pasar las mismas penalidades que
habían padecido ellos a tan temprana edad.
Mientras Gonzalo había encontrado en los
negocios de su hermano la manera de ganarse la vida, María había hallado su
camino en la enseñanza. La joven había conseguido volver a abrir la pequeña y
modesta escuela de Santa Marta para que los niños del pueblo acudiesen a ella y
pudieran aprender a leer, a escribir y las nociones básicas de los números que
les ayudase en un futuro a valerse por sí mismos y no ser unos analfabetos a
quienes poder engañar con facilidad.
En un principio, su idea de abrir de nuevo
la escuela, no había sido muy bien acogida por los aldeanos y es que eran gente
dedicada al trabajo, que opinaban que dejar a sus hijos en la escuela era una
pérdida de tiempo porque les necesitaban para faenar; y que les sería de mayor
provecho aprender a trabajar que a juntar números y letras.
Sin embargo, María no se rindió. Sabía que
iba a ser difícil convencerles, entre otras cosas porque se trataba de una
mujer quien les iba a enseñar, pero con su perseverancia y tesón, logró que
poco a poco, comenzaran a confiar en ella; y en pocos meses, la escuela pasó de
tener cinco alumnos a casi veinte. Además, los resultados comenzaron a llegar
muy pronto porque los niños de Santa Marta eran muy avispados y aprendían con
rapidez, absorbiendo lo enseñado como si fuesen esponjas.
Aquella mañana de principios de verano,
María estaba dando las últimas pautas a los hermanos García, dos niños gemelos
de apenas seis años y cuyos ojos brillaban anhelantes por aprender. Eran los
últimos alumnos que se habían apuntado a sus clases pero sus ansias por saber y
descubrir el mundo eran su principal baza para aprender rápido.
-Y si a la eme le ponemos la a, se lee ma
–dijo María con paciencia y sin perder nunca la sonrisa-. La eme con la e, me;
con la i, mi, con la o, mo y con la u mu –una a una, la joven había ido
escribiendo las letras en la vieja pizarra que colgaba en la pared-. ¿Lo has
entendido, Rodrigo?
El niño asintió.
-Sí, señorita María –convino con voz
infantil y cantarina.
-Pues ahora solo tienes que aprendértelas y
para ello lo mejor es que las copies en tu pizarrín –le indicó, acercándose a
su pupitre.
Los otros niños habían escuchado la lección
a pesar de sabérsela ya.
María observó como el pequeño Rodrigo
comenzaba a escribir las letras, primero con pulso tembloroso pero al momento
cogió confianza al ver que lo estaba haciendo correctamente y sus trazos se
volvieron más certeros y enseguida sonrió.
-Muy bien –le alentó la maestra, contenta
por el avance-. Sigue así.
María levantó la cabeza y vio al resto de
sus alumnos, enfrascados en sus diferentes tareas. Cada uno llevaba un ritmo
diferente pues a unos les costaba más aprender a leer y a otros a sumar y
restar; pero en definitiva todos ellos ponían las mismas ganas, que era lo
principal.
En ese momento la joven se sintió orgullosa
de ellos y de sus logros. Con esfuerzo lograrían sus propósitos y María era
quien les daría las armas para alcanzarlos. Ese era su pequeño grano de arena,
su regalo para la gente: ayudarles. Y el sentirse útil la llenaba de paz.
Recordó cómo, tiempo atrás, en Puente Viejo,
junto a Gonzalo habían sacado adelante una empresa similar: enseñar y educar a
las personas mayores que por diferentes motivos no habían podido hacerlo en su
juventud. Ellos, con la ayuda de Tristán y Candela, lograron abrir la escuela
para mayores y muchos de sus vecinos se apuntaron a las clases. Como en Santa
Marta, las gentes de Puente Viejo también se habían mostrado reticentes a
acudir al principio, sin embargo luego habían agradecido que alguien se tomase
la molestia de enseñarles.
La campana de la iglesia sonó de pronto,
retumbando su alegre y característico sonido por todo el pueblo, anunciando de
este modo el mediodía. Los niños alzaron sus cabezas sabiendo lo que eso
significaba: la clase había terminado.
-Podéis dejar los pizarrines sobre los
pupitres e ir saliendo –les indicó María como hacía cada día al finalizar la
clase.
Sus alumnos, obedientemente siguieron sus
indicaciones y fueron saliendo del aula tras despedirse de ella con un “hasta
mañana señorita María”.
La joven les devolvió la despedida con una
amplia sonrisa.
Cuando los alumnos se marcharon se acercó a
los pupitres y fue mirando lo que habían hecho, con ojo crítico: era el momento
de ver cómo avanzaban en sus lecciones. Uno a uno, recogió los pizarrines y los
guardó en el cajón de su escritorio. Se disponía a borrar la pizarra y dejarla
lista para la clase de la tarde cuando alguien llamó a la puerta.
-Adelante –le indicó María, preguntándose
quién sería a esas horas.
Una joven de su edad, de tez morena y ojos
oscuros asomó la cabeza por un resquicio de la puerta.
-¿Se puede, señorita María? –preguntó con voz
avergonzada.
-Teresa –se sorprendió la esposa de Gonzalo,
y dejó el trapo con el que estaba borrando la pizarra sobre la mesa-. Por
supuesto, pasa.
La joven con rasgos muy acentuados en su
rostro avanzó con pasos titubeantes. Llevaba un simple vestido largo y de
llamativos colores que resaltaban su belleza a pesar de llevar el pelo oscuro,
recogido con unas trenzas.
-Yo… -comenzó, sin atreverse a mirar a María
a los ojos, quien enseguida supo que algo ocurría pues no era habitual ver
aquel semblante serio y triste en la joven-. Yo… quería hablar con usted.
-Claro –se apresuró a decir, frunciendo el
ceño-. ¿Qué es lo que ocurre Teresa?
-Venía… venía a decirle que… -por fin se
atrevió a mirarla a la cara y sus ojos se volvieron más tristes mientras que su
voz se convirtió en un susurro-… no voy a poder seguir viniendo a sus clases.
María ladeó la cabeza, sorprendida.
Además de la escuela para niños, otro de los
proyectos que había puesto en marcha eran las clases para adultos. Después del
éxito que había tenido con los más pequeños del pueblo, María pensó que también
podía hacer lo mismo con los mayores pues tenían derecho a que aprender.
Con ellos había sido mucho más difícil
porque tenían más responsabilidades y quehaceres que los niños, pero con el
tiempo algunos se habían acercado a las clases; y entre esas personas se
encontraba Teresa, una muchacha de la misma edad que María, y recientemente casada
con un pescador de la zona. Teresa había sido su primera alumna y enseguida, se
vio las enormes ganas que tenía por aprender, casi más que un niño, y María no
dudó ni un instante en dedicarle el tiempo que fuese necesario, convirtiéndose
en una de sus alumnas más aventajadas.
-Pero… ¿por qué? –logró decir la esposa de
Gonzalo sin entender la decisión de la joven-. ¿Ha ocurrido algo? ¿Está bien tu
esposo?
-Sí, sí –se apresuró a decir la muchacha-.
Julio está bien.
-Entonces… no entiendo porque no puedes
seguir viniendo. Has encontrado algún trabajo y no puedes venir… ¿es por eso?
–María no iba a darse por vencida fácilmente-. Si es así podemos ver cómo le
hacemos para que puedas venir en otro momento. A mí no me importaría…
-No, no –le cortó Teresa azorada-. No se
trata de eso. Simplemente es que no puedo venir.
-Pero alguna razón habrá –insistió María,
sin entender su negativa. Desde que había abierto la escuela para mayores, la
joven había acudido diariamente a las clases-. No puede ser que de la noche a
la mañana hayas decidido dejar las clases con lo que te gustan.
Teresa levantó el mentón y apretó los labios.
-Simplemente es que me quitan mucho tiempo
de mis quehaceres y estoy desatendiendo mi casa y a mi marido por ello. Pensé
que podría seguir con todo pero… me he visto sobrepasada por las
circunstancias. No hace mucho que me he casado y lo primero es atender a mi
esposo y dedicarme a mi hogar –dijo clavando sus ojos en María, quien vio en
ellos el dolor que le causaba tomar aquella decisión. Aquellas palabras no
parecían salir de la boca de Teresa, pensó María. Por lo que la conocía, sabía
que la muchacha era capaz de eso y de mucho más-. Me gustaría seguir pero no me
es posible. Tan solo quería comunicárselo. Tengo que volver a casa. Buenos días
señorita María y… lo siento.
Teresa dio media vuelta y salió del aula con
paso ligero, sin darle a María la oportunidad de decirle nada más.
La esposa de Gonzalo se quedó unos segundos
mirando la puerta que había quedado entreabierta. Las razones que acababa de
escuchar no la convencían. Teresa era una muchacha capaz de sacar adelante su
casa y seguir yendo a las clases. Los motivos que le había dado carecían de
veracidad y María lo sabía. Había algo más, porque sus palabras habían dicho
una cosa, pero sus ojos no engañaban y ocultaban una gran tristeza y verdad:
Teresa no quería aquello, sin embargo algo la obligaba a tomar aquella
decisión. Y María estaba dispuesta a averiguar qué verdad ocultaba la muchacha.
La joven soltó un leve suspiro y miró el
reloj de la mesa, dando un respingo. Se le había hecho demasiado tarde.
Cogió sus cosas y cerró la puerta del aula
tras ella.
CONTINUARÁ...
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