lunes, 19 de octubre de 2015

CAPÍTULO 1 
Al este de La Habana, bañada por las aguas del Atlántico, se hallaba Santa Marta, un pequeño pueblo de pescadores, gente humilde, trabajadora y de gran corazón.
El pueblo se asentaba en la bahía de Cárdenas, conocida por la gran variedad de fauna marina que habitaba el lugar y que era el sustento de los lugareños, quienes cada día se adentraban en sus aguas cristalinas para faenar en ellas.
Pero si el mar bañaba sus costas, las montañas más cercanas rodeaban Santa Marta por el frente contrario, una barrera protectora que la vestía de vegetación, salvaje e indómita, de bosques centenarios que eran el refugio para algunas tribus de indígenas que todavía habitaban la zona, así como para los animales que buscaban cobijo por aquellos lares.
En el llano, los campos fértiles se cubrían de cultivos, principalmente de caña de azúcar, ya que el país era uno de los grandes productores de esta planta y la exportaban a otros países.
La finca “Casablanca” era la que más extensión de campo dedicaba a su cultivo y es que Tristán Castro, su dueño, daba trabajo a muchos aldeanos. Muchos de ellos trabajaban en la finca durante todo el año, pero había de otros que tan solo acudían a faenar temporalmente, cuando la época de pesca era mala.
Todo el pueblo conocía a Tristán pues su familia llevaba años afincada allí aunque su difunta madre, doña Pilar había preferido pasar gran parte de su vida en la capital; sin embargo, nunca habían descuidado sus negocios en Santa Marta; y su hijo Tristán se había hecho cargo de ellos en cuanto le fue posible.
Tras la muerte de doña Pilar, Tristán y su esposa Clara se habían instalado en la casa grande, una hacienda de estilo colonial de finales del siglo XVII situada en las afueras del pueblo que llamaba la atención por sus grandes balcones y por sus paredes, tan blancas como la cal y que parecían irradiar luz propia cuando el sol se posaba en ellas.
Desde su llegada, los habitantes de Santa Marta habían visto crecer sus negocios así como los campos cultivados, y es que la familia Castro les había aportado prosperidad inundando de vida el olvidado pueblo.
En aquellos días, Tristán y Clara no se hallaban en el pueblo porque habían tenido que marcharse de viaje, pero su ausencia apenas se notaba ya que Gonzalo, el medio hermano de Tristán, se encargaba de llevar la finca y los negocios, de igual manera. Desde su llegada a Cuba, el joven se había puesto a las órdenes de su hermano y trabajaba con él, codo con codo, aprendiendo todo lo relativo al manejo de la finca y a los negocios.
Gonzalo y su esposa María, habían encontrado en aquel pequeño paraíso la felicidad que tanto tiempo habían buscado y que por caprichos del destino no habían hallado en Puente Viejo, su lugar de origen.
Llevaban más de tres años viviendo en Santa Marta junto a sus dos hijos, Esperanza, una niña de cuatro años y medio que crecía hermosa, despierta y feliz; y el pequeño Martín de dos años, y que había llegado para terminar de colmar una dicha que ya de por sí era absoluta. Ambos eran el mayor tesoro de sus padres, quienes se desvivían porque su infancia fuese feliz y tranquila; y no tuviesen que pasar las mismas penalidades que habían padecido ellos a tan temprana edad.
Mientras Gonzalo había encontrado en los negocios de su hermano la manera de ganarse la vida, María había hallado su camino en la enseñanza. La joven había conseguido volver a abrir la pequeña y modesta escuela de Santa Marta para que los niños del pueblo acudiesen a ella y pudieran aprender a leer, a escribir y las nociones básicas de los números que les ayudase en un futuro a valerse por sí mismos y no ser unos analfabetos a quienes poder engañar con facilidad.
En un principio, su idea de abrir de nuevo la escuela, no había sido muy bien acogida por los aldeanos y es que eran gente dedicada al trabajo, que opinaban que dejar a sus hijos en la escuela era una pérdida de tiempo porque les necesitaban para faenar; y que les sería de mayor provecho aprender a trabajar que a juntar números y letras.
Sin embargo, María no se rindió. Sabía que iba a ser difícil convencerles, entre otras cosas porque se trataba de una mujer quien les iba a enseñar, pero con su perseverancia y tesón, logró que poco a poco, comenzaran a confiar en ella; y en pocos meses, la escuela pasó de tener cinco alumnos a casi veinte. Además, los resultados comenzaron a llegar muy pronto porque los niños de Santa Marta eran muy avispados y aprendían con rapidez, absorbiendo lo enseñado como si fuesen esponjas.
Aquella mañana de principios de verano, María estaba dando las últimas pautas a los hermanos García, dos niños gemelos de apenas seis años y cuyos ojos brillaban anhelantes por aprender. Eran los últimos alumnos que se habían apuntado a sus clases pero sus ansias por saber y descubrir el mundo eran su principal baza para aprender rápido.
-Y si a la eme le ponemos la a, se lee ma –dijo María con paciencia y sin perder nunca la sonrisa-. La eme con la e, me; con la i, mi, con la o, mo y con la u mu –una a una, la joven había ido escribiendo las letras en la vieja pizarra que colgaba en la pared-. ¿Lo has entendido, Rodrigo?
El niño asintió.
-Sí, señorita María –convino con voz infantil y cantarina.
-Pues ahora solo tienes que aprendértelas y para ello lo mejor es que las copies en tu pizarrín –le indicó, acercándose a su pupitre.
Los otros niños habían escuchado la lección a pesar de sabérsela ya.
María observó como el pequeño Rodrigo comenzaba a escribir las letras, primero con pulso tembloroso pero al momento cogió confianza al ver que lo estaba haciendo correctamente y sus trazos se volvieron más certeros y enseguida sonrió.
-Muy bien –le alentó la maestra, contenta por el avance-. Sigue así.
María levantó la cabeza y vio al resto de sus alumnos, enfrascados en sus diferentes tareas. Cada uno llevaba un ritmo diferente pues a unos les costaba más aprender a leer y a otros a sumar y restar; pero en definitiva todos ellos ponían las mismas ganas, que era lo principal.
En ese momento la joven se sintió orgullosa de ellos y de sus logros. Con esfuerzo lograrían sus propósitos y María era quien les daría las armas para alcanzarlos. Ese era su pequeño grano de arena, su regalo para la gente: ayudarles. Y el sentirse útil la llenaba de paz.
Recordó cómo, tiempo atrás, en Puente Viejo, junto a Gonzalo habían sacado adelante una empresa similar: enseñar y educar a las personas mayores que por diferentes motivos no habían podido hacerlo en su juventud. Ellos, con la ayuda de Tristán y Candela, lograron abrir la escuela para mayores y muchos de sus vecinos se apuntaron a las clases. Como en Santa Marta, las gentes de Puente Viejo también se habían mostrado reticentes a acudir al principio, sin embargo luego habían agradecido que alguien se tomase la molestia de enseñarles.
La campana de la iglesia sonó de pronto, retumbando su alegre y característico sonido por todo el pueblo, anunciando de este modo el mediodía. Los niños alzaron sus cabezas sabiendo lo que eso significaba: la clase había terminado.
-Podéis dejar los pizarrines sobre los pupitres e ir saliendo –les indicó María como hacía cada día al finalizar la clase.
Sus alumnos, obedientemente siguieron sus indicaciones y fueron saliendo del aula tras despedirse de ella con un “hasta mañana señorita María”.
La joven les devolvió la despedida con una amplia sonrisa.
Cuando los alumnos se marcharon se acercó a los pupitres y fue mirando lo que habían hecho, con ojo crítico: era el momento de ver cómo avanzaban en sus lecciones. Uno a uno, recogió los pizarrines y los guardó en el cajón de su escritorio. Se disponía a borrar la pizarra y dejarla lista para la clase de la tarde cuando alguien llamó a la puerta.
-Adelante –le indicó María, preguntándose quién sería a esas horas.
Una joven de su edad, de tez morena y ojos oscuros asomó la cabeza por un resquicio de la puerta.
-¿Se puede, señorita María? –preguntó con voz avergonzada.
-Teresa –se sorprendió la esposa de Gonzalo, y dejó el trapo con el que estaba borrando la pizarra sobre la mesa-. Por supuesto, pasa.
La joven con rasgos muy acentuados en su rostro avanzó con pasos titubeantes. Llevaba un simple vestido largo y de llamativos colores que resaltaban su belleza a pesar de llevar el pelo oscuro, recogido con unas trenzas.
-Yo… -comenzó, sin atreverse a mirar a María a los ojos, quien enseguida supo que algo ocurría pues no era habitual ver aquel semblante serio y triste en la joven-. Yo… quería hablar con usted.
-Claro –se apresuró a decir, frunciendo el ceño-. ¿Qué es lo que ocurre Teresa?
-Venía… venía a decirle que… -por fin se atrevió a mirarla a la cara y sus ojos se volvieron más tristes mientras que su voz se convirtió en un susurro-… no voy a poder seguir viniendo a sus clases.
María ladeó la cabeza, sorprendida.
Además de la escuela para niños, otro de los proyectos que había puesto en marcha eran las clases para adultos. Después del éxito que había tenido con los más pequeños del pueblo, María pensó que también podía hacer lo mismo con los mayores pues tenían derecho a que aprender.
Con ellos había sido mucho más difícil porque tenían más responsabilidades y quehaceres que los niños, pero con el tiempo algunos se habían acercado a las clases; y entre esas personas se encontraba Teresa, una muchacha de la misma edad que María, y recientemente casada con un pescador de la zona. Teresa había sido su primera alumna y enseguida, se vio las enormes ganas que tenía por aprender, casi más que un niño, y María no dudó ni un instante en dedicarle el tiempo que fuese necesario, convirtiéndose en una de sus alumnas más aventajadas.
-Pero… ¿por qué? –logró decir la esposa de Gonzalo sin entender la decisión de la joven-. ¿Ha ocurrido algo? ¿Está bien tu esposo?
-Sí, sí –se apresuró a decir la muchacha-. Julio está bien.
-Entonces… no entiendo porque no puedes seguir viniendo. Has encontrado algún trabajo y no puedes venir… ¿es por eso? –María no iba a darse por vencida fácilmente-. Si es así podemos ver cómo le hacemos para que puedas venir en otro momento. A mí no me importaría…
-No, no –le cortó Teresa azorada-. No se trata de eso. Simplemente es que no puedo venir.
-Pero alguna razón habrá –insistió María, sin entender su negativa. Desde que había abierto la escuela para mayores, la joven había acudido diariamente a las clases-. No puede ser que de la noche a la mañana hayas decidido dejar las clases con lo que te gustan.
Teresa levantó el mentón y apretó los labios.
-Simplemente es que me quitan mucho tiempo de mis quehaceres y estoy desatendiendo mi casa y a mi marido por ello. Pensé que podría seguir con todo pero… me he visto sobrepasada por las circunstancias. No hace mucho que me he casado y lo primero es atender a mi esposo y dedicarme a mi hogar –dijo clavando sus ojos en María, quien vio en ellos el dolor que le causaba tomar aquella decisión. Aquellas palabras no parecían salir de la boca de Teresa, pensó María. Por lo que la conocía, sabía que la muchacha era capaz de eso y de mucho más-. Me gustaría seguir pero no me es posible. Tan solo quería comunicárselo. Tengo que volver a casa. Buenos días señorita María y… lo siento.
Teresa dio media vuelta y salió del aula con paso ligero, sin darle a María la oportunidad de decirle nada más.
La esposa de Gonzalo se quedó unos segundos mirando la puerta que había quedado entreabierta. Las razones que acababa de escuchar no la convencían. Teresa era una muchacha capaz de sacar adelante su casa y seguir yendo a las clases. Los motivos que le había dado carecían de veracidad y María lo sabía. Había algo más, porque sus palabras habían dicho una cosa, pero sus ojos no engañaban y ocultaban una gran tristeza y verdad: Teresa no quería aquello, sin embargo algo la obligaba a tomar aquella decisión. Y María estaba dispuesta a averiguar qué verdad ocultaba la muchacha.
La joven soltó un leve suspiro y miró el reloj de la mesa, dando un respingo. Se le había hecho demasiado tarde.
Cogió sus cosas y cerró la puerta del aula tras ella.


 CONTINUARÁ...



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