EL SELLO DEL OBISPO (PARTE 2)
Aquella tarde, María se acercó a la hacienda
Casablanca porque había quedado con Clara para tomar el café. La joven se llevó
a los niños pues Gonzalo tenía que acudir a una reunión y no podía quedarse con
ellos.
Antes de salir de casa, Gonzalo pasó por el
despacho del salón y cogió los papeles que don Anselmo le había mandado desde
Puente Viejo. Volvió a mirarlos y suspiró. Tan solo esperaba que su idea
saliera bien. Una idea que no había compartido con nadie, ni siquiera con
María.
-Señor, espero que sepas perdonar lo que voy
a hacer –rezó en voz alta.
Margarita, la criada entró en ese momento en
la sala.
-Dile a María que espero no tardar –le dejó
encomendado a la buena mujer, que asintió en silencio mientras le veía marchar.
Margarita se acercó al despacho para recoger
una bandeja y vio que el cajón estaba abierto. La mujer lo cerró y regresó a
sus quehaceres.
Una hora después, Gonzalo entraba en la
catedral de La Habana, donde la gente se apresuraba a coger sitio para poder
ver bien la celebración.
No era la primera vez que el esposo de María
estaba allí, de manera que conocía a grandes rasgos la basílica de Santa
Caridad. Avanzó junto al resto de personas por el pasillo central, mezclándose
con ellos, y observó cada movimiento que se desarrollaba en el altar principal
donde se ultimaban los detalles para la ordenación. Un escalofrío recorrió su
cuerpo cuando el recuerdo, ya lejano, de su propia ordenación, le vino a la
memoria. Momentos duros aquellos en los que tuvo que renunciar a la vida seglar
para entregársela a Dios; un Dios al que habría querido dedicársela, pero al
que no amaba tanto como a María. Afortunadamente, aquellos tiempos habían
quedado en el pasado y ahora vivía feliz junto a María y a sus hijos. Y era por
ellos por lo que estaba allí, dispuesto a todo.
Se acercó a uno de los laterales,
ocultándose del campo de visión de la gente, que por suerte, estaban más
interesados en aquellos familiares que iban a ser ordenados en breve que en ver
dónde iba el joven.
Cuando vio que la ceremonia comenzaba y los
jóvenes diáconos entraban en la basílica en fila, camino del altar y
precedidos, entre otros, por el obispo de Zaragoza, Gonzalo abrió una de las
puertas y se adentró en la zona de la basílica donde solo los sacerdotes tenían
acceso.
Nada más traspasar aquella puerta, se hizo
el silencio. Todo el mundo debía de estar en la iglesia, asistiendo a la
celebración. Así le resultaría todo más sencillo, pensó Gonzalo.
No sabía muy bien donde encontraría lo que
andaba buscando pero tenía una leve idea. Así que cuando se encontró una puerta
donde rezaba “sacristía mayor”, no lo dudó ni un instante y entró en el lugar.
†
María regresó a casa antes de lo previsto
pues Clara no se encontraba con ánimos ese día, y es que la mujer de Tristán
padecía de vez en cuando de fuertes jaquecas que le hacían permanecer en
reposo.
La esposa de Gonzalo llamó a Margarita para
que recogiese su bolso.
-El señor todavía no ha venido, ¿verdad? –le
preguntó, dejando a Martín acostado en el sofá-. Me dijo que posiblemente la
reunión se alargaría más de la cuenta.
-No señora. No ha dicho nada –le confirmó la
criada-. Tan solo cogió los papeles del cajón y se marchó.
-¿Papeles? –se extrañó María. Por lo que
tenía entendido no debía llevar nada a la reunión con Andrés y aquel vendedor
de semillas-. ¿Qué papeles?
-Los que cogió del segundo cajón del
escritorio –le explicó la buena mujer-. Con las prisas, el señor se lo dejó
abierto y lo cerré. Espero haber hecho bien.
-Sí, sí –la tranquilizó María, pensativa-.
No te preocupes. Puedes retirarte.
La doncella salió y María se acercó hasta el
escritorio para abrir el segundo cajón. Su sexto sentido le decía que no le iba
a gustar lo que descubriría. Sabía de sobra lo que Gonzalo guardaba en aquel
cajón: los papeles de su boda, aquellos que necesitaban el sello del obispo
para poder bautizar a Martín.
Nada más abrir el cajón sintió como se le
congelaba la sangre. Los papeles no estaban. Gonzalo se los había llevado. La
pregunta era, ¿dónde y por qué? ¿Qué pensaba hacer con ellos? ¿Habría decidido
ir a hablar con don Celestiano sin contárselo?
María regresó al salón, inquieta y llena de
dudas.
-¡Margarita! –llamó a la criada.
La doncella se personó enseguida ante ella.
-Dígame, señora.
-¿Podrías quedarte al cargo de los niños un
rato? –le pidió María. Sabía que la buena mujer tenía cosas que hacer en la
casa, pero no sabía a quién más acudir-. No te preocupes por la cena ni por la
casa. Cuando regrese podrás ocuparte sin problemas.
Margarita asintió, solícita.
-Si viene mi esposo le dices que he ido a
ver a don Celestiano –le pidió.
-Don Celestiano no está hoy en la parroquia,
señora –la cortó la criada, acercándose para coger al niño en brazos.
-¿Ah, no? –se extrañó la esposa de Gonzalo,
quien comenzaba a ver que todo aquello estaba relacionado con su esposo y no le
gustaba ni una miaja.
-No, señora. El sacerdote ha acudido hoy a
la catedral de La Habana, para asistir a la ordenación de los nuevos sacerdotes
–le explicó con una sonrisa-. No se habla de otra cosa en el pueblo, pues se ve
que uno de ellos es su sobrino y el buen hombre no quería perdérselo. Además,
dicen que la ceremonia estará dirigida por el mismísimo obispo de Zaragoza, el
de España.
Las últimas palabras de Margarita hicieron
que María retrocediese unos pasos, a punto de perder el equilibrio. ¿El obispo
de Zaragoza allí, en Cuba? Gonzalo había desaparecido con los papeles que
requerían el sello de aquel hombre y… y no había que ser muy lista para saber
dónde estaba su esposo.
-Señora… ¿se encuentra bien? –se asustó la
doncella al ver la palidez de su rostro.
-Sí, sí –se apresuró a decirle, una vez
recobrada de la impresión-. Tengo que… tú ocúpate de los niños que tengo que
solucionar un asunto –salió por la puerta de la casa pero Margarita aun pudo
escucharla murmurar: Gonzalo, ¿qué has
hecho?
†
Tras finalizar la ceremonia de ordenación,
el obispo de Zaragoza regresó a la oficina que le habían asignado. El hombre,
ya entrado en años, se sentó en el sillón, tras el escritorio y suspiró,
cansado. Definitivamente no estaba ya para aquellos actos, dentro de poco
tendría que dejar paso a un nuevo obispo, más joven y con maás vitalidad que él.
Dos golpes secos en la puerta le sacaron de
su embotamiento.
-Adelante –declaró, sentándose bien en la
silla.
Un joven sacerdote entró en la habitación.
-¿Da usted su permiso, señor obispo? –le
preguntó el sacerdote, que llevaba una bandeja con unos papeles-. Le traigo las
actas que ha de firmar. Las de los nuevos sacerdotes.
El obispo frunció el ceño.
-Pero… ¿y el secretario que me habían
asignado? –preguntó, extrañado.
-¿Don Rubén? –se acercó el joven y dejó la
bandeja-. Lo lamenta mucho pero se sentía indispuesto, por eso me ha mandado a
mí en su lugar.
El obispo aceptó aquella explicación.
-¿Y… usted es?
-El padre Martín –se presentó Gonzalo, que
se las había ingeniado para hacerse con un hábito; y tras descubrir quién era
el secretario personal que le habían asignado al obispo, y ofrecerle un vino
cargado de purgante; el joven había tomado su puesto.
Gonzalo no se sentía orgulloso de ello, pero
no había tenido otra opción. No era la primera vez que lo hacía, pues había
usado las mismas tretas que cuando se coló en el convento para huir con María.
Aquella vez había sido descubierto por la madre superiora. Esperaba que ahora
las cosas salieran mucho mejor.
-Está bien –declaró el obispo, dándose por
satisfecho-. Trae esos papeles para que los firme.
Gonzalo tragó saliva y le pasó los
documentos.
El obispo se quitó el gran anillo que
llevaba en el dedo y con la tinta necesaria fue firmando uno a uno los
documentos. Gonzalo rezó en silencio, esperando que aquel hombre confiase en su
palabra y que no se le ocurriera leer uno a uno lo documentos.
Los minutos se le hicieron eternos, pero
finalmente, el obispo selló todos los papeles y se los devolvió a Gonzalo.
-Gracias, su santidad –le dijo el joven-. Le
dejo que descanse, si no requiere nada más.
-Puedes retirarte –le hizo una señal con la
mano para que se marchara mientras arrugaba la frente, visiblemente cansado-. Y
que no me moleste nadie.
-No se preocupe –le concedió.
Gonzalo fue a abrir la puerta pero alguien
desde fuera se le adelantó.
Su corazón se detuvo al encontrarse cara a
cara con la única persona que no pensaba hallar allí.
María se le quedó mirando, tan sorprendida
como él.
-Disculpe… -murmuró ella, finalmente.
-Señora, no debería estar aquí –convino
Gonzalo, reaccionando con rapidez y tratando de mostrarse sereno-. Este es el
despacho privado del señor obispo. Nadie puede entrar sin hacerse anunciar.
-Lo siento –hablo su esposa sin apartar la
mirada de él-. Estaba buscando a… a… al padre Gonzalo, pero ya veo que me he
equivocado de lugar.
Gonzalo se volvió hacia el obispo.
-No se preocupe, su santidad, ya me encargo
yo de enseñarle el camino a esta buena mujer –y ambos abandonaron el despacho
del obispo.
-¿Se puede saber qué haces aquí? –le
preguntó en un susurro, Gonzalo a su esposa, sin dar crédito. Caminaron por el
claustro, tratando de no alzar la voz.
-¿Eso mismo tendría que preguntarte yo a ti?
–le soltó ella, manteniendo el enfado a raya. Le miró de arriba abajo y no pudo
contenerse-. Pero… ¿cómo se te ocurre ponerte una sotana? ¿Estás loco Gonzalo?
-No es la primera vez que lo hago –se
defendió él, torciendo, a paso rápido, hacia la derecha y adentrándose en un
pasillo oscuro. Cogió el pomo de la segunda puerta y dejó que María pasara
delante-. Además, era la única solución que teníamos.
-¿Hacerte pasar por cura para conseguir que
te firmase los papeles? –se burló su esposa.
Gonzalo se quitó la sotana con rapidez y la
guardó en el mismo sitio donde la había encontrado. Luego revisó los papeles
que el obispo había firmado y sacó su acta de matrimonio.
-Aquí está –se la pasó a María, orgulloso
por su triunfo-. Al fin tenemos el papel sellado. Ahora ya podremos bautizar a
nuestro hijo.
Sin embargo la joven no parecía muy contenta
con ello.
-No creas que me siento orgulloso de lo que
he hecho –declaró Gonzalo, viendo la decepción de María en sus ojos-. Pero no
me quedaba de otra.
La joven se mordió el labio, sabiendo que
Gonzalo estaba en lo cierto. Habían tenido la suerte de que el obispo de
Zaragoza llegase hasta ellos. No podían dejar pasar la ocasión. Era eso o…
descubrirse ante la Montenegro.
-No sé si podré perdonarte el susto que me
has hecho pasar, Gonzalo –le dijo finalmente, tratando de mostrarse enfadada
cuando en realidad comenzaba a sentir alivio.
Su esposo se guardó el papel y se acercó a
ella para besarla.
-Quizá esto pueda terminar de convencerte
–susurró besándola de nuevo.
La joven se dejó llevar en un primer
momento, pues le resultaba difícil resistirse a sus besos y caricias, sin
embargo, enseguida se apartó de él, como si hubiese visto un fantasma.
-¡Gonzalo! Solo faltaría que entrase un
sacerdote y nos pillara. Es lo último que necesitamos. Regresemos a casa antes
de que alguien nos vea por aquí.
Su esposo asintió. María tenía razón. Ya
habían tentado demasiado a la suerte. Tenían en su poder lo que necesitaban: el
sello del obispo estampado en su acta matrimonial. Ahora ya podían bautizar a
Martín, tal como deseaban.
-Por cierto –dijo de pronto Gonzalo,
saliendo de la catedral-. ¿Has pensado ya en los padrinos para el bautizo?
María arrugó el ceño. Con todo el asunto de
los papeles apenas había pensado en nada más.
-La verdad es que no –le confesó; y al ver
su sonrisa pícara, supo que a él no se le había pasado por alto-. ¿En quién
estás pensando, Gonzalo?
-En… mejor deja que te sorprenda –se echó
para atrás, enigmáticamente-. Estoy seguro de que serán de tu agrado.
Pese a la curiosidad e insistencia de su
esposa, Gonzalo no soltó palabra. Habría que esperar unas semanas para saber
quiénes serían los padrinos del pequeño Martín.
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