lunes, 12 de octubre de 2015

EL SELLO DEL OBISPO (PARTE 2)
 Aquella tarde, María se acercó a la hacienda Casablanca porque había quedado con Clara para tomar el café. La joven se llevó a los niños pues Gonzalo tenía que acudir a una reunión y no podía quedarse con ellos.
Antes de salir de casa, Gonzalo pasó por el despacho del salón y cogió los papeles que don Anselmo le había mandado desde Puente Viejo. Volvió a mirarlos y suspiró. Tan solo esperaba que su idea saliera bien. Una idea que no había compartido con nadie, ni siquiera con María.
-Señor, espero que sepas perdonar lo que voy a hacer –rezó en voz alta.
Margarita, la criada entró en ese momento en la sala.
-Dile a María que espero no tardar –le dejó encomendado a la buena mujer, que asintió en silencio mientras le veía marchar.
Margarita se acercó al despacho para recoger una bandeja y vio que el cajón estaba abierto. La mujer lo cerró y regresó a sus quehaceres.
Una hora después, Gonzalo entraba en la catedral de La Habana, donde la gente se apresuraba a coger sitio para poder ver bien la celebración.
No era la primera vez que el esposo de María estaba allí, de manera que conocía a grandes rasgos la basílica de Santa Caridad. Avanzó junto al resto de personas por el pasillo central, mezclándose con ellos, y observó cada movimiento que se desarrollaba en el altar principal donde se ultimaban los detalles para la ordenación. Un escalofrío recorrió su cuerpo cuando el recuerdo, ya lejano, de su propia ordenación, le vino a la memoria. Momentos duros aquellos en los que tuvo que renunciar a la vida seglar para entregársela a Dios; un Dios al que habría querido dedicársela, pero al que no amaba tanto como a María. Afortunadamente, aquellos tiempos habían quedado en el pasado y ahora vivía feliz junto a María y a sus hijos. Y era por ellos por lo que estaba allí, dispuesto a todo.
Se acercó a uno de los laterales, ocultándose del campo de visión de la gente, que por suerte, estaban más interesados en aquellos familiares que iban a ser ordenados en breve que en ver dónde iba el joven.
Cuando vio que la ceremonia comenzaba y los jóvenes diáconos entraban en la basílica en fila, camino del altar y precedidos, entre otros, por el obispo de Zaragoza, Gonzalo abrió una de las puertas y se adentró en la zona de la basílica donde solo los sacerdotes tenían acceso.
Nada más traspasar aquella puerta, se hizo el silencio. Todo el mundo debía de estar en la iglesia, asistiendo a la celebración. Así le resultaría todo más sencillo, pensó Gonzalo.
No sabía muy bien donde encontraría lo que andaba buscando pero tenía una leve idea. Así que cuando se encontró una puerta donde rezaba “sacristía mayor”, no lo dudó ni un instante y entró en el lugar.
María regresó a casa antes de lo previsto pues Clara no se encontraba con ánimos ese día, y es que la mujer de Tristán padecía de vez en cuando de fuertes jaquecas que le hacían permanecer en reposo.
La esposa de Gonzalo llamó a Margarita para que recogiese su bolso.
-El señor todavía no ha venido, ¿verdad? –le preguntó, dejando a Martín acostado en el sofá-. Me dijo que posiblemente la reunión se alargaría más de la cuenta.
-No señora. No ha dicho nada –le confirmó la criada-. Tan solo cogió los papeles del cajón y se marchó.
-¿Papeles? –se extrañó María. Por lo que tenía entendido no debía llevar nada a la reunión con Andrés y aquel vendedor de semillas-. ¿Qué papeles?
-Los que cogió del segundo cajón del escritorio –le explicó la buena mujer-. Con las prisas, el señor se lo dejó abierto y lo cerré. Espero haber hecho bien.
-Sí, sí –la tranquilizó María, pensativa-. No te preocupes. Puedes retirarte.
La doncella salió y María se acercó hasta el escritorio para abrir el segundo cajón. Su sexto sentido le decía que no le iba a gustar lo que descubriría. Sabía de sobra lo que Gonzalo guardaba en aquel cajón: los papeles de su boda, aquellos que necesitaban el sello del obispo para poder bautizar a Martín.
Nada más abrir el cajón sintió como se le congelaba la sangre. Los papeles no estaban. Gonzalo se los había llevado. La pregunta era, ¿dónde y por qué? ¿Qué pensaba hacer con ellos? ¿Habría decidido ir a hablar con don Celestiano sin contárselo?
María regresó al salón, inquieta y llena de dudas.
-¡Margarita! –llamó a la criada.
La doncella se personó enseguida ante ella.
-Dígame, señora.
-¿Podrías quedarte al cargo de los niños un rato? –le pidió María. Sabía que la buena mujer tenía cosas que hacer en la casa, pero no sabía a quién más acudir-. No te preocupes por la cena ni por la casa. Cuando regrese podrás ocuparte sin problemas.
Margarita asintió, solícita.
-Si viene mi esposo le dices que he ido a ver a don Celestiano –le pidió.
-Don Celestiano no está hoy en la parroquia, señora –la cortó la criada, acercándose para coger al niño en brazos.
-¿Ah, no? –se extrañó la esposa de Gonzalo, quien comenzaba a ver que todo aquello estaba relacionado con su esposo y no le gustaba ni una miaja.
-No, señora. El sacerdote ha acudido hoy a la catedral de La Habana, para asistir a la ordenación de los nuevos sacerdotes –le explicó con una sonrisa-. No se habla de otra cosa en el pueblo, pues se ve que uno de ellos es su sobrino y el buen hombre no quería perdérselo. Además, dicen que la ceremonia estará dirigida por el mismísimo obispo de Zaragoza, el de España.
Las últimas palabras de Margarita hicieron que María retrocediese unos pasos, a punto de perder el equilibrio. ¿El obispo de Zaragoza allí, en Cuba? Gonzalo había desaparecido con los papeles que requerían el sello de aquel hombre y… y no había que ser muy lista para saber dónde estaba su esposo.
-Señora… ¿se encuentra bien? –se asustó la doncella al ver la palidez de su rostro.
-Sí, sí –se apresuró a decirle, una vez recobrada de la impresión-. Tengo que… tú ocúpate de los niños que tengo que solucionar un asunto –salió por la puerta de la casa pero Margarita aun pudo escucharla murmurar: Gonzalo, ¿qué has hecho?
Tras finalizar la ceremonia de ordenación, el obispo de Zaragoza regresó a la oficina que le habían asignado. El hombre, ya entrado en años, se sentó en el sillón, tras el escritorio y suspiró, cansado. Definitivamente no estaba ya para aquellos actos, dentro de poco tendría que dejar paso a un nuevo obispo, más joven y con maás vitalidad que él.
Dos golpes secos en la puerta le sacaron de su embotamiento.
-Adelante –declaró, sentándose bien en la silla.
Un joven sacerdote entró en la habitación.
-¿Da usted su permiso, señor obispo? –le preguntó el sacerdote, que llevaba una bandeja con unos papeles-. Le traigo las actas que ha de firmar. Las de los nuevos sacerdotes.
El obispo frunció el ceño.
-Pero… ¿y el secretario que me habían asignado? –preguntó, extrañado.
-¿Don Rubén? –se acercó el joven y dejó la bandeja-. Lo lamenta mucho pero se sentía indispuesto, por eso me ha mandado a mí en su lugar.
El obispo aceptó aquella explicación.
-¿Y… usted es?
-El padre Martín –se presentó Gonzalo, que se las había ingeniado para hacerse con un hábito; y tras descubrir quién era el secretario personal que le habían asignado al obispo, y ofrecerle un vino cargado de purgante; el joven había tomado su puesto.
Gonzalo no se sentía orgulloso de ello, pero no había tenido otra opción. No era la primera vez que lo hacía, pues había usado las mismas tretas que cuando se coló en el convento para huir con María. Aquella vez había sido descubierto por la madre superiora. Esperaba que ahora las cosas salieran mucho mejor.
-Está bien –declaró el obispo, dándose por satisfecho-. Trae esos papeles para que los firme.
Gonzalo tragó saliva y le pasó los documentos.
El obispo se quitó el gran anillo que llevaba en el dedo y con la tinta necesaria fue firmando uno a uno los documentos. Gonzalo rezó en silencio, esperando que aquel hombre confiase en su palabra y que no se le ocurriera leer uno a uno lo documentos.
Los minutos se le hicieron eternos, pero finalmente, el obispo selló todos los papeles y se los devolvió a Gonzalo.
-Gracias, su santidad –le dijo el joven-. Le dejo que descanse, si no requiere nada más.
-Puedes retirarte –le hizo una señal con la mano para que se marchara mientras arrugaba la frente, visiblemente cansado-. Y que no me moleste nadie.
-No se preocupe –le concedió.
Gonzalo fue a abrir la puerta pero alguien desde fuera se le adelantó.
Su corazón se detuvo al encontrarse cara a cara con la única persona que no pensaba hallar allí.
María se le quedó mirando, tan sorprendida como él.
-Disculpe… -murmuró ella, finalmente.
-Señora, no debería estar aquí –convino Gonzalo, reaccionando con rapidez y tratando de mostrarse sereno-. Este es el despacho privado del señor obispo. Nadie puede entrar sin hacerse anunciar.
-Lo siento –hablo su esposa sin apartar la mirada de él-. Estaba buscando a… a… al padre Gonzalo, pero ya veo que me he equivocado de lugar.
Gonzalo se volvió hacia el obispo.
-No se preocupe, su santidad, ya me encargo yo de enseñarle el camino a esta buena mujer –y ambos abandonaron el despacho del obispo.
-¿Se puede saber qué haces aquí? –le preguntó en un susurro, Gonzalo a su esposa, sin dar crédito. Caminaron por el claustro, tratando de no alzar la voz.
-¿Eso mismo tendría que preguntarte yo a ti? –le soltó ella, manteniendo el enfado a raya. Le miró de arriba abajo y no pudo contenerse-. Pero… ¿cómo se te ocurre ponerte una sotana? ¿Estás loco Gonzalo?
-No es la primera vez que lo hago –se defendió él, torciendo, a paso rápido, hacia la derecha y adentrándose en un pasillo oscuro. Cogió el pomo de la segunda puerta y dejó que María pasara delante-. Además, era la única solución que teníamos.
-¿Hacerte pasar por cura para conseguir que te firmase los papeles? –se burló su esposa.
Gonzalo se quitó la sotana con rapidez y la guardó en el mismo sitio donde la había encontrado. Luego revisó los papeles que el obispo había firmado y sacó su acta de matrimonio.
-Aquí está –se la pasó a María, orgulloso por su triunfo-. Al fin tenemos el papel sellado. Ahora ya podremos bautizar a nuestro hijo.
Sin embargo la joven no parecía muy contenta con ello.
-No creas que me siento orgulloso de lo que he hecho –declaró Gonzalo, viendo la decepción de María en sus ojos-. Pero no me quedaba de otra.
La joven se mordió el labio, sabiendo que Gonzalo estaba en lo cierto. Habían tenido la suerte de que el obispo de Zaragoza llegase hasta ellos. No podían dejar pasar la ocasión. Era eso o… descubrirse ante la Montenegro.
-No sé si podré perdonarte el susto que me has hecho pasar, Gonzalo –le dijo finalmente, tratando de mostrarse enfadada cuando en realidad comenzaba a sentir alivio.
Su esposo se guardó el papel y se acercó a ella para besarla.
-Quizá esto pueda terminar de convencerte –susurró besándola de nuevo.
La joven se dejó llevar en un primer momento, pues le resultaba difícil resistirse a sus besos y caricias, sin embargo, enseguida se apartó de él, como si hubiese visto un fantasma.
-¡Gonzalo! Solo faltaría que entrase un sacerdote y nos pillara. Es lo último que necesitamos. Regresemos a casa antes de que alguien nos vea por aquí.
Su esposo asintió. María tenía razón. Ya habían tentado demasiado a la suerte. Tenían en su poder lo que necesitaban: el sello del obispo estampado en su acta matrimonial. Ahora ya podían bautizar a Martín, tal como deseaban.
-Por cierto –dijo de pronto Gonzalo, saliendo de la catedral-. ¿Has pensado ya en los padrinos para el bautizo?
María arrugó el ceño. Con todo el asunto de los papeles apenas había pensado en nada más.
-La verdad es que no –le confesó; y al ver su sonrisa pícara, supo que a él no se le había pasado por alto-. ¿En quién estás pensando, Gonzalo?
-En… mejor deja que te sorprenda –se echó para atrás, enigmáticamente-. Estoy seguro de que serán de tu agrado.
Pese a la curiosidad e insistencia de su esposa, Gonzalo no soltó palabra. Habría que esperar unas semanas para saber quiénes serían los padrinos del pequeño Martín.


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