jueves, 29 de octubre de 2015

CAPÍTULO 11 
Habían pasado varios días desde que María y Gonzalo se enterasen de la noticia de la muerte de la Montenegro. La joven se había comunicado inmediatamente con Emilia, llamándola al Jaral. Hasta ese día, hablar con su madre por teléfono era casi imposible, pues no querían arriesgarse a que Chelo, la telefonista la reconociera y le fuera con el chisme a Dolores Mirañar o a la propia Francisca. No habían planificado su fuga de Puente Viejo con tanto esmero para echarlo todo a perder por una simple llamada. Sin embargo, con la muerte de la ex dueña de la Casona, toda precaución ya era innecesaria; ya no importaba si se sabía la verdad: que Gonzalo, María y Esperanza estaban vivos.
De manera que María logró hablar con Emilia aquella misma noche. Su madre le contó los pocos detalles que sabía sobre la repentina muerte de Francisca, quien al parecer había sufrido un infarto mientras desayunaba y nada se había podido hacer por salvarla. El destino había jugado en su contra los últimos años. Tras contraer matrimonio, clandestinamente con Raimundo, éste falleció, a los pocos días,  en un accidente a caballo; un hecho que para la familia había sido orquestado por la propia Montenegro al enterarse de que Raimundo había sido el artífice de su debacle económica, aliándose con su peor enemigo, Severo Santacruz para arrebatarle todo y dejarla en la más absoluta de las miserias.
Despojada de todas sus propiedades, la Montenegro había vivido en un asilo de pobres, sin más visita que la de don Anselmo que trataba de darle consuelo sin éxito. La vida de la mujer más influyente de la comarca se había vuelto en aquellos años, gris, vacía e insoportable; la traición de Raimundo había terminado de endurecer su corazón, rompiendo aquella piedra en mil pedazos.
En aquella conversación con su madre, Emilia le preguntó a su hija si la noticia cambiaba en algo sus planes. La esposa de Alfonso quería salir de dudas, ya que desde su visita a Santa Marta, tras ser testigo de la vida feliz y sosegada que llevaba María, se había dado cuenta que quizá regresar a Puente Viejo ya no entraba en sus planes, y así se lo confirmó: la muerte de la Montenegro no cambiaba en nada su vida porque ahora ésta estaba al otro lado del Atlántico.
La respuesta entristeció a Emilia, aunque en su interior ya conocía aquella decisión desde hacía tiempo. El problema era aceptar que María había elegido volar lejos de ellos, con Gonzalo y sus hijos. Solo con el apoyo y el cariño de Alfonso lograría aceptarlo. Y como le decía éste cada vez que la veía triste: siempre podían ser ellos quienes les visitaran en Santa Marta, como ya había sucedido con anterioridad.
Y mientras en Puente Viejo se despedían de la señora, en el pueblo costero de Santa Marta, los aldeanos continuaban con sus quehaceres, preparando ilusionados la fiesta que tendría lugar en pocos días en honor a la patrona de Cuba.
Tras terminar la jornada en el campo, Andrés se marchó rápidamente, con gesto preocupado y sin mediar palabra. Gonzalo no sabía si estaba preocupado por la salud de su madre, quien había empeorado en los últimos días, o se trataba de otro asunto. El  caso era que el esposo de María le había visto todo el día con el semblante ausente, como si su mente estuviera a cientos de kilómetros de allí. Algo le rondaba por la mente, eso estaba claro; y no sabía de qué podía tratarse. Por ello había pensado en invitarle a tomar algo en el restaurante de la playa al finalizar el trabajo; sin embargo el capataz no le había dado opción a ello.
De manera que Gonzalo tuvo que cambiar ligeramente de planes, acudió a la casa grande y aprovechó para firmar los papeles que habían llegado de los proveedores y que llevaban varios días olvidados sobre el escritorio. Estando allí, recibió la llamada de su hermano Tristán, quien quería saber cómo seguían las cosas por sus tierras, en su ausencia. Gonzalo le puso al tanto de las últimas novedades acaecidas por allí y se interesó por cómo estaba él y su esposa Clara. Tristán apenas pudo contarle mucho porque su esposa le estaba esperando para acudir al teatro; sin embargo tuvo tiempo para decirle que ambos estaban disfrutando mucho de aquel viaje.
Mientras, María se encontraba en la trastienda del restaurante junto a Teresa. La joven avanzaba en sus clases a pasos agigantados y la esposa de Gonzalo no podía más que sentirse orgullosa al ver el esfuerzo tan grande que hacía su alumna para aprender en el poco tiempo que disponían, ya que una vez al salir de allí, le era totalmente imposible seguir con el estudio.
-He pensado que mañana te traeré un libro nuevo –le dijo María, recogiendo la cuartilla que se había terminado-. Tus avances son tan grandes que creo que ya serás capaz de comenzar a leerlo. ¿Te parece?
Teresa sonrió, emocionada. Hasta el momento tan solo había leído frases sueltas, e imaginarse leyendo uno de aquellos libros llenos de letras era algo que le resultaba casi impensable.
-¿Usted cree que… que ya estoy preparada? –le preguntó a María, dubitativa-. Quizá todavía debo seguir practicando con las cuartillas antes de…
-Yo creo que sí puedes hacerlo –le cortó María, confiando en su pupila, a quien veía capaz de eso y mucho más-. No es cosa de leerlo entero en un solo día, pero una página, estoy segura de que sí podrás.
Teresa apretó los labios. No sabía cómo devolverle a la esposa de Gonzalo todo lo que estaba haciendo por ella, y la confianza que había depositado en su persona.
María miró el reloj de la pared. Aún les quedaban veinte minutos para finalizar la clase.
-Pasamos a las sumas –sacó otra cuartilla donde Teresa estaba aprendiendo a sumar los números-. De momento es algo que se te da bastante bien. Si veo que en estos días no cometes ningún fallo, comenzaremos con las sumas llevando.
La joven abrió los ojos, asustada.
-¿Y eso… es muy complicado?
María sonrió, divertida ante su ingenuidad.
-Para nada –la tranquilizó, escribiendo unas cuantas sumas en la hoja-. Tan fácil como lo que estás haciendo ahora –le pasó la cuartilla-. Tú sigue así y ya verás que sencillo te resulta todo.
La esposa de Julio soltó un suspiro antes de concentrarse en la tarea que María le había preparado.
Fuera, en el restaurante, los clientes comenzaban a llegar de sus trabajos, ya fuera en el campo o en alta mar. Celia ya se conocía los horarios que llevaban y tenía listo lo que solían pedirle. María siempre le decía que era muy previsora, una cualidad que admiraba en su amiga.
La joven estaba secando los últimos vasos cuando vio que Julio se dirigía hacia ella. Celia apretó el paño, asustada. ¿Qué hacía el pescador a esas horas allí? Normalmente su hora de llegada eran las seis, y apenas acababan de sonar las cinco. Su mente voló a la trastienda, deseando que tanto María como Teresa no se les ocurriese salir de allí en ese preciso instante.
-Buenas tardes –la saludó Julio, con cierta rudeza-. ¿Está Teresa, dentro?
Celia tragó el nudo que se le había formado en la garganta. Un nudo de temor.
-Sí –afirmó con toda la tranquilidad que fue capaz de atesorar; bajó la mirada y continuó con su trabajo como si no le afectara la pregunta-. ¿La necesitas para algo? Está terminando de planchar unos manteles.
-Puedes decirle que salga –le pidió Julio, entrecerrando sus pequeños ojos negros-. Tengo que hablar con ella.
Celia le sostuvo la mirada unos segundos, preguntándose qué querría decirle el pescador. Solo entonces se dio cuenta de que no había venido solo, sino, como iba siendo ya costumbre en él, le acompañaban los forasteros que habían llegado al pueblo semanas antes, y que al parecer habían logrado encontrar trabajo en una finca del pueblo vecino.
-Espera aquí que voy a buscarla –le pidió, apretando los puños.
El pescador asintió levemente.
En el instante en que Celia entró a buscar a Teresa, Andrés llegó al restaurante. Su mirada buscó a la joven, casi con desesperación. ¿Dónde se había metido? Se detuvo en mitad del salón, rodeado de mesas, ya ocupadas, y sopesando sus opciones. ¿Qué sería mejor, acudir a la barra u ocupar una mesa como era su costumbre? En la barra podría hablar más tiempo con ella pero igual la asustaba o se lo veía venir antes de tiempo. La mente del capataz bullía de dudas. Llevaba días dándole vueltas a cómo pedirle a Celia que le acompañase a la verbena pues la fiesta se acercaba y él todavía no había sido capaz de dar el paso. Así que esa misma mañana se había levantado con la intención de no demorarlo más. Cuanto antes saliera de dudas, antes descansaría.
Finalmente optó por sentarse en una mesa porque en la barra estaba Julio y lo último que Andrés deseaba era tener público en un momento tan crucial como aquel.
En cuanto Celia entró en la trastienda, María supo por la palidez de su rostro que algo no andaba bien.
-¿Qué sucede? –se levantó de la mesa, asustada, pensando que le hubiese ocurrido algo a Gonzalo o a los niños.
Celia tragó saliva y miró a Teresa, quien se volvió hacia ella.
-Julio quiere verte –declaró en voz baja, temiendo que el pescador pudiera escucharlas, aunque sabía que era imposible-. Está fuera.
Teresa se levantó con tanto ímpetu, asustada, que tiró la silla al suelo.
-¿Julio? –repitió con voz temblorosa. Miró a ambas mujeres que vieron el temor en sus ojos-. Lo sabe –sentenció; y se volvió hacia Celia-. ¿Qué te ha dicho? ¿Estaba muy enfadado?
-Tranquila –se acercó a ella la joven y la tomó de las manos que estaban frías por el miedo-. Tan solo me ha preguntado si estabas aquí, le he dicho que estabas terminando de planchar unos manteles y me ha pedido que salieras… que tiene algo que decirte.
La esposa del pescador temblaba como una hoja. Si su marido había descubierto que le había desobedecido…
-Teresa, ve –le pidió María, acercándose a ella; su voz pausada le infundió ánimos a la joven-. No tienes motivos para pensar que sabe lo que estamos haciendo. Nadie nos ha visto aquí dentro; y ni Celia ni yo se lo hemos contado a nadie –Celia asintió, con una sonrisa cómplice.
La joven sintió como sus latidos le martilleaban la sien, incapaz de controlarlos.
-Se va a dar cuenta –sentenció con un brillo de temor en sus ojos; y negó con la cabeza-. Si es que no sé mentir. Verá que algo le oculto y querrá saberlo.
María la cogió de los hombros y la obligó a mirarla.
-Escúchame bien –le pidió la esposa de Gonzalo, con gesto serio y la determinación que le faltaba a Teresa-. No va a sospechar nada… porque no sabe nada. Yo era como tú antes, incapaz ocultar la verdad, pero la vida me enseñó a hacerlo por mi bien, y por el de los míos. Y si yo pude en su día, tú también puedes hacerlo ahora –tomó aire antes de continuar-. Julio tan solo quiere hablar contigo. Él piensa que estás trabajando; pues bien, eso es lo que va a seguir creyendo. ¿De acuerdo?
Teresa se preguntó que sería aquello que tuvo que hacer María en el pasado para hablar con aquella seguridad que no admitía ni una miaja de culpabilidad por haber mentido.
La joven cerró, un segundo, los ojos para serenarse y tomó aire.
-Está bien –decretó, para alivio de sus dos amigas-. Lo haré. Aunque no me guste tener que mentirle.
-A veces es necesaria una mentira –dijo Celia, ya serenada-. Es solo cuestión de prioridades. Y sal de una vez a ver qué es lo que quiere tu esposo, que si tardas más de la cuenta sí que comenzará a sospechar, pero de verdad.
Los dedos de Julio traqueteaban sobre la barra, impaciente, mientras esperaba a su esposa.
Teresa salió unos minutos después, recolocándose el delantal.
-¡Al fin! –declaró el hombre, cansado-. Ya estaba por entrar a buscarte, mujer.
La joven sintió la boca seca ante tal respuesta.
-Estaba…  -comenzó a dudar pero recordó enseguida las palabras de aliento de María y volvió a hablar, esta vez con mayor seguridad-, estaba terminando de planchar unos manteles. No podía dejarlos a medias. ¿Qué sucede? ¿Hoy has terminado antes?
Julio percibió algo extraño en su mirada, que no supo discernir, y que atribuyó al hecho de haberla molestado en su puesto de trabajo.
Celia salió del interior y se puso a faenar en la barra, escuchando la conversación. A lo lejos, Andrés se envaró al verla.
-Solo quería saber si te queda mucho pues he de ir a ver unos asuntos y no podré acompañarte a casa –le explicó.
-Pues… -Teresa sintió como su corazón se aliviaba al escuchar aquellas palabras-, todavía me queda un rato. Hay bastante que planchar. Pero no te preocupes, ya volveré sola.
Julio miró de reojo a Celia quien parecía ajena a la conversación.
-Está bien –declaró finalmente, apretando los labios. Entonces se dirigió hacia Celia-. Tráenos unos de vasos de ron, a la mesa. Y algo para llevarnos al buche que venimos hambrientos.
-¿Llegarás tarde a casa? –le preguntó Teresa de pronto-. Lo digo por prepararte la cena.
-No lo sé –contestó con rudeza, visiblemente molesto por la pregunta-. Llegaré cuando llegue.
Su esposa no respondió, pues supo que le había sabido mal la pregunta, así que aceptó la respuesta con un leve asentimiento de cabeza.
-Vuelvo dentro, que hay mucho que hacer –dijo cabizbaja; y regresó a la trastienda bajo la atenta mirada de Celia.
-Tampoco había que ser tan borde, ¿no? –le recriminó la joven, incapaz de morderse la lengua-. Es tu esposa, no tu esclava.
-¿Acaso te digo yo como llevar tu… -echó una mirada despectiva al restaurante-… tu negocio?
Celia alzó el mentón con gesto orgulloso. Desde su mesa, Andrés observó la escena. No podía escuchar lo que se estaban diciendo pero no debían de ser palabras muy amigables. El joven tuvo la tentación de acercarse por si Celia necesitaba ayuda con el pescador, pero se contuvo.
-Sabes que conmigo las amenazas no sirven, Julio –le espetó ella con cautela-. Y no voy a meterme en tu casa, tranquilo. Solo te digo que Teresa es una mujer que vale mucho y deberías tenerlo en cuenta. Más que nada porque te quiere y si sigues tratándola así, lo único que conseguirás es que ese amor se vuelva temor.
-¿Ya has terminado de darme el sermón? –se reveló el pescador, quien no estaba acostumbrado a que le hablaran de aquella manera; y mucho menos una mujer-. Que sepas que nadie me da lecciones de cómo debo, o no, tratar a mi esposa. Y si te he escuchado es por ser quien eres, Celia. Pero hasta ahí.
-Pues aún tengo más para decirte –continuó ella, sin amilanarse ante el pescador. Desvió ligeramente la mirada hacia los forasteros-. ¿Qué te traes entre manos con esos?
Julio se volvió a mirar a sus acompañantes que le esperaban en la mesa, ajenos a la conversación.
-Nada que te incumba –dijo con sequedad-. ¿Me traes los vasos de ron?
Dio media vuelta, pero al parecer Celia no iba a quedarse con aquella respuesta.
-Me incumbe cuando afecta a “mi negocio” –apuntó ella-. No quiero que en mi restaurante se lleven a cabo… negocios ilegales.
Los pequeños ojos de Julio centellearon ligeramente, conteniendo la rabia, al oír aquello. Se acercó de nuevo a la barra para hablar en voz baja.
-¿Por quién me tomas? –murmuró entre dientes-. Seré un pobre pescador, pero honrado –golpeó la barra con el dedo índice, ligeramente-. Cada peso me lo gano con el sudor de mi frente y el trabajo de mis manos. Si hay algo de lo que no puedes acusarme es de ser un ladrón.
-No pongas palabras en mi boca que no he dicho –trató de calmarle ella-. Solo te aviso de que esos “amigos” tuyos, no son de fiar. La gente habla, Julio. Y todos aquí nos conocemos. Ten cuidado.
El pescador apretó los labios, sacó unas monedas y las dejó sobre la barra, dando por terminada la conversación. Respetaba a Celia porque tenía tratos comerciales con ella y se lo había ganado a pulso. Pero hasta ahí. No iba a permitirle que le diese consejos. Tenía la suficiente experiencia cómo para saber si alguien iba a engañarle o no. Sin mediar más palabra dio media vuelta y regresó junto a los forasteros.
Celia llenó los tres vasos que le había pedido y se los acercó, con gesto serio. Afortunadamente ninguno de ellos le prestó mayor atención. Eso sí, la joven se dio cuenta de que en su presencia, callaron de golpe, como si no quisieran que escuchase su conversación.
Regresó a la barra y solo entonces reparó en la presencia de Andrés. El joven al ver que le estaba mirando alzó el brazo, dubitativo, y ella acudió al momento.
-Perdona, Andrés –se disculpó la joven, sacando una libretita y lápiz para apuntar-. No te había visto. ¿Vienes solo? –la muchacha frunció el ceño-. ¿Y Gonzalo?
El capataz sintió un sudor frío al tener que hablar con ella. Era capaz de dirigir a toda una cuadrilla de hombres, con mano firme pero no de hablarle a una mujer. Se maldijo por su falta de agallas ante ella; algo que no comprendía.
-Ha… ha tenido que quedarse en la hacienda… creo –murmuró.
Celia asintió. Al levantar la mirada de la libreta, se dio cuenta que desde allí podía ver la mesa de Julio.  El esposo de Teresa y los tres hombres estaban hablando… o más bien hablaba uno de los forasteros, el que Celia consideraba el cabecilla de aquel singular grupo y que se hacía llamar Fidel. ¿Qué se estarían diciendo? Julio fruncía el ceño, serio, y asentía en silencio.
-Y… ¿Qué vas a tomar? –se volvió de nuevo hacia Andrés-. ¿Lo de siempre?
-Sí –declaró, con la mirada puesta en sus manos. Era ahora o nunca se dijo el capataz. Si no lo intentaba nunca lo sabría-. Escucha… Celia… ya sabes que en unos días se celebra la verbena por Santa Caridad… y… yo… había pensado que… tú y yo… juntos… si quieres ¿querrías…?
La joven volvió a mirar en dirección a Julio. En ese instante los cuatro hombres se levantaron de la mesa y salieron del restaurante, juntos. Celia se envaró. ¿Adónde irían? Recordó que el pescador había dicho que tenía asuntos pendientes y que por eso no podía acompañar a Teresa de vuelta a casa. Aquello cada vez le daba más mala espina.
-¿…. Ir a la verbena? –escuchó decir a Andrés.
La joven ladeó la cabeza. No había escuchado bien la pregunta, y estaba a punto de pedirle que volviera a hacérsela pero se dio cuenta de que resultaría maleducada, confesarle que no le había prestado atención. Lo único que recordaba era que le había hablado de la verbena de santa Caridad, de manera que seguramente le había preguntado si iba a acudir.
-Sí claro –declaró con una media sonrisa en los labios. La joven tenía pensado poner un puesto en la verbena para que los aldeanos probasen sus viandas. Era una manera de acercarse más a ellos y que conociesen la mano que la joven tenía para la cocina; y con ello ganar clientela para su restaurante.
Al escuchar las dos palabras, aceptando la invitación, el rostro de Andrés se iluminó. ¿Había escuchado bien? Celia le había dicho que sí, que iría con él a la verbena.
-¿De verdad? –alzó la mirada hacia ella; una mirada llena de ilusión.
-Ya te he dicho que sí –le confirmó ella, sin comprender la insistencia del capataz.
-Perfecto –declaró él con una sonrisa de oreja a oreja.
Celia arrugó el ceño sin entender, e iba a preguntarle que era aquello que le resultaba “perfecto” pero la llamaron de otra mesa y tenía que atenderles.
-Enseguida te traigo lo tuyo –le dijo a Andrés, desconcertada.
Si el capataz de la hacienda Casablanca siempre le había resultado un tanto extraño, después de aquella conversación, a Celia no le quedaba ninguna duda de ello: Andrés era raro.
Por su parte, el joven, ajeno a las cavilaciones de Celia, no podía creerse lo fácil que había resultado invitarla; y todavía más que hubiese aceptado.
Gonzalo tenía razón, pensó Andrés. Celia no era aquella muchacha que quería aparentar frente a todo el mundo. Quizá bajo la máscara de mujer fuerte, valiente, e incluso algo arisca, se escondía una muchacha que había puesto sus ojos en él, sin que ni el propio Andrés se diese cuenta. ¿Sino… por qué había aceptado la cita?
Poco después, Celia regresó al interior de la trastienda donde María y Teresa ya estaban recogiendo los utensilios de escritura, dando por terminada la clase.
-¿Ya se ha ido mi esposo? –le preguntó Teresa, que seguía con el corazón en un puño.
-Hace unos segundos –le confirmó Celia; la miró un momento y no pudo contenerse-. Lo siento Teresa… pero no comprendo cómo puedes estar con alguien como Julio. Alguien que apenas te valora.
-¡Celia! –la riñó María.
-Lo siento, de verdad –se disculpó su amiga-. Pero por el aprecio que te tengo, tenía que decírtelo.
Teresa no respondió. Entendía que desde la posición de Celia o de María las cosas parecían muy sencillas. Pero cuando una había sabido desde muy joven que su destino ya estaba escrito por otros, no veía la manera de cambiarlo.
-Julio es un hombre… especial –respondió, con calma-. Y por extraño que parezca… le quiero. Y sé que él a mí también. No es una persona de mostrar sus sentimientos porque lo considera… de poco hombres. Pero junto a él no me ha falta de nada; me cuida y me protege. ¿Lo entendéis?
María asintió levemente.
-Quizá para nosotras… –miró de reojo a Celia para que no volviese a hablar de más-, que hemos sido educadas en otras circunstancias y otro país, no podamos verlo de igual manera que tú –convino la esposa de Gonzalo-. Pero comprendo lo que quieres decir. Y lo más importante de todo, es que os queráis –posó una mano sobre su hombro-; créeme si te digo que un matrimonio sin amor es lo peor que le puede pasar a una mujer.
Teresa levantó la mirada hacia ella, sin dar crédito a lo que se le había pasado por la mente.
-¿Acaso usted… no quiere a su esposo? –le preguntó azorada.
María sonrió.
-Yo adoro a Gonzalo –le confesó, ruborizándose levemente-. Pero antes de estar casada con él tuve que sufrir el tormento de un matrimonio sin amor; y lo que es peor, maltratada por aquel infame.
-¡Mal rayo le parta! –intervino Celia, recordando al primer marido de María-. Tenías que habérmelo dejado a mí. Yo le habría… -retorció sus manos como si apretara algo.
-Olvídate de aquel infame –le pidió su amiga, mandando aquellos malos momentos al olvido-. Yo hace mucho tiempo que ya lo hice. No merece ningún pensamiento por mi parte –ladeó la cabeza-; al igual que tampoco lo merece Ricardo.
-¡A ese rufián ni nombrarlo! –saltó de pronto Celia, sintiendo un escalofrío; y es que era nombrar al argentino que le había roto el corazón, y ponerse de mal humor-. Bastante escaldada salí con él. ¡A los hombres verles de lejos!  -se volvió hacia Teresa-. Lo siento, de verdad. No quería decir lo que he dicho –sus labios se curvaron en una media sonrisa, burlona-; bueno, sí –María le lanzó una mirada de advertencia que su amiga cazó enseguida-. Pero como dice María, si os queréis… eso es lo importante.
-Gracias, Celia –convino Teresa, y la abrazó-. Sé que solo tratas de preocuparte por mí. Pero estoy bien –miró a una y a otra; sus ojos brillaron, cargados de sinceridad-, y me alegro mucho de teneros como amigas.
María se acercó a ellas.
-Eso no lo dudes nunca –le recordó la esposa de Gonzalo-. Nosotras siempre estaremos ahí, para lo que necesites. Tanto para lo bueno como para lo malo. ¿Verdad, Celia?
Su amiga trató de hacerse la fuerte, pero dejó traslucir su buen corazón y asintió. Las tres se unieron en un abrazo que sellaba su amistad.
No eran tiempos fáciles para la mujer, pues su papel consistía simplemente en ser buena esposa y dedicarse al cuidado de los hijos y de la casa. Sin embargo, algunas, como María, Celia, e incluso la propia Teresa, luchaban desde pequeños rincones, como la trastienda de un restaurante, por realizar sus sueños.
En cierta manera, María ya lo había logrado: estaba unida de por vida a Gonzalo, el hombre al que amaba; y disfrutaba de su amor y cariño; viendo crecer a sus hijos, mientras trataba de ayudar a quienes buscaban el camino hacia su propia felicidad, como era el caso de Teresa y Celia. Dos mujeres que pronto tendrían que afrontar diferentes retos que les cambiaría la vida para siempre.


 CONTINUARÁ...










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