CAPÍTULO 11
Habían pasado varios días desde que María y
Gonzalo se enterasen de la noticia de la muerte de la Montenegro. La joven se
había comunicado inmediatamente con Emilia, llamándola al Jaral. Hasta ese día,
hablar con su madre por teléfono era casi imposible, pues no querían
arriesgarse a que Chelo, la telefonista la reconociera y le fuera con el chisme
a Dolores Mirañar o a la propia Francisca. No habían planificado su fuga de
Puente Viejo con tanto esmero para echarlo todo a perder por una simple
llamada. Sin embargo, con la muerte de la ex dueña de la Casona, toda
precaución ya era innecesaria; ya no importaba si se sabía la verdad: que
Gonzalo, María y Esperanza estaban vivos.
De manera que María logró hablar con Emilia
aquella misma noche. Su madre le contó los pocos detalles que sabía sobre la
repentina muerte de Francisca, quien al parecer había sufrido un infarto
mientras desayunaba y nada se había podido hacer por salvarla. El destino había
jugado en su contra los últimos años. Tras contraer matrimonio, clandestinamente
con Raimundo, éste falleció, a los pocos días, en un accidente a caballo; un hecho que para
la familia había sido orquestado por la propia Montenegro al enterarse de que
Raimundo había sido el artífice de su debacle económica, aliándose con su peor
enemigo, Severo Santacruz para arrebatarle todo y dejarla en la más absoluta de
las miserias.
Despojada de todas sus propiedades, la
Montenegro había vivido en un asilo de pobres, sin más visita que la de don
Anselmo que trataba de darle consuelo sin éxito. La vida de la mujer más
influyente de la comarca se había vuelto en aquellos años, gris, vacía e
insoportable; la traición de Raimundo había terminado de endurecer su corazón,
rompiendo aquella piedra en mil pedazos.
En aquella conversación con su madre, Emilia
le preguntó a su hija si la noticia cambiaba en algo sus planes. La esposa de
Alfonso quería salir de dudas, ya que desde su visita a Santa Marta, tras ser
testigo de la vida feliz y sosegada que llevaba María, se había dado cuenta que
quizá regresar a Puente Viejo ya no entraba en sus planes, y así se lo
confirmó: la muerte de la Montenegro no cambiaba en nada su vida porque ahora
ésta estaba al otro lado del Atlántico.
La respuesta entristeció a Emilia, aunque en
su interior ya conocía aquella decisión desde hacía tiempo. El problema era
aceptar que María había elegido volar lejos de ellos, con Gonzalo y sus hijos.
Solo con el apoyo y el cariño de Alfonso lograría aceptarlo. Y como le decía
éste cada vez que la veía triste: siempre podían ser ellos quienes les
visitaran en Santa Marta, como ya había sucedido con anterioridad.
Y mientras en Puente Viejo se despedían de
la señora, en el pueblo costero de Santa Marta, los aldeanos continuaban con
sus quehaceres, preparando ilusionados la fiesta que tendría lugar en pocos
días en honor a la patrona de Cuba.
Tras terminar la jornada en el campo, Andrés
se marchó rápidamente, con gesto preocupado y sin mediar palabra. Gonzalo no
sabía si estaba preocupado por la salud de su madre, quien había empeorado en
los últimos días, o se trataba de otro asunto. El caso era que el esposo de María le había
visto todo el día con el semblante ausente, como si su mente estuviera a
cientos de kilómetros de allí. Algo le rondaba por la mente, eso estaba claro;
y no sabía de qué podía tratarse. Por ello había pensado en invitarle a tomar
algo en el restaurante de la playa al finalizar el trabajo; sin embargo el
capataz no le había dado opción a ello.
De manera que Gonzalo tuvo que cambiar
ligeramente de planes, acudió a la casa grande y aprovechó para firmar los
papeles que habían llegado de los proveedores y que llevaban varios días olvidados
sobre el escritorio. Estando allí, recibió la llamada de su hermano Tristán,
quien quería saber cómo seguían las cosas por sus tierras, en su ausencia.
Gonzalo le puso al tanto de las últimas novedades acaecidas por allí y se
interesó por cómo estaba él y su esposa Clara. Tristán apenas pudo contarle mucho
porque su esposa le estaba esperando para acudir al teatro; sin embargo tuvo
tiempo para decirle que ambos estaban disfrutando mucho de aquel viaje.
Mientras, María se encontraba en la
trastienda del restaurante junto a Teresa. La joven avanzaba en sus clases a
pasos agigantados y la esposa de Gonzalo no podía más que sentirse orgullosa al
ver el esfuerzo tan grande que hacía su alumna para aprender en el poco tiempo
que disponían, ya que una vez al salir de allí, le era totalmente imposible
seguir con el estudio.
-He pensado que mañana te traeré un libro
nuevo –le dijo María, recogiendo la cuartilla que se había terminado-. Tus
avances son tan grandes que creo que ya serás capaz de comenzar a leerlo. ¿Te
parece?
Teresa sonrió, emocionada. Hasta el momento
tan solo había leído frases sueltas, e imaginarse leyendo uno de aquellos
libros llenos de letras era algo que le resultaba casi impensable.
-¿Usted cree que… que ya estoy preparada?
–le preguntó a María, dubitativa-. Quizá todavía debo seguir practicando con
las cuartillas antes de…
-Yo creo que sí puedes hacerlo –le cortó María,
confiando en su pupila, a quien veía capaz de eso y mucho más-. No es cosa de
leerlo entero en un solo día, pero una página, estoy segura de que sí podrás.
Teresa apretó los labios. No sabía cómo
devolverle a la esposa de Gonzalo todo lo que estaba haciendo por ella, y la
confianza que había depositado en su persona.
María miró el reloj de la pared. Aún les
quedaban veinte minutos para finalizar la clase.
-Pasamos a las sumas –sacó otra cuartilla
donde Teresa estaba aprendiendo a sumar los números-. De momento es algo que se
te da bastante bien. Si veo que en estos días no cometes ningún fallo,
comenzaremos con las sumas llevando.
La joven abrió los ojos, asustada.
-¿Y eso… es muy complicado?
María sonrió, divertida ante su ingenuidad.
-Para nada –la tranquilizó, escribiendo unas
cuantas sumas en la hoja-. Tan fácil como lo que estás haciendo ahora –le pasó
la cuartilla-. Tú sigue así y ya verás que sencillo te resulta todo.
La esposa de Julio soltó un suspiro antes de
concentrarse en la tarea que María le había preparado.
Fuera, en el restaurante, los clientes
comenzaban a llegar de sus trabajos, ya fuera en el campo o en alta mar. Celia
ya se conocía los horarios que llevaban y tenía listo lo que solían pedirle.
María siempre le decía que era muy previsora, una cualidad que admiraba en su
amiga.
La joven estaba secando los últimos vasos
cuando vio que Julio se dirigía hacia ella. Celia apretó el paño, asustada.
¿Qué hacía el pescador a esas horas allí? Normalmente su hora de llegada eran
las seis, y apenas acababan de sonar las cinco. Su mente voló a la trastienda,
deseando que tanto María como Teresa no se les ocurriese salir de allí en ese
preciso instante.
-Buenas tardes –la saludó Julio, con cierta
rudeza-. ¿Está Teresa, dentro?
Celia tragó el nudo que se le había formado
en la garganta. Un nudo de temor.
-Sí –afirmó con toda la tranquilidad que fue
capaz de atesorar; bajó la mirada y continuó con su trabajo como si no le
afectara la pregunta-. ¿La necesitas para algo? Está terminando de planchar unos
manteles.
-Puedes decirle que salga –le pidió Julio,
entrecerrando sus pequeños ojos negros-. Tengo que hablar con ella.
Celia le sostuvo la mirada unos segundos,
preguntándose qué querría decirle el pescador. Solo entonces se dio cuenta de que
no había venido solo, sino, como iba siendo ya costumbre en él, le acompañaban
los forasteros que habían llegado al pueblo semanas antes, y que al parecer
habían logrado encontrar trabajo en una finca del pueblo vecino.
-Espera aquí que voy a buscarla –le pidió, apretando
los puños.
El pescador asintió levemente.
En el instante en que Celia entró a buscar a
Teresa, Andrés llegó al restaurante. Su mirada buscó a la joven, casi con
desesperación. ¿Dónde se había metido? Se detuvo en mitad del salón, rodeado de
mesas, ya ocupadas, y sopesando sus opciones. ¿Qué sería mejor, acudir a la
barra u ocupar una mesa como era su costumbre? En la barra podría hablar más
tiempo con ella pero igual la asustaba o se lo veía venir antes de tiempo. La
mente del capataz bullía de dudas. Llevaba días dándole vueltas a cómo pedirle
a Celia que le acompañase a la verbena pues la fiesta se acercaba y él todavía
no había sido capaz de dar el paso. Así que esa misma mañana se había levantado
con la intención de no demorarlo más. Cuanto antes saliera de dudas, antes
descansaría.
Finalmente optó por sentarse en una mesa
porque en la barra estaba Julio y lo último que Andrés deseaba era tener
público en un momento tan crucial como aquel.
En cuanto Celia entró en la trastienda,
María supo por la palidez de su rostro que algo no andaba bien.
-¿Qué sucede? –se levantó de la mesa,
asustada, pensando que le hubiese ocurrido algo a Gonzalo o a los niños.
Celia tragó saliva y miró a Teresa, quien se
volvió hacia ella.
-Julio quiere verte –declaró en voz baja,
temiendo que el pescador pudiera escucharlas, aunque sabía que era imposible-.
Está fuera.
Teresa se levantó con tanto ímpetu,
asustada, que tiró la silla al suelo.
-¿Julio? –repitió con voz temblorosa. Miró a
ambas mujeres que vieron el temor en sus ojos-. Lo sabe –sentenció; y se volvió
hacia Celia-. ¿Qué te ha dicho? ¿Estaba muy enfadado?
-Tranquila –se acercó a ella la joven y la
tomó de las manos que estaban frías por el miedo-. Tan solo me ha preguntado si
estabas aquí, le he dicho que estabas terminando de planchar unos manteles y me
ha pedido que salieras… que tiene algo que decirte.
La esposa del pescador temblaba como una
hoja. Si su marido había descubierto que le había desobedecido…
-Teresa, ve –le pidió María, acercándose a
ella; su voz pausada le infundió ánimos a la joven-. No tienes motivos para
pensar que sabe lo que estamos haciendo. Nadie nos ha visto aquí dentro; y ni
Celia ni yo se lo hemos contado a nadie –Celia asintió, con una sonrisa
cómplice.
La joven sintió como sus latidos le
martilleaban la sien, incapaz de controlarlos.
-Se va a dar cuenta –sentenció con un brillo
de temor en sus ojos; y negó con la cabeza-. Si es que no sé mentir. Verá que
algo le oculto y querrá saberlo.
María la cogió de los hombros y la obligó a
mirarla.
-Escúchame bien –le pidió la esposa de
Gonzalo, con gesto serio y la determinación que le faltaba a Teresa-. No va a
sospechar nada… porque no sabe nada. Yo era como tú antes, incapaz ocultar la
verdad, pero la vida me enseñó a hacerlo por mi bien, y por el de los míos. Y
si yo pude en su día, tú también puedes hacerlo ahora –tomó aire antes de
continuar-. Julio tan solo quiere hablar contigo. Él piensa que estás
trabajando; pues bien, eso es lo que va a seguir creyendo. ¿De acuerdo?
Teresa se preguntó que sería aquello que
tuvo que hacer María en el pasado para hablar con aquella seguridad que no
admitía ni una miaja de culpabilidad por haber mentido.
La joven cerró, un segundo, los ojos para
serenarse y tomó aire.
-Está bien –decretó, para alivio de sus dos
amigas-. Lo haré. Aunque no me guste tener que mentirle.
-A veces es necesaria una mentira –dijo
Celia, ya serenada-. Es solo cuestión de prioridades. Y sal de una vez a ver
qué es lo que quiere tu esposo, que si tardas más de la cuenta sí que comenzará
a sospechar, pero de verdad.
Los dedos de Julio traqueteaban sobre la
barra, impaciente, mientras esperaba a su esposa.
Teresa salió unos minutos después,
recolocándose el delantal.
-¡Al fin! –declaró el hombre, cansado-. Ya
estaba por entrar a buscarte, mujer.
La joven sintió la boca seca ante tal
respuesta.
-Estaba…
-comenzó a dudar pero recordó enseguida las palabras de aliento de María
y volvió a hablar, esta vez con mayor seguridad-, estaba terminando de planchar
unos manteles. No podía dejarlos a medias. ¿Qué sucede? ¿Hoy has terminado
antes?
Julio percibió algo extraño en su mirada,
que no supo discernir, y que atribuyó al hecho de haberla molestado en su
puesto de trabajo.
Celia salió del interior y se puso a faenar
en la barra, escuchando la conversación. A lo lejos, Andrés se envaró al verla.
-Solo quería saber si te queda mucho pues he
de ir a ver unos asuntos y no podré acompañarte a casa –le explicó.
-Pues… -Teresa sintió como su corazón se
aliviaba al escuchar aquellas palabras-, todavía me queda un rato. Hay bastante
que planchar. Pero no te preocupes, ya volveré sola.
Julio miró de reojo a Celia quien parecía
ajena a la conversación.
-Está bien –declaró finalmente, apretando
los labios. Entonces se dirigió hacia Celia-. Tráenos unos de vasos de ron, a
la mesa. Y algo para llevarnos al buche que venimos hambrientos.
-¿Llegarás tarde a casa? –le preguntó Teresa
de pronto-. Lo digo por prepararte la cena.
-No lo sé –contestó con rudeza, visiblemente
molesto por la pregunta-. Llegaré cuando llegue.
Su esposa no respondió, pues supo que le
había sabido mal la pregunta, así que aceptó la respuesta con un leve
asentimiento de cabeza.
-Vuelvo dentro, que hay mucho que hacer –dijo
cabizbaja; y regresó a la trastienda bajo la atenta mirada de Celia.
-Tampoco había que ser tan borde, ¿no? –le
recriminó la joven, incapaz de morderse la lengua-. Es tu esposa, no tu
esclava.
-¿Acaso te digo yo como llevar tu… -echó una
mirada despectiva al restaurante-… tu negocio?
Celia alzó el mentón con gesto orgulloso.
Desde su mesa, Andrés observó la escena. No podía escuchar lo que se estaban
diciendo pero no debían de ser palabras muy amigables. El joven tuvo la
tentación de acercarse por si Celia necesitaba ayuda con el pescador, pero se
contuvo.
-Sabes que conmigo las amenazas no sirven,
Julio –le espetó ella con cautela-. Y no voy a meterme en tu casa, tranquilo.
Solo te digo que Teresa es una mujer que vale mucho y deberías tenerlo en
cuenta. Más que nada porque te quiere y si sigues tratándola así, lo único que conseguirás
es que ese amor se vuelva temor.
-¿Ya has terminado de darme el sermón? –se
reveló el pescador, quien no estaba acostumbrado a que le hablaran de aquella
manera; y mucho menos una mujer-. Que sepas que nadie me da lecciones de cómo
debo, o no, tratar a mi esposa. Y si te he escuchado es por ser quien eres,
Celia. Pero hasta ahí.
-Pues aún tengo más para decirte –continuó
ella, sin amilanarse ante el pescador. Desvió ligeramente la mirada hacia los
forasteros-. ¿Qué te traes entre manos con esos?
Julio se volvió a mirar a sus acompañantes
que le esperaban en la mesa, ajenos a la conversación.
-Nada que te incumba –dijo con sequedad-.
¿Me traes los vasos de ron?
Dio media vuelta, pero al parecer Celia no
iba a quedarse con aquella respuesta.
-Me incumbe cuando afecta a “mi negocio”
–apuntó ella-. No quiero que en mi restaurante se lleven a cabo… negocios
ilegales.
Los pequeños ojos de Julio centellearon
ligeramente, conteniendo la rabia, al oír aquello. Se acercó de nuevo a la
barra para hablar en voz baja.
-¿Por quién me tomas? –murmuró entre
dientes-. Seré un pobre pescador, pero honrado –golpeó la barra con el dedo
índice, ligeramente-. Cada peso me lo gano con el sudor de mi frente y el
trabajo de mis manos. Si hay algo de lo que no puedes acusarme es de ser un
ladrón.
-No pongas palabras en mi boca que no he
dicho –trató de calmarle ella-. Solo te aviso de que esos “amigos” tuyos, no
son de fiar. La gente habla, Julio. Y todos aquí nos conocemos. Ten cuidado.
El pescador apretó los labios, sacó unas
monedas y las dejó sobre la barra, dando por terminada la conversación.
Respetaba a Celia porque tenía tratos comerciales con ella y se lo había ganado
a pulso. Pero hasta ahí. No iba a permitirle que le diese consejos. Tenía la
suficiente experiencia cómo para saber si alguien iba a engañarle o no. Sin
mediar más palabra dio media vuelta y regresó junto a los forasteros.
Celia llenó los tres vasos que le había
pedido y se los acercó, con gesto serio. Afortunadamente ninguno de ellos le
prestó mayor atención. Eso sí, la joven se dio cuenta de que en su presencia, callaron
de golpe, como si no quisieran que escuchase su conversación.
Regresó a la barra y solo entonces reparó en
la presencia de Andrés. El joven al ver que le estaba mirando alzó el brazo, dubitativo,
y ella acudió al momento.
-Perdona, Andrés –se disculpó la joven,
sacando una libretita y lápiz para apuntar-. No te había visto. ¿Vienes solo?
–la muchacha frunció el ceño-. ¿Y Gonzalo?
El capataz sintió un sudor frío al tener que
hablar con ella. Era capaz de dirigir a toda una cuadrilla de hombres, con mano
firme pero no de hablarle a una mujer. Se maldijo por su falta de agallas ante
ella; algo que no comprendía.
-Ha… ha tenido que quedarse en la hacienda…
creo –murmuró.
Celia asintió. Al levantar la mirada de la
libreta, se dio cuenta que desde allí podía ver la mesa de Julio. El esposo de Teresa y los tres hombres
estaban hablando… o más bien hablaba uno de los forasteros, el que Celia
consideraba el cabecilla de aquel singular grupo y que se hacía llamar Fidel.
¿Qué se estarían diciendo? Julio fruncía el ceño, serio, y asentía en silencio.
-Y… ¿Qué vas a tomar? –se volvió de nuevo
hacia Andrés-. ¿Lo de siempre?
-Sí –declaró, con la mirada puesta en sus
manos. Era ahora o nunca se dijo el capataz. Si no lo intentaba nunca lo
sabría-. Escucha… Celia… ya sabes que en unos días se celebra la verbena por
Santa Caridad… y… yo… había pensado que… tú y yo… juntos… si quieres ¿querrías…?
La joven volvió a mirar en dirección a
Julio. En ese instante los cuatro hombres se levantaron de la mesa y salieron
del restaurante, juntos. Celia se envaró. ¿Adónde irían? Recordó que el
pescador había dicho que tenía asuntos pendientes y que por eso no podía
acompañar a Teresa de vuelta a casa. Aquello cada vez le daba más mala espina.
-¿…. Ir a la verbena? –escuchó decir a
Andrés.
La joven ladeó la cabeza. No había escuchado
bien la pregunta, y estaba a punto de pedirle que volviera a hacérsela pero se
dio cuenta de que resultaría maleducada, confesarle que no le había prestado
atención. Lo único que recordaba era que le había hablado de la verbena de
santa Caridad, de manera que seguramente le había preguntado si iba a acudir.
-Sí claro –declaró con una media sonrisa en
los labios. La joven tenía pensado poner un puesto en la verbena para que los
aldeanos probasen sus viandas. Era una manera de acercarse más a ellos y que
conociesen la mano que la joven tenía para la cocina; y con ello ganar
clientela para su restaurante.
Al escuchar las dos palabras, aceptando la invitación,
el rostro de Andrés se iluminó. ¿Había escuchado bien? Celia le había dicho que
sí, que iría con él a la verbena.
-¿De verdad? –alzó la mirada hacia ella; una
mirada llena de ilusión.
-Ya te he dicho que sí –le confirmó ella,
sin comprender la insistencia del capataz.
-Perfecto –declaró él con una sonrisa de
oreja a oreja.
Celia arrugó el ceño sin entender, e iba a
preguntarle que era aquello que le resultaba “perfecto” pero la llamaron de
otra mesa y tenía que atenderles.
-Enseguida te traigo lo tuyo –le dijo a
Andrés, desconcertada.
Si el capataz de la hacienda Casablanca
siempre le había resultado un tanto extraño, después de aquella conversación, a
Celia no le quedaba ninguna duda de ello: Andrés era raro.
Por su parte, el joven, ajeno a las cavilaciones
de Celia, no podía creerse lo fácil que había resultado invitarla; y todavía
más que hubiese aceptado.
Gonzalo tenía razón, pensó Andrés. Celia no
era aquella muchacha que quería aparentar frente a todo el mundo. Quizá bajo la
máscara de mujer fuerte, valiente, e incluso algo arisca, se escondía una
muchacha que había puesto sus ojos en él, sin que ni el propio Andrés se diese
cuenta. ¿Sino… por qué había aceptado la cita?
Poco después, Celia regresó al interior de
la trastienda donde María y Teresa ya estaban recogiendo los utensilios de
escritura, dando por terminada la clase.
-¿Ya se ha ido mi esposo? –le preguntó
Teresa, que seguía con el corazón en un puño.
-Hace unos segundos –le confirmó Celia; la
miró un momento y no pudo contenerse-. Lo siento Teresa… pero no comprendo cómo
puedes estar con alguien como Julio. Alguien que apenas te valora.
-¡Celia! –la riñó María.
-Lo siento, de verdad –se disculpó su
amiga-. Pero por el aprecio que te tengo, tenía que decírtelo.
Teresa no respondió. Entendía que desde la
posición de Celia o de María las cosas parecían muy sencillas. Pero cuando una
había sabido desde muy joven que su destino ya estaba escrito por otros, no
veía la manera de cambiarlo.
-Julio es un hombre… especial –respondió,
con calma-. Y por extraño que parezca… le quiero. Y sé que él a mí también. No
es una persona de mostrar sus sentimientos porque lo considera… de poco
hombres. Pero junto a él no me ha falta de nada; me cuida y me protege. ¿Lo
entendéis?
María asintió levemente.
-Quizá para nosotras… –miró de reojo a Celia
para que no volviese a hablar de más-, que hemos sido educadas en otras
circunstancias y otro país, no podamos verlo de igual manera que tú –convino la
esposa de Gonzalo-. Pero comprendo lo que quieres decir. Y lo más importante de
todo, es que os queráis –posó una mano sobre su hombro-; créeme si te digo que
un matrimonio sin amor es lo peor que le puede pasar a una mujer.
Teresa levantó la mirada hacia ella, sin dar
crédito a lo que se le había pasado por la mente.
-¿Acaso usted… no quiere a su esposo? –le
preguntó azorada.
María sonrió.
-Yo adoro a Gonzalo –le confesó,
ruborizándose levemente-. Pero antes de estar casada con él tuve que sufrir el
tormento de un matrimonio sin amor; y lo que es peor, maltratada por aquel
infame.
-¡Mal rayo le parta! –intervino Celia,
recordando al primer marido de María-. Tenías que habérmelo dejado a mí. Yo le
habría… -retorció sus manos como si apretara algo.
-Olvídate de aquel infame –le pidió su
amiga, mandando aquellos malos momentos al olvido-. Yo hace mucho tiempo que ya
lo hice. No merece ningún pensamiento por mi parte –ladeó la cabeza-; al igual
que tampoco lo merece Ricardo.
-¡A ese rufián ni nombrarlo! –saltó de
pronto Celia, sintiendo un escalofrío; y es que era nombrar al argentino que le
había roto el corazón, y ponerse de mal humor-. Bastante escaldada salí con él.
¡A los hombres verles de lejos! -se
volvió hacia Teresa-. Lo siento, de verdad. No quería decir lo que he dicho
–sus labios se curvaron en una media sonrisa, burlona-; bueno, sí –María le
lanzó una mirada de advertencia que su amiga cazó enseguida-. Pero como dice
María, si os queréis… eso es lo importante.
-Gracias, Celia –convino Teresa, y la
abrazó-. Sé que solo tratas de preocuparte por mí. Pero estoy bien –miró a una
y a otra; sus ojos brillaron, cargados de sinceridad-, y me alegro mucho de
teneros como amigas.
María se acercó a ellas.
-Eso no lo dudes nunca –le recordó la esposa
de Gonzalo-. Nosotras siempre estaremos ahí, para lo que necesites. Tanto para
lo bueno como para lo malo. ¿Verdad, Celia?
Su amiga trató de hacerse la fuerte, pero
dejó traslucir su buen corazón y asintió. Las tres se unieron en un abrazo que
sellaba su amistad.
No eran tiempos fáciles para la mujer, pues
su papel consistía simplemente en ser buena esposa y dedicarse al cuidado de
los hijos y de la casa. Sin embargo, algunas, como María, Celia, e incluso la
propia Teresa, luchaban desde pequeños rincones, como la trastienda de un
restaurante, por realizar sus sueños.
En cierta manera, María ya lo había logrado:
estaba unida de por vida a Gonzalo, el hombre al que amaba; y disfrutaba de su
amor y cariño; viendo crecer a sus hijos, mientras trataba de ayudar a quienes
buscaban el camino hacia su propia felicidad, como era el caso de Teresa y
Celia. Dos mujeres que pronto tendrían que afrontar diferentes retos que les
cambiaría la vida para siempre.
CONTINUARÁ...
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