CAPÍTULO 392: PARTE 2
Tan pronto como le fue posible, María se
vistió y acudió a las cuadras para seguir con el cuidado de los enfermos. Se
había tomado la medicina, como hacían cada mañana, para evitar el contagio; aunque
en su caso ya no hubiese remedio, y tendría que haberla en mayor cantidad. Sin
embargo, lo único que le preocupaba a la ahijada de Francisca era que no la
descubrieran; y por el momento lo estaba consiguiendo.
Gonzalo, por su parte, tenía otra preocupación
en mente: Tristán. Le había visto desde el primer momento, evitar usar
mascarillas para no contagiarse. El joven no entendía su empecinamiento y
aprovechaba cualquier momento para insistirle. Sin embargo, su padre se negaba
una y otra vez.
Don Anselmo, casi completamente recuperado,
se dio cuenta de lo mismo y le explicó a su joven diácono que pareciera que
Tristán quisiera contagiarse y perder la vida. Tan solo esa razón explicaría su
cabezonería.
Algo en el corazón de Gonzalo se rompió al
escuchar a su mentor, pues comprendió que ese era el motivo por el que su padre
se negaba a usar protección: quería contagiarse y así morir para reunirse
finalmente con Pepa.
No muy lejos de don Anselmo, los Mirañar
también mejoraban gracias a la medicación y los cuidados que recibían. María
acudió a entregarles su ración diaria y Mauricio aprovechó para quejarse de lo
mal que se lo estaba haciendo pasar Hipólito; y es que el hijo de Dolores no le
dejaba dormir por las noches.
En su estado, lo último que necesitaba
María, eran problemas como aquel, así que les pidió de buenas maneras que
trataran de convivir en paz. Los tres enfermos accedieron de mala gana, aunque
sabían que no les quedaba de otra.
Hacia el mediodía, Candela, la dueña de la
confitería, se pasó por las cuadras. María, al verla se acercó a atenderla. La
buena mujer les llevaba dulces para alimentar a los enfermos que ya se
encontrasen mejor; y aprovechó la ocasión para ponerse a sus órdenes.
La sobrina de Tristán se lo agradeció, pero
con los que eran se apañaban bastante bien. En ese instante, Candela reparó en
la presencia de Tristán, y recordó que días atrás les había echado de su casa
durante el rezo por el alma de Pepa. María, queriendo que la gente no se
llevase una mala impresión de su tío, se ofreció a presentárselo. Sin embargo,
la buena mujer rehusó. No era el momento adecuado para presentaciones.
A medida que avanzaba el día, a María se le
iba haciendo mucho más costoso continuar. Su rostro dejaba ver tanto el
cansancio como el malestar que sentía. Sin embargo, la joven siguió ocultando a
todo el mundo lo que le ocurría.
No obstante, cuando le llevó una infusión a
Dolores Mirañar, la mujer se dio cuenta del estado en el que se encontraba y le
preguntó, preocupada. María logró engañarla a ella también, a pesar del vahído
que tuvo en ese instante y que logró pasar desapercibido ante la llegada de
Hipólito, quien les contó, emocionado, que Gonzalo ya les daba el alta y que
podían regresar a su casa.
El joven diácono no podía ocultar su
felicidad al ver cómo todos los enfermos iban mejorando con el paso de las
horas. Ahora ya podía asegurar que lo peor de la gripe había pasado y
afortunadamente no habían tenido que lamentar ninguna víctima.
María trató de aguantar su malestar mientras
asistía en silencio a la conversación. Y fue ese mutismo el que puso a Gonzalo
en alerta porque no era habitual en la muchacha estar tan callada.
Estaba pensando en qué razón la tendría así
cuando vio a don Anselmo haciéndole señales. El joven acudió junto a su mentor,
que había escuchado los motivos de Hipólito para estar tan alegre, y él exigió
lo mismo: quería que Gonzalo le diera el alta y así poder regresar a su casa,
pues había sido el primer enfermo en caer y una vez recuperado debía de ser el
primero en volver a su hogar.
Sin embargo, su pupilo no se dejó amedrentar
por su tutor y le dijo que aun no podía marchar, pues había estado demasiado
grave y ya “tenía una edad” por la que preocuparse. Don Anselmo viendo que no
tenía otro remedio, aceptó a regañadientes, no sin antes pedirle que le llevase
un buen tazón de chocolate con el que se le pasaría el enfado.
Ya con la caída del sol, María aprovechó un
momento de tranquilidad para acudir al salón y tomar otra dosis de medicina. La
muchacha apenas se sostenía en pie y se aguantaba en la mesa conforme podía.
Los temblores y el mal estar no habían parado en todo el día, y su cuerpo se
resentía por momentos.
Estaba a punto de tomar un sorbo del vaso
cuando Gonzalo entró en el salón.
-Acabo de mandar a sus casas a dos más. Si
seguimos así en pocos días no quedará nadie.
-Dios lo quiera –se siguió ella la cháchara,
aunque apenas le quedaban fuerzas para hablar-. Bien sabe él que todos
necesitamos descanso.
-Tú sobre todo –declaró Gonzalo, que seguía
preocupado por ella-. Tú cara no es la de siempre, ni tus andares.
-Desayuné poco, eso es todo –se excusó,
tragando saliva a duras penas.
-No podemos permitirnos el ir medio en
ayunas –la riñó Gonzalo-. Hay que estar fuerte para que el contagio sea más
difícil en nosotros.
-Después comí bien –siguió María con su
mentira-. Y hasta tomé unos librillos de miel de esos que trajo Candela.
Gonzalo la observó unos segundos. Algo no
estaba bien, pero no sabía el qué. ¿Era normal tanto cansancio en María? Ojalá
pudiese ayudarla, pero no sabía cómo hacerlo si ella no le decía qué le pasaba.
-Voy a regresar, que don Anselmo me ha pedido
que le lleve un periódico –le explicó, acercándose a coger uno de los
periódicos que estaban sobre la mesa-.Como no se lo dé pide mi excomunión.
-Anda disgustado por estar aquí –logró decir
la muchacha, apoyada sobre la mesa, sin soltar el vaso-. La falta de costumbre.
Le oí decir que nunca había estado encamado.
-Para todo hay una primera vez.
-Y tanto que sí.
-Me voy a darle palique. Y tú aprovecha que
andan casi todos sesteando y… descansa una miaja.
Gonzalo abandonó el salón y la joven
aprovechó entonces para tomarse la medicina. Su pulso temblaba devorada por la
fiebre, y a punto estaba de desfallecer cuando el diácono regresó sin previo
aviso.
-Me había olvidado de… -Gonzalo calló al
verla tomando la medicina-. ¿Y… esa quinina? –frunció el ceño, comenzando a
preocuparse-. ¿Por qué estás tomándola si ya tomamos esta mañana la que nos
correspondía por precaución?
-Tomo quinina por precaución –le respondió
María, evitando mirarle.
-Es suficiente con la que tomamos por la
mañana –Gonzalo dejó el periódico sobre la mesa.
Algo en su interior le decía que María
evitaba por todos los medios que descubriera una verdad terrible; una verdad
que de ser cierta le helaba la sangre.
-Estamos rodeados de enfermos, no viene mal
tomar de más –volvió a excusarse ella, evitando que se acercara.
-Estás sudando, deja que te vea si tienes
fiebre –Gonzalo acercó su mano para tocarle la frente, que ya veía perlada de
sudor, pero ella rehusó que la tocase.
-Déjame que estoy bien.
-¿Si es así, por qué me impides comprobarlo?
María no pudo negarse por más tiempo y dejó
que le tomase la temperatura.
-Estás ardiendo.
El corazón de Gonzalo dio un vuelco al
comprobar que sus sospechas eran ciertas: la joven se había contagiado de la
gripe, y a saber cuánto tiempo llevaba ocultándolo.
-No te han dicho nunca que eres un exagerado
–siguió diciendo ella, cuya cabeza comenzaba a darle vueltas.
-Y que tú eres una comediante –le recriminó
Gonzalo, enfadado, más consigo mismo que con ella, por no haber sabido ver lo
que le ocurría-. Siéntate. Hay que ponerte paños fríos. Hay que hacerte bajar
esa calentura tan fuerte.
De repente María se desmayó, cayendo sobre
Gonzalo, que la cogió y llevó a la cama mientras trataba de hacerla volver en
sí.
-María, María, María –le tocó las mejillas
con suavidad. La piel de la muchacha ardía por la fiebre y ella no volvía en
sí.
Gonzalo la dejó en la cama y buscó paños
húmedos para bajarle aquella fiebre que tanto le preocupaba.
CONTINUARÁ...
CONTINUARÁ...