domingo, 30 de agosto de 2015

CAPÍTULO 392: PARTE 2 
Tan pronto como le fue posible, María se vistió y acudió a las cuadras para seguir con el cuidado de los enfermos. Se había tomado la medicina, como hacían cada mañana, para evitar el contagio; aunque en su caso ya no hubiese remedio, y tendría que haberla en mayor cantidad. Sin embargo, lo único que le preocupaba a la ahijada de Francisca era que no la descubrieran; y por el momento lo estaba consiguiendo.
Gonzalo, por su parte, tenía otra preocupación en mente: Tristán. Le había visto desde el primer momento, evitar usar mascarillas para no contagiarse. El joven no entendía su empecinamiento y aprovechaba cualquier momento para insistirle. Sin embargo, su padre se negaba una y otra vez.
Don Anselmo, casi completamente recuperado, se dio cuenta de lo mismo y le explicó a su joven diácono que pareciera que Tristán quisiera contagiarse y perder la vida. Tan solo esa razón explicaría su cabezonería.
Algo en el corazón de Gonzalo se rompió al escuchar a su mentor, pues comprendió que ese era el motivo por el que su padre se negaba a usar protección: quería contagiarse y así morir para reunirse finalmente con Pepa.
No muy lejos de don Anselmo, los Mirañar también mejoraban gracias a la medicación y los cuidados que recibían. María acudió a entregarles su ración diaria y Mauricio aprovechó para quejarse de lo mal que se lo estaba haciendo pasar Hipólito; y es que el hijo de Dolores no le dejaba dormir por las noches.
En su estado, lo último que necesitaba María, eran problemas como aquel, así que les pidió de buenas maneras que trataran de convivir en paz. Los tres enfermos accedieron de mala gana, aunque sabían que no les quedaba de otra.
Hacia el mediodía, Candela, la dueña de la confitería, se pasó por las cuadras. María, al verla se acercó a atenderla. La buena mujer les llevaba dulces para alimentar a los enfermos que ya se encontrasen mejor; y aprovechó la ocasión para ponerse a sus órdenes.
La sobrina de Tristán se lo agradeció, pero con los que eran se apañaban bastante bien. En ese instante, Candela reparó en la presencia de Tristán, y recordó que días atrás les había echado de su casa durante el rezo por el alma de Pepa. María, queriendo que la gente no se llevase una mala impresión de su tío, se ofreció a presentárselo. Sin embargo, la buena mujer rehusó. No era el momento adecuado para presentaciones.
A medida que avanzaba el día, a María se le iba haciendo mucho más costoso continuar. Su rostro dejaba ver tanto el cansancio como el malestar que sentía. Sin embargo, la joven siguió ocultando a todo el mundo lo que le ocurría.
No obstante, cuando le llevó una infusión a Dolores Mirañar, la mujer se dio cuenta del estado en el que se encontraba y le preguntó, preocupada. María logró engañarla a ella también, a pesar del vahído que tuvo en ese instante y que logró pasar desapercibido ante la llegada de Hipólito, quien les contó, emocionado, que Gonzalo ya les daba el alta y que podían regresar a su casa.
El joven diácono no podía ocultar su felicidad al ver cómo todos los enfermos iban mejorando con el paso de las horas. Ahora ya podía asegurar que lo peor de la gripe había pasado y afortunadamente no habían tenido que lamentar ninguna víctima.
María trató de aguantar su malestar mientras asistía en silencio a la conversación. Y fue ese mutismo el que puso a Gonzalo en alerta porque no era habitual en la muchacha estar tan callada.
Estaba pensando en qué razón la tendría así cuando vio a don Anselmo haciéndole señales. El joven acudió junto a su mentor, que había escuchado los motivos de Hipólito para estar tan alegre, y él exigió lo mismo: quería que Gonzalo le diera el alta y así poder regresar a su casa, pues había sido el primer enfermo en caer y una vez recuperado debía de ser el primero en volver a su hogar.
Sin embargo, su pupilo no se dejó amedrentar por su tutor y le dijo que aun no podía marchar, pues había estado demasiado grave y ya “tenía una edad” por la que preocuparse. Don Anselmo viendo que no tenía otro remedio, aceptó a regañadientes, no sin antes pedirle que le llevase un buen tazón de chocolate con el que se le pasaría el enfado.
Ya con la caída del sol, María aprovechó un momento de tranquilidad para acudir al salón y tomar otra dosis de medicina. La muchacha apenas se sostenía en pie y se aguantaba en la mesa conforme podía. Los temblores y el mal estar no habían parado en todo el día, y su cuerpo se resentía por momentos.
Estaba a punto de tomar un sorbo del vaso cuando Gonzalo entró en el salón.
-Acabo de mandar a sus casas a dos más. Si seguimos así en pocos días no quedará nadie.
-Dios lo quiera –se siguió ella la cháchara, aunque apenas le quedaban fuerzas para hablar-. Bien sabe él que todos necesitamos descanso.
-Tú sobre todo –declaró Gonzalo, que seguía preocupado por ella-. Tú cara no es la de siempre, ni tus andares.
-Desayuné poco, eso es todo –se excusó, tragando saliva a duras penas.
-No podemos permitirnos el ir medio en ayunas –la riñó Gonzalo-. Hay que estar fuerte para que el contagio sea más difícil en nosotros.
-Después comí bien –siguió María con su mentira-. Y hasta tomé unos librillos de miel de esos que trajo Candela.
Gonzalo la observó unos segundos. Algo no estaba bien, pero no sabía el qué. ¿Era normal tanto cansancio en María? Ojalá pudiese ayudarla, pero no sabía cómo hacerlo si ella no le decía qué le pasaba.
-Voy a regresar, que don Anselmo me ha pedido que le lleve un periódico –le explicó, acercándose a coger uno de los periódicos que estaban sobre la mesa-.Como no se lo dé pide mi excomunión.
-Anda disgustado por estar aquí –logró decir la muchacha, apoyada sobre la mesa, sin soltar el vaso-. La falta de costumbre. Le oí decir que nunca había estado encamado.
-Para todo hay una primera vez.
-Y tanto que sí.
-Me voy a darle palique. Y tú aprovecha que andan casi todos sesteando y… descansa una miaja.
Gonzalo abandonó el salón y la joven aprovechó entonces para tomarse la medicina. Su pulso temblaba devorada por la fiebre, y a punto estaba de desfallecer cuando el diácono regresó sin previo aviso.
-Me había olvidado de… -Gonzalo calló al verla tomando la medicina-. ¿Y… esa quinina? –frunció el ceño, comenzando a preocuparse-. ¿Por qué estás tomándola si ya tomamos esta mañana la que nos correspondía por precaución?
-Tomo quinina por precaución –le respondió María, evitando mirarle.
-Es suficiente con la que tomamos por la mañana –Gonzalo dejó el periódico sobre la mesa.
Algo en su interior le decía que María evitaba por todos los medios que descubriera una verdad terrible; una verdad que de ser cierta le helaba la sangre.
-Estamos rodeados de enfermos, no viene mal tomar de más –volvió a excusarse ella, evitando que se acercara.
-Estás sudando, deja que te vea si tienes fiebre –Gonzalo acercó su mano para tocarle la frente, que ya veía perlada de sudor, pero ella rehusó que la tocase.
-Déjame que estoy bien.
-¿Si es así, por qué me impides comprobarlo?
María no pudo negarse por más tiempo y dejó que le tomase la temperatura.
-Estás ardiendo.
El corazón de Gonzalo dio un vuelco al comprobar que sus sospechas eran ciertas: la joven se había contagiado de la gripe, y a saber cuánto tiempo llevaba ocultándolo.
-No te han dicho nunca que eres un exagerado –siguió diciendo ella, cuya cabeza comenzaba a darle vueltas.
-Y que tú eres una comediante –le recriminó Gonzalo, enfadado, más consigo mismo que con ella, por no haber sabido ver lo que le ocurría-. Siéntate. Hay que ponerte paños fríos. Hay que hacerte bajar esa calentura tan fuerte.
-Te digo que no… -se resistió la muchacha con sus últimas fuerzas.
De repente María se desmayó, cayendo sobre Gonzalo, que la cogió y llevó a la cama mientras trataba de hacerla volver en sí.
-María, María, María –le tocó las mejillas con suavidad. La piel de la muchacha ardía por la fiebre y ella no volvía en sí.

Gonzalo la dejó en la cama y buscó paños húmedos para bajarle aquella fiebre que tanto le preocupaba.

CONTINUARÁ...

miércoles, 26 de agosto de 2015

CAPÍTULO 392. PARTE 1 
María comprendió al instante que su malestar se debía al contagio. Sentía unos terribles escalofríos que le recorrían todo el cuerpo y la garganta le quemaba, impidiéndole tragar con normalidad. Su cuerpo se revelaba contra ella.
Miró de reojo a Gonzalo, asustada, pero el joven continuaba durmiendo placenteramente. De repente, comenzó a toser, incapaz de controlarse; lo que despertó a Gonzalo. Rápidamente, antes de que se diese cuenta, la muchacha volvió a recostarse en el camastro y cerró los ojos justo cuando el diácono se volvía a mirarla.
Ella no tuvo más remedio que abrirlos también.
-No sé si Dios me perdonará que haya dormido como un lirón en medio de esta zarabanda –declaró Gonzalo, levantándose, y con el ánimo recuperado; así como las fuerzas.
-Me da que Dios es más comprensivo de lo que creemos –respondió María haciendo un gran esfuerzo.
-Yo también lo creo –certificó Gonzalo, despejándose del todo. La miró unos instantes y entonces recordó que le había despertado- Oye, ¿eras tú quien tosía o… lo he soñado?
-¿Yo? No –se apresuró a decirle ella, sintiendo un nuevo escalofrío recorriéndola de arriba abajo-. Dormía hasta hace un momento –mintió, apartando la mirada. Has sido tú al levantarte quién me ha despertado.
-Lo lamento. Sigue durmiendo pues, aún es muy temprano.
Gonzalo se levantó para ponerse la sotana.
-No. Si tú te levantas yo también –la muchacha trató de incorporarse de nuevo, sintiendo cómo las escasas fuerzas que le quedaban, la estaban abandonando-. Ya basta de dormir.
-He comprobado ya de sobra lo porfiada que eres, así que… no intentaré convencerte de nada –se chanceó Gonzalo.
María trató de sonreír a su broma.
En ese instante, Tristán entró en el salón.
-Me alegra ver que estáis despiertos –les dijo a ambos con gesto serio-. Hay que hervir agua para limpiar, recoger la leche en las vaquerizas para quien pueda necesitarla y exprimir zumo de naranja.
-Ahora mismo nos ponemos a ello –convino Gonzalo.
Tristán se acercó a su sobrina, y se extrañó al verla tan callada.
-María, ¿te encuentras bien? Pareces cansada y acabas de despertar.
-Claro que estoy bien, tío –pero ella ni siquiera era capaz de mirarle a los ojos, temerosa de que viera en ellos la verdad; pues sabía que si descubrían que estaba contagiada, no dejarían que continuase ayudándoles en el cuidado de los enfermos y no quería abandonarles en ese momento-. Tendré aún cara de sueño pero nada que no arregle un poco de agua fría en el rostro y… y un buen tazón de leche.
Sin embargo, tanto Tristán como Gonzalo, estaban tan preocupados por los enfermos de las cuadras que la creyeron sin darse cuenta de su mentira.
-Sí, desayunaos bien –declaró el tío de María-. Nos aguarda un día duro. Os espero en la cocina.
Gonzalo le vio salir del salón, y un pensamiento le vino a la mente. Algo que compartió con María, que seguía sentada sobre el jergón, tratando de recuperar las fuerza.
-Quién diría que hace solo un día no quería dejar entrar aquí a los enfermos –dijo el joven, abotonándose la sotana-. Y ahora se desvive como el que más por ellos y cuida de nuestras fuerzas.
-Ya te dije que tenía un corazón de oro –le recordó ella; tragó saliva y aquel gesto le produjo un enorme dolor en la garganta-. Parece que solo crees en lo que ves, como santo Tomás.
-Ni me acerco a los santos, no te hagas ilusiones –murmuró él, terminando de vestirse-. Si hablamos de Dios te diré que… me basta con la fe pero… si hablamos de los hombres prefiero los hechos a las palabras.
-Entonces, tienes hechos de sobra, ¿verdad?
-Unos cuantos –dio unos pasos para acudir a la cocina-. ¿Vienes?
-No. Ve tú. Ahora voy yo.
-Parece que te has despertado perezosa –se extrañó Gonzalo, al verla tan quieta, y sin imaginar la verdad.
-Es que a mí me gusta ir bien vestida desde la mañana –alzó la mirada hacia su sotana y sonrió-, no con los botones cojos como los llevas tú.

Gonzalo bajó la cabeza y vio lo que quería decir. Con las prisas por comenzar a ayudar, se había abrochado mal la sotana y llevaba varios botones mal colocados. El joven sonrió, avergonzado y María le devolvió el gesto a duras penas. 

CONTINUARÁ...

sábado, 22 de agosto de 2015

CAPÍTULO 391: PARTE 5
Tal como le había dicho, Gonzalo realizó el primer turno e incluso lo alargó todo lo que pudo, pero con la salida del sol el cansancio y el sueño comenzó a apoderarse de él y no tuvo más remedio que despertar a Tristán.
-Tristán. Tristán despierte es la hora –le zarandeó débilmente. El tío de María se despertó de golpe y casi asustado-. Lamento no dejarle descansar más tiempo pero… ya se me ha pasado el turno y se me cerraban los ojos.
Tristán parpadeó varias veces antes de mirar el reloj de la chimenea y levantarse.
-Le debo hora y media.
-No le digo yo que no se lo cobre en otro momento –declaró Gonzalo desabrochándose la sotana-. Tengo los huesos molidos.
Tristán se colocó las botas.
-Cuando usted quiera. ¿Alguna novedad?
-La mayoría de los enfermos están controlados –le expuso el parte, Gonzalo, con la mirada tan cansada que apenas lograba mantener los ojos abiertos-. Pero anoche entraron tres nuevos y hay que procurar bajarles esa fiebre como sea.
-Yo me ocupo –dijo Tristán, a quien el descanso le había venido perfectamente-. Trate de descansar.
El tío de María salió hacia las cuadras y solo entonces Gonzalo se atrevió a mirar hacia el camastro que tenía al lado donde María dormitaba. El joven se acercó a observarla unos instantes, como si el hecho de hacerlo fuera algo malo. Nadie podía verle en ese instante, pero de alguna manera lo que sentía al verla dormir le hacía sentir culpable porque no la veía como una muchacha más, sino como la mujer que era.
Finalmente, el joven se recostó en el jergón donde había estado durmiendo Tristán.
María abrió los ojos. No había estado durmiendo y algo le decía que Gonzalo la había estado observando.
-Gonzalo.
-Sí –musitó el joven a media voz.
-Desde niña llevo sin poder conciliar bien el sueño –le confesó la muchacha. Era la primera vez que se le contaba aquel secreto a alguien; y su corazón le decía que podía confiar en Gonzalo-. Me despierto casi cada noche con terribles pesadillas… menos ayer y hoy. Dormir cerca de ti me llena de paz.
Esperó respuesta a aquellas palabras pero solo halló silencio.
Entonces dio media vuelta hacia el jergón de Gonzalo y se dio cuenta de que estaba dormido y que no había escuchado ni una sola de sus palabras.
María se acomodó con la cabeza apoyada en la almohada y contempló en silencio el rostro sereno de Gonzalo. La muchacha sonrió débilmente, sin poder apartar la mirada de él. Una fuerza interior se lo impedía.

Sin darse cuenta, volvió a quedarse dormida y cuando horas más tarde despertó, algo en su cuerpo no estaba bien: tenía escalofríos y el malestar le recorría todo el cuerpo.
Gonzalo seguía durmiendo a su lado y no se dio cuenta de nada.
Con gran esfuerzo, se sentó sobre la cama.
-¡Dios mío! –logró balbucear, sabiendo lo que le pasaba.
Por muchas precauciones que había tomado, María estaba contagiada. La muchacha había contraído la  tan temida gripe española.


martes, 18 de agosto de 2015

CAPÍTULO 391: PARTE 4
A la caída de la noche, Gonzalo entró en el salón para lavarse un poco. El día había sido largo y el cansancio comenzaba a hacer mella en él. Sin embargo, se encontraba contento por los últimos acontecimientos. Con el apoyo y la ayuda de todo el pueblo, las cosas iban mejorando.
El joven aprovechó aquel momento de soledad para relajarse. El agua sobre su cuerpo cansado era el mejor bálsamo para sanarlo. Tan absorto estaba que no se dio cuenta de que María había entrado en el salón. La muchacha se detuvo al contemplarle. Se había quitado la sotana y tan solo lucía una camisa de tirantes que dejaba al descubierto sus fuertes brazos.
Gonzalo se volvió y al verla, ambos no pudieron evitar sentirse azorados.
-María, ¿qué estás haciendo aquí? –se acercó a colocarse la sotana con premura.
-Nada –la muchacha sintió la boca seca y trató de mostrarse serena cuando su corazón latía desbocado. Entonces recordó por qué estaba allí-. Te traigo algo de cena que supongo estarás hambriento –le tendió el plato en cuanto Gonzalo estuvo vestido de nuevo-. Has de alimentarte bien si no quieres caer redondo, preso del agotamiento.
-Agradecido.
Ambos tomaron asiento en uno de los jergones.
-¿Esta noche también la pasarás en vela? –le preguntó ella.
-Solo la mitad de ella. He acordado con Tristán que yo haría el primer turno y él el segundo.
-Si queréis, podemos hacer que los turnos sean más cortos y yo me encargo del tercero –se ofreció María, viéndole tomar el caldo.
-No es necesario. Bastante estás esforzándote ya de día. ¿Tú no comes?
-Ya comí. –la muchacha se levantó para dirigirse hacia la mesa-. Y como una lima he de decir no te preocupes.
Llenó un vaso de agua.
-¿Cómo sabías que doña Francisca iba a mandar todas esas medicinas? –le preguntó Gonzalo, de pronto
-Que la conozco y… a pesar de lo que todos opináis de mi madrina, ella es una buena mujer –la defendió ella-. Y me quiere.
María le tendió el vaso a Gonzalo que lo tomó. Estaba más sediento de lo que pensaba.
-Sabía que estando yo aquí enferma no nos faltaría de nada.
-Un poco egoísta por su parte, ¿no? –Gonzalo no pudo evitar decirle lo que pensaba sobre la manera de proceder de la Montenegro-. Si no pensara que tú estás contagiada, se hubiera olvidado de todo el mundo.
-Un poco egoísta por la tuya, criticarla en lugar de agradecer que solo por ella se van a salvar todos tus enfermos, ¿no crees? –la defendió María con vehemencia.
-Tienes razón, discúlpame –Gonzalo no quiso insistir. Ambos tenían puntos de vista diferentes sobre la señora. Una visión que ninguno cambiaría.
María relajó el gesto. No quería pelear con Gonzalo. Era lo último que deseaba. Se sentó de nuevo junto a él y cambió de tema, pues era lo mejor.
-Gonzalo, ¿crees que se salvarán todos? Según dicen los periódicos esta fiebre está acabando con muchas vidas en todo el mundo.
-Durante la Gran Guerra murieron millones de personas, pero ahora, con las medicinas necesarias y con la ayuda de Dios, confío en que podremos salvarlos a todos.
-Gracias a ti –le dijo, sonriendo y sin poder ocultar su admiración por el joven. Durante aquellos días, Gonzalo había demostrado estar hecho de una pasta especial: capaz de soportar cualquier contratiempo que se le pusiera por delante y remar contracorriente si fuera necesario-. Deberían ponerte un monumento en medio de la plaza de Puente Viejo.
-No. Habrían de ponértelo a ti –le devolvió el cumplido el joven, con sinceridad y clavando en ella una mirada significativa, imposible de ocultar su admiración por el arrojo de María-. Si no hubieras fingido estar enferma, para mañana ya no dispondríamos de suministros y… esto sería un cataclismo.
-Entonces ya no estás enfadado conmigo –le preguntó ella.
Gonzalo ladeó la cabeza.
-Solo un poco –declaró, sonriéndole.
María le devolvió la misma sonrisa. En aquel instante dejaron de existir las diferencias entre ellos. Habían trabajado codo con codo y estaban satisfechos con el resultado. Lo demás no importaba. María y Gonzalo hacían un buen equipo. Los dos luchaban por ayudar a la gente y creían en un mundo mejor; y ese sentimiento de entrega y esperanza era algo que les uniría para siempre.
Gonzalo se terminó de beber el agua y le tendió el vaso vacío a María, que permaneció sentada a su lado hasta que el joven diácono se terminó la cena.
CONTINUARÁ...



viernes, 14 de agosto de 2015

CAPÍTULO 391: PARTE 3
En cuanto Emilia se enteró de que su hija estaba enferma, se personó en el Jaral para verla pero Tristán se lo impidió; y solo tras asegurarle que estaba mejorando, la madre de María accedió a marcharse sin haberla visto.
María salió del despacho donde se había escondido. Su tío, sabedor de la verdad la regañó. No le gustaban las mentiras y no compartía las razones de su sobrina para estar allí; y así se lo hizo saber. Las duras palabras de Tristán llegaron al corazón de la muchacha que no fue capaz de retener las lágrimas, pues sabía que con su manera de actuar había decepcionado a su tío; y eso era lo último que quería, porque Tristán sería una persona tosca y huraña, pero María le respetaba y admiraba.
De manera que queriendo que su tío la perdonase, comenzó a atender a los enfermos en las cuadras, ayudando como la que más; mostrándoles a cada uno de ellos la mejor de las sonrisas, algo que la gente agradeció.
Desde su camastro, don Anselmo la observó, orgulloso de los esfuerzos que estaba haciendo la muchacha, y así se lo comentó a Gonzalo que se encontraba junto a él en ese instante. El joven diácono había seguido cada uno de los pasos de María durante toda la jornada. Sin poder evitarlo, no le quitó la mirada de encima. Toda la rabia y el enfado inicial habían ido disipándose a medida que veía como María se desvivía en cuidados con los contagiados, regalándoles su sonrisa y alegría; la mejor de las medicinas a su entender. Incluso don Anselmo se dio cuenta del bien que les hacía la presencia de la ahijada de Francisca y Gonzalo no pudo ocultarle que su sonrisa era lo más luminoso que había visto nunca.
Mientras, María ajena a ello, se acercó a atender a los Mirañar que mejoraban a cada hora que pasaba. Hipólito incluso se atrevió a echarle algún piropo a la muchacha, llamándola “bella María”. Dolores por su parte, le preguntó si la Montenegro la había dejado acudir a ayudar, porque conociéndola, le resultaba extraño. María le confesó que la había engañado y creía que estaba contagiada, y le pidió a la esposa de don Pedro que no lo contara. La mujer agradecida por el trato, se lo prometió.
En ese momento, Tristán llegó a las cuadras con un saco. Al ver a su sobrina, su semblante se endureció de repente al reconocer las ropas que llevaba puestas: eran las de su difunta esposa. ¿Por qué las llevaba María?
Sin darle ninguna explicación, le exigió a su sobrina que se quitara aquellas ropas. La muchacha no entendía lo que sucedía pero obedeció al momento.
Gonzalo, que había presenciado lo ocurrido, le preguntó a su padre qué había sucedido. Tristán lo enfrentó: él ponía las reglas y si no se cumplían, tendrían que marcharse.
Sin embargo, poco después, Tristán se arrepintió de haber tratado de aquella manera tan hiriente a María. La muchacha no tenía culpa de nada. Rosario le había entregado aquel vestido de Pepa sin mala intención; pero para él todo lo que había pertenecido a su esposa era “sagrado” y que alguien pudiese llevarlo, era una especie de traición.
Así que con el corazón encogido, buscó a María en el salón donde la joven estaba recogiendo unos trapos.
-María, te estaba buscando.
Su sobrina no sabía cómo tratarle después de la reprimenda que había recibido.
-Lamento haberle importunado poniéndome esas ropas, tío Tristán –se disculpó, avergonzada-. Yo no sabía que eran de…
-Pepa –terminó él la frase, dándose cuenta de que María no quería nombrarla por no importunarle-. Puedes decirlo. Soy yo quien lamenta haberte gritado, María –se disculpó Tristán-. Nadie mejor que tú para vestirlas. A ella le haría ilusión que sirvieran para una causa como ésta –su tío le entregó las ropas de nuevo.
María sabía lo importante que eran para él y lo difícil que le habría supuesto dar aquel paso.
-Le juro que no las desmereceré, tío.
Sin poder evitarlo, María le abrazó. Hacía tanto tiempo que Tristán no recibía aquellas muestras de cariño que el hombre ya no sabía ni como comportarse ante aquella situación.
-Bueno… -dijo, algo incómodo; y cambió de tema- ¿Estás tomando las precauciones higiénicas convenientes?
-No me quito la mascarilla y me lavo las manos a cada rato –le explicó la joven, sonriéndole-. Pierda cuidado.
Gonzalo entró en el salón, con gesto preocupado y serio.
-Señor, tenemos un grave problema. Las medicinas se han agotado. Y en las farmacias de los alrededores ya no quedan existencias. Amén de que no disponemos de capital para enviar a alguien a la ciudad a comprar más.
-Paciencia –pidió María, con las esperanzas puestas en que pronto llegaría la ayuda de la Montenegro.
-Sin medicinas hemos de concienciarnos de que perderemos a muchos enfermos, María –le recordó Gonzalo.
Ninguna sabía qué hacer cuando llegó la ayuda. Roque, el encargado de la textil, entró en el Jaral.
-Buenas tardes. Traigo un carro lleno de mantas y de medicinas, de parte de doña Francisca Montenegro.
-Sabía que estando yo aquí, mi madrina no me fallaría –declaró María, suspirando aliviada-. ¿Van descargándolo ustedes mientras yo me mudo de ropa, señores?
En aquel momento, supieron que los enfermos tenían una posibilidad de salvarse. Daba lo mismo el origen de la ayuda, porque lo importante era la salud de los contagiados.

Tristán y Gonzalo siguieron a Roque hasta la carreta y los tres descargaron las medicinas y las mantas. Con ellas lograrían salir de aquella maldita enfermedad sin perder a ninguno de los paisanos de Puente Viejo.
CONTINUARÁ...

lunes, 10 de agosto de 2015

CAPÍTULO 391: PARTE 2
La noche a Gonzalo se le antojó larga, pendiente de la evolución de María. El joven ni siquiera se atrevió a parpadear, temiendo que en algún momento la muchacha necesitase de su ayuda. Sin embargo, a medida que fueron pasando las horas sus sospechas se acrecentaron: María no estaba contagiada.
Con el amanecer, la muchacha abrió los ojos y al ver a Gonzalo a su vera, sonrió tímidamente.

-Buenos días –le saludó, sin poder apartar su mirada de él. ¿Habría estado toda la noche velándola?, se preguntó ella.
-Y milagrosos por lo que se ve –repuso Gonzalo con frialdad-. ¿Cómo te encuentras?
-Un poquito mejor –la muchacha percibió su tono, frío, y tragó saliva. Debía seguir con la farsa-. Aunque bien es cierto que noto las tragaderas cerradas –se llevó la mano a la garganta, como si le molestase tragar-. Como dijo ayer mi tío Tristán.
-¿Entonces… no quieres desayunar? –insistió Gonzalo, frunciendo el ceño, y no dejándose llevar por la muchacha-. Rosario ha preparado chocolate y… y pan tostado con confituras. También hay fruta, huevos fritos y jamón asado.
-Tal vez pruebe algo. Haré el esfuerzo. Por mi abuela, ya sabes.
-¿A qué juegas, niña? –el joven no pudo aguantar más las mentiras.
-¿Qué dices? –el corazón de María se aceleró. La había descubierto y sabía la que se le venía encima. Debía mantener la mentira a como diera lugar.
-Que me he pasado toda la noche velándote y ni una tos, ni una gota de sudor, ni un mal sueño como tienen todos los demás.
-Puede que… -titubeó ella, sin encontrar la manera cómo defenderse de las acusaciones-, que la fiebre no me ataque a mí con la misma virulencia.
-O tal vez solo estás fingiendo –le espetó él, cuya rabia colmaba sus ojos.
-¿Y por qué habría de hacer tal cosa?
-Qué se yo… -gritó Gonzalo, sin ocultar su enfado-; porque eres una mocosa malcriada y embustera.
-Y a ti te deberían de lavar la boca con jabón de lagarto, grosero –se defendió María, dolida por sus palabras; por muy ciertas que fuesen-. Yo no miento.
Gonzalo tomó aire. ¿Hasta cuándo iba a mantener aquella mentira?
-¿Ah, no? –acercó el dorso de la mano para comprobar que su frente seguía tibia y apretó los labios, al ver que estaba en lo cierto-. Entonces... ¿por qué no tienes fiebre?
-Pu… pu… puede que ya me haya curado –trató de seguir fingiendo aunque sabía que era en vano.
-En ese caso…  -Gonzalo se levantó-, daré aviso a tu madrina para que mande a recogerte.
María le detuvo cogiéndole del brazo.
-¡Espera!
-Un embuste más… -le advirtió Gonzalo, visiblemente enfadado-, y no querré volver a saber de ti.
La muchacha se levantó del camastro.
-Está bien. Lo confieso. Todo fue fingido.
Sus palabras, confirmando lo que ya sabía, le dolieron a Gonzalo. ¿Por qué lo había hecho? ¿Qué razones tenía María para fingir la enfermedad? Una mezcla de coraje y alivio le invadió de golpe. Rabia por sentir que la muchacha se tomaba la gripe como si fuese un juego cuando mucha gente moría por ella; y alivio al ver que estaba sana y no había que temer por su vida.
-¿Cómo se puede ser tan irresponsable? –le espetó el joven, cuyo enfado iba a más-. ¿Tú sabes lo que hemos sufrido por ti? A mí… cada vez que se me cerraban los ojos… me saltaban las pesadillas pensando que te perdíamos.
-¿De veras? –su confesión sorprendió a la muchacha que no pensaba que podía haberle afectado tanto creerla enferma.
Gonzalo dio media vuelta para salir del salón.
-Espera, que todo tiene una explicación –volvió a detenerle ella, quien comenzaba a darse cuenta de que había actuado mal y le dolía que Gonzalo pensase que era una niña caprichosa que se dejaba guiar por impulsos cuando solo pretendía ayudar.
-¿Qué explicación hay para jugar con algo que puede acabar con tantas vidas, María? –quiso saber el joven diácono que seguía sin comprender las razones de la muchacha. Unas razones que le dolían porque demostraban la inmadurez de María; y eso le dolía más que cualquier cosa.
-Yo quiero arrimar el hombro –le explicó con seriedad-. Y sino llego a fingir, mi madrina no me hubiera dejado venir.
-No necesitamos más ayuda –se defendió él.
-Pues claro que la necesitáis, Gonzalo. Mírate –el joven tuvo que admitir que el cansancio llevaba días sin darle tregua-. Estás derrengado, necesitas descansar.
-Ya descansaré cuando pase lo peor.
-¿Y cómo va a pasar lo peor si no tenéis medicinas? –convino ella- Conmigo aquí lograremos todo lo necesario para vencer esta enfermedad.
Gonzalo frunció el ceño. ¿Adónde quería ir a parar María?
-¿Cómo?
-Estando yo en el Jaral, nuestros medios para atender a los enfermos se multiplicarán –María se acercó a él y le tomó de la mano. Un gesto que le sorprendió-. Confía en mí, por favor.
Ante aquella petición, el joven diácono no pudo negarse. En cierta manera, María estaba en lo cierto, las medicinas escaseaban ya y si no llegaban los medicamentos la gente comenzaría a morir.

Por mucho que lo negase, la “mentira” de María podría servir para salvarles la vida a aquellos enfermos. Con ella en el Jaral, la Montenegro mandaría medicinas. Ahora tan solo había que esperar a que eso ocurriese. El problema era que no había tiempo; tenían que llegar lo antes posible.
CONTINUARÁ...

jueves, 6 de agosto de 2015

CAPÍTULO 391: PARTE 1 
Finalmente, Francisca Montenegro dio su consentimiento y María fue traslada al Jaral; y es que si algo podía conmover a la señora era poner en peligro la vida de su ahijada. De manera que tras prometerle que sería tratada en el salón de la casa y no en las cuadras con el resto, Gonzalo se encargó de coger a la muchacha en brazos y llevarla hasta la casa de Tristán.
-Túmbela aquí –le indicó Tristán, entrando en el salón.

Gonzalo depositó a María con sumo cuidado sobre uno de los jergones libres.
-No… -se quejó ella-, he de ir a las cuadras… con los demás enfermos.
-Aquí estarás mejor –le dijo su tío mientras trataban de arroparla y de ponerle cojines para que estuviese más cómoda.
-No quiero un trato de preferencia, tío Tristán –insistió la muchacha, que en el fondo se sentía mal por aquel engaño y lo único que pretendía era poder ayudarles-. Soy igual que los demás ante esta terrible enfermedad.
Sin poder evitarlo, la sobrina de Tristán no podía dejar de echarle una ojeada a la reacción de Gonzalo, que se mantenía en un segundo plano, preocupado por ella.
-María, eso te honra, pero deja de chistar –le reprochó Tristán, explicándole por qué debía estar allí-. La única forma de lograr que tu madrina te dejara salir de la Casona ha sido prometerle que te atenderíamos dentro de esta casa.
-Sí, pero… -María se quedó sin argumentos.

-Por más que insistas, no lograrás salirte con la tuya –le cortó Gonzalo-. Así que ahorra fuerzas, las vas a necesitar.
Las palabras del joven diácono la hicieron desistir. Le miró de reojo y sus miradas se cruzaron un instantes, incómodas, sin saber qué decirse pero que en el fondo expresaban demasiado. Gonzalo se sentó a su vera.
María no rechista, intercambio de miradas. Gonzalo se sienta a su vera.
-¿Estás cómoda? –el joven diácono no pudo evitar preguntarle.
-Cómo no estarlo si me tratáis como una princesita frágil y desvalida.

-Esta sobrina mía, ni comida por las fiebres es capaz de callar –comentó Tristán-. Voy a decirle a Rosario que te traiga un caldo caliente que seguro te sentará bien.
-Gracias –le agradeció María, apartando la mirada de Gonzalo, temerosa de que pudiese leer en sus ojos la verdad.
Por su parte, Gonzalo posó su mano sobre la frente de la muchacha, con tiento, para tomarle la temperatura. María sabía lo que iba a descubrir.
-Ahora no pareces tener fiebre –declaró él, extrañado.
-Yo siento que ardo por dentro –dijo ella, tratando de seguir con la mentira.
-Iré a por paños húmedos –Gonzalo se levantó, pero ella le asió del brazo, evitando que se marchase.
-Gonzalo –las miradas de ambos volvieron a cruzarse, a la vez que sus latidos se aceleraron. ¿Qué les estaba pasando?-. Si quiero ir con los demás es porque sé que tú estarás allí desviviéndote por los enfermos.

-María, no hables así –Gonzalo sabía que aquello no estaba bien. Algo en su interior se revelaba, queriendo salir; un sentimiento que debía mantener a raya y evitar que le invadiese porque si eso ocurría, todo en lo que creía se vendría abajo, poniendo su mundo patas arriba. Con gran esfuerzo, el joven logró soltarse de la mano de María, depositándola sobre ella-. Te pondrás bien y podrás seguir maltratándome como hasta ahora –intercambio de sonrisas y miradas-. Iré a por esos paños. Enseguida regreso.
María le vio salir, con el corazón en un puño. Algo le pedía a gritos que le pidiera a Gonzalo que no se marchara, que se quedara a su vera. Pero sabía que no podía pedirle tal cosa y que el joven tenía que seguir atendiendo a los enfermos, quienes de verdad le necesitaban.
Al poco rato, Gonzalo regresó para comenzar a ponerle paños húmedos sobre la frente.
María, siempre tan parlanchina, tan solo era capaz de mirarle, temiendo que cualquier cosa que dijera, delatase la verdad.

-¿Te alivia? –le susurró Gonzalo, clavando sus ojos pardos y preocupado por su estado.
-Mucho –declaró la joven-. Y más saber que voy a estar tan bien atendida.
En ese instante, Tristán y Rosario entraron en el salón. La abuela de María llevaba un tazón de caldo.
-Muchacha testaruda –se quejó la abuela-. No se te ocurre otra cosa que desobedecernos y meter las narices donde no te llaman. ¿Por qué has tenido que venir al Jaral a contagiarte? –le recriminó.
-Podría haberme contagiado en cualquier otra parte, abuela –se defendió María, sabiendo que en parte tenía razón-. La gripe española se transmite por el aire –se volvió hacia Gonzalo que seguía colocándole paños para que la fiebre no le subiera-, ¿no es cierto, Gonzalo?

-Así es –certificó él, pensativo-. Puede uno cogerla en cualquier lado. Desgraciadamente nadie está a salvo.
-Mezclándote con los enfermos  tentaste a la suerte, María –le recordó Tristán.
-No nos lamentemos de lo que ya no tiene solución –pidió ella, sintiéndose cada vez peor por estar mintiéndoles-. Ahora he de recuperarme y… arrimar el hombro con los más necesitados.
Rosario le tendió el tazón de caldo y Gonzalo la ayudó a incorporarse, con mimo, para que bebiese.
-Tómate este caldito –le pidió la abuela.
-¿Ha mezclado los medicamentos con la comida, Rosario? –preguntó Gonzalo.
Al escuchar aquellas palabras, María palideció. Iban a darle medicinas para combatir la gripe cuando no estaba enferma.
-Sí padre –corroboró Rosario.
-Entonces… -María titubeó; ¿cómo iba a salir de aquella situación? No podía tomar las medicinas-, tal vez… este caldo deba dárselo a alguien que lo necesite más que yo. Yo ya me encuentro mucho mejor.

-No digas sandeces y tómatelo ahora mismo –la riñó Tristán-. Hemos de volver a las cuadras, vamos.
Sin más opciones, María se tomó el caldo, sin rechistar, ante la atenta mirada de los presentes, que se extrañaron.
-Ya está –le devolvió el cuenco vacío a su abuela.
-Te lo has tomado entero –apuntó Gonzalo ayudándola a recostarse y sorprendido.
-Estaba hambrienta –mintió ella, dándose cuenta que su mentira no tardaría mucho tiempo en descubrirse.
-Qué extraño –comentó Gonzalo. Cada vez estaba más convencido de que allí ocurría algo que se escapaba a su entendimiento. María no tenía fiebre como era lo natural; y ahora se había tomado el caldo sin poner pegas.

-¿Extraño por qué? –tembló la muchacha.
-A los demás enfermos prácticamente hay que obligarles –dijo Tristán, pensativo-. En las primeras fases los pacientes pierden el apetito.
-Bueno… a mí no me ocurre –María se dio cuenta de su error. No podía volver a equivocarse y las miradas inquisitivas de su tío Tristán, su abuela Rosario y de Gonzalo, solo hacían que ponerla nerviosa-. Supongo que más tarde tendré esos síntomas.
-Y si la niña en lugar de tener la gripe española lo que tiene es un simple resfriado –indicó Rosario, esperanzada.
-Don Pablo me la diagnosticó sin dudarlo, abuela –añadió su nieta, rápidamente, y se volvió hacia un lado-. Ahora no me encuentro nada bien –tenía que terminar con aquella conversación inmediatamente. María cerró los ojos.

-¿Puede ocuparse usted de los demás enfermos, Tristán? –le pidíó Gonzalo al tío de María. Una idea comenzó a rondarle por la cabeza y necesitaba certificar que no fuese cierta, porque de ser así… prefería no pensar en aquella posibilidad-. Me quedaría más tranquilo vigilando la evolución de María.
-Yo lo haré, padre –se ofreció Rosario.
-Mejor será que acompañe a Tristán, Rosario –insistió Gonzalo-. Me siento responsable de su contagio y… no podría concentrarme como es debido.
-Como usted quiera –le concedió Tristán; ya habían perdido demasiado tiempo atendiendo a María y debían ocuparse del resto de enfermos-. Le esperamos en las cuadras.
Tras verles marchar, Gonzalo miró de reojo a la muchacha, que parecía descansar plácidamente.

Ojalá se equivocara y sus sospechas no fueran ciertas, porque si no, María iba a recibir una buena reprimenda por su parte; aunque por otro lado, si la muchacha estaba sana y todo había sido un engaño para que la llevaran al Jaral, como Gonzalo temía que fuese, en su interior se alegraría enormemente por ello.
CONTINUARÁ...