LA FUENTE DE LA VIDA (PARTE 2)
La puerta de la pequeña cabaña se abrió de
golpe a la vez que otro trueno resonó con mayor fuerza. El cielo se había
oscurecido y parecía que la noche había llegado de pronto, sin previo aviso.
Las gotas de lluvia caían como piedras
cuando Gonzalo y María entraron en aquel lugar, buscando donde cobijarse
mientras durase la tormenta.
La joven llegó apoyada sobre el hombro de su
esposo, que la dejó apoyada junto a una mesa que ocupaba gran parte de la
estancia, mientras él buscaba algo con qué iluminar el lugar.
Ambos estaban empapados por la lluvia pero
en ese instante eso era lo de menos. María había roto aguas y en cualquier
momento podía dar a luz.
Gonzalo encontró un par de velas en un cajón
junto a unas cerillas y las prendió. La cabaña quedó tenuemente iluminada,
revelando el lugar. Los ojos de María se posaron inmediatamente en un jergón
que estaba junto a la pared. Se acercó hasta él con pasos cortos y logró
sentarse mientras apretaba los dientes. El dolor del bajo vientre iba y venía
como oleadas de calor que le golpeaban el cuerpo sin aviso.
Gonzalo se acercó a ella y le tocó el
rostro, perlado de sudor.
-Será mejor que te recuestes aquí mientras
enciendo la chimenea –le pidió él.
-¿Qué? –María parpadeó varias veces. ¿Había
escuchado bien? ¿Acaso Gonzalo pretendía que diese a luz allí mismo?-. Gonzalo…
tenemos que volver a casa.
El joven hizo una pila con los troncos de
madera que había encontrado junto a la chimenea y trató de encender un fuego.
La lluvia seguía cayendo sin piedad sobre el
tejado de la cabaña que resistía a duras penas mientras en un rincón se
escuchaba el suave clic de alguna gotera que se filtraba en la casa.
-Cariño, cariño –se acercó a ella, tratando
de tranquilizarla, cuando ni él mismo podía hacerlo-. Con esta tormenta no
podemos volver. Esperaremos aquí hasta que amaine y luego iré a buscar a
Tristán y a algunos hombres para que vengan a por ti. ¿De acuerdo?
La idea de quedarse sola no le hacía ni
pizca de gracia, pero era la única solución que veían a aquella situación en la
que se encontraban.
-¡Aaaaayyyyyy! –gritó de pronto, sintiendo
una nueva punzada de intenso dolor. Su cuerpo se contrajo. Gonzalo le cogió la
mano para que la apretara con fuerza, sintiendo que también él se desgarraba
por dentro.
Cuando la contracción cesó, ayudó a María a
recostarse, apoyando la espalda contra la fría madera de la cabaña.
Gonzalo aprovechó aquella tregua que les
daba su hijo para buscar en el lugar algo para recoger agua. En un pequeño
armario encontró dos cubos y junto a la chimenea habían dejado una especie de
puchero grande que le serviría para calentar el agua… en caso necesario.
El joven no quiso decirle nada a María para
no ponerla más nerviosa de lo que ya estaba, pero la cosa no pintaba bien. La
tormenta no presentaba atisbos de marcharse pronto y en aquellas condiciones
aventurarse a volver a la hacienda era poco menos que un suicidio.
Así que aprovechó que tenían aquellos dos
cubos y fue a buscar agua. Se acercó lo máximo que pudo por el camino ya
embarrado, hacia el puente de las Ceibas. El
cauce seco del río que habían cruzado una hora antes, ahora bajaba en
abundancia, convertido en una imponente riada que se había llevado la palanca
por delante. No había manera de cruzar al otro lado.
Gonzalo regresó sobre sus pasos, buscando
otra solución. La única que tenía a su alcance en ese instante: regresó a la
fuente de las mariposas y recogió el agua que salía de aquel lugar.
Cuando entró de nuevo en la cabaña, María
seguía con el rostro desencajado. A la vista estaba que en su ausencia había
vuelto a tener otra contracción.
Se acercó a ella y le quitó los mechones de
pelo negro que se le habían quedado apegados a la frente. Las gotas de sudor
empapaban su rostro.
-Gonzalo… -suplicó la joven, con lágrimas en
los ojos-. No creo que aguante mucho tiempo más.
-Lo sé, mi vida –sentenció él, preocupado-.
Por eso debemos hacerlo nosotros.
María se mordió el labio inferior, dándose
cuenta de la realidad. Durante los meses de embarazo había pensado que aquel
sería distinto al de Esperanza, que se desarrollaría en las condiciones
óptimas, supervisado por el doctor Sánchez y que todo iría bien. Sin embargo…
los fantasmas del pasado regresaron a esa cabaña. ¿Sería capaz de dar a luz
sola? ¿Tendría las fuerzas necesarias para traer a su hijo al mundo?
Su mirada se detuvo en los ojos de Gonzalo y
allí encontró la respuesta. Él confiaba en ella y con eso le bastaba.
-Espero que sepas lo que vamos a hacer
–declaró María, alargando su mano para buscar la de él, que enseguida se la
tendió-, porque… porque de nosotros depende la vida de nuestro hijo.
Gonzalo había asistido a algún que otro
parto cuando vivía en el Amazonas, donde las mujeres parían solas, en medio de
la selva sin más ayuda que la de otras mujeres o incluso en soledad.
-No te preocupes –trató de buscar la fuerza
en su interior, pues no podía dejarse vencer por el miedo. Ahora no. María le
necesitaba fuerte, sin temores-. Este pequeñín vendrá al mundo sin problemas
–se acercó a ella y le dio un beso en los labios para infundirle valor-. Te lo
prometo.
Su esposa asintió.
Sin más dilación, Gonzalo colocó el puchero
al fuego para hervir el agua que había recogido. Buscó paños secos, sin embargo
lo único que tenían eran sus ropas empapadas y la fina sábana que cubría el
jergón sobre el que descansaba María.
El joven no dudó en sacarse la camisa y
dejarla cerca de la chimenea para que se secara, quedándose en camisa de
tirantes.
-¿Recuerdas cómo fue el nacimiento de
Esperanza? –le dijo Gonzalo acercándose a ella, quien se había puesto en
posición para comenzar a empujar, apoyando ambos pies en el extremo del jergón;
y es que las contracciones se sucedían en menos de un minuto. Sabía que el momento
estaba cerca.
María asintió, cerrando los ojos y
soportando una nueva contracción. Su esposo le cogió la mano y con un trozo de
tela de la sábana, que había arrancado, le secó el sudor de la frente.
-Fuiste muy valiente, mi amor –siguió él,
pues sus palabras le infundían ánimos y fuerzas-. Recuerda que todo este
sufrimiento tiene su recompensa… cuando lo tengas entre tus brazos y puedas ver
su carita...
La joven tragó saliva. Sentía que las
fuerzas le iban abandonando poco a poco, pero aquellos recuerdos se las
devolvieron. No iba a permitir que nada malo le pasara a su hijo. Nacería
fuerte y sano, se dijo para sí misma.
Gonzalo se colocó frente a ella.
-¿Estás lista? –le preguntó, compartiendo el
mismo temor que ella. Algo que pudo ver en su mirada. Y al compartir aquel
miedo, la carga se hizo más liviana.
María confiaba en Gonzalo. No tendrían con
ellos a un doctor que supiese lo que había que hacer, pero se tenían el uno al
otro, cuya fuerza y voluntad eran mayores que la de cualquier especialista porque
su mayor anhelo era ver nacer a su hijo, sano y fuerte.
Cuando sintió que el dolor regresaba, María
comenzó a empujar con todas sus fuerzas. Algo dentro de ella se desgarraba.
Gritó como nunca antes lo había hecho, notando que las fuerzas se le iban, pero
no con la suficiente rapidez como para darse por vencida.
-Lo estás haciendo muy bien, cariño –la
alentó Gonzalo, con el corazón en un puño pues vislumbraba la cabecita del niño-.
¡Empuja con fuerza!
La lluvia seguía repiqueteando sobre la
cabaña, el cielo se había oscurecido, dando paso a una noche cerrada, iluminada
de vez en cuando por las ramas blancas que dejaban los rayos a su paso como una
fina telaraña cubriendo el cielo.
María se aferró al jergón, se sintió
desfallecer pero buscó esa fuerza que necesitaba para traer a su hijo al mundo.
Una fuerza nacida del amor y la esperanza.
Con un último grito desgarrador y una fuerza
que creía no poseer, su hijo vino al mundo. El bebé fue recibido por los brazos
de Gonzalo, cálidos y temblorosos al sentir el peso de su hijo recién nacido.
El joven observó con un nudo en la garganta
aquel pequeño ser humano, al que María y él habían dado vida.
Era un milagro.
El pequeño comenzó a llorar a pleno pulmón,
nada más llegar al mundo y María suspiró aliviada.
Gonzalo se apresuró a cortar el cordón y
atarlo bien para que no presentara problemas.
-Es… es un… niño –logró decir el joven,
embargado por la emoción, sintiendo sus pequeños deditos aferrándose a su mano.
Tan pequeño y tan lleno de vida.
-¿Está bien? –preguntó María, con un hilo de
voz. Se sentía exhausta pero dichosa, deseando ver el rostro de su hijo. Una
mezcla extraña que le hacía mantenerse pese al cansancio.
-Parece que sí –le dijo Gonzalo incapaz de
apartar sus ojos del pequeño. Se acercó a su esposa y se lo pasó con sumo
cuidado.
El niño seguía llorando pero al contacto
cálido del cuerpo de su madre, pareció serenarse. Los ojos de Gonzalo se
detuvieron entonces sobre la espalda del pequeño; allí estaban los tres
lunares, idénticos a los suyos y a los de Esperanza. Los mismos lunares que
portaban todos los descendientes de la estirpe de Pepa, la partera.
-Hay que taparlo, Gonzalo –le pidió María,
sabiendo que había reparado en las marcas, pues ella misma también se había
dado cuenta mientras él sostenía a su hijo.
Su esposo se volvió y miró que su camisa ya
estaba seca. No era mucho pero suficiente para mantener el cuerpecito del roro
caliente.
María lo acunó con cariño y el niño, se
acurrucó en su pecho, pues con ese sexto sentido que solo la naturaleza conoce,
el pequeño sabía que estaba entre los brazos de su madre y que ya podía
descansar tranquilo.
Gonzalo se sentó junto a ella y le dio un
suave beso en los labios, agradeciéndole aquel momento que siempre llevaría
grabado en su corazón.
-Gracias mi vida, gracias por este
maravilloso regalo –le dijo con lágrimas en los ojos.
-Gracias a ti, mi amor –le devolvió el
cumplido ella embargada por la misma emoción-. Sin ti no habría podido hacerlo.
Ambos miraron a su hijo y se dieron cuenta
de que aún no habían pensado en un nombre.
-¿Cómo…? –comenzó a preguntarle Gonzalo.
-Martín –le cortó María, sabiendo que así
quería que se llamase su hijo-. Se llamará Martín, como su padre. Porque ha
venido al mundo en una noche complicada, al igual que tú.
Su esposo sintió un nudo de emoción al
recordar lo que su padre Tristán le había contado de su nacimiento: Pepa dio a
luz sola, en el monte, una noche en que la nieve caía sobre ella, y no por ello
se vino abajo, sino todo lo contrario, buscó el valor para traerlo al mundo
pese a las adversidades.
Y con su hijo había sucedido lo mismo. Una
tormenta no había sido suficiente para impedir que naciera sin complicaciones.
Gonzalo supo desde ese momento que su hijo
sería como él, fuerte y capaz de lidiar con cualquier adversidad que se le
pusiera por delante.
-Martín Castro Castañeda –declaró con
orgullo, cogiéndole su pequeña manita-. Bienvenido al mundo, hijo mío.
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