sábado, 10 de octubre de 2015

LA FUENTE DE LA VIDA (PARTE 2) 
La puerta de la pequeña cabaña se abrió de golpe a la vez que otro trueno resonó con mayor fuerza. El cielo se había oscurecido y parecía que la noche había llegado de pronto, sin previo aviso.
Las gotas de lluvia caían como piedras cuando Gonzalo y María entraron en aquel lugar, buscando donde cobijarse mientras durase la tormenta.
La joven llegó apoyada sobre el hombro de su esposo, que la dejó apoyada junto a una mesa que ocupaba gran parte de la estancia, mientras él buscaba algo con qué iluminar el lugar.
Ambos estaban empapados por la lluvia pero en ese instante eso era lo de menos. María había roto aguas y en cualquier momento podía dar a luz.
Gonzalo encontró un par de velas en un cajón junto a unas cerillas y las prendió. La cabaña quedó tenuemente iluminada, revelando el lugar. Los ojos de María se posaron inmediatamente en un jergón que estaba junto a la pared. Se acercó hasta él con pasos cortos y logró sentarse mientras apretaba los dientes. El dolor del bajo vientre iba y venía como oleadas de calor que le golpeaban el cuerpo sin aviso.
Gonzalo se acercó a ella y le tocó el rostro, perlado de sudor.
-Será mejor que te recuestes aquí mientras enciendo la chimenea –le pidió él.
-¿Qué? –María parpadeó varias veces. ¿Había escuchado bien? ¿Acaso Gonzalo pretendía que diese a luz allí mismo?-. Gonzalo… tenemos que volver a casa.
El joven hizo una pila con los troncos de madera que había encontrado junto a la chimenea y trató de encender un fuego.
La lluvia seguía cayendo sin piedad sobre el tejado de la cabaña que resistía a duras penas mientras en un rincón se escuchaba el suave clic de alguna gotera que se filtraba en la casa.
-Cariño, cariño –se acercó a ella, tratando de tranquilizarla, cuando ni él mismo podía hacerlo-. Con esta tormenta no podemos volver. Esperaremos aquí hasta que amaine y luego iré a buscar a Tristán y a algunos hombres para que vengan a por ti. ¿De acuerdo?
La idea de quedarse sola no le hacía ni pizca de gracia, pero era la única solución que veían a aquella situación en la que se encontraban.
-¡Aaaaayyyyyy! –gritó de pronto, sintiendo una nueva punzada de intenso dolor. Su cuerpo se contrajo. Gonzalo le cogió la mano para que la apretara con fuerza, sintiendo que también él se desgarraba por dentro.
Cuando la contracción cesó, ayudó a María a recostarse, apoyando la espalda contra la fría madera de la cabaña.
Gonzalo aprovechó aquella tregua que les daba su hijo para buscar en el lugar algo para recoger agua. En un pequeño armario encontró dos cubos y junto a la chimenea habían dejado una especie de puchero grande que le serviría para calentar el agua… en caso necesario.
El joven no quiso decirle nada a María para no ponerla más nerviosa de lo que ya estaba, pero la cosa no pintaba bien. La tormenta no presentaba atisbos de marcharse pronto y en aquellas condiciones aventurarse a volver a la hacienda era poco menos que un suicidio.
Así que aprovechó que tenían aquellos dos cubos y fue a buscar agua. Se acercó lo máximo que pudo por el camino ya embarrado, hacia el puente de las Ceibas. El  cauce seco del río que habían cruzado una hora antes, ahora bajaba en abundancia, convertido en una imponente riada que se había llevado la palanca por delante. No había manera de cruzar al otro lado.
Gonzalo regresó sobre sus pasos, buscando otra solución. La única que tenía a su alcance en ese instante: regresó a la fuente de las mariposas y recogió el agua que salía de aquel lugar.
Cuando entró de nuevo en la cabaña, María seguía con el rostro desencajado. A la vista estaba que en su ausencia había vuelto a tener otra contracción.
Se acercó a ella y le quitó los mechones de pelo negro que se le habían quedado apegados a la frente. Las gotas de sudor empapaban su rostro.
-Gonzalo… -suplicó la joven, con lágrimas en los ojos-. No creo que aguante mucho tiempo más.
-Lo sé, mi vida –sentenció él, preocupado-. Por eso debemos hacerlo nosotros.
María se mordió el labio inferior, dándose cuenta de la realidad. Durante los meses de embarazo había pensado que aquel sería distinto al de Esperanza, que se desarrollaría en las condiciones óptimas, supervisado por el doctor Sánchez y que todo iría bien. Sin embargo… los fantasmas del pasado regresaron a esa cabaña. ¿Sería capaz de dar a luz sola? ¿Tendría las fuerzas necesarias para traer a su hijo al mundo?
Su mirada se detuvo en los ojos de Gonzalo y allí encontró la respuesta. Él confiaba en ella y con eso le bastaba.
-Espero que sepas lo que vamos a hacer –declaró María, alargando su mano para buscar la de él, que enseguida se la tendió-, porque… porque de nosotros depende la vida de nuestro hijo.
Gonzalo había asistido a algún que otro parto cuando vivía en el Amazonas, donde las mujeres parían solas, en medio de la selva sin más ayuda que la de otras mujeres o incluso en soledad.
-No te preocupes –trató de buscar la fuerza en su interior, pues no podía dejarse vencer por el miedo. Ahora no. María le necesitaba fuerte, sin temores-. Este pequeñín vendrá al mundo sin problemas –se acercó a ella y le dio un beso en los labios para infundirle valor-. Te lo prometo.
Su esposa asintió.
Sin más dilación, Gonzalo colocó el puchero al fuego para hervir el agua que había recogido. Buscó paños secos, sin embargo lo único que tenían eran sus ropas empapadas y la fina sábana que cubría el jergón sobre el que descansaba María.
El joven no dudó en sacarse la camisa y dejarla cerca de la chimenea para que se secara, quedándose en camisa de tirantes.
-¿Recuerdas cómo fue el nacimiento de Esperanza? –le dijo Gonzalo acercándose a ella, quien se había puesto en posición para comenzar a empujar, apoyando ambos pies en el extremo del jergón; y es que las contracciones se sucedían en menos de un minuto. Sabía que el momento estaba cerca.
María asintió, cerrando los ojos y soportando una nueva contracción. Su esposo le cogió la mano y con un trozo de tela de la sábana, que había arrancado, le secó el sudor de la frente.
-Fuiste muy valiente, mi amor –siguió él, pues sus palabras le infundían ánimos y fuerzas-. Recuerda que todo este sufrimiento tiene su recompensa… cuando lo tengas entre tus brazos y puedas ver su carita...
La joven tragó saliva. Sentía que las fuerzas le iban abandonando poco a poco, pero aquellos recuerdos se las devolvieron. No iba a permitir que nada malo le pasara a su hijo. Nacería fuerte y sano, se dijo para sí misma.
Gonzalo se colocó frente a ella.
-¿Estás lista? –le preguntó, compartiendo el mismo temor que ella. Algo que pudo ver en su mirada. Y al compartir aquel miedo, la carga se hizo más liviana.
María confiaba en Gonzalo. No tendrían con ellos a un doctor que supiese lo que había que hacer, pero se tenían el uno al otro, cuya fuerza y voluntad eran mayores que la de cualquier especialista porque su mayor anhelo era ver nacer a su hijo, sano y fuerte.
Cuando sintió que el dolor regresaba, María comenzó a empujar con todas sus fuerzas. Algo dentro de ella se desgarraba. Gritó como nunca antes lo había hecho, notando que las fuerzas se le iban, pero no con la suficiente rapidez como para darse por vencida.
-Lo estás haciendo muy bien, cariño –la alentó Gonzalo, con el corazón en un puño pues vislumbraba la cabecita del niño-. ¡Empuja con fuerza!
La lluvia seguía repiqueteando sobre la cabaña, el cielo se había oscurecido, dando paso a una noche cerrada, iluminada de vez en cuando por las ramas blancas que dejaban los rayos a su paso como una fina telaraña cubriendo el cielo.
María se aferró al jergón, se sintió desfallecer pero buscó esa fuerza que necesitaba para traer a su hijo al mundo. Una fuerza nacida del amor y la esperanza.
Con un último grito desgarrador y una fuerza que creía no poseer, su hijo vino al mundo. El bebé fue recibido por los brazos de Gonzalo, cálidos y temblorosos al sentir el peso de su hijo recién nacido.
El joven observó con un nudo en la garganta aquel pequeño ser humano, al que María y él habían dado vida.
Era un milagro.
El pequeño comenzó a llorar a pleno pulmón, nada más llegar al mundo y María suspiró aliviada.
Gonzalo se apresuró a cortar el cordón y atarlo bien para que no presentara problemas.
-Es… es un… niño –logró decir el joven, embargado por la emoción, sintiendo sus pequeños deditos aferrándose a su mano. Tan pequeño y tan lleno de vida.
-¿Está bien? –preguntó María, con un hilo de voz. Se sentía exhausta pero dichosa, deseando ver el rostro de su hijo. Una mezcla extraña que le hacía mantenerse pese al cansancio.
-Parece que sí –le dijo Gonzalo incapaz de apartar sus ojos del pequeño. Se acercó a su esposa y se lo pasó con sumo cuidado.
El niño seguía llorando pero al contacto cálido del cuerpo de su madre, pareció serenarse. Los ojos de Gonzalo se detuvieron entonces sobre la espalda del pequeño; allí estaban los tres lunares, idénticos a los suyos y a los de Esperanza. Los mismos lunares que portaban todos los descendientes de la estirpe de Pepa, la partera.
-Hay que taparlo, Gonzalo –le pidió María, sabiendo que había reparado en las marcas, pues ella misma también se había dado cuenta mientras él sostenía a su hijo.
Su esposo se volvió y miró que su camisa ya estaba seca. No era mucho pero suficiente para mantener el cuerpecito del roro caliente.
María lo acunó con cariño y el niño, se acurrucó en su pecho, pues con ese sexto sentido que solo la naturaleza conoce, el pequeño sabía que estaba entre los brazos de su madre y que ya podía descansar tranquilo.
Gonzalo se sentó junto a ella y le dio un suave beso en los labios, agradeciéndole aquel momento que siempre llevaría grabado en su corazón.
-Gracias mi vida, gracias por este maravilloso regalo –le dijo con lágrimas en los ojos.
-Gracias a ti, mi amor –le devolvió el cumplido ella embargada por la misma emoción-. Sin ti no habría podido hacerlo.
Ambos miraron a su hijo y se dieron cuenta de que aún no habían pensado en un nombre.
-¿Cómo…? –comenzó a preguntarle Gonzalo.
-Martín –le cortó María, sabiendo que así quería que se llamase su hijo-. Se llamará Martín, como su padre. Porque ha venido al mundo en una noche complicada, al igual que tú.
Su esposo sintió un nudo de emoción al recordar lo que su padre Tristán le había contado de su nacimiento: Pepa dio a luz sola, en el monte, una noche en que la nieve caía sobre ella, y no por ello se vino abajo, sino todo lo contrario, buscó el valor para traerlo al mundo pese a las adversidades.
Y con su hijo había sucedido lo mismo. Una tormenta no había sido suficiente para impedir que naciera sin complicaciones.
Gonzalo supo desde ese momento que su hijo sería como él, fuerte y capaz de lidiar con cualquier adversidad que se le pusiera por delante.

-Martín Castro Castañeda –declaró con orgullo, cogiéndole su pequeña manita-. Bienvenido al mundo, hijo mío.


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