viernes, 16 de octubre de 2015

LOS PADRINOS (PARTE4) 
Mientras los hombres seguían departiendo sobre negocios y política, las mujeres se enfrascaron en otros menesteres menos… aburridos, como dijo Clara, que provocó una carcajada general con su comentario.
-Doña Clara, tengo que decirle que tiene usted un jardín precioso –le dijo Celia, que lo había estado contemplando, embobada-. Hay algunas plantas o flores que no conozco, pero que son de una belleza…
-Gracias, Celia –convino la mujer, dejando su copa de champagne sobre la mesa-. Pero por favor, puedes tutearme… el usted y el doña me hace sentir mayor.
-Como ust… como quieras… Clara.
-Así mucho mejor –le sonrió con amabilidad-. De manera que te interesan las plantas y las flores.
-Sobre todo las silvestres –apuntó la muchacha-. Desde pequeña. Me crié en Galicia y allí son muy conocidas las meigas, o brujas como las llaman otros –bajó un poco la voz para que nadie pudiese escucharla-. Lo cierto es que mi abuela era una de ellas.
-¿Enserio? –se interesó Clara.
-Pero no era ninguna bruja –le aclaró la muchacha. Emilia y María escuchaban atentamente la conversación-. Sino que conocía muy bien las propiedades de las plantas que había en el monte y sabía cada cual cómo usarla adecuadamente. Curó más de una dolencia, créeme. De ella aprendí la importancia de las plantas medicinales.
-¡Qué casualidad! –se sorprendió Clara-. Mi abuela también era una… curandera. Aunque muchos por aquí las llaman santinas, y tampoco son muy bien vistas pues creen que su don para curar a la gente es debido a tratos con el diablo. Lo que hace el miedo y la ignorancia –se quejó en voz alta-. Afortunadamente, mi abuela fue una de las más reputadas y la gente acudía a ella en busca de su sanación. A ella le debo mi afición al cultivo de estas plantas.
-Como Pepa –intervino Emilia, sin poder contenerse-. La madre de Gonzalo. No había planta o flor que no conociese. Aprovechaba cada paseo por el campo para abastecerse de ellas –recordó con cierta nostalgia.
-Pues me parece que su nieta ha salido a ella –añadió María, con orgullo-. Le encanta jugar con las semillas y las ramitas que encuentra en el jardín. A Gonzalo le hace gracia ver cómo se entretiene machacándolas con las piedras para luego dárselas a sus muñecas, jugando a que las sana de alguna enfermedad.
-Pues… tengo un pequeño huerto dedicado exclusivamente a ellas –les explicó Clara-, ¿te gustaría verlo? –invitó a Celia, que parecía la más interesada.
-Por supuesto –accedió la muchacha, ilusionada.
-Si queréis acompañarnos… -invitó a Emilia y a María.
-En otro momento –se disculpó Emilia, quien en realidad lo que quería era quedarse asolas con su hija y charlar con ella.
Clara asintió, comprendiendo su propósito. Hacía mucho tiempo que Emilia y María no estaban juntas, y tendrían que ponerse al día de los sucesos.
 -Al fin un momento para nosotras, cariño –le comentó Emilia, cogiendo a su hija de la mano-. Todavía no puedo creerme que estemos aquí.
-Ni yo, madre –convino su hija, mirando en dirección a los hombres, quienes se habían retirado al otro extremo de la mesa y seguían enfrascados en su conversación. Así que María aprovechó para preguntarle a su madre sobre sus familiares, de quienes necesitaba saber noticias-. Pero cuénteme… que tal están la abuela Rosario y Candela. En sus cartas poco me cuenta de ellas.
Emilia suspiró.
-Bien, bien –comenzó a decirle-. Candela sigue con la confitería y ocupándose de…de Beltrán. Entre ella y Bosco se encargan de que el niño no note mucho la ausencia de su madre –un deje de tristeza tiñó su voz-. Aunque eso es algo imposible…
-Gonzalo y yo sentimos mucho su muerte. No la conocíamos mucho pero… era tan joven. Además, después de todo lo que luchó por estar junto a Bosco y su hijo… la vida a veces es muy cruel.
-Y tanto, cariño –estuvo de acuerdo su madre-. Bosco no levanta cabeza desde entonces. Aunque se esfuerza y trata de salir adelante ocupándose del Jaral y de su hijo, pero la tristeza se ha instalado en su corazón y no veo que tenga intención de marcharse pronto.
-Es comprensible. Desde que supimos que Bosco era hermano de Gonzalo… nos hubiera gustado tratarle más, llegar a conocerle realmente –volvió a mirar a su esposo que reía de la última ocurrencia de Alfonso, ajeno a la conversación-. Lo cierto es que los recuerdos que tenemos de él no son lo que se dice… buenos. La influencia de Francisca le convirtió en un ser sin escrúpulos, capaz hasta de atentar contra Gonzalo.
-Y está muy arrepentido de ello –le explicó su madre-. Siempre que hablamos de vosotros sale a relucir ese episodio funesto. No sabes lo que siente haber actuado así.
-Le creo, madre. Y no es que le guardemos rencor, sabe que no podríamos. Sin embargo… para nosotros es como un extraño. No tenemos vínculos afectivos a los que agarrarnos. A Gonzalo le hubiese gustado conocerle y entablar una relación fraternal con él. Pero desde la distancia es difícil que eso ocurra.
-Pues… -Emilia volvió la cabeza para observar a los hombres un instante-, veo que con Tristán ese problema no ha existido.
-Aunque no son hermanos de sangre, Tristán nos acogió con cariño y sin reservas desde el primer momento. A él y a Clara le debemos todo lo que tenemos aquí. Además, entre Gonzalo y él hay una confianza muy estrecha, trabajan codo con codo para sacar la hacienda adelante. La verdad es que se entienden a las mil maravillas.
-Y yo que me alegro hija –convino Emilia, frunciendo el ceño pues acababa de ver en las palabras de su hija algo que le llenaba de pesar.
María le sonrió, de pronto.
-Pero siga contándome, ¿cómo está la abuela?
Su madre levantó una ceja.
-Más contenta que unas castañuelas, y viviendo una segunda juventud –María ladeó la cabeza, sorprendida-. Tendrías que verla, tan vital, dedicada al cuidado de Beltrán y del pequeño Juanito. Le han devuelto la alegría, que bien merecida se la tenía. Además de recuperar el tiempo con Prado.
-Prado… -murmuró la joven-. ¿La hija del tío Ramiro? Me hubiese gustado conocerla. ¿Y cómo es?
-Es una buena muchacha, alegre… y siempre dispuesta a ayudar. Entre ella y Matías nos llevan por la calle de la amargura. Se han enamorado y no queremos que cometan una locura de la que tengan que arrepentirse luego.
-Bueno, madre –trató de quitarle hierro María-. Ya sabe cómo es el amor a esas edades. Seguro que sabrán cuidarse.
-Dios te oiga, hija. Dios te oiga.
-¿Y… la tita Mariana y Nicolás? –cambió de tema, tras tomarse un sorbo de su copa de champagne-. No sabe lo que nos gustaría a Gonzalo y a mí conocer al pequeño Juanito.
-Bueno, luego te enseño una foto que le sacó Nicolás –le explicó su madre-. Está para comérselo. Y en cuanto a tu tía… no puede quejarse, la granja va a las mil maravillas y los quesos se venden por toda la comarca. Incluso me atrevería a decirte que tienen mayor fama que los de los Buendía. Pensamos en traeros un par, pero no estábamos seguros de que aguantaran toda la travesía. Es uno de los aspectos que Mariana y Nicolás están tratando de solventar… quieren ver si existe la posibilidad de que los quesos aguanten en buenas condiciones durante mucho más tiempo, así podrían venderlos en muchos más lugares.
-Es muy buena idea –convino la joven-. Si lo consiguen, ya saben lo que tienen que hacer, mandarnos un par para saborearlos. Y Nicolás, ¿sigue con su estudio fotográfico?
-Algún que otro trabajo le sale. No puede quejarse tampoco. Aunque viviendo en Puente Viejo es difícil pasarte todo el día retratando gente.
-Me alegro que todo les vaya bien –declaró María, contenta por los suyos-. Ya era hora de que las cosas nos fuesen medianamente bien. No le pregunto por los Mirañar porque supongo que seguirán igual que siempre.
-Sí, hija. Genio y figura. Ya sabes –su madre negó con la cabeza-. Con sus ocurrencias de siempre, animando los chismorreos del pueblo.
-Nunca cambiarán –añadió la joven-. Por cierto, hace unos días hablamos con mi prima Aurora. Ahora que está en París podemos comunicarnos por teléfono con ella sin problema. Gonzalo y ella hablan muy a menudo. Se ve que está muy contenta con sus estudios. Al fin ha encontrado su lugar en el mundo.
-Sí… la pobre andaba bastante desnortada desde su estancia en aquel maldito psiquiátrico. Luego la muerte de Conrado… lo cierto es que no sabía qué hacer con su vida hasta que surgió la oportunidad de estudiar en París.
-Conrado… -murmuró María, con cierto pesar-. Todavía nos cuestas aceptar que haya muerto. Era un hombre extraño, pero… resultó una persona leal y nos ayudó mucho. Siempre tendremos un buen recuerdo de él.
Emilia asintió, de acuerdo.
-Y… ¿qué me cuenta de Fe? Seguro que sigue tan dicharachera como siempre. Aguantando carros y carretas en… en la Casona.
-Lo cierto es que dejó la Casona hace ya tiempo –le contó su madre con seriedad-. Mauricio le encontró un trabajo en un balneario y… pensábamos que iba a regresar a Puente Viejo pasados unos meses, pero no fue así. De vez en cuando manda alguna carta a Mariana y por ella sabemos que se quedó en el balneario porque el hijo del dueño y ella… se enamoraron y lo último que sabemos es que se casaron el año pasado.
-Me alegro mucho por ella –dijo la joven-. Se merece ser feliz.
María se quedó un instante mirando hacia el horizonte, sin decir nada. Solo entonces su madre se dio cuenta de que algo se le había pasado por alto. Le había preguntado por la gran mayoría de la gente de Puente Viejo; por todos excepto…
-Cariño… -su hija volvió a prestarle atención-. Por quién no me has preguntado es por… por Francisca.
La sonrisa de María se esfumó de golpe.
-Lo que le ocurra a esa mujer no me importa lo más mínimo –declaró la esposa de Gonzalo con dureza; tanta que incluso su madre se sorprendió.
-¿Ni siquiera por curiosidad?
-Si siquiera por eso –declaró con vehemencia-. Lo que sea de su vida no me importa. Si vive feliz o amargada. Nada que provenga de ella puede interesarme.
Emilia no quiso insistir. Sabía del daño que la Montenegro les había causado a María y a Gonzalo. Demasiadas oportunidades le había dado la joven a su madrina para que enmendara sus errores. Y otras tantas veces Francisca la había engañado.
La esposa de Alfonso ni siquiera se había atrevido a contarle a su hija la verdad sobre la muerte de su abuelo Raimundo, porque entre otras cosas no quería enturbiar el recuerdo que guardaba de él.
¿Para qué decirle que su abuelo había abandonado a su familia para unirse a aquella pérfida mujer, sin importarle todo el daño que les había hecho? No valía la pena contarle que incluso había llegado a casarse con ella, unas semanas antes de fallecer en aquel fatal accidente.
Tanto Emilia como Alfonso estaban seguros que la señora había tenido que ver con su muerte, pero no había manera de demostrarlo. Como tantos otros crímenes cometidos por aquella mujer. Sin embargo, les quedaba el consuelo de saber que su ruina se la debía al propio Raimundo, quien se había sacrificado, uniendo su vida a la de su peor enemiga, tan solo para hacerle caer desde dentro, sin que ella se diera cuenta de su estrategia. Algo que al parecer había descubierto en los últimos días de Raimundo y por ello decidió acabar con su vida.
María tampoco estaba al tanto de que la Montenegro vivía desde hacía tiempo en la más absoluta pobreza, tras perder todas sus propiedades, incluyendo la Casona. La mujer había tenido que trasladarse a un asilo para pobres, donde la única visita que recibía, de vez en cuando, era la de don Anselmo.
Emilia estuvo tentada de contarle todo aquello a su hija, pero algo se lo impidió: la felicidad que la rodeaba. En ese instante, supo que ni siquiera saber el destino que había corrido aquella mujer, le produciría alegría. María tenía un gran corazón, y su madre estaba segura de que saber aquello no le produciría ningún bien. Lo que ella necesitaba era olvidar; olvidarse de que la Montenegro existía.
Seguramente, con el paso del tiempo, María llegara a enterarse de cómo habían sido las cosas, pero en ese instante de dicha, en el que todos estaban reunidos, lo último que quería era estropearle el día.
-Bueno… pues ahora es tu turno. ¿Por qué no me cuentas que es eso de que llevas una escuela? –cambió de tema Emilia.
-Pues como lo oye, madre –declaró la joven, sin poder ocultar su entusiasmo-. Descubrí que la escuela de Santa Marta estaba cerrada desde hacía muchos años por falta de apoyo económico, y decidí hacerme cargo de ella. El alfabetismo en estos lares es muy alto y los niños del pueblo merecen tener la oportunidad de aprender.
-Me parece una buena idea, cariño –la apoyó Emilia, orgullosa de ella-. Siempre has tenido un corazón de oro y esto lo demuestra.
-No lo hago por mí, sino por ellos –le explicó María-. Es cierto que ayudándoles me siento útil, pero… yo tuve la suerte de tener unos profesores que me enseñaron de todo. Pero estas gentes no. Y si está en mis manos hacerlo, no tengo ningún problema. Hasta la gente mayor acude a mis clases. Debería de ver su ilusión por aprender. Solo con eso ya me doy por satisfecha.
Con sus palabras, Emilia comprendió muchas cosas. Cosas que en el fondo de su corazón le dolían. Su hija había encontrado su lugar, ahora era feliz, tanto como nunca antes lo había sido. Tenía a Gonzalo y a sus hijos junto a ella y se sentía realizada al ayudar a aquellas personas. No podía pedir nada más.
Y en ese mismo instante, Emilia supo que por mucho que las cosas cambiasen en Puente Viejo, su hija no regresaría a vivir allí. Ahora Santa Marta era su hogar, junto a Tristán y Clara, quienes a leguas se les veía tan felices como a Gonzalo y a María.
-Otros a quienes veo felices son a Tristán y a Clara –comentó de repente la esposa de Alfonso-. Se ve que os aprecian mucho.
-Y nosotros a ellos –convino María con sinceridad-. Desde que llegamos, se han desvivido por hacernos la vida más fácil. Incluso querían que nos quedásemos a vivir aquí, en la hacienda. Pero Gonzalo y yo necesitábamos nuestra propia casa.
-Lo que me extraña, es que… viendo como tratan a Esperanza y a Martín, no hayan tenido sus propios hijos.
María apretó los labios en una mueca de disgusto.
-Clara no puede concebirlos –murmuró en voz baja-. De ahí que quiera tanto a los niños. Se desvive por ellos. Sé que para ella es duro no poder darle sus propios hijos a Tristán, aunque para él lo más importante es ella.
-Una lástima, la verdad –dijo Emilia, sintiendo pena por la pareja-. ¿Y… no han pensado nunca en adoptar a uno?
María se encogió de hombros.
-Lo cierto es que no solemos tocar el tema… por Clara… usted me entiende. Por mucho que se haga la fuerte, debe de ser duro saber que nunca podrá ser madre.
Justo en ese instante, Celia y Clara regresaron de su paseo. Ambas mujeres comentaban animadas lo que habían visto. Al parecer, tenían muchas más cosas en común de lo que pensaban.
-No te preocupes, Celia –dijo Clara, sentándose de nuevo-. Antes de que regreses a Argentina te recogeré un matojo de ortigas para que puedas llevártelas.
La muchacha le sonrió agradecida por el regalo.
Doña Sara salió en ese momento.
-Señora María, los niños ya se han despertado. A la niña Esperanza la he llevado a la cocina para que meriende, pero al pequeño Martín… creo que le toca otra toma –le comunicó a la joven, que enseguida entró en la casa para hacerse cargo de ellos. Su madre la siguió, dejando a Celia y a Clara charlando animadamente.
Mientras, en la otra punta de la mesa, Andrés se volvió un momento al ver llegar de nuevo a Celia con la esposa de Tristán.
-De manera que esa es la famosa Celia –comentó el capataz a Gonzalo, que se volvió hacia ellas-. ¿Dijisteis que vivía en Argentina?
-Así es –certificó su amigo-. Se quedará unos días con nosotros pero tiene que volver, no puede dejar mucho tiempo su negocio en manos de su novio.
-¿Negocio? –el capataz frunció el ceño-. ¿Qué clase de negocio lleva?
-Un restaurante de comida española.
-No me extraña –comentó en voz alta Andrés, cuyos ojos brillaron por el exceso de copas-. Se la ve bastante… avispada. No ha dejado de hablar durante toda la comida.
-¿Avispada dices? –se burló Gonzalo, aguantando una carcajada-. No lo sabes tú bien. Se las sabe todas.
El capataz volvió a mirar a la muchacha, preguntándose si sería tan lista cómo parecía. Después de aquella reflexión, el joven miró su reloj y vio que era el momento de despedirse. La tarde llegaba a su fin y debía regresar a su casa.
-Gonzalo, es hora de que me retire –le comunicó al joven-. Mi madre debe de estar preocupada.
El marido de María asintió, sabedor de los problemas que tenía Andrés con su progenitora, una mujer enfermiza que dependía de él.
-No te preocupes –le disculpó Gonzalo, levantándose junto a su amigo-. Me hago cargo –le tendió la mano-. Y muchas gracias por haber compartido este día con nosotros.
-No hay de qué. Ha sido un honor –el capataz se volvió hacia los otros dos hombres-. Don Tristán, nos vemos mañana a primera hora –el hermano de Gonzalo asintió en silencio, satisfecho por el buen hacer de Andrés y por su implicación con el trabajo; Tristán no podía quejarse de la suerte que había tenido con el joven, trabajador como el que más y siempre dispuesto a colaborar-. Y don Alfonso, ha sido un placer conocerle –le tendió la mano al padre de María, quien se la estrechó.
-Un gusto, muchacho –convino Alfonso, que llevaba todavía en los labios, los últimos restos de uno de los puros, que apuraba al máximo.
Gonzalo acompañó a Andrés hasta la salida y se despidió allí de su amigo, viéndole partir de camino al pueblo.
En el horizonte, tras las montañas, el sol comenzaba a declinar. Pronto llegaría la noche, de manera que después de que María terminase de darle el pecho al pequeño Martín, decidieron regresar a su casa. El día había sido agotador, aunque lleno de júbilo y emociones a partes iguales. Un día que quedaría grabado en su memoria con cariño.
Tristán y Clara se despidieron de ellos en la misma puerta de la hacienda, permaneciendo unos segundos allí, viendo como regresaban al pueblo.
-Ha sido un buen día –comentó Tristán, con el brazo alrededor de la cintura de su esposa.
-Sí que lo ha sido –afirmó ella, dejándose arropar por él-. Me alegro mucho de haber vuelto, justo a tiempo para estar con ellos.
-Y yo, cariño. Pero ahora estoy molido –le confesó Tristán-. Necesito un baño y descansar.
Ambos entraron en la hacienda, cogidos por la cintura, cansados pero felices de haber vivido aquel día junto a sus seres queridos.
Al llegar a la casa de Gonzalo y María, Emilia se quedó un instante mirando el horizonte azulado del mar en calma. Su hija se percató de ello.
-¿Le gustaría bajar a la playa, madre? –le ofreció María, con Esperanza cogida de su mano.
-Aunque he viajado todos estos días en el barco y he visto el mar… es la primera vez que veo la arena de la playa –le confesó su Emilia con un nudo en la garganta, como si fuese una niña que descubría algo por primera vez-. Siempre he sentido curiosidad por saber qué se siente al rozar la arena.
-Pues no se hable más, suegra –habló Gonzalo, dispuesto a hacerla feliz. Llevaba a su hijo en brazos, que estaba despierto, a pesar de la hora-. Vayamos. Todavía queda algo de luz para pasear un rato. Además, Esperanza y Martín se han dado una buena siesta, así que aguantarán un paseo más.
-Gonzalo… -intervino Alfonso, con seriedad-. ¿Me permites coger a… a mi nieto?
-Por supuesto –le entregó al niño, viendo en los ojos de su suegro un atisbo de orgullo-. Eso no tiene ni que pedirlo.
El padre de María observó a su nieto, embelesado, pensando en todo lo que se estaba perdiendo por no tenerles cerca. Martín alargó su manita hacia el mentón de Alfonso y jugueteó con su corta perilla grisacea.
Por su parte, Esperanza no le quitaba ojo a Celia, y es que la amiga de su madre había cogido una ramita de romero del huerto de Clara, y la niña quería cogerlo. De manera que viendo su oportunidad, se soltó de la mano de su madre y acudió junto a Celia, estirando su brazo.
-omego –murmuró con su vocecita, dejando a todos sorprendidos por haber reconocido la planta.
-¿Qué os dije? –declaró María con orgullo-. Lo reconoce enseguida.
Celia se agachó y le tendió a la niña la ramita, que enseguida la cogió y sonrió, feliz de haber logrado su propósito. La joven muchacha por su parte, aprovechó para coger a Esperanza de la mano y juntas caminaron hacia la playa. Con aquel simple gesto, Celia acababa de ganarse la confianza de la niña.
-Me parece a mí que a Esperanza le van a gustar, tanto o más que a su abuela Pepa, las plantas –comentó Emilia, feliz por aquel parecido.
Gonzalo y María aprovecharon el instante para bajar cogidos de la mano, y es que apenas habían estado juntos ese día.
Todos juntos, disfrutaron a su manera de aquel paseo. Esperanza y Celia caminaban a buen paso por la orilla de la playa, dejando que el agua rozase sus pies descalzos y haciendo alguna carrera de vez en cuando.
Alfonso acunaba a su nieto, preguntándose si algún día volverían a estar todos juntos, y esta vez para siempre. Mientras, su esposa, arrastraba los pies descalzos sobre la arena, disfrutando del contacto suave y del cosquilleo que le producía entre los dedos del pie.
Sus pasos les condujeron hasta cerca del embarcadero, no muy lejos de la casa.
De pronto, Celia se detuvo, observando una vieja casucha que se caía a trozos.
-Era la casa de un pescador –le explicó María, viendo su interés-. Murió hace unos meses y no tenía descendencia a quien dejar la casa. El ayuntamiento está pensando en derruirla, por su mal estado.
-Es una lástima –declaró Celia, observando que no era muy grande y que le recordaba a algo en particular-. Con unos cuantos arreglos sería un buen lugar.
-En eso estoy de acuerdo, con unos arreglos, la casa tendría otro aspecto –intervino Alfonso, quien también se había fijado en el lugar-. Mirad ese caminito que asciende hacia ella… -se volvió hacia su esposa-. Podríamos comprarla, Emilia. ¿Qué me dices? Podríamos convertirla en un restaurante de comida… española –comenzó a entusiasmarse el padre de María, viendo en ella la oportunidad para estar cerca de los suyos-, como el restaurante que tiene Celia en Argentina.
Sin embargo, su esposa no estaba tan convencida como él.
-Me parece que corres mucho, cariño –trató de sosegarle ella, acercándose-. ¿Y qué pasa con la posada y la casa de comidas de Puente Viejo?
Gonzalo y María asistían a la conversación, divertidos por la propuesta de Alfonso y viendo a Emilia cómo quería hacerle entrar en razón.
-La posada y la casa de comidas podemos dejarlas en manos de… de Prado y Matías –propuso Alfonso, que ya se veía en aquel sitio-. ¿No me digas que no te gustaría vivir aquí, con los muchachos, viendo a nuestros nietos crecer?
Emilia se volvió a mirar a su hija. ¡Claro que le gustaba la propuesta de su esposo! Era lo que más deseaba, sin embargo… había otros puntos que tener en cuenta, y Alfonso no lo estaba haciendo.
-Bien sabes que me gustaría –declaró ella, con sinceridad-. Pero… ¿Serías capaz de dejar al resto de la familia allí? ¿A tu madre, a Mariana… a Juanito? Las cosas no son tan sencillas Alfonso. Nuestra vida está en Puente Viejo, donde llevamos muchos años viviendo –se volvió hacia María y Gonzalo pidiéndoles una disculpa con sus palabras-. Sabéis que lo que más me gustaría es poder estar aquí con vosotros y ver crecer a mis nietos, pero… allí también está parte de nuestra familia. ¿Lo entendéis, verdad?
María se acercó a su madre y la cogió de las manos.
-Por supuesto, madre –convino ella, comprensiva-. A nosotros también nos gustaría tenerles aquí. Sin embargo, comprendo que su vida está en Puente Viejo, junto a la abuela, la tita…
-Pero pueden venir a visitarnos siempre que quieran –añadió Gonzalo, uniéndose a ellas y posando la mano sobre el hombro de su esposa-. Aquí en Santa Marta siempre tendrán una casa que les recibirá con los brazos abiertos.
-Te tomo la palabra, muchacho –habló Alfonso de nuevo-. Aunque tenga que hacer cientos de viajes… pero no quiero perderme la oportunidad de ver crecer a mis nietos.
Mientras los cuatro hablaban de aquellos planes, la mirada de Celia seguía fija en la casucha. La idea de Alfonso había sido buena, pensó la muchacha. Aquel lugar era perfecto para poner un restaurante. Lástima que el padre de María no pudiese hacerlo.
-¿Celia? –la llamó María-. ¿Venís?
Su amiga parpadeó varias veces y se unió junto a Esperanza, al resto, quienes caminaron de regreso a casa.

Había sido un día largo, feliz y agotador. Un día de reencuentros que permanecería en la memoria de todos para siempre.


No hay comentarios:

Publicar un comentario