viernes, 30 de enero de 2015

CAPÍTULO 35 
Inés entró en la cocina sin darse cuenta de lo que allí estaba ocurriendo. Su mente andaba tan lejos que no se fijó en que Fe y Mauricio estaban hablando más alto de lo normal.
-No puedes hacerme esto, Mauricio, hombre –le recriminó la doncella, enfadada-. Pero si ya he quedao con el señor cura para eso de los cursillos matrimoniados. Ahora con qué cara se presenta servidora y le dice, “mire, usted padre Anselmo, perdone pero aquí mi futuro esposo que dice que eso de los cursillos pa matrimoniarse es una tontuna y prefiere irse a tomar unos chatos de vino y jugar a las carta”.
Inés, por su parte, dejó la bandeja sobre la mesa, con las palabras de la señora martilleándole todavía en la mente.
-Vamos a ver, Fe –respondió Mauricio, con paciencia, mientras se lavaba las manos en el fregadero-. Ya te lo he dicho, no tienes que preocuparte por don Anselmo, se lo dije ayer al pater, esas cosas de cursillos para casarse uno son solo tontunas de viejas –Fe abrió los ojos de manera desorbitada, sin poder creer lo que estaba oyendo-. Para que uno se case tan solo es necesario el cura y los contrayentes; en este caso tú y yo. Así que olvídate de perder el tiempo en esas cosas de religiosos.
-¡Ah, no! –repuso, plantándose frente a él con los brazos en jarras-. Ni lo sueñes, hombretón. Que una es mu decente y quiere casarse como mandan las tridiciones. Y si la iglesia dice que hay que hacer esos cursos, pos se hacen. Ya hablaré con el señor cura pa que no tenga en cuenta tus tontás y nos dé hora pa asistir.
Mauricio suspiró, perdiendo la paciencia, ante la insistencia de su prometida.
-No pierdas el tiempo, Fe –insistió él con calma, secándose las manos-. ¿Acaso piensas que aunque yo accediese a ir, la señora nos daría tiempo libre para ello?
-Pa chasco que sí –contestó ella de inmediato, con total seguridad y un brillo alegre en la mirada-. La seña es mu devota y religiosa; que bien que lo sabe servidora que la Paca toas las noches antes de acostarse reiza como mínimo dos aves de esas y tres padresantos, como manda la iglesia. Eso sin contar los donativos que da to los domingos.
El capataz hizo un gesto negativo con la cabeza, divertido por la inocencia que conservaba su prometida. Quizá fuese eso lo que le enamoró de ella, o su jovialidad. El caso era que Fe siempre lograba sacarle una sonrisa, incluso en los peores momentos.
-No voy a seguir discutiendo contigo –respondió él, dejando el trapo sucio sobre la mesa-. Además, debería estar ya en las caballerizas encargándome del parto de la yegua.
En ese instante, Mauricio reparó en la presencia de Inés. La criada apenas se había movido del sitio desde que había entrado.
-Inés –le preguntó él, frunciendo el ceño-. ¿Has visto al señorito Bosco?
La muchacha al escuchar el nombre de Bosco levantó rápidamente la cabeza. Tenía la mirada como perdida en algún lugar lejano. Fe se dio cuenta en seguida.
-¿Te encuentras bien, Inés?
-Sí, sí –disimuló la sobrina de Candela, fabricando una falsa sonrisa-. Solo un poco cansada.
-¡Uy! Pos bien temprano que te cansas tú pajarillo –declaró su amiga-. Si toavia no es ni media mañana y tenemos la tira de faena. Hay que estender las sábanas de la señorita Isabel y plancharlas, que no veas la última vez que vio una arruga como se puso… ¡Ufff! Y pareice de esas que no tienen ni fuerza pa levantar una mano y luego... menudos humos se gasta la señoritinga.
Mauricio pasó la mirada de su novia a Inés. No tenía tiempo para aquellas cosas.
-¿Vas a responder a mi pregunta, chiquilla? –le espetó el capataz de malos modos-. ¿Has visto al señorito Bosco en el jardín?
-Sí –respondió Inés, finalmente-. Estaba allí hace un rato. Pero la señora le ha mandado a las caballerizas a un parto, o algo así. Le ha dicho que tú estabas ya allí.
-No… si al final aún me llevaré alguna bronca más como el señorito Bosco no me encuentre allí –negó con la cabeza.
-Tú ve tranquilo –le dijo Fe, posando una mano sobre su hombro-, que aquí tu promeitida ya se encargará de hablar con la seña por lo del matrimoniado. Seguro que nos da el permiso –confirmó muy segura de ello-. Tú no sufras, que la Fe siempre consigue lo que quiere.
Mauricio asintió. No tenía tiempo para seguir hablando del tema, pero algo le decía que su prometida iba a pinchar en hueso con la señora. Por muy devota que la Montenegro fuese, no les permitiría asistir a ningún cursillo si con ello perdía a dos de sus empleados más eficientes, aunque solo fuese por una hora.
-Y ahora vas a contarme lo que te pasa, Inés –dijo Fe con seriedad en cuanto Mauricio salió de la cocina, volviéndose hacia su compañera-. Porque desde que hi as entrao en la cocina pareices una de esas almas que ni respiran. ¿Qué ha pasao? ¿Otra vez problemas con la señoritinga?
Su amiga apoyó las manos sobre la mesa. Parecía a punto de desfallecer. Fe se asustó y le ayudó a sentarse; luego le pasó un vaso de agua que Inés bebió de un trago.
-Gracias, Fe –dijo la muchacha en cuanto pudo recuperar la voz.
-¿Pro que ha pasao pa que estés asín? –insistió Fe, sentándose junto a ella.
-La señora. Ha sido ella con sus comentarios hirientes –volvió la mirada bañada en lágrimas hacia su compañera-. ¡No lo soporto más, Fe! ¡Ojalá pudiese marcharme de aquí y no volver nunca!
Su amiga apretó los labios, preocupada por ella. Posó la mano sobre su antebrazo, en un claro gesto de apoyo.
-¡Ay pajarillo! –suspiró con pesar-. Mira que la Fe te lo dijo, no te metas entre las sábanas del señorito que eso solo te trairá problemas. Que servidora ha vivio más que tú y ha visto a otras doncellas caer rendidicas a los pies de sus señores como moscas en tela de araña. Les prometen el oro y el morisco y luego… si te eivisto no me acuerdo.
-Bosco era diferente –se defendió Inés, sonándose la nariz-. Cuando le conocí en el bosque… -se le quebró la voz-. Él no era así, Fe. Ha cambiado.
-¿Y quién no cambia con to lo que le ha dao la seña? –trató de hacerle ver la realidad-. Tenías que haberle ivisto el día que llegó por primera vez a la Casona. ¡Un salvaje de esos que viven en la selva, sin modales y sin ná!
El comentario logró sacarle a Inés una débil sonrisa.
-Lo que tienes que hacer es olviarte dél –continuó la doncella-. Mandarle con viento fresco a engañar a otra pánfila. Y tú, buscarte un buen mocetón que sepa valorarte como te mereices y que te quite las penas. Que de mocetones está el mundo lleno. Le das una patada a una piedra y salen veinte; que digo veinte, salen…bueno, mejor no tantos, que con uno nos bastamos y nos sobramos pa toa la via; que luego a ver quién les aguanta.
-¡Ay, Fe! –dijo Inés, secándose las lágrimas-. Ojalá fuera tan sencillo… pero cuando el corazón manda…
-Pos dile a ese corazón tuyo que obedezca a la Fe, que de temas de amoríos sabe un rato largo –hizo una pausa-. ¿Pero vas a contarme que te ha dicho ahora?
-Quiere hablar conmigo esta noche.
-Y por supuesto que le has dicho que no, ¿no? –su amiga ladeó la cabeza. Conociendo a su amiga todo podía pasar-. ¿Inés…? –al no recibir respuesta, Fe comenzó a alterarse y se levantó, haciendo un gesto negativo con la cabeza-. ¿Y yo pa quíen hablo? ¿Pa los muebles de la cocina? Por mucho que servidora insista, no tienes remedio, criatura.
-No le he dicho que sí –se defendió la sobrina de Candela.
-Pero tampoco ti has negao –le recriminó la doncella, alzando la voz-. ¿No te habrás creío eso de que quiere “hablar”, verdad? Que sabemos lo que ese busca y no son preicisamente palabras.
-Pues si viene a por eso, anda muy equivocado.
Fe la miró unos segundos antes de continuar.
-Eso espero –volvió a sentarse, más calmada-. Inés, siento ser dura contigo, pero una mujer debe darse su lugar, y el señorito sigue ennoviao con otra, así que por mucho que te prometa no le creas ni una miaja. No va a dejar a la nieta del gobernador por ti.
Las palabras de Fe, aunque duras, eran ciertas, e Inés lo sabía. Aun así no podía evitar que le dolieran.
-¡Ya lo sé! –contestó de malos modos-. ¡No es necesario que me lo recuerdes! ¡La señorita Isabel es eso, una señorita, y yo una simple criada que no tiene donde caerse muerta! ¡No te preocupes, que entre la señora y tú no se me olvida nunca!
Se levantó de golpe, cansada de escuchar siempre las mismas razones. Inés conocía de sobra el abismo que la separaba de Bosco, sin embargo el amor que sentía por él, era ciego para verlo.
Subió arriba, dejando a su amiga con la palabra en la boca.
-¡Ay, Fe! –se quejó la doncella en voz alta-. ¡Qué día llevas! Primero te peleas con el hombretón y ahora con el pajarillo. Solo te queda pelearte contigo misma. Mejor no, que seguro acabarías escaldá.
La doncella retomó sus quehaceres, sin poder apartar de su mente lo ocurrido.

CONTINUARÁ...






miércoles, 28 de enero de 2015

CAPÍTULO 34 
Isabel ya había cumplido con su parte del acuerdo.
Tal como había quedado con el Anarquista en su último encuentro, se hallaba junto al montículo de piedras que dividía el camino a Munia en dos sendas. El día anterior ya había estado allí para dejarle la nota con la fecha y la hora del encuentro. Ahora volvía a por la respuesta.
Nada más llegar, volteó en ambas direcciones, cerciorándose de que no había nadie en los alrededores que pudiese ver lo que hacía. Palpó con cuidado en el interior del montículo para ver si su nota continuaba allí. Su primera sensación fue que sí, que el enmascarado no había recogido la nota y que debería cambiar la cita para otro día. Sin embargo, al sacar el trozo de papel pudo ver que no se trataba del suyo. Lo desplegó y leyó la misiva, con cierta dificultad, pues la letra no era muy clara, más bien parecía escrita por un niño que por un adulto:
Camina doscientos pasos hacia la peña de los muertos. Llegarás a una pradera desde la que se puede vislumbrar en dirección norte el pico del diablo; camina ciento cincuenta pasos hacia allí.

Isabel levantó la mirada, buscando el camino hacia la peña de los muertos. Todavía no conocía mucho los alrededores de Puente Viejo, sin embargo recordaba aquel lugar porque le había llamado especialmente la atención cuando Bosco le habló de él. Su prometido le explicó que antes de vivir en la Casona, había vivido en aquella zona, plagada, precisamente, de anarquistas.
Una vez tuvo por segura la dirección, comenzó a caminar los doscientos pasos. Los primeros fueron lentos, casi midiendo la distancia de uno a otro. A medida que fue avanzando se volvieron más seguros y rápidos. Todo a su alrededor era tranquilidad, cosa que la ponía más nerviosa aún. La naturaleza la observaba como a una intrusa y así se sentía la prometida de Bosco. Estaba segura que en cualquier momento algún animal salvaje saldría de su madriguera y la perseguiría con la intención de darle caza.
Nada más vislumbró la pradera que le indicaba la nota, dejó de contar los pasos y se apresuró a llegar. La hierba rozó sus delicados pies y dio un respingo cuando una de las matas más largas le rozó la pantorrilla creyendo que se trataba de alguna serpiente.
Isabel tomó aire y después de volver a leer las instrucciones levantó la mirada buscando el pico del diablo. Según le había contado Bosco, se trataba de una cordillera muy escarpada que daba el aspecto de tener dientes de sierra. Nadie en su sano juicio se aventuraba a subirla sino tenía los conocimientos necesarios sobre el terreno, le había dicho su prometido.
Los ciento cincuenta pasos se le hicieron eternos. Tanto que estuvo tentada de regresar a la Casona y olvidarse de todo. Sin embargo recordó el desprecio con que la había tratado Bosco y eso le dio fuerzas para continuar.
Al llegar a la falda de la montaña se detuvo. Allí terminaban los pasos. Volvió a leer la misiva buscando algún dato que se le hubiese pasado por alto, aunque sabía que no encontraría más instrucciones a seguir. Los árboles en aquella zona crecían frondosos y muy juntos, creando una atmósfera asfixiante.
-Has encontrado fácilmente el lugar –afirmó la voz del enmascarado, oculto en algún lugar cerca de Isabel.
La muchacha miró en todas direcciones, buscando el origen de aquella voz grave, sin hallarlo. Detestaba aquel juego en que era ella la observada y él el observador.
-No esperaba menos –continuó él, saliendo de detrás de un matorral-. Sabía que no te sería difícil encontrarlo.
-Podrías haberme citado dónde quedamos –le recriminó ella, volviéndose-. No sé a qué viene todo este juego de acertijos –le enseñó la nota antes de guardársela en el bolsito.
-Como bien comprenderás teníamos que encontrarnos en un lugar más apartado que la otra vez. No me gusta estar tan cerca de la Casona. Es un lugar muy transitado y podría vernos alguien. Y a ninguno de los dos nos conviene.
Isabel torció el gesto. ¿Era esa la verdadera razón o había otra?
Estuvo tentada a preguntarle, sin embargo no lo hizo. Mejor esperar, pensó.
-Sígueme –le ordenó él, de pronto; dando media vuelta e internándose en el bosque.
Isabel obedeció y fue tras él.
Caminaron durante más de diez minutos, rodeando la montaña y llegaron a una zona boscosa.
-¿Adónde me llevas? –le preguntó finalmente la nieta del gobernador, cansada de aquel juego-. No tengo todo el día y si tardo más de la cuenta, en la Casona se preocuparán.
-Ya estamos llegando –respondió el Anarquista, a quien apenas le costaba caminar entre la maleza mientras que a Isabel cada paso le resultaba un mundo. Sus zapatos estaban hechos para caminar sobre terreno plano y limpio; no pedregoso y lleno de vegetación.
Finalmente, el hombre se detuvo frente al cobertizo. Antes de entrar se volvió hacia Isabel, asustándola.
-Me estoy arriesgando mucho confiando en ti –le espetó con seriedad-. Espero que valga la pena.
La prometida de Bosco dio un paso hacia él, con el gesto altivo.
-No eres el único que está arriesgando cosas, por si no lo sabes. ¿Cómo crees que quedaría mi reputación si supieran que tengo tratos con un bandido?
El enmascarado soltó un débil bufido, burlón.
Sin añadir nada más, le cedió el paso para que entrase en la cabaña. Nada más poner un pie dentro, Isabel arrugó la nariz y se llevó la mano a la boca.
-¿A qué huele aquí? –su voz sonó algo distorsionada.
-Es la humedad –repuso él, pasando a su lado e ignorando su malestar-. Siento que esto no tenga las comodidades de la Casona. No me ha dado tiempo a limpiarlo.
Isabel se volvió de golpe, indignada por la ironía del comentario. Apretó los labios mientras le veía encender los restos de una vela sobre la mesa.
-Y bien –el Anarquista la miró de frente, cruzándose de brazos-. Supongo que si estás aquí es porque tienes algo que contarme, ¿no es así? ¿Qué has descubierto?
La prometida de Bosco se quitó los guantes de seda. Necesitaba que sus finos dedos sintieran de nuevo el aire.
-No mucho, la verdad –respondió con cierto desdén-. Me costó lo mío que hablase del tema –levantó la cabeza hacia el enmascarado. Sus ojos brillaron con orgullo-. Al parecer Francisca tiene varios negocios fuera de Puente Viejo. En ese sentido no pude sacarle mucho… sin embargo me confesó que guarda gran parte de su fortuna en el banco de la Puebla, y en la caja fuerte de la Casona tan solo tiene lo imprescindible.
Oculto bajo su disfraz, el Anarquista analizó las palabras de Isabel.  Francisca Montenegro tenía gran parte de su fortuna en el banco de la Puebla. Algo bastante lógico ya que no era ningún secreto que la Montenegro era poseedora de una gran riqueza. La fortuna amasada a lo largo de su vida no era poca cosa y mantener en la Casona grandes sumas de dinero, así como las joyas de mayor valor, era cuanto menos peligroso, por muy bien custodiada que se encontrase su hacienda. En un banco también podría ocurrir un robo, pero en esos casos, el seguro pagaba a sus clientes.
-Dices que en la caja fuerte de la Casona solo guarda lo imprescindible –repitió el enmascarado, frunciendo el ceño.
Isabel asintió.
-Eso me dijo. Supongo que tendrá guardado el dinero necesario para algún imprevisto o algún cobro de última hora –declaró la muchacha pensativa-. Al menos mi abuelo en Madrid hacía eso.
-Pero lo que buscamos no está en un banco –dijo el Anarquista de pronto-. Y mucho menos si no quiere que caiga en otras manos… aunque sea por error. No –cada vez parecía tenerlo más claro-. Los papeles que buscamos deben estar a buen recaudo, y cerca de ella. Tan cerca que pueda verlos cuando precise.
-La caja fuerte de su despacho –murmuró Isabel, dándose cuenta de ello-. Debe de tenerlos allí.
-Exacto –afirmó el Anarquista, ocultando una sonrisa satisfecha-. El único lugar al que solo ella tiene acceso. En un banco pueden estar seguros hasta cierto punto, pero si son robados, ¿cómo explicas luego que esos papeles, que supuestamente no existen, han sido robados?
La nieta del gobernador asintió.
-¿Sabes la combinación de la caja fuerte? –le preguntó él, casi sabiendo la respuesta.
-No –respondió al momento y le lanzó una media sonrisa sarcástica-. Como comprenderás, la Montenegro solo confía en ella misma. No va contando a diestro y siniestro cual es la combinación de su caja fuerte –antes de que él pudiese contestarle, Isabel continuó-. Sin embargo, tengo un plan para conseguirla.
-¿Un plan? –ladeó la cabeza, sorprendido.
-Sí –le confirmó, ignorando el tono burlón que había usado-. Le pediré a la señora que guarde las joyas de mi madre en la caja fuerte y así podré ver la combinación.
El Anarquista soltó una sonora carcajada e Isabel se ofendió.
-¿De verdad crees que será tan sencillo y que te mostrará la combinación, así como así? –le preguntó él, aun riendo-. Siento decirte que tu “plan” naufraga por todos lados.
-¿Tienes uno mejor? –le espetó la prometida de Bosco, con rabia-. Porque si eres tan listo, no me necesitas para nada, así que…
Isabel dio media vuelta, dispuesta a marcharse. No dejaría que nadie se burlase de ella y mucho menos un simple bandido de tres al cuarto.
-¡Espera! –la detuvo-. Tienes razón. Lo siento.
La muchacha se detuvo en la puerta pero no se volvió. Aquel hombre no sabía con quién se las estaba viendo. Si pensaba que con una simple disculpa estaba todo olvidado, es que no la conocía.
-Si crees que va a ser tan fácil, estás muy equivocado –respondió la nieta del gobernador volviéndose hacia él. Su mirada mostraba tal determinación y firmeza que asustarían a cualquiera, excepto al Anarquista-. Eres tú quién más necesita de mi ayuda. Espero que la próxima vez que se te ocurra burlarte de mí, lo tengas en cuenta.
El enmascarado dio dos pasos en su dirección y se plantó frente a ella, clavando sus ojos con dureza en los de ella.
-Y tú no olvides que ahora eres mi cómplice –repuso él con la misma determinación con que le había hablado la nieta del gobernador-. Si me traicionas, caerás conmigo. Eso no lo dudes.
Las manos de Isabel temblaron. No de miedo sino de impotencia. Desgraciadamente aquel individuo tenía razón. Estaban juntos en ello; él para destruir a Francisca Montenegro y ella para deshacerse de Bosco.
-Reconozco que no tengo otro plan en mente –continuó él, recobrando la serenidad y alejándose unos pasos-. Así que… está bien. Hagámoslo a tu manera.
Isabel asintió, de mala gana. Después de aquel momento de tensión lo único que quería era marcharse de allí cuanto antes.
-Cuando tenga algo te avisaré –respondió ella, con sequedad.
Sin esperar a que el Anarquista añadiese algo más, la muchacha dio media vuelta y abandonó el cobertizo airada.
El enmascarado no se movió. Su mente viajó lejos, a otro encuentro ocurrido allí mismo, no hacía mucho. Las palabras de María resonaron en su mente, con fuerza, más vívidas que nunca.
-El problema es si lo hace por venganza. Es un sentimiento peligroso que a veces no puedes controlar. Yo no me fiaría de ella. Podría cambiar de opinión en cualquier momento y delatarte.
Era algo que el Anarquista tendría en cuenta de ahora en adelante. Por el momento, ya había dado el primer paso para tomar sus precauciones.

CONTINUARÁ...





lunes, 26 de enero de 2015

CAPÍTULO 33 
La mañana en la Casona estaba siendo bastante tranquila. Francisca se había encerrado desde muy temprano en su despacho y allí seguía, enfrascada con los papeles de la finca. Mauricio se encontraba en las caballerizas ocupado en el nacimiento de uno de los potros. El asunto se estaba complicando y el capataz andaba preocupado, así que no tuvo más remedio que informar a la señora de lo que ocurría.
Por su parte, las doncellas estaban atareadas limpiando las habitaciones y preparando las comidas. Apenas tenían tiempo para descansar.
Inés salió al jardín para recoger la bandeja del desayuno de Isabel. La prometida de Bosco prefería desayunar al aire libre que en el salón de la casa. La doncella andaba tan perdida en sus pensamientos que ni siquiera se dio cuenta de la llegada de Bosco. El joven se detuvo bajo el pórtico del jardín para contemplarla en silencio. Hacía días que trataba de hablar con ella a solas y no había hallado la forma de hacerlo. Inés se encargaba de estar siempre acompañada de Fe; y su amiga, conocedora de la relación clandestina que había mantenido con el señorito de la casa, se las ingeniaba para no dejarla sola con Bosco; y eso que él lo había intentado mandándola a realizar alguna tarea, pero ni por esas. Incluso por la noche había acudido a su cuarto pero ahora siempre lo hallaba con el cerrojo puesto cuando tiempo atrás Inés no había dudado ni un momento en dejarle pasar a su alcoba.
Pero ahora que estaba allí no iba a desaprovechar la ocasión.
-Inés…
Al escuchar su gruesa voz, la sobrina de Candela dio un respingo y se quedó quieta. Tenía un vaso en la mano y a punto estuvo de soltarlo.
Inmediatamente recuperó el movimiento y recogió con rapidez las cosas con la clara intención de marcharse de allí sin hablar con él, pero Bosco se interpuso en su camino.
-Tenemos que hablar, Inés –le insistió, cogiéndola de los brazos, sin importarle que alguien les viese.
La muchacha tenía la mirada clavada en la bandeja, sin querer mirarle a los ojos.
-Estoy muy ocupada –repuso con un hilo de voz. Quiso que sonase con determinación, sin embargo no lo logró-, si me disculpa tengo que volver a la cocina.
-No –la detuvo él. No iba a permitir que esta vez se le escapase-. Tenemos que aclarar las cosas.
Inés levantó la mirada, con esfuerzo. Sus ojos estaban húmedos pero tenían cierta determinación.
-Las cosas están muy claras, señor –recalcó la última palabra-. Usted lo dejó bien claro. Ya sabemos cuál es el lugar de cada uno, no es necesario hablar de ello. Yo soy solo una simple criada que debe de cumplir con sus obligaciones y quehaceres; que en este momento son muchos. Con permiso.
Bosco la soltó pero no se apartó. Su gesto se endureció ligeramente.
-Entonces, como señor de la casa te ordeno que me escuches.
-¿Tiene alguna queja? –le respondió ella, apretando los labios y aguantando la rabia. No soportaba que la menospreciara así.  Cuando el joven no lograba lo que quería por las buenas, recurría a su posición para salirse siempre con la suya, e Inés hasta el momento había soportado sus humillaciones. Pero su aguante tenía un límite- ¿Algo que no haya hecho debidamente?
-Tenemos que hablar –insistió él con calma-. Aunque sé que este no es el lugar ni el momento. Solo te pido que me dejes ir esta noche a tu cuarto y hablaremos.
-Ya –repuso ella, hastiada y preguntándose si eran ciertas sus palabras-. “Hablar”. ¿Se trata de eso o de otra cosa? Porque si espera de mí algo más que palabras anda muy equivocado, señor.
-Déjame explicarte esta noche, y te demostraré que las cosas no son como crees –le susurró, acercándose más de la cuenta.
-Bosco –Francisca apareció en ese instante, observando la escena desde el otro lado del jardín-. ¿Ocurre algo?
Inés se separó del joven, bajando la cabeza y maldiciendo para sus adentros. Entre todas las personas que podían haberles interrumpido, la peor de todas era la señora. La Montenegro estaba al tanto de lo ocurrido entre ellos, desde el principio. Era consciente de la relación entre su protegido y la sirvienta, pero había hecho la vista gorda hasta el momento; no sin antes advertirle a Inés que sabía lo que ocurría y que si no tomaba cartas en el asunto era porque para Bosco la sobrina de Candela era un simple entretenimiento. Solo cuando llegase a ser un verdadero problema la aplastaría como a un simple insecto.
-Para nada, señora –declaró su protegido, volviéndose hacia ella-. Tan solo le estaba dando unas instrucciones a la doncella. Se dirigió a Inés, recuperando su despotismo-. ¿Te ha quedado claro?
-Sí, señor –contestó ella, sumisa.
La señora sonrió levemente. Nunca se sabía que ocultaba realmente tras sus sonrisas. ¿Eran sinceras o pura fachada?
Se acercó a él, haciendo que Inés diese un paso atrás.
-Te estaba buscando, querido. Necesito que vayas a las caballerizas. El nacimiento del nuevo potrillo no va bien y Mauricio ya no sabe qué hacer.
-¿Hay complicaciones? –inquirió su joven protegido, visiblemente preocupado. Por todos era sabido el gran amor de Bosco por los animales y especialmente por los caballos.
-Eso parece –repuso Francisca con gesto triste-. Me quedaría más tranquila si estuvieses presente en ese parto.
El joven asintió y salió hacia las caballerizas, sin perder más tiempo.
Solo cuando estuvo lo bastante lejos e Inés se encaminaba hacia la cocina, la señora la detuvo.
-Espero que no hayas vuelto a las andadas –le espetó la Montenegro, sin mirarla, como si hablase para ella misma.
-Disculpe, señora –musitó Inés, temerosa-. No… no sé de qué me está hablando.
-Las de tu calaña no conocéis lo que es la decencia, ni la dignidad –siguió Francisca con dureza, plantándose frente a su criada-. Ni siquiera respetas que el señorito Bosco esté comprometido. Debería echarte ahora mismo con cajas destempladas a la calle.
-Señora, no…
-Soy una blanda, ¿qué le voy a hacer? –se rascó la frente en un gesto característico suyo. Sabía lo cruel que estaba siendo, y por ello continuó-. Pero te lo advierto, como se te ocurra volver a acercarte a él, lo pagarás muy caro. Se te acabarán las ganas de abrirte el uniforme.
Inés apretó con fuerza la bandeja; tanto que se escuchó el tintineo de los vasos al entrechocar con las cucharillas. La muchacha tuvo que tragarse una réplica para defenderse de tanta injuria hacia su persona. Era tan injusto, pensó, reteniendo las lágrimas que querían escapar de sus ojos.
-No, señora, le juro que…
-¿Acaso crees que me importan tus juramentos? –le cortó de nuevo, sin darle tregua-. ¿Qué es lo que te estaba diciendo el señor? Y ni se te ocurra mentirme porque lo averiguaré igualmente.
Inés trago saliva. La señora no amenazaba en vano. Sin embargo, no podía decirle la verdad bajo ninguna circunstancia.
-Solo me estaba preguntando por la señorita Isabel –improvisó-. Quería saber dónde estaba.
Francisca entrecerró los ojos, convirtiéndolos en dos finas líneas como las de un depredador a punto de saltar sobre su víctima, en este caso sobre Inés.
-Por tu bien, espero que sea cierto –declaró finalmente. Inés soltó el aire contenido-. Isabel es la esposa perfecta para Bosco y no permitiré que nada ni nadie se interponga entre ellos; y mucho menos una arrabalera como tú –la señora tomó asiento en el jardín y suspiró con cierto alivio-. Y ahora tráeme una limonada fresca. Hace un día maravilloso para quedarse dentro.
-Enseguida, señora –respondió Inés a media voz.
Dio media vuelta, deseando que la Montenegro se olvidase de ella lo antes posible.
La sobrina de Candela maldecía el día en que aceptó  trabajar en la Casona. En aquel momento creyó que las cosas serían bien distintas. La señora la trataba bien, con amabilidad, e incluso le había regalado uno de los vestidos que habían pertenecido a su hija Soledad. Todo parecía perfecto…
Pero solo fue un espejismo, una máscara para que Inés se confiara y cayese en su red, tal como ocurrió. Se desentendió de su tía Candela, dándole la espalda y apoyó a quién no se lo merecía.
Ahora estaba pagando las consecuencias de ello; viviendo bajo el yugo y la tiranía de aquella mujer sin escrúpulos que no perdía ocasión para humillarla y recordarle constantemente cuales eran sus faltas. Y por si no fuera suficiente, iba a ser testigo de cómo el hombre que amaba se desposaría, en poco tiempo, con otra mujer.
Inés no podía sentirse más desdichada.

CONTINUARÁ...



sábado, 24 de enero de 2015

CAPÍTULO 32 

María se detuvo, vacilante, ante la vieja puerta de madera y tomó una bocanada de aire dejando su mano suspendida sobre el pomo. ¿Qué estaba haciendo allí? Se preguntó antes de tomar una decisión.
Su subconsciente le pedía a gritos que se marchase cuanto antes; que lo que pensaba hacer era una locura y que terminaría arrepintiéndose, sin embargo sus pies no se movieron. Cogió el pomo con fuerza y lo giró. Se produjo un sonido chirriante al abrir la puerta. Dentro estaba completamente oscuro a pesar de ser media tarde y el olor a madera vieja y quemada le llegó como una bofetada.
Aun se quedó unos instantes plantada en el umbral de la puerta, decidiendo que hacer. ¿Entraba y dejaba la misiva que había preparado o se marchaba y olvidaba todo aquel asunto? La segunda opción era la más tentadora… pero no podía hacerlo. Había demasiado en juego.
Soltando un enorme suspiro entro en la cabaña medio derruida donde el Anarquista la había retenido días atrás. Todo seguía igual que entonces. El camastro viejo arrinconado junto a la pared y el taburete de tres patas en medio del cuarto. El suelo continuaba sucio y lleno de paja y las paredes desconchadas por la humedad. Una humedad que impregnaba el ambiente. Sintió un escalofrío. No le gustaba estar allí, así que cuanto antes terminase con lo que había ido a hacer, mucho mejor.  
Se acercó a la única mesa que había en el lugar, carcomida por el tiempo y con una buena capa de polvo cubriéndola; y dejó la carta encima. ¿Estaba haciendo lo correcto?, se preguntó de nuevo antes de retirar definitivamente la mano.
Apretó los labios. No quería darle más vueltas a su decisión. Lo hecho, hecho estaba. Dio media vuelta y…
-¿Qué haces aquí? –le preguntó el Anarquista, plantado en el umbral de la puerta, con los brazos cruzados y observándola atentamente.
El corazón de María dejó de latir unos segundos. Lo último que se esperaba era encontrarle allí. Había supuesto que las posibilidades de que aquel hombre se hallara en el cobertizo, a esas horas, eran más bien escasas. Se había equivocado por completo. Apenas podía distinguir la silueta del enmascarado a contraluz.
Se había metido de lleno en la boca del lobo y el problema sería salir sin pagar las consecuencias.
-Te estaba buscando –dijo con voz firme, aunque en su interior el miedo le acechaba, amenazando con invadirla-. Necesitaba hablar contigo.
El hombre no respondió de inmediato, ladeó la cabeza y entró en la cabaña cerrando la puerta tras él. El pulso de la joven se aceleró. Su mente no dejaba de repetirle que había sido mala idea ir allí y que se arrepentiría.
-Pues aquí me tienes –le preguntó, plantándose frente a ella, a tan solo unos centímetros-. Tú dirás.
María tragó saliva. Los rayos del sol comenzaban a decaer a lo lejos dibujando extrañas sombras en el interior del cobertizo. La joven apenas se atrevió a mirarle. El Anarquista seguía ocultando bien sus facciones tras aquel sombrero raído y el pañuelo negro. Su apariencia seguía siendo la de un bandolero. Tan solo sus ojos quedaban al descubierto.
-La última vez que… que nos vimos –comenzó a decir María, apretando los puños para calmarse- me dejaste preocupada.
-¿Preocupada?–inquirió él, entrecerrando los ojos-. ¿Por mí?  
-No, no por ti –le sacó ella de su error inmediatamente-. Sino por Isabel Ramírez. Estabas muy interesado en ella y… y me preguntaba si… si has hablado con ella.
El enmascarado pasó junto a María, quien soltó un leve suspiro aliviada. Prefería no tenerle de frente. Le resultaba más fácil hablarle de lejos.
-¿Qué te hace pensar que voy a decírtelo? –repuso con tranquilidad, acercándose hasta la mesa. Su mirada se detuvo en la carta que María le había dejado.
La joven se esperaba aquella respuesta. En realidad no había motivo alguno para que él le contase nada. ¿Quién era ella para inmiscuirse en sus planes?
-Me lo debes –contestó la esposa de Gonzalo, volviéndose hacia él-. Podría haberte delatado a las autoridades después de que me retuvieses el otro día. Y sin embargo… no dije nada.
-Gracias –le cortó, sin mirarla-. Pero no tenías por qué hacerlo. Es más… –se volvió y la tomó por sorpresa. María dio un paso hacia atrás, alerta, pero él no pareció notarlo-, me pregunto por qué no lo hiciste. ¿Por qué no me denunciaste a la Guardia Civil? Al fin y al cabo te privé de tu libertad durante unas horas.
María no respondió pues ni ella misma lo sabía. En realidad se merecía que le denunciara, pero…
-Si tú tienes tus motivos para callar, yo también tengo los míos –le espetó, manteniendo el aplomo.
-¿Y no temes convertirte en mi cómplice? –dio un paso hacia ella, acortando la distancia que les separaba-. Si algún día me cogen, bien podría delatarte y decir que eras mi cómplice y que me ayudabas. Que estabas conmigo en esto desde el principio.
María apretó la boca, con rabia. ¿Cómo se atrevía a amenazarla así? A ella que se lo estaba jugando todo por mantener aquel secreto. Su instinto le pidió a gritos de nuevo que se marchase de allí, pero una vez más no lo hizo. Trató de serenarse y no replicar a su provocación.
-¿Vas a decirme si has hablado con la nieta del gobernador, sí o no? –le exigió ella, sabiendo que su tono no era el más apropiado.
-¿Qué te hace pensar que lo he hecho? –le devolvió él la pregunta, sin inmutarse. Se cruzó de brazos e incluso parecía divertirle su insistencia. 
-Porque ella misma me lo dijo –mintió María con descaro. Si sus sospechas eran ciertas, su estrategia podía salir bien; si por el contrario, se equivocaba, el Anarquista la pillaría enseguida.
-¿Tan amiga suya eres para que te cuente nuestros encuentros? –volvió a responderle con una pregunta. Aquel juego comenzaba a cansar a la joven.
-¿Me lo vas a decir, sí o no?
El enmascarado calló. María sabía que había ido demasiado lejos en su insistencia y que había perdido la batalla. Lo mejor sería dar media vuelta y…
-Está bien –le concedió finalmente él-. Supongo que de alguna manera… te debo la verdad ya que fuiste tú quien me dio la información que necesitaba en un principio –hizo una pausa antes de continuar-. Sí, hablé con Isabel Ramírez. Al principio se negó a ayudarme. Supongo que no es fácil confiar en alguien que te oculta su identidad; pero sus ansias de venganza le hicieron cambiar de opinión.
-¿Y cómo va a ayudarte? –le preguntó María, con temor. Por un lado quería saber qué planes tenía el Anarquista, pero por otro prefería no saberlos porque estaba segura que no iban a gustarle ni una miaja -¿Has conseguido que rompa con Bosco, así sin más? No fue la impresión que me dio cuando hablé con ella. Me dejó bien claro que perdonaría su “infidelidad”.
El hombre cogió el taburete y se sentó, haciéndole un gesto a María para que se sentase sobre el jergón. Ella aceptó el ofrecimiento. Estaba más cansada de lo que creía. Los nervios tenían aquel efecto sobre su cuerpo.
-No –explicó con calma-. La nieta del gobernador va a investigar los negocios sucios de la Montenegro, y cuando tengamos las pruebas que necesitamos para hundirla, el resto vendrá rodado.
-¿De verdad piensas que será tan sencillo? –María no podía creerse lo que estaba oyendo. ¿Ese era el plan del Anarquista, dejarlo todo en manos de Isabel para que lograse las pruebas contra la señora? Definitivamente aquello no podía salir bien-. Francisca sabe cubrirse muy bien sus espaldas. Nunca deja ningún cabo suelto. La conozco muy bien.
-Isabel conseguirá lo que quiero, estoy seguro –le rebatió él con firmeza-. Está tan deseosa de librarse de su compromiso con Bosco que pondrá todo su empeño en conseguirlo.
María soltó un bufido de incredulidad. Se levantó, enfadada.
-Cuando hablé con ella me dejó bien claro que no estaba dispuesta a dejar a Bosco así como así –volvió a insistirle.
El enmascarado se encogió de hombros.
-Se lo habrá pensado mejor –se encogió de hombros-. ¿Quién querría pasar el resto de su vida junto a alguien que no le quiere?
María no respondió. Ella misma había vivido un primer matrimonio sin amor y sabía el infierno en que podía convertirse la relación. Quizá Isabel no deseaba para ella algo así y se lo había pensado mejor. Aun así, habría que estar al pendiente porque no creía que aquel cambio de parecer fuese motivado por esa razón.
-El problema es si lo hace por venganza –dijo la joven de pronto-. Es un sentimiento peligroso que a veces no puedes controlar. Yo no me fiaría de ella. Podría cambiar de opinión en cualquier momento y delatarte.
El Anarquista se levantó y se acercó a María. Fuera casi había anochecido y la oscuridad envolvía la zona. La joven no se movió, temerosa de que cualquier movimiento pudiese ser malinterpretado por él como un intento de salir corriendo.
-¿Ahora te preocupas por un bandido como yo? –inquirió él, más cerca de ella de lo que esperaba.
 -Mis razones son las mismas de siempre –dijo a media voz-. Quien me preocupa es Inés. ¿Cómo le afectará todo esto a ella? Si Isabel rompe su compromiso con Bosco saldrá a la luz su relación clandestina con Inés. ¿Quién crees entonces que sufrirá al respecto, él? –María hizo un gesto negativo con la cabeza-. Bosco quedará libre y nadie pondrá en duda su reputación, sin embargo la de la sobrina de Candela quedará manchada para siempre.
-Si esa es tu mayor preocupación, no tienes nada que temer –trató de calmarla-. Si Isabel consigue lo que necesito, será el mismo gobernador quien rompa ese compromiso sin ni siquiera saber las verdaderas razones, e Inés ni se verá involucrada en ello.  
-¿Cómo? –insistió María, que seguía preocupada.
-Es mejor que de momento no sepas nada. Ya te he contado suficiente.
María quiso insistir, pero algo le decía que no sacaría nada más del Anarquista.
Bastante había logrado, de momento.
-Otra cosa –dijo ella, cambiando de tema-. ¿Qué hay de cierto en eso que dicen de que ahora te dedicas a robar a los pobres campesinos? ¿Es cierto?
-¿Tú lo crees? –volvió a devolverle la pregunta.
-Lo que yo crea no importa, sino lo que piense Isabel al respecto. Porque si ella cree que es verdad que eres un simple ladrón puede cambiar de opinión y no ayudarte, ¿y entonces, qué? ¿Tienes otro plan previsto para acabar con la Montenegro?
El Anarquista no respondió de inmediato.
-Bueno, esperaremos a ver qué hace Isabel, y luego ya decidiré –repuso finalmente-. En cuanto al tema de los robos, era algo que debía haber previsto… -bajo el pañuelo que ocultaba su rostro, torció la boca en un gesto de disgusto-. Esos delincuentes se están aprovechando de mi existencia para hacer de las suyas.
María no dijo nada al respecto.
Apenas una fina línea dorada en el horizonte anunciaba la llegada de la noche.
-Será mejor que me vaya –dijo de pronto la joven-. Los caminos a estas horas no son seguros. Y no quiero que se preocupen por mí en casa, si no llego a hora.
Apenas podía distinguir el contorno del bandido envuelto en sombras.
Dio media vuelta, dispuesta a marcharse cuando la voz del Anarquista la detuvo.
-Antes de irte, una pregunta –María no se movió y dejó que continuase-. ¿Qué es esto?
No tuvo más remedio que volverse para ver lo que era. El hombre sostenía en sus manos la carta que había dejado sobre la mesa.
-Te había escrito una carta, creyendo que no te encontraría aquí, para que pudiéramos hablar lo más pronto posible  –le explicó ella-. Puedes romperla.
La joven dio media vuelta y salió del cobertizo dejándole solo.

El Anarquista recorrió con sus dedos el fino papel, pensativo. Luego se guardó la carta en el bolsillo y abandonó el lugar.

CONTINUARÁ...