miércoles, 25 de noviembre de 2015

CAPÍTULO 38 
Habían pasado un par de semanas desde el altercado con los contrabandistas y las aguas volvían a su cauce en Santa Marta, poco a poco.
Andrés había recibido el alta médica y se recuperaba de su herida en casa. Su madre, que hasta entonces era a quien se la cuidaba, había pasado de ser la enferma a enfermera. De manera que ahora era ella la que se ocupaba de cuidar a su hijo, cosa que sorprendió al joven.
Pero no solo doña Gloria se encargaba del capataz, Celia acudía varias veces al día para verle y cerciorarse de que todo estaba bien. La presencia de la joven, a quién más alegró fue a la madre de Andrés, quien veía con buenos ojos la amistad que se había creado entre ambos, y cada vez que Celia entraba en su casa, se le iluminaba el rostro.
-Ya creía que me moriría sin ver a mi Andrés ennoviado –le dijo más de una vez, sacándole los colores a la joven-. Pero ahora ya puedo morir tranquila, sabiendo que no le dejo solo en este mundo, que ha conseguido una buena mujer.
-Madre… -solía reclamarle su hijo, avergonzado ante Celia por el compromiso que llevaban las palabras de doña Gloria-. No corra tanto que…
-No te preocupes, Andrés –le cortaba Celia; agradecida por el recibimiento que le daba la buena mujer-. Si yo la entiendo perfectamente. ¿Quién no querría tenerme como nuera?
Aquel comentario le sacó una gran sonrisa a doña Gloria quien decía de la joven, que era muy apañada y que sabría llevar con rectitud a su hijo. En estos casos, Andrés solía callar, pues veía con satisfacción como su madre y Celia habían congeniado a las mil maravillas. No podía pedirle nada más a la vida.
Además, parte de su alegría se debía al hecho de que Gonzalo le puso al tanto de su conversación con el científico y cómo éste había dado con la solución para que las tierras no se salinizasen.
Durante esas dos semanas, el esposo de María se había dedicado junto al resto de jornaleros a abonar los campos con el compuesto químico que don Jorge le había indicado; incluso los propios trabajadores de la finca se les veía más animados al saber que con aquello salvarían la cosecha y con ello sus puestos de trabajo. De manera que todos pusieron de su parte para que el abono estuviese esparcido por todas las fincas en el menor tiempo posible.
Andrés quiso ayudar desde el primer día, sin embargo, el médico le había recomendado reposo. Un reposo que en cuanto tenía ocasión se saltaba y acudía a la hacienda para estar junto a sus trabajadores. Gonzalo intentó, sin éxito, que el joven regresara a casa pues él solo podía ocuparse de las cuadrillas y de organizarlo todo; sin embargo, su capataz, guiado por su sentido del deber, se negó a ello: su lugar estaba allí, ayudando en lo que pudiese. Así que al esposo de María no le quedó de otra que aceptar la vuelta del capataz antes de tiempo; eso sí, con la condición de que las tareas que iba a realizar no conllevarían ningún esfuerzo físico que pudiese abrirle la herida.
De este modo, Andrés se encargaba del papeleo de la hacienda, de comprar las cantidades de azufre y resto de minerales necesarios para el abono; y Gonzalo era quien salía al campo junto a los jornaleros para supervisar que todo se hiciera según las indicaciones de don Jorge.
Por su parte, María continuaba con las clases en la escuela. La última semana había recibido a tres niños nuevos, llegando a superar ya la veintena. Todos ellos se mostraban ansiosos por aprender, cosa que María podía apreciar en sus miradas, anhelantes de superación y ello la animaba a ella a seguir con su labor educadora. Una labor que continuaba por las tardes, con las clases para adultos. Teresa había vuelto a ellas tal y cómo le había dicho, avanzando a pasos agigantados, y en cuanto la temporada alta de pesca terminase, Julio la acompañaría a las clases. Además, la esposa del pescador no podía quejarse pues aunque la excusa para acudir a las clases con María era su trabajo en el restaurante, Celia se lo había mantenido; y es que una vez a las tabernas más populares del pueblo se les acabó las reservas de ron adquiridas con los traficantes, los clientes regresaron al restaurante de nuevo.
-Debería de cerrarles la puerta en las narices –se quejó Celia cuando su negocio volvió a funcionar como en sus mejores tiempos-. Ahora que no tienen dónde ir… ahora vuelven.
-Bueno… al menos regresan –le hizo ver María, tratando de calmar su genio-. Saben que solo aquí encontrarán la bebida que buscan. Y lo importante es que se dejen los cuartos en tu negocio. El resto… no debería de importante.
-Ya lo sé –confesó su amiga entre dientes-. Y por eso me contengo; sin embargo…
María entendía su reacción, pero lo importante era no dejarse llevar por el rencor y aceptar el regreso de los clientes como si nada hubiese pasado.
Y para celebrar que las cosas volvían a la normalidad, Celia les había invitado a comer al restaurante junto con Andrés y su madre.
Esperanza y Martín correteaban entre las mesas, jugando al escondite, bajo la atenta mirada de doña Gloria que estaba sentada en una de las mesas y veía a los niños jugar, con una sonrisa en los labios. Las arrugas que surcaban el contorno de sus ojos se acentuaron un poco.
-No vas a convencerme de lo contrario, Gonzalo –le dijo Andrés; ambos estaban junto a la barra tomando unos chatos de vino de la cosecha de los Castañeda; un cargamento que había llegado apenas unos días antes-. El doctor Sánchez ya me ha dado el alta definitiva. Me ha dicho que estoy como un roble, así que mañana mismo me uno a las cuadrillas para seguir con el abono.
-Que te haya dado el alta no significa que puedas ponerte a faenar como antes. ¿Y si te resientes del navajazo? –el joven negó con la cabeza, tratando de convencer a su amigo-. Que no. Que lo mejor es que esperes aún unos días. Me apaño muy bien con los jornaleros.
-¡Ni pensarlo! –insistió el capataz-. Llevo dos semanas enclaustrado en el despacho… y ya estoy harto de tanto papel. Eso no es lo mío.
Gonzalo supo que nada le haría cambiar de opinión, así que se dio por vencido.
-Pues no creo que a Celia le haga mucha gracia –hizo un último intento, sabiendo que la joven era la única que podría convencer a Andrés-. Ya sabes el carácter que se gasta.
El capataz se mordió el labio, taciturno. Miró a su alrededor, sobre todo para cerciorarse de que su madre no podía escucharle.
-Verás… -Andrés sacó una pequeña bolsita de tela que llevaba guardada en el bolsillo del pantalón-. En cuanto a Celia… creo que ha llegado el momento.
Gonzalo frunció el ceño sin entender muy bien lo que quería decirle su amigo.
-¿El momento para qué? –bebió otro sorbo de vino.
-Para pedirle que se case conmigo –declaró el joven con una media sonrisa, azorado por ello.
El esposo de María sonrió levemente. Y le dio un apretón en el hombro.
En ese momento, Celia y María salieron de la trastienda portando unas bandejas con la comida.
-¡La comida ya está lista! –gritó Celia, dejando el oloroso asado sobre la barra.
María depositó una bandeja con varios platos de ensalada sobre las dos mesas que habían juntado para comer.
Mientras Andrés se ofreció para ayudar a Celia con la repartición del asado, Gonzalo se acercó a su esposa y tras darle un dulce beso en la mejilla llamó a sus hijos.
-¡Esperanza, Martín! ¡A la mesa!
Los niños se acercaron a la primera orden de su padre. Entre María y él les sentaron en una de las esquinas de la mesa y se dispusieron a darles la comida.
-Qué bien educados los tenéis –comentó la madre de Andrés viéndoles a los cuatro juntos; miró de reojo a su hijo y a Celia-, ojalá Andrés se decida pronto a pedir la mano de Celia y me hagan abuela. No me gustaría morirme sin tener un par de nietos revoloteando entre mis faldas.
-Quien sabe, doña Gloria –le dijo Gonzalo, aguantándose la sonrisa-, quizá sea más pronto que tarde.
-¡Dios te oiga muchacho, Dios te oiga! –suplicó la buena mujer.
Después, los cinco junto a los niños, comenzaron a probar aquel delicioso asado.
La velada transcurría con normalidad, animados por las conversaciones e incluso la propia doña Gloria se atrevió a contarles historias del pasado. Andrés todavía no podía creerse el cambio que había obrado el estado de salud de su madre. Hasta el doctor no encontraba una explicación razonable para ello, tan solo le había dicho que algo en su mente había cambiado; quizá el accidente de su hijo la había hecho reaccionar y darse cuenta que debía luchar contra aquel decaimiento en el que había estado viviendo desde la muerte de su esposo; eso unido a la llegada de Celia, habían obrado el milagro.
Tras la comida, Celia sacó un pastel que ella misma había hecho, para celebrar la recuperación del capataz.
En ese momento, mientras Gonzalo repartía el champagne en las copas, Andrés carraspeó un poco para llamar la atención de todos. Celia que estaba cortando el pastel se detuvo cuando el joven le cogió el cuchillo para que le escuchara.
Gonzalo sabiendo lo que iba a pasar, dejó la botella y se acomodó junto a María, pasando un brazo por sus hombros. Su esposa le miró, preguntándose si sabría qué iba a suceder.
-¿Ocurre algo, Andrés? –le preguntó Celia, sintiendo un pinchazo en el estómago.
-Ocurre que… -apartó la silla y miró a su madre y a sus amigos, con el corazón palpitándole con fuerza-… que he querido que estén todos nuestros seres queridos presentes para hacer esto.
El joven posó una rodilla en el suelo y le cogió la mano a Celia; quien parpadeó, confusa.
Incluso Esperanza y Martín se habían callado y escuchaban, sin entender lo que estaba pasando.
Celia miró a sus amigos, temiendo que lo que estaba pensando era lo que iba a suceder. María le sonrió, dándole ánimos, a la vez que Andrés volvió a sacar la bolsita que le había mostrado a Gonzalo y buscó en su interior para sacar una un sencillo anillo.
Celia palideció al verlo.
-Estas cosas no se me dan nada bien –habló Andrés, azorado-. Así que iré al grano –cogió aire y lo soltó de golpe, mirándola fijamente-. Celia, ¿quieres casarte conmigo?
La joven escuchó la petición a la vez que todo daba vueltas a su alrededor. Aquello que nunca pensó que escucharía, se estaba cumpliendo.
Apretó los labios mientras sus ojos se llenaban de lágrimas… y asintió levemente.
-Sí, sí quiero –musitó con un nudo en la garganta.
Andrés no sabía si había oído bien y miró a Gonzalo y a María, que les sonreían, dichosos de verles juntos. Entonces supo que la respuesta había sido afirmativa. Con manos temblorosas, le colocó el anillo en el dedo y se levantó para abrazarla.
-No sabes dónde te has metido –le soltó Celia, con las lágrimas recorriendo sus mejillas-. Acabas de firmar una sentencia de por vida.
El joven se separó de ella. Sus ojos mostraron una determinación firme.
-No quiero otra cosa –le respondió antes de besarla, sin importarle que no estaban solos.
Gonzalo y María no dejaron de sonreír, felices por sus amigos. Doña Gloria se había sacado un pañuelo y lloraba emocionada.
-Bueno, bueno –se levantó el esposo de María-. Esto merece un brindis.
María se levantó y cogió también su copa.
-¡Por los novios! –dijeron ambos a la vez, alzando sus copas.
Celia y Andrés cogieron las suyas y brindaron con ellos. El joven capataz dio un trago al champagne y se volvió hacia su madre para darle un beso.
-¡Ay hijo, qué feliz acabas de hacerme! –le confesó la buena mujer, abrazada a él; luego miró a Celia-. ¡Ven aquí, hija, que te de un abrazo a ti también! -la joven se acercó y abrazó a su futura suegra-. Ahora solo me faltan los nietos.
-Bueno, bueno, todo se andará –le dijo la joven, viendo cuanto corría la buena mujer, aunque entendía sus ansias.
Andrés volvió a abrazarla, feliz. Unos meses antes ni siquiera se hubiese atrevido a pensar en aquel instante. Celia se le antojaba demasiado lejana para él. Sin embargo, su constancia y buen corazón habían conseguido calar en la joven, quien estaba dispuesta a darle una oportunidad a la vida. Que la hubiesen defraudado una vez no significaba que fuera a ocurrir de nuevo.
Ahora sabía que el destino había obrado de aquella manera porque le tenía deparado algo mejor: una vida llena de felicidad junto a Andrés.
Con la caída de la tarde, Gonzalo y María decidieron dar un paseo por la orilla de la playa. El agua llegaba hasta ellos con mansedumbre, lamiendo sus pies descalzos con mimo. Ambos caminaban cogidos de la mano, disfrutando de su compañía con calma y sin prisa.
Unos metros delante de ellos, Esperanza y Martín corrían con alegría siguiendo a Ramita, que revoloteaba a su alrededor. Después de varias semanas, el ala del loro por fin parecía haber sanado y aunque aleteaba con cierta dificultad, poco a poco iba cogiendo confianza y alzaba el vuelo un poco más alto. Martín, daba pequeños saltos intentando cogerlo, al igual que Esperanza.
Al llegar frente al camino que ascendía hacia su casa se detuvieron para sentarse sobre la arena y descansar un poco antes de volver a su hogar.
-¡No os alejéis mucho! –les gritó María a los niños, viendo que corrían hacia el otro extremo de la playa.
-Déjales, cariño –le pidió Gonzalo, acomodándose junto a ella-. Deja que corran libres.
-Una cosa es que corran libres y otra que se alejen de nuestra vista –repuso ella volviéndose a mirarle-. Hay que tener mil ojos con ellos, Gonzalo.
-Y los tenemos –trató de calmarla, posando una mano sobre su regazo-. No te preocupes, ¿de acuerdo?
El joven le acarició el resto y la besó con dulzura, sintiendo sus cálidos labios.
-Ya veo yo donde tienes los ojos puestos –le regañó ella, devolviéndole la caricia en su mejilla.
-María…
-Está bien, está bien –se dio por vencida, sabiendo que actuaba de manera sobreprotectora con sus hijos; cosa que no podía evitar-. Mejor cambiemos de tema. ¿Qué te ha parecido la pedida?
-¿Qué te ha parecido a ti? –le devolvió la pregunta.
-Pues… que me alegro mucho por los dos –le confesó mirando las olas del mar acercarse a la orilla para acabar rompiendo con calma casi a sus pies-. Creo que ambos van a ser muy felices.
-La que estaba muy contenta es doña Gloria –apuntó Gonzalo-. Creo que ya pensaba que jamás vería casar a su hijo.
-Sí –confirmó María, volviéndose hacia él y posando su mano sobre su pecho-; además, estoy segura que Celia y ella van a llevarse muy bien. Durante estos días que ha estado yendo a su casa para cuidarle, ambas se han cogido mucho cariño.
Gonzalo asintió levemente, apretando la mano de su esposa.
María volvió a mirar hacia el horizonte, soltando un leve suspiro.
-¿Qué sucede, mi amor? –le preguntó él-. ¿A qué viene ese mohín?
-Estaba recordando nuestra pedida.
-¿Nuestra pedida? –se extrañó él-. Pero si nosotros no tuvimos una pedida, dichamente.
-Por eso lo digo –volvió a mirarle-. Porque nosotros siempre hemos tenido momentos… llamémosles “fuera de lo común”. Nuestra pedida, la boda…
-El nacimiento de Esperanza, el de Martín… –enumeró Gonzalo, dándose cuenta de que su esposa tenía razón. Habían pasado por muchas cosas, y a cada cual más inverosímil-, por no hablar de nuestra historia en general.
-Por eso valoramos mucho más lo que tenemos ahora –convino María-. Porque nos ha costado mucho llegar hasta aquí.
Su esposo asintió en silencio.
-Y… -levantó la mirada hacia ella; una de sus miradas que hacían que el corazón de María se detuviese embriagado por el amor que sentía-… estoy seguro de que vendrán muchos más momentos.
-Pero sabremos cómo superarlos –añadió ella-; Juntos, como hacemos siempre.
-Claro que sí, cariño… Juntos –estuvo de acuerdo Gonzalo, acercando su rostro al de María.
Entrelazaron sus dedos y volvieron a besarse.
Sabían que les quedaba mucho por vivir, buenos y malos momentos. Pero mientras se mantuviesen juntos, enfrentarían la vida como uno solo, con ganas de superarse y aprender a solucionar los problemas, como solo ellos sabían hacer.
Esperanza y Martín se habían alejado un poco de la orilla, siguiendo el aleteo de Ramita, que se dirigía hacia el camino que llevaba al barrio bajo de los pescadores.
-¡Amita, Amita! –balbuceaba Martín con su escaso vocabulario.
El pequeño loro se detuvo de pronto, posándose sobre la arena, cansado de revolotear.
Esperanza se arrodilló para cogerlo cuando sintió una presencia a lo lejos. La niña se volvió y vislumbró a escasos metros, la silueta de un niño, de aproximadamente su edad.
Ambos se quedaron unos segundos mirando.
-Hola –le saludó la pequeña, reconociéndole al instante. Se trataba del mismo niño que había llevado a Ramita de vuelta a casa cuando le creían perdido.
El niño avanzó hacia ellos y se detuvo a su lado. Vestía unos simples pantalones blancos y viejos, que resaltaban sus cabellos dorados y alborotados. Sus grandes ojos verdes se iluminaron al ver al animalillo recuperado.
-¿Ya puede volar? –le preguntó él.
Esperanza asintió en silencio, ofreciéndole su mano a Ramita para que se posara sobre ella.
-¿Quieres cogerlo? –se volvió hacia el niño.
-¿Puedo? –su mirada se iluminó de pronto.
La pequeña le pasó al loro, que enseguida se posó sobre la mano del niño, como si la conociera de antes.
-Le gustas –declaró Esperanza, sonriendo, divertida-. Gracias por devolverme a Ramita –le dijo de pronto.
El niño clavó sus ojos verdes en ella. Unos ojos tristes pero que contenían un brillo de esperanza en su interior.
-Te echaba de menos… Esperanza –le dijo.
La niña palideció.
-¿Cómo sabes mi nombre?  -logró preguntarle, abriendo sus grandes ojos pardos.
Él se mordió el labio y le devolvió al loro.
-Porque Ramita no dejaba de repetirlo –le confesó, y sus mejillas se sonrojaron.
“Esperanza, Esperanza” –repitió el loro.
-¡Ha hablado! –se emocionó la niña, pues desde la noche en que Ramita había recobrado la voz, no había vuelto a decir nada más hasta ese momento. Lo que en aquel instante había sido alegría se convirtió en desasosiego por el mutismo del animalillo; y es que no sabían a qué se debía. Lo que sí estaba claro era que su voz no tenía ningún problema y que debía de tratarse de algo más; algo que se escapaba a su comprensión. Ahora solo tendrían que ver si esta vez era la definitiva y Ramita volvía a ser el mismo lorito dicharachero de antaño o sus palabras vendrían con cuentagotas. La niña se volvió hacia su hermano, recobrando de nuevo la alegría-. ¿Le has oído Martín? Ramita vuelve a hablar.
-¡Amita, Amita! –dijo el pequeño, feliz al volver a escuchar a su mascota.
A lo lejos, Gonzalo y María estaban recogiendo las cosas cuando les llamaron.
-¡Esperanza, Martín! ¡Vamos a casa!
Los niños dieron un brinco.
-Padre nos llama –le dijo la pequeña a su hermano.
Con Ramita sobre su mano, ambos dieron media vuelta y salieron corriendo hacia su casa.
Apenas había dado unos pasos cuando Esperanza se detuvo y se volvió hacia el niño.
-¿Cómo te llamas? –le preguntó.
-Jesús –le dijo él, y le sonrió.
-Hasta pronto… Jesús.
Dio media vuelta y corrió tras su hermano para unirse a sus padres que les esperaban junto al camino para regresar a casa.
El pequeño Jesús les observó en silencio. Nadie pudo ver como una sombra de tristeza cruzaba por sus ojos. Una sombra que le acompañaba siempre, aunque tan solo aparecía en momentos como aquel cuando se daba cuenta de la suerte que tenían Esperanza y Martín al tener una familia que se preocupaba y que cuidaba de ellos… algo con lo que Jesús no se atrevía ni a soñar.
El niño dio media vuelta y regresó al barrio bajo, al lugar al que pertenecía… y de donde sabía, no saldría jamás.




martes, 24 de noviembre de 2015

CAPÍTULO 37 
Al entrar en casa, Esperanza corrió hasta la habitación del desván, que solían usar para las tareas comunes de la casa: planchar, guardar viejos trastos y coser.
Sus padres ni siquiera hicieron el esfuerzo para detenerla, pues sabían que sería inútil llamarla; de manera que subieron tras ella. Martín se revolvía en brazos de Gonzalo, queriendo bajar y correr tras su hermana, no fuese a llegar antes que él. Sin embargo, su padre no le dejó ya que había que subir un tramo de escaleras y el niño todavía no estaba tan recuperado para ello.
Esperanza se acercó a la jaula de Ramita y abrió la puerta para sacar al lorito.
-Ten cuidado, Esperanza –le pidió su madre, sabiendo que la niña podía apretar al animalillo más de la cuenta y hacerle daño-. Sabes que aún no está recuperado del todo.
Pero su hija sabía cómo tratar a su mascota y con suavidad sacó al pajarillo. Gonzalo dejó a Martín en el suelo, para alegría del niño que se acercó a ver cómo se guía.
El pequeño ladeó la cabeza y alargó su manita para tocarle el pico. Ramita que les conocía a ambos, apenas se removió un poco cuando Esperanza se lo colocó en el hombro y el lorito apenas se movió de allí.
Gonzalo cogió al animalillo para examinarle el ala. Al parecer ésta sanaba a buen ritmo y en pocos días podría volver a volar sin dificultad alguna.
-Bueno –declaró, volviendo a dejarlo dentro de su jaula-. Ahora es mejor que siga descansando que ya es tarde.
Esperanza arrugó el ceño.
-Padre… solo un ratito más –le suplicó la niña, mirando a su mascota.
-Esperanza, cariño, es tarde –intervino María observando a través de la ventana que la oscuridad de la noche tomaba el relevo del día-. Hay que bañarse y cenar. Además, Ramita también querrá dormir.
La niña observó a su madre sin mucho convencimiento. Pero terminó asintiendo y pasó frente a ella para salir por la puerta y dirigirse hacia su cuarto.
Justo en ese instante, se escuchó un leve sonido, ronco, que detuvo a la pequeña.
“Esperanza”
Todos se volvieron hacia el loro. Llevaba semanas sin emitir sonido alguno y volver a escuchar su canto les había dejado a ellos sin palabra.
“Esperanza” –repitió el animalillo.
La pequeña corrió hacia la jaula y tomó a su mascota.
-¿Lo han escuchado? –les preguntó a sus padres, con sus grandes ojos pardos brillando de emoción-. ¡Ha hablado! ¡Me ha llamado!
Gonzalo y María se miraron, sonriendo. Hasta Ramita volvía a ser el mismo de antes.
-Sí, cariño –se acercó Gonzalo a su hija y acarició el plumaje suave del loro-. Parece ser que por fin tiene ganas de hablar. Pero ahora hay que dejar que descanse, ¿de acuerdo?
Esperanza asintió, feliz y salió del desván corriendo hacia su cuarto.
El pequeño Martín aprovechó entonces para acercarse a la jaula y meter su dedito entre los barrotes. Ramita se lo mordisqueó con ternura y el niño rió, divertido. El pequeño también había entendido que al fin su mascota volvía a ser la de antes.
Su madre se acercó a él y lo levantó del suelo.
-Lo del baño y la cena también va por ti –le dijo la joven, mientras su hijo se revolvía para que le dejase en el suelo-. Ni creas por un instante que te vas a librar.
Martín emitió un pequeño gruñido de desacuerdo pero María no cedió y salió con él del cuarto, seguida, momentos después por Gonzalo, quien aprovechó para ponerle agua al animal.
Mientras María preparaba a los niños para el baño, su esposo bajó a la cocina y le indicó a Margarita que preparase la cena para sus hijos pues seguro que saldrían del baño con hambre. La buena mujer obedeció al instante.
Gonzalo ya salía de la cocina cuando se detuvo.
-Y… Margarita, sirve nuestra cena en el jardín –le pidió él.
-¿La de usted y la señora? –repitió la doncella.
Gonzalo asintió.
-No se preocupe, señor –dijo Margarita, sonriéndole en complicidad-. Estará lista… como a ustedes les gusta.
El joven se acercó a la doncella y le agradeció posando su mano en el hombro de la buena mujer.
-Gracias. Después puedes retirarte a descansar.
Ella asintió, comprendiendo.
Cuando Gonzalo regresó al cuarto de los niños, María tenía a los dos dentro de la bañera, enjabonados.
-Justo a tiempo –declaró su esposo, sabiendo que la peor parte del baño era cuando había que quitarles la espuma pues lo ponían todo perdido-. Deja que termine yo con ellos.
-No es necesario, Gonzalo –declaró María, que ya estaba acostumbrada a aquello-. Te van a poner perdido –se miró el delantal, que solía usar para que su vestido no se viese afectado, salpicado de agua por todos lados-. Esto es peor que ir a la guerra, ya lo sabes.
De pronto un fuerte chapoteo de Martín hizo que el agua saliera disparada en todas las direcciones.
Gonzalo se hizo hacia atrás a tiempo, pero aun así algo de agua le llegó. María no corrió la misma suerte, pues estaba arrodillada frente a la bañera y las gotas de agua llegaron hasta su rostro.
-¿Qué es lo que te he dicho? –repitió ella, tomándoselo con humor.
Su esposo le acercó una toalla con la que secarse la cara.
-Mejor te dejo a ti esta batalla –declaró él, sabiendo que si le ayudaba, terminaría como ella-. Voy a encargarme de que su cena esté lista para cuando termines con ellos.
De manera que mientras Gonzalo volvía a la cocina para recoger la cena de los niños y sacarla al salón, María terminó con el baño y les puso el pijama.
Al bajar a la sala, los platos ya estaban sobre la mesa. María sentó a Martín en su silla alta y Gonzalo se encargó de Esperanza. Normalmente ellos también cenaban con los niños, pero esa noche habían preferido que sus hijos cenasen antes y así ellos podrían cenar con cierta tranquilidad después de los últimos días.
Afortunadamente, el paseo les había abierto el apetito y tanto Esperanza como Martín se comieron todo sin apenas rechistar.
Después los subieron a su cuarto y tras leerles un cuento corto, ambos cayeron rendidos en sus respectivas camas, felices por la recuperación absoluta de su mascota por quien tanto habían temido.
-Qué angelitos –comentó María, después de haberles dado un beso de buenas noches.
-Parece que nunca hubiesen roto un plato –dijo Gonzalo, acercándose a ella para observarles juntos desde la puerta del dormitorio. Un dormitorio en el que se respiraba tranquilidad y paz. El joven la rodeó con sus brazos por detrás y permanecieron un instante en silencio.
-No nos quejemos, mi amor –le reprochó ella-. Que son niños, y ya sabemos lo que cuesta educarlos.
-Por supuesto –estuvo de acuerdo él-. Si no lo digo como una queja, sino todo lo contrario. No querría que fuesen de otra manera. Su vitalidad y alegría son lo que nos ayuda en los malos momentos a seguir adelante. Podremos tener problemas, pero siempre vuelves a casa y sus sonrisas borran todo mal pensamiento.
María asintió en silencio, mostrando una débil sonrisa.
-Somos muy afortunados, Gonzalo –musitó ella-. No cambiaría nada de lo que tenemos.
-Ni yo –convino él, dándole un suave beso en el cuello-. Nos ha costado mucho llegar hasta aquí, pero lo hemos conseguido.
Su esposa no dijo nada. Se quedaron un momento más en silencio antes de abandonar la estancia y bajar a cenar.
Al llegar al salón, la joven se detuvo frente a la mesa: estaba vacía.
-¿Y la cena? –se extrañó-. Qué raro que Margarita no la haya puesto ya –se volvió hacia Gonzalo-. ¿La avisaste?
Su esposo no respondió, le tendió la mano y le mostró una sonrisa pícara, que María supo interpretar al instante.
-¿Qué has hecho, Gonzalo?
-Nada, mujer –declaró él, mientras se encaminaban hacia el jardín-. ¿Por qué siempre tengo que hacer algo malo?
-Malo no –le rectificó ella, avanzando en la penumbra del pasillo-. Pero miedo me das.
Al salir al jardín, la joven se detuvo en la puerta, observando, sorprendida las velas que iluminaban el lugar, creando un ambiente cálido e íntimo. La cena estaba servida en la mesa, donde un par de velas lo iluminaba todo.
El recuerdo de algo similar volvió a la mente de María. Una noche lejana, cuando creía que su boda con Gonzalo tendría que ser pospuesta… todos los vecinos habían ayudado para que no fuese así. La imagen de la plaza de su amado Puente Viejo, iluminada con cientos de velas, inundó su mente. Una noche mágica que jamás olvidaría.
Gonzalo la condujo hasta la mesa y apartó la silla para que se sentase.
-Espero que todo esté a tu gusto –le dijo él, tomando asiento a su lado.
La mirada de María brilló, llena de ilusión. Le tendió la mano para cogerle la suya.
-Contigo a mi lado siempre está todo perfecto –declaró ella mientras su esposo le besaba la mano, con devoción.
Ambos se sonrieron antes de comenzar a cenar. El sonido de las olas del mar llegaba hasta ellos, transportados por la suave brisa de la noche. Esa noche, la oscuridad cubría el cielo estrellado. La luna estaba en fase nueva y su luz no iluminaría como hacía otras noches.
-No has dicho nada de lo ocurrido con Julio –habló María, quien había esperado el momento oportuno para sacar el tema-. ¿Qué… qué te ha parecido?
Gonzalo terminó de tragar el trozo de pescado para responderle.
-¿Qué me va a parecer? Me ha dejado tan sorprendido como a todos. Está claro que lo sucedido con el falso contrato ha debido de afectarle en gordo para cambiar de opinión de este modo.
-Bueno… dijo que tú tenías algo que ver –recordó ella, preguntándose qué le habría dicho- ¿Hablaste con él?
-Tan solo le dije que pensara en la suerte que tenía de tener a Teresa junto a él, que la valorase más… pero nunca imaginé que hasta él querría ir a tus clases.
-Eso sí que ha sido toda una sorpresa, mi amor –María tomó un sorbo de vino-. Si hace unos días me hubiesen dicho que Julio iba a decirme tal cosa, habría creído que estaban chanceándose de mí.
-Bueno… eso es porque sabe que eres la mejor.
-Gonzalo, no te burles –le pidió su esposa-. Debe de haber sido muy duro para él reconocer sus equivocaciones y… y venir a pedirme disculpas… es un gesto que le honra.
-A la gente de buen corazón no se le caen los anillos por pedir perdón, ni por saber reconocer sus errores –declaró Gonzalo, tomando otro trozo de pescado.
-La verdad es que han tenido mucha suerte –pensó ella, hablando en voz alta-. Podrían haberlo perdido todo si llega a aparecer ese maldito contrato. Menos mal que se perdió en el mar y Julio fue lo bastante sensato para ocultar el suyo.
Gonzalo tragó saliva. No le había contado a nadie la verdad. Esa verdad que solo él sabía, y que de salir a la luz podría traerle problemas. Todavía conservaba el documento y pronto tendría que deshacerse de él. Cuanto antes lo destruyera, mejor que mejor.
Pero antes tenía que hacer algo.
-María… -comenzó él, con gesto serio-. Verás… en cuanto a ese tema…
-¿Qué? –se preocupó ella.
-Las cosas no son como los civiles creen. Ese contrato no se perdió en el mar… ese documento lo tengo yo.
La joven dejó el cubierto sobre la mesa, sin comprender exactamente lo que su esposo le estaba diciendo.
-¿Cómo? –parpadeó varias veces-. Gonzalo explícate.
Su esposo tomó aire para contarle lo que había hecho.
-La noche en que esos contrabandistas fueron detenidos, cuando Andrés y yo entramos en la trastienda de aquel lugar, encontramos un montón de cajas repletas de botellas de ron y… sobre una de ellas había un montón de papeles. La mayoría eran albaranes pero entre esos papeles encontré el contrato de Julio… y me lo llevé.
La joven apretó los labios, sin saber cómo reaccionar.
-¿Qué te lo llevaste? –repitió ella, sin dar crédito-. Pero Gonzalo eso es…
-Ya lo sé –le cortó él. En su mirada había un destello de culpa por haber incurrido en un delito; sin embargo, sabía que había actuado correctamente, salvando a unos inocentes-. Y créeme si te digo que no estoy orgulloso de ello, pero sabes lo que ese papel significaría para Teresa y Julio.
María lo sabía: sería la ruina de ambos.
-¿Y… qué has hecho con él? –le preguntó, sin querer saber la respuesta.
Gonzalo sacó el papel, doblado y se lo tendió. La joven lo desdobló, con manos temblorosas y leyó su contenido. Efectivamente se trataba del mismo contrato que ya había leído.
-Si te lo cuento es porque no quiero que hayan secretos entre nosotros. Nunca los ha habido y no voy a empezar ahora a ocultarte las cosas.
Su esposa levantó la mirada hacia él. Sabía que cogiendo aquel contrato infringían varias leyes, y que de saberse, estarían en problemas. Sin embargo, apoyaba su acción.
-Esto no debe de saberlo nadie más –declaró María, con seriedad-. Jamás lo sabrán -Gonzalo asintió-. Debería de estar enfadada contigo… -alargó la mano para coger la de él, y le miró con cariño-, pero lo que estoy es orgullosa.
El joven sonrió débilmente.
-Gracias por comprenderlo.
-Supongo que yo habría hecho lo mismo. En ocasiones así, saltarse la ley es la única solución.
-Ahora tan solo hay que terminar con esto –dijo Gonzalo, acercando uno de los platos vacíos y tomando la vela de la mesa-. Lo mejor que podemos hacer es no dejar “pruebas”.
María estuvo de acuerdo en aquella parte. Tenían que quemar aquel papel que tan solo podría traerles problemas.
El fuego comenzó a devorar el documento por las esquinas, ennegreciéndolas. En pocos minutos quedó reducido a cenizas humeantes que terminaron de consumirse en el plato. Ambos suspiraron aliviados. La prueba había dejado de existir.
-Este secreto quedará entre nosotros –dijo Gonzalo, pues confiaba en María como en ninguna otra persona-. Nunca nadie sabrá lo que hemos hecho.
-Jamás –repitió ella, apretando su mano.
Gonzalo se levantó y ella hizo lo mismo.
-Ven, quiero enseñarte algo.
-¿Otro secreto más? –preguntó su esposa con reticencias-. Mira que por hoy ya he tenido suficiente.
Se acercaron hasta uno de los rincones del jardín donde las plantas crecían altas. Gonzalo apartó unas cuantas y le pidió que se acercase a mirar en el pequeño hueco que había bajo uno de los árboles.
María observó, maravillada, las flores blancas que crecían en aquella penumbra. Un lugar idóneo donde los rayos del sol llegaban lo suficiente para que brotase aquella flor.
-Nuestro pequeño jardín de azucenas –le explicó su esposo, feliz de ver su rostro iluminado por la sorpresa.
-¿Aquí ha sido donde las estabas cultivando? –inquirió ella, sorprendida por no haberse dado cuenta.
-Así es –le confirmó él.
María se acercó y le abrazó con fuerza. Un abrazo que Gonzalo le devolvió con la misma intensidad, aspirando su dulce aroma.
-Gracias –musitó ella, apartándose levemente para darle un suave beso en los labios-. Gracias por todo, cariño.
-No, gracias a ti –le dijo él. La luz amarillenta de las velas cruzaron por su mirada un instante, suficiente para comprobar que le estaba hablando con el corazón-. Gracias por todo, por estar ahí, día tras día, por escucharme, por…
María le hizo callar posando un dedo sobre sus labios.
-Ya sabes que no es necesario que me agradezcas nada –murmuró ella-. Desde hace mucho tiempo, tú y yo somos solo uno; lo que sufre uno, lo sufre el otro. Cuando tú sonríes, yo también sonrío. Si algo te preocupa, se convierte en mi preocupación.
Gonzalo no supo que responderle, pues María estaba en lo cierto. Sus caminos se habían unido de tal manera que eran solo uno; y lo que a uno le pasaba, al otro le afectaba de igual manera.
Volvieron a besarse, envueltos en aquella atmósfera cálida y delicada; como su amor. Un amor que crecía día a día, y que disfrutaban juntos.
Gonzalo la cogió en brazos sin dejar de besarla. Sus labios hablaron en silencio el idioma que ellos mismos habían creado.
Entró con ella en brazos y se dirigió hacia su alcoba; testigo muda de esa noche, cuando Gonzalo y María se entregaron el uno al otro, volviéndose un solo ser.

CONTINUARÁ...




lunes, 23 de noviembre de 2015

CAPÍTULO 36 
Gonzalo y María aprovecharon que Martín ya estaba totalmente restablecido para sacarlo de paseo. El niño había recobrado su vitalidad y en casa ya no aguantaba ni un minuto más.
De manera que, aquella tarde, después de haber terminado con sus respectivos trabajos en la hacienda y en la escuela para adultos, decidieron acercarse al restaurante de Celia y pasar un rato con su amiga.
La encontraron tras la barra, preparando unos platos. El lugar continuaba más vacío de lo habitual, pero Gonzalo estaba seguro que en unas semanas recuperaría a su clientela de nuevo.
-Buenas tardes, Celia –le saludó María, de cuya mano iba cogida Esperanza-. ¿Cómo va?
-Hola María… Gonzalo. Ya ves –soltó un suspiro derrotista-. No hay mucho movimiento.
Ambos miraron tras ellos. Tan solo un par de mesas se encontraban ocupadas. Pescadores fieles a la joven, que pese a todo seguían acudiendo al restaurante después de finalizar su jornada.
-Estoy seguro que en unas semanas esto volverá a bullir como antaño –declaró Gonzalo con entusiasmo. Dejó a Martín sobre el taburete y el niño se apoyó en la barra.
Celia se acodó frente a su ahijado y le tocó la punta de la nariz con un dedo, en un gesto cariñoso.
-¿Y qué dice mi pituso? –le preguntó ella. Martín alargó su manita para tocarle el rostro-. ¿Ya se encuentra mejor? –levantó la mirada hacia sus padres.
-¿Mejor? –repitió María, con una sonrisa burlona-. Tiene más vitalidad ahora que antes.
-Bueno, eso es porque los remedios del tito Andrés han obrado el milagro, ¿a qué sí? –le preguntó al niño, sabiendo que no iba a responderle.
-Y… hablando de Andrés –intervino Gonzalo-. ¿Has ido a verle esta tarde? Estuve esta mañana antes de ir a la hacienda, y le he visto mucho más animado.
-Me pasé por el dispensario a la hora de comer –le explicó Celia. Les hizo un gesto con la mano, indicándoles que se sentaran en una de las mesas para poder hablar con mayor tranquilidad. Celia llevó una botella de vino mientras María acercó los vasos-. Le habían dado un puré y algo de pescado.
Mientras ellos se sentaban en la mesa, dejaron a Martín y Esperanza para que jugasen por el salón. Sin embargo, ambos entraron en la trastienda y al momento regresaron para sentarse en la mesa contigua. El pequeño Martín con su pirata de madera, y Esperanza portando un tarro donde guardaba unas bolitas de colores que Celia le iba dando. Se trataba de semillas, y la niña disfrutaban sacándolas del tarro y aprendiendo cada una a qué planta o flor pertenecía.
-¿Sabe ya cuándo van a darle el alta? –preguntó María, tras tomar un sorbo de su vino.
-Pues… el doctor Sánchez dice que si no hay complicaciones, cosa que de momento no ha tenido, mañana quiere darle el alta.
-Eso es una magnífica noticia –declaró su amiga.
-Eso merece un brindis –dijo Gonzalo, contento por la suerte de su capataz.
Los tres alzaron sus vasos y brindaron.
-¡Por Andrés! –dijeron los tres a la vez.
Y bebieron a su salud.
-Teníais que haberle escuchado al mediodía –continuó Celia, con un brillo especial en su mirada. Un brillo que hacía tiempo que no aparecía en sus hermosos ojos-. No ha dejado de hacerme preguntas sobre cómo estaban las cosas en la hacienda. He estado a punto de llamarte, Gonzalo –sonrió-, para que vinieses a contarle, porque… mira que es cabezota. Le he repetido, una y otra vez, que no se preocupase… que estabas al mando y que seguro que todo estaba bien. Pero, como quien oye llover… que su lugar estaba en la finca y que ya se encuentra mucho mejor… y…
-Ya me veo atándolo en las cuadras para que mañana no salga a cabalgar –intervino Gonzalo, conociendo a su capataz, y lo responsable que se sentía de la hacienda-. Tendremos que hacerle ver que ahora tiene que descansar.
-¿Es cierto lo que me contó? –inquirió la joven, frunciendo el ceño-. Eso de que ha venido un científico que ha dado con la solución a vuestros problemas.
Gonzalo asintió, contento.
-Esta mañana hemos comenzado a preparar los abonos –explicó él-; y mañana mismo los aplicaremos a las fincas –se volvió hacia María, que se sentía feliz al verle de tan buen humor; y es que las últimas semanas Gonzalo había estado tan preocupado por aquel asunto, que ella no había sabido ni cómo consolarle-. Si todo sale como nos ha dicho don Jorge… en unos meses tendremos mucho que celebrar.
-Seguro que sí, cariño –le apoyó su esposa, cogiéndole de la mano. Ambos se miraron un instante, entendiéndose con una sola mirada.
-¡Ay por favor! –declaró Celia de pronto, sobresaltándoles-. ¿Podéis dejar de hacer eso?
-¿El qué? –preguntó María, confusa.
-Eso –repitió su amiga, sin mostrar mayor enfado-. Lo que hacéis siempre –se levantó de la mesa y fue hacia la barra-… miraros así. Que sepáis que no es bueno para el resto de la gente veros tan… enamorados. Nos dejáis con el ánimo por los suelos.
Celia sacó unos trocitos de queso y jamón, que le traían expresamente desde España y que hacía las delicias de los lugareños.
-¡Mírala ella! –saltó María, evitando que sus mejillas se tiñesen de rojo-. La que acaba de… ennoviarse.
-¡Yo no me he ennoviado! –replicó su amiga, sentándose de nuevo. Gonzalo observó en silencio el intercambio que acontecía, entre divertido y expectante-. Digamos que estamos… conociéndonos.
-¡Un momento! –intervino el joven, y se echó hacia delante, con aire confidencia-. ¿Con quién se ha ennoviado? –se volvió hacia María y le lanzó una mirada cómplice-. ¿Por qué no me cuentas las cosas, cariño?
Celia les observó, con cierto miedo.
-Bueno… ya la has oído… no está ennoviada –continuó María, como si Celia no estuviese delante. Entonces se volvió hacia ella-. ¿Y… se puede saber en qué fase estás?
-Pues… -titubeó la joven, azorada, sintiendo la mirada escrutadora de sus amigos-. No sé… pero no hemos hablado de ser novios ni nada.
Gonzalo enarcó una ceja.
-Espera que se entere Andrés –comentó en voz alta-. Cómo llegue a sus oídos que no sois novios, creo que terminará de nuevo hospitalizado.
María trató de aguantar la risa y se llevó un trozo de queso a la boca.
-Lo que a Celia le sucede es que le falta un anillo –habló su esposa, siguiéndole el juego.
Gonzalo se volvió hacia su amiga.
-¿Es eso? ¿Un anillo? ¡Haberlo dicho, mujer! Andrés no tendrá ningún problema en comprarte uno.
Celia les miró y frunció el ceño.
-¡Muy graciosos! –soltó, sin poder enfadarse con ellos, pues sabía que pese a la broma, lo hacían con cariño-. Pues que sepáis que no necesito de ningún anillo para saber lo que somos.
María ladeó la cabeza.
-¿Y… qué sois?
-Muy pronto lo sabrás –dijo con ambigüedad.
Gonzalo iba a insistir pero en ese instante dos personas entraron en el restaurante y fueron hacia ellos.
-Buenas tardes –saludó Teresa, mostrando una amplia sonrisa.
-Buenas tardes –saludó también Julio, a media voz.
Gonzalo, María y Celia se volvieron hacia ellos, sorprendidos de verles allí, y les devolvieron el saludo, con cautela.
-No te esperaba –declaró la dueña del restaurante, dirigiéndose a Teresa-. Como ves, las cosas no van muy bien.
-Esperemos que este bache pase pronto –dijo la joven. Y se volvió hacia Julio, incitándole a intervenir-. El caso es que nosotros veníamos buscando a… a María.
La joven, al escuchar su nombre se puso tensa. ¿Por qué la buscaban? ¿Acaso Julio iba a encararla de nuevo?
Le lanzó una mirada a Gonzalo, quien asintió levemente, dándole a entender que no se preocupara, que él estaba allí para cualquier cosa. Una simple mirada que fue suficiente para darle el valor de mirar a los recién llegados.
-Vosotros diréis –habló la joven, con calma.
Por fin, Julio se atrevió a levantar la mirada hacia ella. Y para sorpresa de María y de quienes la rodeaban, en sus ojos solo vio pena y cierto desasosiego.
-Verá… señora… Castr… Castañeda –rectificó de pronto, recordando que ese era el apellido que María solía usar-. Yo… le debo una disculpa –se volvió hacia su esposa y ella le alentó a continuar-. He hablado con Teresa y me ha contado lo que han estado haciendo… a mis espaldas. Supongo que me lo merezco por no haber sabido ver lo que de verdad quería. Me he comportado como un… imbécil y cargué contra usted cuando en realidad era conmigo con quién debía de estar enfadado.
María no daba crédito a lo que estaba oyendo. ¿Julio le estaba pidiendo perdón? ¿Tanto le había afectado al joven lo ocurrido para cambiar de opinión tan rápido? Se volvió hacia Gonzalo, buscando su opinión. Su esposo volvió a asentir, diciéndole con la mirada que le dejara continuar.
Aquel intercambio de miradas no pasó desapercibido para el pescador.
-Su… su esposo me abrió los ojos –confesó Julio, retorciéndose las manos, azorado-. Me hizo comprender la suerte que tengo de tener junto a mí a Teresa, y lo valiosa que es –la joven le sonrió. Sabía lo difícil que le estaba siendo dar aquel paso y ella se lo agradecía-. No debí tratar de cercenar sus ilusiones, pues ahora sé que haciéndolo tan solo me estaba perjudicando a mí mismo.
María frunció el ceño. ¿Qué le habría dicho Gonzalo para que el pescador cambiase de opinión tan rápidamente? Quizá todo lo acontecido los últimos días le había ayudado en cierta medida a ver las cosas desde otra perspectiva.
-Agradezco sus disculpas… Julio –declaró ella con voz pausada-. Y sé el bien que le hacen a Teresa –le lanzó una mirada sonriente-. Lleva mucho tiempo esperando escucharte hablar así.
-Sé que me he comportado como un… un energúmeno al oponerme a las clases. Ya me ha explicado que para evitar que os descubriesen las realizabais en la trastienda, y… que en estas semanas ha aprendido mucho… gracias a usted.
-Gracias a sus ansias de aprender –le rectificó María, orgullosa de su alumna-. Sin ellas, de poco vale lo que yo pueda enseñarle.
-Sí yo sé que Teresa vale mucho –declaró Julio, sincerándose del todo-. Por eso tenía miedo a que si descubría lo que hay ahí fuera… quisiera dejarme.
-Si te quiere de verdad, como se ve, nunca lo hará –intervino Gonzalo, recordándole su última conversación-. Eso tenlo por seguro.
El pescador asintió levemente.
-Por eso… quería decirle que… ya no es necesario que se escondan –volvió a hablarle a María-. Que si quiere volver a la escuela para adultos, yo no me opondré… sino todo lo contrario, quiero que lo haga.
Por primera vez, Celia se atrevió a intervenir.
-Si ya sabía yo que detrás de ese bruto había un buen corazón –declaró la joven, sin morderse la lengua.
-Por mí no hay ningún problema –dijo María, viendo cómo se solucionaban las cosas, poco a poco-. Es más, si Teresa quiere que continuemos dándolas aquí porque le es más fácil asistir, no tengo inconveniente.
-Muchas gracias, María –habló la joven-. Aunque creo que ya te he dado demasiadas molestias. Y quiero volver a la escuela, con el resto.
Su amiga entendió sus razones. Se acabaron las clases a escondidas. Ahora ya no había motivo para ocultarse.
-Bueno… tan solo queríamos decirles eso –habló Teresa, viendo que se les hacía tarde.
-Eh… hay otra cosa –intervino Julio, entre titubeos.
Su esposa le miró, sin saber a qué se refería. Hasta donde habían hablado, tan solo iban a pedirle disculpas a María y a decirle que Teresa regresaba a las clases. ¿Qué otra cosa tenía que decirles?
-Verán… después de lo ocurrido con el asunto del contrato… yo… usted sabe que no sé leer… y… y… me gustaría aprender –declaró Julio azorado-. Si a usted le parece bien.
Los cuatro se quedaron callados, ante la sorpresa. ¿El pescador estaba dispuesto a acudir también a las clases para adultos?
María parpadeó varias veces, con incredulidad. ¿Había oído bien? ¿Julio le estaba pidiendo que le enseñara a leer y a escribir? Semanas antes, si alguien le hubiese dicho que el marido de Teresa iba a pedirle aquello, la joven le habría dicho que era algo imposible.
-¿Quieres acudir a la escuela para adultos, con Teresa? –repitió la esposa de Gonzalo.
-Así es, señora Casteñeda –corroboró él, con firmeza-. Si mi Teresa puede aprender… yo también. Eso sí, tendrá que ser cuando termine la temporada alta de pesca. Ahora mismo me es imposible.
-No se preocupe, Julio –le disculpó María, comprendiendo que lo primero era su trabajo-. Cuando usted quiera, las puertas de la escuela estarán siempre abiertas para todo aquel quiera aprender.
-Gracias.
Gonzalo tampoco se esperaba aquel cambio.
-Y ya sabes –habló el joven, interviniendo-, en la hacienda Casablanca siempre hay trabajo para quienes lo deseen. Lo digo para cuando llegue la temporada baja de pesca. Sé que necesitáis el trabajo, y si todo va según esperamos… la próxima cosecha necesitaremos más manos para trabajar la tierra.
Teresa y Julio se miraron. En tan solo un día, su suerte había cambiado. Habían pasado de penar, pensado en que iban a perder su casa y lo poco que tenían, a ver el futuro con optimismo.
-Lo tendré en cuenta… Gonzalo –declaró el pescador, recordando que le había pedido que se tuteasen-. No le tengo miedo al trabajo. Es lo que he hecho desde que tengo uso de razón. Ya sea en el mar o en la tierra. No tendrás quejas de mí.
-Eso espero –comentó Gonzalo, sonriendo-. Que bastantes quebraderos de cabeza hemos tenido ya.
El pescador sonrió, tímidamente, consciente de que así había sido, y todo por su obstinación y cabezonería. Ahora era tiempo de madurar y ver el futuro de otro modo.

Después de aquel ofrecimiento, las cosas iban a cambiar bastante entre ellos. Acababa de nacer una amistad que con el tiempo habría que afianzar. 

CONTINUARÁ...