jueves, 30 de abril de 2015

CAPÍTULO 17
Con la caída de la noche, la tormenta dio una tregua y Gonzalo se acercó al río a por agua. María aprovechó la soledad de ese instante para escribir unas líneas de despedida para Aurora. No podía marcharse de Puente Viejo sin contarle todo lo ocurrido a su prima, aunque fuese por carta. Jamás se lo perdonaría.
Cuando Gonzalo regresó, la joven ya había terminado de escribirla y estaba preparando la cena para Esperanza. La niña se tomó toda la papilla y luego se puso a jugar con su madre mientras esperaban, con ansias, la llegada de Alfonso y Emilia, quienes les habían prometido acudir esa noche a cenar con ellos.
La noche en el bosque se volvió oscura y el viento comenzó a silbar meciendo las copas de los árboles con fuerza. El llanto de los lobos se mezclaba con el ulular de los búhos llenando la noche de sonidos inquietantes que hacían estremecer las viejas paredes de la cabaña.
Emilia y Alfonso llegaron poco después, con la cena. Sabían que las comodidades en aquel lugar eran escasas y cualquier ayuda era bien recibida.
La tensión se instaló entre ellos y es que los cuatro eran conscientes de que esa iba a ser la última noche que pasarían en familia, en mucho tiempo, y no querían que la pena les amargase la reunión.
-¿Qué tal ha ido el día, suegro? –preguntó Gonzalo, convidándole a un vaso de vino.
-Complicado, muchacho –declaró Alfonso, sintiendo el calor que el licor le producía en el cuerpo.
Emilia y María se encargaron de colocar la mesa mientras les escuchaban hablar.
-Pero… -Gonzalo dejó la botella sobre la mesa, preocupado por sus palabras-, ¿han logrado que doña Francisca se entere de lo que pensamos hacer?
-Sí, eso sí –confirmó el padre de María, satisfecho-. Esa bruja ya está al tanto de todo. Don Pedro pasó justo antes de que viniésemos aquí para decirnos que la señora ha picado el anzuelo y ya está frotándose las manos pensando que muy pronto mi hija y mi nieta caerán en sus manos.
El marido de Emilia no pudo contener la rabia que le provocaba la maldad de la Montenegro. La gran mayoría de las desgracias que habían azotado a su familia se las debían a ella; de manera que no era precisamente afecto lo que le producía la señora.
-No te sulfures, cariño –trató de calmarle Emilia-. La tenemos donde queríamos. Ahora solo falta que mañana caiga en la trampa y se crea que María se lanzará al río con Esperanza –se volvió hacia su hija-. Le haremos llegar la noticia de que pensamos ir a la Puebla a ver al médico porque me he dañado un brazo y don Anselmo hará la compra en el colmado –el odio que la madre de María sentía por la Montenegro la llenó de golpe-. Espero que la Montenegro lleve toda su vida sobre su conciencia vuestra supuesta muerte. Sino… Ya me encargaré personalmente de recordárselo cada día.
Su hija le tocó el brazo con cariño, dándose cuenta de todo cuanto había sufrido Emilia por culpa de esa mujer.
-Lo que realmente importa es que nos den por muertas y no nos persiga –dijo la joven con serenidad mientras se sentaban en la mesa para comenzar a cenar-. El resto… me tiene sin cuidado. No creo que sea capaz de sentir el más mínimo atisbo de culpabilidad por ello.
-Estoy seguro de que aún nos echará a nosotros la culpa –escupió Alfonso con rabia, aceptando el plato que le tendía su esposa-. Dirá que tú intentaste matarla y ella solo se estaba defendiendo –negó con la cabeza, hastiado de tanta maldad.
-Bueno… -intervino Gonzalo, queriendo calmar los ánimos-. Lo importante es que consigamos nuestro objetivo que es marcharnos sin que nadie sospeche la verdad –se volvió a mirar a su esposa-. Esa será nuestra victoria sobre ella.
Los padres de María asintieron. No valía la pena malgastar aquellos instantes pensando en aquella mala mujer.
-Conrado ya lo tiene todo listo –les informó de pronto Emilia, comenzando a tomar el caldo caliente que había preparado. El resto siguió su ejemplo-. Os esperará en la estación de Munia con las maletas preparadas. Entre Rosario y Candela han recogido vuestras cosas y las de Esperanza.
-El dinero para el viaje y para que podáis instalaros sin problemas estará entre vuestras pertenencias –dijo Alfonso llenando los vasos vacíos-. No es mucho lo que hemos logrado pero servirá para que viváis una buena temporada sin preocupaciones.
-Alfonso, no tenían porque hacerlo –le recriminó Gonzalo, sin poder dejar de agradecerles tantos desvelos-. Cuando lleguemos a América ya buscaremos la forma de valernos por nosotros mismos.
-Es lo menos que podemos hacer por vosotros –le cortó su suegra apoyando la iniciativa de su marido-. Comenzar una nueva vida dejando todo atrás es difícil. Y si está en nuestras manos poder ayudaros, lo haremos como sea.
El joven no insistió. Ya llegaría el momento de pensar en su futuro en América cuando estuviesen allí.
Terminaron de cenar mientras Alfonso y Emilia les ponían al día sobre las cosas del pueblo, los últimos chismes sobre los Mirañar, y los problemas que les daba Matías, quien estaba jugando con dos jovencitas que bebían los vientos por el muchacho y Alfonso no sabía dónde iría a parar el asunto.  
Poco después, María se puso a preparar el café y Emilia se acercó a su hija, a quien veía pensativa.
-¿Qué sucede, cariño? –preguntó, preocupada.
Gonzalo y Alfonso estaban junto al fuego, jugando con Esperanza, quien disfrutaba siendo el centro de atención de su padre y su abuelo.
-Nada madre –le sonrió-. Solo que estaba pensando en mañana.
-María, ¿si crees que no puedes hacerlo…?
-No madre –la cortó con determinación-. Estoy dispuesta a ello. Estoy preparada para enfrentarme de nuevo, y por última vez a Francisca –se lo pensó un instante antes de continuar-: le he dado cientos de oportunidades para que cambiara. La he perdonado muchas veces… pero ya no. Ahora sé que jamás cambiará. Que tiene el corazón de piedra y no voy a permitir que arruine la vida de los míos.
Su madre sonrió, satisfecha y feliz de escucharla hablar así. Durante mucho tiempo su hija había confiado en un posible cambio en la Montenegro. Ahora sabía que la maldad estaba demasiado arraigada en el corazón de la mujer y que nunca cambiaría.
-Lo único que siento es no verle la cara a la Montenegro cuando vea que sus deseos se convierten en humo –dijo Gonzalo de repente. Había escuchado a María y apoyaba su determinación.
-No te preocupes, Gonzalo –declaró Alfonso con la manita de Esperanza entre las suyas-, ya lo haré yo por vosotros. Y descorcharé una botella del mejor champagne para brindar por su derrota y vuestra felicidad. Esa harpía no logrará sus propósitos. No conseguirá encerrar a mi hija en una prisión ni… -se detuvo un instante al sentir la mirada de todos puesta en él. Ninguno lo había dicho en voz alta pero sabían cuáles eran las verdaderas intenciones de la Montenegro al querer detener a María. No le importaba que la joven le hubiese disparado; no se trataba de eso. Su objetivo desde un principio había sido otro y ahora creía que tenía la posibilidad de conseguirlo-: … quedarse con Esperanza.
-Por supuesto que no, Alfonso –saltó Emilia, con el corazón encogido-. Jamás permitiremos que esa mujer le ponga una mano encima a nuestra nieta.
-Ni nosotros tampoco –habló Gonzalo con la mirada seria-. Antes la mato con mis propias manos que dejar que mi hija caiga en las suyas.
María se acercó a su esposo para tranquilizarle.
-Eso no ocurrirá, cariño. Porque nos marcharemos sin contratiempos y se quedará con las ganas.
Gonzalo tragó el nudo de dolor que se le había formado en la garganta.
-Hija –la joven se volvió hacia su madre-; cuando lleguéis a Cuba, escribid, por favor. Estaremos esperando noticias vuestras sin falta.
-Por supuesto, madre –la tranquilizó; el gesto de su rostro se serenó.
La esposa de Gonzalo colocó las tazas de café, para tomar, sobre la mesa.
-Ojalá las cosas hubiesen sido de otro modo –murmuró Alfonso-. Si no hubiésemos cometido tantos errores, ahora no nos encontraríamos en esta situación.
-Ustedes no tienen la culpa, padre –le rebatió María, sabiendo por dónde iban las palabras de Alfonso.
-Algo sí, hija –declaró Emilia-. Si hubiera sido más fuerte y no te hubiese dejado en manos de Francisca… no se habría encaprichado contigo y con la niña. No te habría abocado a aquel desafortunado matrimonio con el de Mesia ni a todo el infierno que viviste a su lado.
-No se culpen de ello –les pidió María, a quien le dolía verles en aquel estado-. Puede que no haya crecido a su lado, pero han sido los mejores padres que se pueden tener. Siempre han estado ahí, apoyándome en todo: cuando salvé a Gonzalo del garrote –el joven le cogió la mano, cariñosamente-, cuando la señora me echó de su lado porque “había manchado su apellido con mis actos”. Para mí sí han sido unos padres ejemplares; los mejores. Me han dado cariño y comprensión y eso es lo importante, lo que cuenta; y no los lujos y las apariencias. El supuesto cariño de la señora fue solo un espejismo; sin embargo, el suyo es de verdad, el que nace de lo profundo del ser y que perdona todo.
Emilia no pudo reprimir las lágrimas y abrazó a su hija, que le devolvió el gesto.
-Siempre serás nuestra pequeña –murmuró su madre, acariciándole el rostro-. Y estamos muy orgullosos de ti, cariño.
Al separarse, Emilia vio las lágrimas en los ojos de su hija y se las secó con la yema de los dedos, con cariño.
María se volvió un momento hacia su padre y al ver a Esperanza, sonrió débilmente.
-Ahora entiendo lo que significa ser padres –murmuró con emoción-. Y de lo que somos capaces de hacer por un hijo. La vida daría por ella.
-Así es –corroboró Alfonso-. Un hijo es el mayor tesoro que puedes tener. Y hay que cuidarlo –se volvió hacia su yerno-. Sé que no es necesario que te lo diga Gonzalo, pero… cuídalas, mímalas y sobretodo, ámalas, porque son lo mejor que te puede haber pasado en la vida –miró a Emilia con infinito amor, como si le hablase a ella directamente-; pues cada día que te levantas y la ves ahí, a tu vera, das gracias porque el destino la haya puesto en tu camino para que sea tu compañera en este tortuoso viaje que es la vida.
Su esposa ladeó la cabeza y le alargó la mano para agradecerle las palabras de cariño. Llevaban muchos años de matrimonio y a pesar de las trabas que les había puesto la vida, seguían queriéndose como el primer día, o incluso más. María les observó en silencio, orgullosa de ellos. Sus padres eran el mejor ejemplo a seguir, y así trataría de hacerlo, para que Gonzalo y ella fuesen felices tantos o más años como ellos.
-No le quepa la menor duda de que así lo haré, suegro –convino Gonzalo-. No habrá ni un solo día que no las llene de dicha. Dedicaré mi vida a hacerlas felices –su mirada se clavó en su esposa-; y sino cumplo mi promesa arderé en el infierno.
Alfonso asintió con un amago de sonrisa. Conocía a su yerno y estaba orgulloso de él. Siempre le estaría agradecido por haber defendido y apoyado a María cuando él no podía hacerlo. Sabía que su hija sería feliz a su lado y que nunca le faltaría de nada.
Poco después de terminarse el café, los padres de María tuvieron que despedirse de ellos, pues no querían levantar sospechas. El abuelo Raimundo se había quedado con Matías que era el único que no estaba al tanto de lo que ocurría, pero tampoco querían pasar mucho tiempo fuera y que el muchacho comenzase a hacer preguntas embarazosas. María, sin que ninguno se diese cuenta, le entregó a su padre una carta para Aurora, para que se la diese cuando estuvieran lejos y comprendiera lo ocurrido.
Emilia y Alfonso se despidieron de Gonzalo, deseándole lo mejor; besaron a su nieta, con lágrimas en los ojos, tristes porque sabían que no la verían crecer… pero a la vez contentos porque estaría junto a sus padres quienes la colmarían de felicidad.
-Mañana nos vemos, padres –les dijo María tras darles un fuerte abrazo.
-No te preocupes, cariño –corroboró Emilia, acariciándole la mejilla-. Allí estaremos para… para despedirte.
Los tres se abrazaron con fuerza mientras Gonzalo que sostenía a Esperanza en brazos, los observaba con cierta tristeza.
-Te queremos –le susurró Alfonso a su hija antes de separarse de ella-. Te queremos mucho, mi amor.
-Y yo a ustedes, padre –murmuró ella con un nudo de lágrimas en la garganta.
La despedida se hizo dolorosa. No era fácil dejarles marchar, pero sabían que era la única solución posible para que fuesen libres.
En cuanto Emilia y Alfonso salieron de la cabaña, Gonzalo abrazó a su esposa para tratar de animarla. La joven se dejó mecer y arropar por su abrazo. Cerró los ojos unos instantes, dejando que la pena por decirles adiós a sus padres, la embargase de lleno. Era mejor sentir aquel dolor por todo su ser, desgarrándole el alma que dejar que se enquistara y no la dejara continuar con su vida. Las despedidas siempre eran dolorosas pero formaban parte de vida y había que aceptarlas. Además, ésta no era un hasta siempre, y eso al menos la reconfortaba.
Gonzalo la acunó unos segundos, dejando que las lágrimas bañaran su rostro.
-Lo siento –se disculpó ella con los ojos enrojecidos-. No…
Su esposo le acarició la cabeza.
-Mi vida, no tienes que disculparte por nada. Es comprensible que te sientas así. No es fácil… y lo sé. Y aquí estoy yo para lo que necesites.
María asintió con más lágrimas en los ojos y escondió de nuevo el rostro entre los brazos de Gonzalo. Solo en él encontraría la paz que necesitaba y en su hija la fuerza para sacar adelante su plan. Observó a Esperanza que tenía su carita a unos centímetros de la suya y la contemplaba sin comprender lo que sucedía. No podía dejar que su hija la viese en ese estado. La joven se separó y controló el llanto, a la vez que alargaba los brazos para que la niña fuese con ella. Ese fue su mayor bálsamo. Sus ojos pasaron de Gonzalo a Esperanza y comprendió que no debía estar triste. Tenía a sus dos amores junto a ella, algo que días atrás le hubiese parecido impensable.

Decían que cuando una puerta se cierra, siempre hay una ventana que se abre; y allí estaba aquella ventana abierta, irradiando de luz su camino. Gonzalo y Esperanza; su esposo y su hija. Sus dos pilares principales. 

CONTINUARÁ...

miércoles, 29 de abril de 2015

CAPÍTULO 16
A media mañana comenzó a caer una fina lluvia que les mantuvo dentro de la cabaña, a resguardo y junto al fuego.
Afortunadamente, Esperanza se entretenía con las muñecas con las que parecía fascinada y apenas daba trabajo.
Gonzalo y María aprovecharon para hablar de cómo sería el viaje. Hasta el momento tan solo tenían claro que debían abandonar Puente Viejo y marchar a Munia, donde cogerían el primer tren que les alejara cuanto antes del lugar. ¿Pero hacia donde encaminarían sus pasos? ¿Hacia Madrid, la gran ciudad donde pudiesen esconderse con mayor facilidad? A María la idea no le gustaba. La capital estaba demasiado cerca de las garras de la Montenegro.
La idea de Gonzalo era ir mucho más lejos, a Cuba, donde su recién encontrado hermano les recibiría sin lugar a dudas con los brazos abiertos. Aunque tampoco era una opción que le hiciera mucha gracia, María tuvo que admitir que era la única salida posible; abandonar España y embarcarse hacia América. Y así habían quedado con Conrado, quien les acompañaría hasta verles tomar el barco camino de su nueva vida.
Después de comer, Gonzalo se encargó de dormir a Esperanza, acunándola y susurrándole una nana que inundó el lugar llenándolo de paz mientras las gotas de lluvia repiqueteaban sobre el cristal de las ventanas. María disfrutó de aquel momento, observándoles en silencio. La niña se negaba a cerrar su ojitos y alargaba su pequeña mano para jugar con la barbilla de su padre; sin embargo, cada vez le costaba más mantenerse despierta pues la dulce voz de Gonzalo la transportaba al mundo de los sueños sin remedio.
-Ya se ha quedado dormida –declaró él, después de entonar la última nota de la nana. Dejó con sumo cuidado a la niña sobre la cama y tras darle un suave beso en la frente se acercó a la ventana-. Esperemos que escampe pronto y que mañana no amanezca lluvioso –comentó en voz alta, preocupado-, porque entorpecería nuestros planes.
María se unió a él, apoyando la cabeza en su hombro y mirando hacia el exterior con cierta nostalgia.
-Estoy segura que todo saldrá bien –le comentó ella-. Lo único que me entristece es que hoy es nuestro último día aquí; y las despedidas van a ser duras. Siempre lo son. Me ha costado un mundo despedirme de mi abuela, de Candela y de mi tita. Las voy a echar mucho de menos.
Gonzalo la abrazó para darle ánimo, a pesar de que a él le ocurría lo mismo.
En ese instante, vieron a través de la cortina de agua que caía fuera, una sombra oscura que avanzaba hacia ellos con pasos rápidos.
-Es don Anselmo –musitó María al reconocer al viejo sacerdote cuando apenas le quedaban unos metros para llegar a la cabaña.
Gonzalo se apresuró a abrirle la puerta para que el hombre entrase.
Don Anselmo apenas venía mojado, gracias al paraguas que portaba.
-Gracias hijo –le agradeció al joven que cogió el paraguas-. Ya no estoy para estos trotes por el monte y mucho menos con este tiempo.
-Siéntese, padre –le pidió María-. Ahora mismo le preparo un té caliente para que entre en calor.
-Gracias María –dijo el sacerdote entre jadeos-. Te lo agradeceré enormemente. Y mis huesos también.
-¿Cómo es que ha venido, padre? –se preocupó Gonzalo, sentándose frente a él-. No debería haberse arriesgado con este tiempo.
-Precisamente por eso, Martín –le sacó de su error-. Los aldeanos están en sus casas y había que aprovechar que no hay nadie por las tierras para allegarme hasta vosotros y contaros las novedades.
María le tendió la infusión al sacerdote y dejó dos vasos, también para Gonzalo y ella. Se sentó al lado de su esposo para escuchar atentamente.
-¿Ha ocurrido algo importante? –inquirió preocupada.
-No, no –respondió con premura-. Todo va según lo previsto. Esta mañana, Emilia, Alfonso y yo hemos soltado la primera pista falsa frente al hombre que ha contratado don Pedro; y Raimundo ha estado en el colmado lanzando también la suya –volvió a tomar un sorbo del té-. Si no me equivoco, Pedro estará ahora mismo contándoselo todo a la señora. Esperemos que se lo trague.
-Lo hará, padre –declaró María, convencida de ello-. La conozco bien y creerá que nos tiene cogidas.
El sacerdote apretó los labios mostrando una débil sonrisa.
-Yo mismo, iré mañana al colmado a hacer el pedido con la excusa de que viene a verme un viejo amigo del seminario –les explicó-. He quedado con Conrado que le daré a él los víveres para vuestro viaje.
Gonzalo asintió en silencio. Si todo salía según sus planes, Conrado, aprovechando que tenía que ir en busca de una prueba importante que exculpaba a Aurora de la muerte de doña Bernarda, les acompañaría hasta el puerto de Vigo.
-Padre –habló Gonzalo, tras acabarse la infusión-. Antes de que se vaya, María y yo queríamos agradecerle todo lo que ha hecho, y está haciendo por nosotros. Sabemos que se encuentra en una situación complicada y que si la Montenegro se entera de lo que nos está ayudando tomará represalias.
-No tienes que preocuparte por mí –le cortó el buen hombre-. Ya soy viejo y la señora poco puede hacerme. Bastantes años he acatado sus órdenes sabiendo de su maldad. No dejaré que os haga daño mientras esté en mis manos remediarlo.
María agradeció sus palabras. Don Anselmo había sido un buen consejero para ambos, en los momentos más difíciles. Sus palabras siempre les aportaban serenidad.
-Nunca olvidaremos su ayuda –le dijo ella-. Incluso cuando… cuando decidimos vivir juntos sin estar casados. Sabemos lo difícil que fue para usted apoyar nuestra decisión.
-Uno ya ha vivido lo suficiente, hija, para saber que a un amor como el vuestro es imposible ponerle barreras. He sido testigo principal de cómo os queréis y lo que habéis sufrido y luchado por estar juntos. Reconozco que en ocasiones debí de apoyaros más y no mirar hacia otro lado pero… -María supo que don Anselmo se refería a que se mantuvo al margen cuando se enteró de los abusos de Fernando hacia su persona. Sin embargo, el sacerdote poco o nada podía haber hecho contra ello-. Afortunadamente, vuestro amor ha logrado superar todos los obstáculos y estoy seguro de que a partir de ahora Dios iluminará vuestros caminos.
-Yo también estoy seguro de ello, don Anselmo –convino Gonzalo-. Sé todos los quebraderos de cabeza que le di mientras fui su pupilo y la paciencia que tuvo conmigo. No siempre seguí sus consejos y eso le puso en algún que otro compromiso; y por eso le pido perdón.
Don Anselmo negó con la cabeza.
-Soy yo quien debe de pedirte perdón por no haber impedido desde un principio que cometieras el error de ordenarte sacerdote –declaró-. La de penalidades que nos habríamos ahorrado.
-Bueno, no es momento de recordar lo malo –añadió María, y se volvió hacia Gonzalo-. El pasado, pasado está. Hemos aprendido de nuestros errores y no los volveremos a cometer.
-Sabias palabras, hija –la miró con orgullo-. Te has convertido en una mujer como pocas, María. Luchadora y fuerte. Aunque siempre te recordaré como la niña con trenzas que bajaba al pueblo e iluminaba la plaza con su sonrisa –soltó un suspiró cargado de nostalgia-. Sé que no es necesario que os lo diga, pero cuidad de vuestra hija, dadle el hogar que se merece y estoy seguro que Dios os bendecirá con más hijos –les miró a ambos y sus pequeños ojos brillaron-. Estoy muy orgulloso de los dos. De las personas en las que os habéis convertido –miró directamente a Gonzalo sin ocultar el gran cariño que le tenía-. Jamás olvidaré el día en que descubrí que mi joven discípulo era en realidad el pequeño Martín, a quien todos creíamos muerto. Y sí, es cierto que algún que otro quebradero de cabeza me diste, pero también me abriste los ojos y me hiciste ver que me había convertido en un siervo de la Montenegro al mirar hacia otro lado con sus injusticias. Os prometo que eso no volverá a pasar.
Gonzalo se levantó para abrazar a su viejo mentor. El hombre no pudo contener las lágrimas.
-Me siento muy orgulloso de cómo has luchado por tus ideales y por defender vuestro amor –declaró con un nudo en la garganta-. Me permitiréis que hable de vosotros en mis homilías cuando tenga que poner algún ejemplo de lucha.
María sonrió, aguantando la emoción al sentir la mirada del sacerdote en ella. La joven se acercó a darle un abrazo y es que don Anselmo había sido un gran apoyo para ella en los últimos meses. Gracias a su ayuda había descubierto la verdadera identidad de aquel farsante contratado por la Montenegro.
-Bueno –murmuró, secándose las lágrimas-. Debo regresar al pueblo para preparar la misa de la tarde, que esa no espera.
El sacerdote se acercó a la cama donde Esperanza seguía dormida y la bendijo en silencio, deseándole toda la felicidad del mundo.
Gonzalo y María le vieron desaparecer entre los árboles, bajo la fina lluvia que seguía cayendo lentamente. Siempre recordarían a don Anselmo con cariño, llevando en sus corazones sus sabios consejos.

Ese día hasta el cielo parecía estar triste por las despedidas, llorando por la inminente marcha de los dos jóvenes. 

CONTINUARÁ...

martes, 28 de abril de 2015

CAPÍTULO 15
Tan entregados estaban a ese momento de intimidad, que ni siquiera se dieron cuenta cuando la puerta de la cabaña se abrió y Rosario, Candela y Mariana entraron.
Las tres mujeres se quedaron unos segundos mirándoles sin saber si dejarles o romper ese instante.
Finalmente fue la abuela Rosario quien carraspeó para llamar su atención.
Gonzalo y María se separaron de golpe.
-Que digo yo que tendréis tiempo de sobra para haceros carantoñas –declaró la abuela, tratando de hacerse la ofendida.
Candela y Mariana contenían una sonrisa y la pareja enrojeció al verse descubiertos mientras se prodigaban aquellos gestos de cariño.
-Buenos días –María ayudó a su abuela con la bolsa que traía.
Candela dejó un par de botellas de vino sobre la mesa.
-Os las manda Alfonso –les informó, acercándose a Gonzalo; y cogió a Esperanza en brazos para que él ayudara a Mariana que traía la parte de más peso.
-Son unas mantas –dijo la tía de María-. Esta noche pasada ha hecho más frío y en esta cabaña debéis notarlo bastante aunque tengáis el fuego –levantó la cabeza tras dejar uno de los fardos sobre la cama-. Y… sobre todo por Esperanza.
-Gracias Mariana –le agradeció Gonzalo-. ¿Y qué nuevas tenéis hoy?
Antes de comenzar con las noticias, se sentaron alrededor de la mesa.
-Ya está todo listo para que Francisca caiga en la trampa –habló Candela, con seriedad-. Todos saben cuál es el papel que tienen que interpretar para que la Montenegro solo tenga que sumar dos más dos y crea que os tiene cogidos. Incluso Raimundo ha puesto su granito de arena en esto –María frunció el ceño sin entender, temiendo lo que podía haber hecho su abuelo-; fingió una conversación con un conocido de Fuerteventura, hablando como si alguien fuese a viajar allí en breve. Conociendo a Dolores Mirañar se lo habrá contado a don Pedro que es quien le pasará el parte a la Montenegro.
Gonzalo asintió, satisfecho. Cuantas más pistas falsas llegasen a oídos de la señora, mejor.
-Nicolás y Conrado han ido a inspeccionar la cueva de la Garganta del Diablo –dijo Mariana con el gesto torcido-. No quieren dejar nada al azar ni que haya problemas de última hora.
María asintió, conforme.
-Estoy segura de que nada saldrá mal –declaró con entusiasmo.
Gonzalo chasqueó la lengua, molesto.
-¿Qué sucede, Gonzalo? –le preguntó ella, pensando que ya se había echado atrás.
El joven se levantó de la silla. Su espíritu ansioso se revelaba constantemente.
-Sucede que debería de ser yo mismo quien estuviera allí con Nicolás y Conrado, inspeccionando la zona –le confesó con un brillo febril en los ojos-. Debería haber ido con ellos para cerciorarme de que todo está bien y que no hay peligro ninguno. Soy tu esposo y mi deber es cuidar de ti y de nuestra hija; y fíjate… -abrió los brazos señalando a su alrededor-, ¿dónde estoy? Aquí; de brazos cruzados, dejando que otros hagan lo que a mí me corresponde.
-Tu obligación, como bien has dicho, es cuidar de María y de vuestra hija –intervino Rosario con sabiduría; su nieta la miró de reojo, dejándola hablar pues sabía que Gonzalo la escucharía-. Y ellas están aquí ahora, contigo. De manera que tu lugar es estar junto a ellas y no exponiéndote por esos montes para que te vean. Eso sí sería una falta de sensatez por tu parte –la buena mujer hizo una pausa y suavizó el tono duro que había empleado-; Los hombres pecáis de individualismo, creyendo que nadie hará las cosas mejor que uno mismo. Sin embargo, hay que saber dejarse ayudar cuando es necesario.
Las palabras de la abuela calaron en Gonzalo que sintió como las ansias se aplacaban lentamente. Rosario tenía razón, debía dejar que la familia y amigos les ayudasen en aquella situación. Debía pensar con la cabeza y no dejarse llevar por sus instintos.
Volvió a sentarse junto a ellas, ya calmado.
-Como siempre, tiene razón, Rosario –convino él, y le cogió la mano, sintiendo en ellas la aspereza de su piel, pero también su cariño-. ¿Qué haríamos sin sus sabios consejos?
-Meter la pata, sin duda –se burló ella, con un nudo en la garganta-. Que los Castro sois muy cabezotas como lo fue vuestra madre que en gloria esté –su mirada se tiñó de nostalgia-. Aún recuerdo a Tristán como le costaba lidiar con ella. Pepa siempre tuvo un carácter muy fuerte –se volvió hacia Gonzalo-. El mismo que habéis heredado tu hermana y tú –la abuela se quedó mirándole unos segundos sin poder ocultar el cariño que sentía por Martín, su pequeño Martín. Quería al joven como si se tratase de su propio nieto, sangre de su sangre. Le había visto crecer durante los primeros seis años de su vida y sentía por él un gran aprecio.
Gonzalo le sonrió, agradecido por todo lo que Rosario le había dado en ese tiempo: cariño, amor y sabiduría. No podía haber sido mejor abuela para él.
Entonces se dio cuenta de que quizá ese momento fuese el último en el que estaría con ella, en mucho tiempo, y sintió una punzada de tristeza en el corazón.
Miró a las tres mujeres, a cada cual más importante. Cada una de ellas había jugado un papel importante en su vida y jamás las olvidaría.
-Gonzalo… ¿sucede algo? –le preguntó María a quien no podía ocultarle nada-. Te has quedado blanco como la cera.
-Estaba pensando que… -comenzó y se le quebró la voz. Decirlo en voz alta significaba hacerlo realidad y no quería; algo en su interior se negaba a ello. Se volvió hacia María y sacó fuerzas de ella. Por ella y Esperanza debía seguir adelante. Tomó aire y continuó-;… estaba pensando que quizá esta sea la última vez que nos veamos en mucho tiempo.
Tal como había temido, sus palabras cayeron como un jarro de agua fría sobre ellas. Incluso su esposa palideció. Ni siquiera ella había pensado en aquella despedida. Hasta el momento se había limitado a planear su huida pero no se había detenido a pensar en todo lo que dejaba atrás: sus familiares más cercanos, aquellos que siempre habían estado apoyándola; aquellos que la habían visto crecer y con quién dejaba parte de su corazón.
Había llegado el momento de la despedida y las emociones se agolpaban en ellos.
-Siempre es duro tener que decir adiós –dijo Candela de pronto-, pero… pero hay que pensar en positivo y esto no es una despedida para siempre sino un hasta pronto.
-Tiene razón, Candela –convino Gonzalo, sacando fuerzas para hablar-. Siempre ha tenido las palabras exactas para reconfortarnos. Siempre ha estado ahí como… como una madre; la madre que no llegué a conocer –el joven recordó como tiempo atrás, Candela se había convertido en su confidente; cuando él y María no podían estar juntos y Gonzalo no tenía en quien confiar sus sentimientos y sus miedos; tan solo Candela le brindó su apoyo incondicional, sin cuestionarle por su condición de sacerdote enamorado-. Jamás olvidaremos todo lo que hizo por nosotros.
La viuda de Tristán no pudo contener las lágrimas al escuchar su agradecimiento. Para ella, los hijos de su adorado Tristán, se habían convertido en su familia; porque no era la sangre la que daba ese rango sino el amor, el cariño y la comprensión; cualidades que Candela atesoraba en su persona.
-Candela –Gonzalo le cogió una mano con cariño-. ¿Cuidará de Aurora en mi ausencia, por favor? No la deje sola. Aunque ella se muestre siempre tan autosuficiente, usted la conoce bien y sabe que la necesita.
La mujer asintió con lágrimas en los ojos. No era necesario que le pidiese tal cosa. Ella siempre estaría allí para ellos.
-Por supuesto –convino a medida voz-. Eso no tienes ni que pedírmelo, Martín. Vosotros habéis sido mi mayor apoyo cuando me faltó vuestro padre. Sin tu hermana, sin ti y Rosario, no habría logrado superarlo. Sois lo que más quiero en este mundo –miró a Esperanza, a quien había dejado en brazos de Mariana-. E incluso me habéis dado una preciosa nieta. ¿Qué más puedo pedir?
El joven la abrazó cariñosamente ante la mirada de Rosario, Mariana y María, que a duras penas lograban contener las lágrimas de la emoción.
Al separarse de él, Candela sonrió, avergonzada.
-Menudo espectáculo estamos dando –declaró entre risas.
-Ningún espectáculo, Candela –María se acercó a ella-. Es el cariño que nos tenemos lo que nos hace ser sinceros –la cogió de las manos con ternura-; por eso quería decirle que le estaré eternamente agradecida por lo que hizo por nosotros y por Esperanza; le salvó la vida a mi hija, y eso es algo que jamás olvidaré. Si ahora estamos los tres juntos, en parte se lo debemos a usted –la joven se mordió el labio inferior-; usted sí que ha sido para mí una segunda madre, de verdad.
-¡Ay, criatura! –se volvió a emocionar Candela y la abrazó-. Tú también has sido para mí como una hija –se separó de ella y miró a Gonzalo-. Y os deseo la mejor de las suertes. Estoy segura que allá donde vayáis seréis felices.
Ambos asintieron en silencio, agradeciendo todo lo que les había dado. Siempre llevarían a Candela en su corazón.
En ese instante, la mirada empañada de lágrimas de María se detuvo en Mariana, que estaba sentada junto a su madre.
La joven supo que había llegado la hora de despedirse de su querida tita, de la persona que la había visto crecer lejos de los suyos.
Mariana sintió la mirada de su sobrina en ella y supo que era su momento. Se levantó con el corazón encogido y le pasó la niña a Candela para ir al encuentro de María. ¿Cómo decirle adiós a quien consideraba como a una hija? La hermana de Alfonso no se veía con fuerzas para hacerlo.
-Tita, yo… -la voz de María se quebró.
-No digas nada, cariño –la abrazó ella-. Porque no quiero despedirme de ti, de mi niña.
Su sobrina se abrazó con fuerza a ella, como cuando era pequeña y encontraba en su tía el refugio y el calor humano que necesitaba. Su corazón tembló de emoción, recordando las tardes en la cocina de la Casona, escuchando las historias de Mariana, sus regaños cuando eran necesarios; pero sobretodo, su paciencia y cariño.
-Tengo tanto que agradecerte tita –comenzó María, sin dejar de llorar-. Has hecho tanto por mí… siempre sacrificándote por mi bienestar, estando a mi lado cuando más te necesitaba, dándome consejos y manteniéndome con los pies sobre la tierra cuando el subconsciente me traicionaba –tomó aire para continuar-; sin ti a mi lado no sería la persona que soy ahora. Francisca me habría convertido en alguien a su imagen y semejanza si tú no hubieses sabido como contenerme.
-Eso no es verdad, María –la regañó Mariana con cariño-. La Montenegro jamás habría logrado envenenar tu corazón porque tienes un alma demasiado pura –le acarició el rostro con cariño-. Yo solo puse algo de sensatez para que no te descarriases demasiado; pero fuiste tú sola quien supo encontrar el camino correcto.
-No te quites méritos, tita –insistió ella-. Que más de una regañina me llevé por cabezota.
Mariana ladeó la cabeza, recordando algún momento en concreto, y sonrió.
-Sería porque te lo tenías merecido, entonces –convino.
Ambas volvieron a abrazarse.
-De alguna manera, siempre he encontrado gente en la Casona dispuesta a echarme una mano –dijo María-; primero tú y Mauricio; y en los últimos tiempos Fe.
Mariana alzó ambas cejas.
-¡Fe! –movió la cabeza al nombrar a la doncella-. ¡Menuda es Fe! No podías haber encontrado mejor aliada que ella, eso tenlo por seguro. Fe es oro molido.
-Lo sé, lo sé –repitió su sobrina, separándose de ella-. Si no fuese por su ayuda no lo hubiese logrado. No habría descubierto la verdad sobre Gonzalo –se volvió hacia él y le tomó de la mano-. Por eso… por eso me gustaría que cuando pase un tiempo, le cuentes toda la verdad. Sé que estará preocupada por mí. Me gustaría que algún día supiese que estoy viva, y feliz junto a Gonzalo y Esperanza.
Su tía asintió.
-Por supuesto, cariño –le prometió-. Se lo diré.
Con un nudo en el estómago, María dejó que Gonzalo se despidiera de Mariana.
La tía de su esposa le acarició el rostro con nostalgia.
-Quien me iba a decir a mí, cuando regañaba a aquel mocoso que me ensuciaba el piso de la cocina en la Casona, que algún día se convertiría en todo un hombre, capaz de volver de la muerte, dos veces…
-Tres –le corrigió Gonzalo, sonriendo. El resto rió por lo bajo, ante la interrupción.
-Tres –repitió Mariana con una gran sonrisa y asintiendo-… tres veces, para cumplir la promesa que le hiciste a mi sobrina, de regresar por ella. Aunque no llevemos la misma sangre, sabes que te quiero como a un sobrino y… y me alegro mucho de que seas precisamente tú, el hijo de Pepa, el esposo de mi única sobrina –Mariana suspiró con fuerza, embargada por la emoción-. ¡Si ella os viese!
-Estoy seguro que desde algún sitio lo hace, Mariana –declaró él, convencido de ello-. Recuerdo que mi madre os quería mucho. Los Castañeda os convertisteis en su familia y como a tal, os quiero yo. Siempre habéis estado ahí para nosotros, incondicionalmente. Y eso es algo que nunca olvidaré. Eso y… tus madalenas.
El llanto de Mariana se mezcló con la risa que le provocó su comentario. Ambos se abrazaron con fuerza.
-Hazme un favor, Martín –le pidió Mariana al separarse, y miró a su sobrina-. Cuídalas, cuídalas mucho. Son el mayor tesoro que tienes.
-Por supuesto que lo haré –le prometió el joven-. No lo dudes Mariana. Nunca les faltará de nada a mi lado.
El corazón de María tembló al escuchar aquella promesa. La misma promesa que Gonzalo le hizo a Emilia en su día y que había cumplido, sin duda alguna, pues junto a él había sido completamente feliz; y estaba segura de que lo serían en aquella nueva vida que iban a comenzar lejos de Puente Viejo.
Mariana volvió a acariciarle el rostro a Martín una última vez antes de hacerse a un lado para que el joven se despidiese de Rosario, quien había asistido a ambas despedidas con emoción. La buena mujer había vivido lo suficiente en su larga vida pero una despedida siempre era difícil y su gran corazón nunca llegaría a acostumbrarse a ellas.
-Ya sabéis que a mí no me gustan las despedidas –les recordó con los ojos enrojecidos-. Así que…
María no le dio tiempo a que continuase y la abrazó. Rosario le devolvió el abrazo y lloró sobre su hombro.
-¡Ay, abuela! –logró decirle la joven-. ¿Qué habría hecho yo sin usted durante todo este tiempo? Siempre tendiéndome la mano cuando más la necesitaba. Me ha enseñado todo lo que soy: a levantarme ante las adversidades y luchar contra ellas, como cuando creí haber perdido a Gonzalo. Usted me mostró que debía seguir luchando por Esperanza, porque mi hija me necesitaba. Me abrió los ojos en ese momento y no dejó que me derrumbase. Gracias por ser mi pilar en aquel momento tan duro –le tembló el labio ligeramente, sin poder contener la emoción; sin embargo, se repuso y continuó-. Me ha enseñado a saber perdonar, a vivir de verdad. Pero sobretodo me ha enseñado a… a querer a los míos y ver que son lo más importante que tengo.  ¿Qué voy a hacer sin usted ahora?
-¡Anda, anda! –trató de quitarle importancia ella-. Que tú eres muy lista, María; y te has convertido en una mujer con arrojo y valor –ladeó la cabeza y sus labios se convirtieron en una fina línea, tratando de contener la emoción y es que las palabras que le había dedicado su nieta le habían llegado a lo más profundo de su alma-. Estoy muy orgullosa de la mujer en la que te has convertido, y feliz de verte junto a mi Martín –le lanzó una mirada al joven que supo que había llegado su turno.
Gonzalo dio dos pasos hacia Rosario. Se había prometido a sí mismo no llorar ante las despedidas pero allí estaba, mostrándose como el hombre sensible y agradecido que era.
-¿Qué le puedo decir a usted, Rosario? –comenzó él, sin encontrar las palabras que expresaran sus emociones-. Desde que tengo uso de razón ha estado ahí, siendo esa abuela que nunca tuve. Me dio el cariño  y la comprensión cuando fui un niño y… cuando regresé volvió a acogerme como a un nieto, sin saber quién era.
-Desde el primer momento me recordaste a aquel pequeño que se escondía en la cocina de la Casona para que doña Francisca no le obligase a rezar el rosario –recordó la abuela de María con cariño. Le miró a los ojos-. Esa bondad que atesoras en tu corazón, Martín, te delata. Siempre serás para mí… mi pequeño Martín, a quien daba de merendar, a quien le secaba los mocos. Fue una bendición poder recuperarte después de tantos años y… y siempre te estaré agradecida porque gracias a tu vuelta, tu padre logró salir de su depresión. Le devolviste la vida.
La buena mujer le dio dos sonoros besos que él le devolvió.
-Echaré mucho de menos su chocolate con picatostes –la mujer se agarró fuerte a su mano al escucharle decir aquello-, pero sobretodo, echaré de menos sus sabios consejos, esos que me han ayudado en los momentos más difíciles –se volvió a mirar a su esposa-, sin ellos, María y yo habríamos cometido quizá la mayor equivocación de nuestras vidas cuando creímos perder a Esperanza y no sabíamos cómo encontrar consuelo –María se acercó a ellos.
-Es cierto, abuela –confirmó las palabras de él-. Gracias a usted y al abuelo Raimundo, que nos abrieron los ojos, es que encontramos el camino para salir adelante, apoyándonos mutuamente. Sin sus sabios consejos no lo habríamos logrado.
-No os quitéis mérito –declaró la mujer, orgullosa de verles juntos-. Sé que tarde o temprano el destino os habría guiado correctamente –ladeó la cabeza un poco a ambos lados-, digamos que nosotros solo os dimos un pequeño empujoncito para que fuese más pronto que tarde.
-Sea como fuere –insistió Gonzalo-, la echaremos mucho de menos. Y Esperanza también –apuntó él.
Rosario se volvió a mirar a la niña que estaba en brazos de Mariana.
En ese instante se dio cuenta de cuanto iba a echarla de menos.
-No os olvidéis de hablarle de esta vieja que tanto la quiere –les pidió-. Este tesoro nos ha devuelto la vida a muchas desde que nació. Recordad que le gusta que le canten una nana antes de irse a dormir –sus padres asintieron-, y que su muñeca preferida es Catalina, la que te trajo Mauricio y que era tuya –le indicó a María-; si le cuesta conciliar el sueño dádsela y veréis cómo enseguidita cae rendida.
-Lo tendremos en cuenta, Rosario –convino Gonzalo.
-Cuidalas, Martín –insistió ella, con lágrimas en los ojos-. A ambas. Porque son tu mayor tesoro.
-Así lo haré. No le quepa la menor duda.
María le apretó el brazo en un gesto de complicidad. Al ver el vínculo tan grande que les unía y que iba más allá de la comprensión humana, Rosario suspiró, hastiada.
-¡Maldita la Montenegro! –masculló de pronto Rosario, sin poder aguantarse-. Siempre destrozando nuestras vidas. ¡Ojalá no tuvieseis que marcharos!
-Abuela... –murmuró María, comprendiendo su desazón.
-Rosario –intervino Gonzalo con gesto serio-, le prometo que tarde o temprano volveremos. Cuando Francisca ya no pueda hacernos nada, regresaremos a Puente Viejo y entonces será para siempre.
-No se preocupe, abuela –le apoyó María-. Sabe que Gonzalo siempre cumple sus promesas.
El joven se volvió hacia ella y le sonrió agradecido.
Candela miró al exterior y comprendió que era hora de marcharse.
-Ya se nos ha hecho tarde –les informó, levantándose-. Debemos regresar al pueblo o sospecharán de nuestras idas y venidas. 
Había llegado el momento de la despedida de verdad, la de decir adiós sin saber cuándo volverían a verse. La más dura de todas.
Una a una, volvieron a desearles la mayor de las suertes antes de volver al pueblo.
Gonzalo, María y Esperanza salieron fuera de la cabaña para verlas marchar hacia el pueblo. María sostenía a su hija en brazos y apoyó la cabeza en el hombro de su esposo, tratando de contener las lágrimas.
-Espero que algún día volvamos a verlas –murmuró la joven con tristeza.
-Estoy seguro de que así será, mi vida –la tranquilizó Gonzalo, besándole la frente con dulzura.

Luego regresaron al interior de la cabaña.

CONTINUARÁ...