CAPÍTULO 17
Con la caída de la noche, la tormenta dio
una tregua y Gonzalo se acercó al río a por agua. María aprovechó la soledad de
ese instante para escribir unas líneas de despedida para Aurora. No podía
marcharse de Puente Viejo sin contarle todo lo ocurrido a su prima, aunque
fuese por carta. Jamás se lo perdonaría.
Cuando Gonzalo regresó, la joven ya había
terminado de escribirla y estaba preparando la cena para Esperanza. La niña se
tomó toda la papilla y luego se puso a jugar con su madre mientras esperaban,
con ansias, la llegada de Alfonso y Emilia, quienes les habían prometido acudir
esa noche a cenar con ellos.
La noche en el bosque se volvió oscura y el
viento comenzó a silbar meciendo las copas de los árboles con fuerza. El llanto
de los lobos se mezclaba con el ulular de los búhos llenando la noche de
sonidos inquietantes que hacían estremecer las viejas paredes de la cabaña.
Emilia y Alfonso llegaron poco después, con
la cena. Sabían que las comodidades en aquel lugar eran escasas y cualquier
ayuda era bien recibida.
La tensión se instaló entre ellos y es que
los cuatro eran conscientes de que esa iba a ser la última noche que pasarían
en familia, en mucho tiempo, y no querían que la pena les amargase la reunión.
-¿Qué tal ha ido el día, suegro? –preguntó
Gonzalo, convidándole a un vaso de vino.
-Complicado, muchacho –declaró Alfonso,
sintiendo el calor que el licor le producía en el cuerpo.
Emilia y María se encargaron de colocar la
mesa mientras les escuchaban hablar.
-Pero… -Gonzalo dejó la botella sobre la
mesa, preocupado por sus palabras-, ¿han logrado que doña Francisca se entere
de lo que pensamos hacer?
-Sí, eso sí –confirmó el padre de María,
satisfecho-. Esa bruja ya está al tanto de todo. Don Pedro pasó justo antes de
que viniésemos aquí para decirnos que la señora ha picado el anzuelo y ya está
frotándose las manos pensando que muy pronto mi hija y mi nieta caerán en sus
manos.
El marido de Emilia no pudo contener la
rabia que le provocaba la maldad de la Montenegro. La gran mayoría de las
desgracias que habían azotado a su familia se las debían a ella; de manera que
no era precisamente afecto lo que le producía la señora.
-No te sulfures, cariño –trató de calmarle
Emilia-. La tenemos donde queríamos. Ahora solo falta que mañana caiga en la
trampa y se crea que María se lanzará al río con Esperanza –se volvió hacia su
hija-. Le haremos llegar la noticia de que pensamos ir a la Puebla a ver al
médico porque me he dañado un brazo y don Anselmo hará la compra en el colmado
–el odio que la madre de María sentía por la Montenegro la llenó de golpe-. Espero
que la Montenegro lleve toda su vida sobre su conciencia vuestra supuesta
muerte. Sino… Ya me encargaré personalmente de recordárselo cada día.
Su hija le tocó el brazo con cariño, dándose
cuenta de todo cuanto había sufrido Emilia por culpa de esa mujer.
-Lo que realmente importa es que nos den por
muertas y no nos persiga –dijo la joven con serenidad mientras se sentaban en
la mesa para comenzar a cenar-. El resto… me tiene sin cuidado. No creo que sea
capaz de sentir el más mínimo atisbo de culpabilidad por ello.
-Estoy seguro de que aún nos echará a
nosotros la culpa –escupió Alfonso con rabia, aceptando el plato que le tendía
su esposa-. Dirá que tú intentaste matarla y ella solo se estaba defendiendo
–negó con la cabeza, hastiado de tanta maldad.
-Bueno… -intervino Gonzalo, queriendo calmar
los ánimos-. Lo importante es que consigamos nuestro objetivo que es marcharnos
sin que nadie sospeche la verdad –se volvió a mirar a su esposa-. Esa será
nuestra victoria sobre ella.
Los padres de María asintieron. No valía la
pena malgastar aquellos instantes pensando en aquella mala mujer.
-Conrado ya lo tiene todo listo –les informó
de pronto Emilia, comenzando a tomar el caldo caliente que había preparado. El
resto siguió su ejemplo-. Os esperará en la estación de Munia con las maletas
preparadas. Entre Rosario y Candela han recogido vuestras cosas y las de
Esperanza.
-El dinero para el viaje y para que podáis
instalaros sin problemas estará entre vuestras pertenencias –dijo Alfonso
llenando los vasos vacíos-. No es mucho lo que hemos logrado pero servirá para
que viváis una buena temporada sin preocupaciones.
-Alfonso, no tenían porque hacerlo –le
recriminó Gonzalo, sin poder dejar de agradecerles tantos desvelos-. Cuando
lleguemos a América ya buscaremos la forma de valernos por nosotros mismos.
-Es lo menos que podemos hacer por vosotros
–le cortó su suegra apoyando la iniciativa de su marido-. Comenzar una nueva
vida dejando todo atrás es difícil. Y si está en nuestras manos poder ayudaros,
lo haremos como sea.
El joven no insistió. Ya llegaría el momento
de pensar en su futuro en América cuando estuviesen allí.
Terminaron de cenar mientras Alfonso y
Emilia les ponían al día sobre las cosas del pueblo, los últimos chismes sobre
los Mirañar, y los problemas que les daba Matías, quien estaba jugando con dos
jovencitas que bebían los vientos por el muchacho y Alfonso no sabía dónde iría
a parar el asunto.
Poco después, María se puso a preparar el
café y Emilia se acercó a su hija, a quien veía pensativa.
Gonzalo y Alfonso estaban junto al fuego,
jugando con Esperanza, quien disfrutaba siendo el centro de atención de su
padre y su abuelo.
-Nada madre –le sonrió-. Solo que estaba
pensando en mañana.
-María, ¿si crees que no puedes hacerlo…?
-No madre –la cortó con determinación-.
Estoy dispuesta a ello. Estoy preparada para enfrentarme de nuevo, y por última
vez a Francisca –se lo pensó un instante antes de continuar-: le he dado
cientos de oportunidades para que cambiara. La he perdonado muchas veces… pero
ya no. Ahora sé que jamás cambiará. Que tiene el corazón de piedra y no voy a
permitir que arruine la vida de los míos.
Su madre sonrió, satisfecha y feliz de
escucharla hablar así. Durante mucho tiempo su hija había confiado en un
posible cambio en la Montenegro. Ahora sabía que la maldad estaba demasiado
arraigada en el corazón de la mujer y que nunca cambiaría.
-Lo único que siento es no verle la cara a
la Montenegro cuando vea que sus deseos se convierten en humo –dijo Gonzalo de
repente. Había escuchado a María y apoyaba su determinación.
-No te preocupes, Gonzalo –declaró Alfonso
con la manita de Esperanza entre las suyas-, ya lo haré yo por vosotros. Y
descorcharé una botella del mejor champagne para brindar por su derrota y
vuestra felicidad. Esa harpía no logrará sus propósitos. No conseguirá encerrar
a mi hija en una prisión ni… -se detuvo un instante al sentir la mirada de todos
puesta en él. Ninguno lo había dicho en voz alta pero sabían cuáles eran las
verdaderas intenciones de la Montenegro al querer detener a María. No le
importaba que la joven le hubiese disparado; no se trataba de eso. Su objetivo
desde un principio había sido otro y ahora creía que tenía la posibilidad de
conseguirlo-: … quedarse con Esperanza.
-Por supuesto que no, Alfonso –saltó Emilia,
con el corazón encogido-. Jamás permitiremos que esa mujer le ponga una mano
encima a nuestra nieta.
-Ni nosotros tampoco –habló Gonzalo con la
mirada seria-. Antes la mato con mis propias manos que dejar que mi hija caiga
en las suyas.
María se acercó a su esposo para
tranquilizarle.
Gonzalo tragó el nudo de dolor que se le
había formado en la garganta.
-Hija –la joven se volvió hacia su madre-;
cuando lleguéis a Cuba, escribid, por favor. Estaremos esperando noticias
vuestras sin falta.
-Por supuesto, madre –la tranquilizó; el
gesto de su rostro se serenó.
La esposa de Gonzalo colocó las tazas de
café, para tomar, sobre la mesa.
-Ojalá las cosas hubiesen sido de otro modo
–murmuró Alfonso-. Si no hubiésemos cometido tantos errores, ahora no nos
encontraríamos en esta situación.
-Ustedes no tienen la culpa, padre –le
rebatió María, sabiendo por dónde iban las palabras de Alfonso.
-Algo sí, hija –declaró Emilia-. Si hubiera
sido más fuerte y no te hubiese dejado en manos de Francisca… no se habría
encaprichado contigo y con la niña. No te habría abocado a aquel desafortunado
matrimonio con el de Mesia ni a todo el infierno que viviste a su lado.
-No se culpen de ello –les pidió María, a
quien le dolía verles en aquel estado-. Puede que no haya crecido a su lado,
pero han sido los mejores padres que se pueden tener. Siempre han estado ahí,
apoyándome en todo: cuando salvé a Gonzalo del garrote –el joven le cogió la
mano, cariñosamente-, cuando la señora me echó de su lado porque “había
manchado su apellido con mis actos”. Para mí sí han sido unos padres ejemplares;
los mejores. Me han dado cariño y comprensión y eso es lo importante, lo que
cuenta; y no los lujos y las apariencias. El supuesto cariño de la señora fue
solo un espejismo; sin embargo, el suyo es de verdad, el que nace de lo
profundo del ser y que perdona todo.
-Siempre serás nuestra pequeña –murmuró su
madre, acariciándole el rostro-. Y estamos muy orgullosos de ti, cariño.
Al separarse, Emilia vio las lágrimas en los
ojos de su hija y se las secó con la yema de los dedos, con cariño.
María se volvió un momento hacia su padre y
al ver a Esperanza, sonrió débilmente.
-Ahora entiendo lo que significa ser padres
–murmuró con emoción-. Y de lo que somos capaces de hacer por un hijo. La vida
daría por ella.
-Así es –corroboró Alfonso-. Un hijo es el
mayor tesoro que puedes tener. Y hay que cuidarlo –se volvió hacia su yerno-.
Sé que no es necesario que te lo diga Gonzalo, pero… cuídalas, mímalas y
sobretodo, ámalas, porque son lo mejor que te puede haber pasado en la vida
–miró a Emilia con infinito amor, como si le hablase a ella directamente-; pues
cada día que te levantas y la ves ahí, a tu vera, das gracias porque el destino
la haya puesto en tu camino para que sea tu compañera en este tortuoso viaje
que es la vida.
Su esposa ladeó la cabeza y le alargó la
mano para agradecerle las palabras de cariño. Llevaban muchos años de
matrimonio y a pesar de las trabas que les había puesto la vida, seguían
queriéndose como el primer día, o incluso más. María les observó en silencio,
orgullosa de ellos. Sus padres eran el mejor ejemplo a seguir, y así trataría
de hacerlo, para que Gonzalo y ella fuesen felices tantos o más años como
ellos.
-No le quepa la menor duda de que así lo
haré, suegro –convino Gonzalo-. No habrá ni un solo día que no las llene de
dicha. Dedicaré mi vida a hacerlas felices –su mirada se clavó en su esposa-; y
sino cumplo mi promesa arderé en el infierno.
Alfonso asintió con un amago de sonrisa.
Conocía a su yerno y estaba orgulloso de él. Siempre le estaría agradecido por
haber defendido y apoyado a María cuando él no podía hacerlo. Sabía que su hija
sería feliz a su lado y que nunca le faltaría de nada.
Poco después de terminarse el café, los
padres de María tuvieron que despedirse de ellos, pues no querían levantar
sospechas. El abuelo Raimundo se había quedado con Matías que era el único que
no estaba al tanto de lo que ocurría, pero tampoco querían pasar mucho tiempo
fuera y que el muchacho comenzase a hacer preguntas embarazosas. María, sin que
ninguno se diese cuenta, le entregó a su padre una carta para Aurora, para que
se la diese cuando estuvieran lejos y comprendiera lo ocurrido.
Emilia y Alfonso se despidieron de Gonzalo,
deseándole lo mejor; besaron a su nieta, con lágrimas en los ojos, tristes
porque sabían que no la verían crecer… pero a la vez contentos porque estaría
junto a sus padres quienes la colmarían de felicidad.
-Mañana nos vemos, padres –les dijo María
tras darles un fuerte abrazo.
-No te preocupes, cariño –corroboró Emilia,
acariciándole la mejilla-. Allí estaremos para… para despedirte.
Los tres se abrazaron con fuerza mientras
Gonzalo que sostenía a Esperanza en brazos, los observaba con cierta tristeza.
-Te queremos –le susurró Alfonso a su hija
antes de separarse de ella-. Te queremos mucho, mi amor.
-Y yo a ustedes, padre –murmuró ella con un
nudo de lágrimas en la garganta.
La despedida se hizo dolorosa. No era fácil
dejarles marchar, pero sabían que era la única solución posible para que fuesen
libres.
En cuanto Emilia y Alfonso salieron de la
cabaña, Gonzalo abrazó a su esposa para tratar de animarla. La joven se dejó
mecer y arropar por su abrazo. Cerró los ojos unos instantes, dejando que la
pena por decirles adiós a sus padres, la embargase de lleno. Era mejor sentir
aquel dolor por todo su ser, desgarrándole el alma que dejar que se enquistara
y no la dejara continuar con su vida. Las despedidas siempre eran dolorosas
pero formaban parte de vida y había que aceptarlas. Además, ésta no era un
hasta siempre, y eso al menos la reconfortaba.
Gonzalo la acunó unos segundos, dejando que
las lágrimas bañaran su rostro.
Su esposo le acarició la cabeza.
-Mi vida, no tienes que disculparte por
nada. Es comprensible que te sientas así. No es fácil… y lo sé. Y aquí estoy yo
para lo que necesites.
María asintió con más lágrimas en los ojos y
escondió de nuevo el rostro entre los brazos de Gonzalo. Solo en él encontraría
la paz que necesitaba y en su hija la fuerza para sacar adelante su plan. Observó
a Esperanza que tenía su carita a unos centímetros de la suya y la contemplaba
sin comprender lo que sucedía. No podía dejar que su hija la viese en ese
estado. La joven se separó y controló el llanto, a la vez que alargaba los
brazos para que la niña fuese con ella. Ese fue su mayor bálsamo. Sus ojos
pasaron de Gonzalo a Esperanza y comprendió que no debía estar triste. Tenía a
sus dos amores junto a ella, algo que días atrás le hubiese parecido
impensable.
Decían que cuando una puerta se cierra,
siempre hay una ventana que se abre; y allí estaba aquella ventana abierta,
irradiando de luz su camino. Gonzalo y Esperanza; su esposo y su hija. Sus dos
pilares principales.
CONTINUARÁ...
CONTINUARÁ...