miércoles, 31 de diciembre de 2014

CAPÍTULO 20 
María se disculpó con Candela y su abuela al llegar al Jaral. Esa noche no se encontraba muy bien y prefería darle la cena a Esperanza y después irse a dormir, directamente.
Gonzalo todavía no había vuelto de faenar y le esperaría en el cuarto. Por más que Rosario insistió en que tomase algo de cena, su nieta rehusó hacerlo. En ese momento no tenía cuerpo para tomarse nada.

-¿Quieres que llamemos al doctor Mendizabal? –le sugirió Candela, preocupada por la palidez de su rostro.
-No es necesario, Candela –quiso tranquilizar a la buena mujer-. Habré cogido algo de frío durante el paseo, será eso. Tan solo necesito descansar. Mañana seguro que estaré como nueva.
-Al menos deja que te lleve un vaso de leche caliente con miel –insistió Rosario; que ya tenía la mesa puesta para la cena-. Te templará el cuerpo.
-Más tarde, abuela –contestó María, que solo tenía ganas de meterse en el cuarto-. Voy a acostar a Esperanza y luego le pido a Matilde que me lo suba –posó su mano sobre el brazo de su abuela-. No se preocupen y cenen tranquilas.
-¿Y qué hacemos, esperamos a Gonzalo y a Tristán para cenar? –insistió la abuela, quien veía como la cena se le iba a enfriar-. Ya deberían estar aquí.
-Se habrá retrasado el cargamento que estaban esperando –le disculpó su esposa, sin darle mayor importancia-. Guárde un plato y luego se lo calienta. Ya sabe que a mi tío Tristán le gusta que esté bien caliente. Me disculparan con ellos, ¿verdad?
La joven se despidió de ambas mujeres y acudió a la cocina donde le pidió a Matilde, la doncella, que le calentase el biberón para la niña y que luego le preparase el baño a ella, en su alcoba. La doncella obedeció al instante.
Minutos después, María subió con Esperanza al cuarto de la niña.
A pesar de hallarse ya en casa, segura con los suyos, la joven seguía sintiendo aquella desazón que le producía escalofríos por todo el cuerpo. No podía apartar de su mente aquella mirada extraña, aquellos ojos pidiéndole que no le delatase. ¿Pero, por qué? ¿Qué hacía el Anarquista oculto en aquella zona del bosque? ¿Les estaba siguiendo a ellas o había sido pura casualidad encontrarle allí?
Miró a su hija y el hielo que había envuelto su alma se fue derritiendo. Esperanza estaba bien, y eso era lo único importante. Por un instante pensó que algo malo iba a sucederle a la niña… sin embargo, aquel enmascarado las había dejado marchar sin mayores consecuencias.
Esperanza se tomó el biberón completo, tumbada sobre su cuna y ajena a todo lo sucedido. Para ella había sido una tarde de paseo por el campo, al aire libre y sin sobresaltos. Apenas le quedaba un dedo de leche cuando cayó dormida. María la observó unos segundos.
-Dulces sueños, mi bien –le susurró dándole un beso en su suave mejilla.
Dejó la puerta medio abierta y entró en su alcoba, donde se encontró el baño ya preparado. Suspiró, soltando la tensión acumulada hasta entonces.
Se despojó de la ropa y se metió en la bañera, dejando que la calidez del agua inundase su cuerpo. Necesitaba quitarse aquel frío que recorría su interior. El frío del miedo. Cerró los ojos, queriendo alejar de su mente lo vivido esa tarde. Sin embargo, la imagen de aquel hombre oculto entre los arbustos se empeñaba en salir a la superficie de sus pensamientos. Otro escalofrío.
De repente la puerta del cuarto se abrió y María abrió los ojos, espantada. Al ver a Gonzalo, suspiró aliviada.
-Buenas noches, mi amor –le saludó él. Llevaba la ropa de trabajar el campo y a la vista estaba de necesitar también un baño-. Siento el retraso. ¿Te encuentras bien? Candela me ha dicho que no has querido cenar y que estabas muy rara.
Se acercó a ella y se agachó para darle un suave beso sobre los labios. Un beso que calmó su miedo, manteniéndolo a raya. La presencia de su esposo era lo único que necesitaba para devolverle la seguridad. Gonzalo era su apoyo.
-No es nada –murmuró, más tranquila-. Ya les he dicho que debo de haber cogido algo de frío esta tarde pero seguro que mañana estoy como nueva.
Gonzalo fue hasta el armario y buscó ropa limpia que ponerse.
-¿Vas a bañarte luego? –le preguntó ella.
-Sí –respondió él-. Pero tranquila, que no me corre prisa.
Sin embargo María quiso terminar ya con el baño.
-¿Puedes pasarme la toalla esa de ahí, por favor? –le pidió señalando la cama, donde habían un par de toallas limpias.
Gonzalo cogió una de ellas, la más grande y regresó junto a la bañera. María se levantó, dejando que el agua gotease dentro de la bañera; se envolvió en la toalla y salió de allí ayudada por su esposo, quien acarició sus brazos desnudos una vez estuvo fuera. Gonzalo la miró unos instantes y ella enrojeció levemente.
-¿Qué pasa? –se atrevió a preguntarle.
 -Nada –respondió él con voz suave, sin apartar la mirada. Una mirada llena de amor-. Que cada día estas más hermosa, mi amor.
Sus palabras inundaron de calidez su cuerpo. En ese instante solo quería que Gonzalo la abrazase con fuerza, sentir su calor. Su protección. Sin pensárselo dos veces, tomó la iniciativa y le abrazó, sin importarle que sus ropas estuviesen manchadas de tierra y ensuciasen la toalla. La joven aspiró levemente el olor de su piel.
En un primer momento, aquel gesto tomó por sorpresa a Gonzalo, quien enseguida se dejó llevar y la envolvió entre sus brazos.
-¿De verdad estás bien, María? –le susurró al oído, mientras ella apoyaba la cabeza sobre su cuello-. Me estás preocupando. ¿Te ha ocurrido algo?

Se separó lentamente de él y tragó saliva.
-Estoy bien. Solo necesitaba un abrazo.
Gonzalo sonrió.
-Si es solo eso puedes abrazarme cuanto quieras.
Con el ánimo más calmado, la joven le besó en los labios, suavemente. Gonzalo le rodeó la cadera con sus manos.
-¿Te he dicho alguna vez que te quiero? –le preguntó ella, apoyando su frente en la de él.
Su esposo pareció pensárselo.
-Ummmm… puede –respondió con ambigüedad, haciéndose el interesante. Le acarició la mejilla, todavía mojada por el agua-. Pero me gusta escuchártelo decir.
-Te quiero –repitió María, sintiendo que esas palabras la llenaban de vida.
-Y yo a ti, mi vida –le confesó Gonzalo, antes de volver a besarla-. Pero ahora tengo que bañarme… a no ser que quieras volver meterte conmigo.
Por un momento, María dudó. Pero finalmente decidió no hacerlo.
-Otro día –le dijo.
Mientras Gonzalo se quitaba la ropa para bañarse, María se cambió tras el biombo colocándose el camisón.
-Y tú, ¿dónde has estado hasta ahora? –le preguntó ella, queriendo mantener la mente ocupada en otros asuntos.
-Estuve con mi padre en las tierras que lindan con las de la Montenegro, esperando el cargamento de abono que llegaba hoy –explicó Gonzalo, enjabonándose el cuerpo-. Luego, como aún era pronto nos acercamos hasta la casa de comidas para tomar un chato con tu padre.
-¿Y cómo están? –María salió del biombo y se sentó en la cama-. Hace un par de días que no les he visto y eso que hoy he estado en la plaza; pero con Isabel allí no era el momento de entrar a saludar.
-Pues andan ocupados con las ideas de tu padre. Se le ha metido, entre ceja y ceja, que quiere cultivar viñas, y a tu madre no le parece bien. Cree que no es un negocio próspero y que solo les traerá dolores de cabeza. Al final les hemos dejado allí, discutiendo por el asunto.
-Nada grave, espero –dijo la joven, preocupada.
-Ya sabes que no. Tus padres saben cómo solventar estos pequeños desacuerdos –Gonzalo salió de la bañera y María le tendió la otra toalla.
Por un instante se quedó mirando el cuerpo desnudo de su esposo y una oleada de calor le inundó el pecho, sonrosándole las mejillas. Llevaban cerca de un año de casados; yacían juntos cada noche y sin embargo, contemplar su desnudez le seguía avergonzando.
Ajeno a ese sentir, Gonzalo se secó y se puso el pantalón del pijama.
-¿Y a ti que tal te ha ido con Isabel? –se acuclilló ante María, que seguía sentada sobre la cama-. ¿Has logrado que te contase algo?
Su esposa tragó saliva. Recordar el paseo con Isabel le trajo de nuevo a la memoria la presencia del Anarquista.
Gonzalo le cogió las manos y se asustó al percibirlas heladas.
-¿Estás bien, mi amor? Tienes las manos heladas.
-Sí, es solo que tengo frío –mintió María. No podía contarle lo ocurrido. Por alguna extraña razón, no se atrevía a decirle que el enmascarado había estado espiándolas.
-Métete en la cama –le pidió Gonzalo, ayudándola a levantarse-. Voy a traerte un vaso de leche caliente que de seguro te sentará bien.
María obedeció. Se metió en la cama y esperó que su esposo regresase.
Sus pensamientos volaron a esa tarde. Se sentía mal por no decirle a Gonzalo la verdad. Algo se lo impedía. ¿Pero el qué? Decirle que el Anarquista las había estado espiando en silencio no serviría de nada; sino todo lo contrario, le pondría sobre alerta y se preocuparía por algo que ya no tenía remedio. No. No podía decírselo.
Poco después él regresó llevando una bandeja con el tazón de leche caliente y unas pastas. Lo dejó sobre la mesita.
-Esto te vendrá bien.
Gonzalo le pasó el vaso y María se lo tomó sin rechistar. El líquido caliente reconfortó su cuerpo al instante. Sin embargo era su espíritu el que andaba gélido. Y ese era más complicado reconfortarlo.
Después de dejar la bandeja en otra mesa, Gonzalo se metió en la cama con ella. Su esposa se abrazó rápidamente a él. Solo su contacto conseguía sosegarla.
-Bueno, vas a contarme de una vez cómo te ha ido con Isabel –insistió él, acariciándole brazos.
-Pues… no he podido sacar mucho en claro –respondió María, entrelazando su mano con la de Gonzalo-. No estoy segura de que viese algo, la verdad. Lo único que me dijo es que está muy enamorada de Bosco.
María se mordió el labio inferior. ¿Por qué no le contaba sus sospechas? ¿Por qué no le decía que estaba segura que Isabel conocía la relación entre Bosco e Inés? ¿A qué venía la falta de confianza con Gonzalo cuando siempre lo hablaban todo?
Algo en su interior le pedía a gritos que guardase ese secreto.
-Igual te confundiste –continuó él, jugueteando con los dedos de María-. Posiblemente Isabel no llegara a ver nada en la cocina.
María no respondió.
-Lo que no te conté es que, Isabel, durante la fiesta me dijo que doña Francisca había ido a la capital a pasar las Navidades y de paso a hacer negocios con el arquitecto Ricardo Altamira.
La joven sintió como el cuerpo de Gonzalo se tensaba bajo el suyo al escuchar aquel nombre que tan malos recuerdos le traía.
-¿Estás segura que dijo eso? –quiso confirmar su esposo.
-Sí, porque le recordaba como el arquitecto de las obras del ferrocarril.
Gonzalo se quedó callado un instante.
-Entonces estábamos en lo cierto –repuso con seriedad-. La señora se encontró con el arquitecto poco después de mi visita. ¡Qué casualidad que luego cambiase el proyecto!
María posó la mano sobre el pecho de Gonzalo para tranquilizarle.
-Eso parece, Gonzalo. Pero no podemos hacer nada. No hay manera de demostrar que tengan algo que ver. Los negocios de la señora con el arquitecto pueden ser cualquier otra cosa.
-Nosotros sabemos que no –le cortó su esposo con seguridad-. La mano de esa víbora está detrás del cambio del trazado de las vías.
María se encontraba demasiado cansada para rebatirle. Era de la misma opinión que Gonzalo. Todo indicaba que la Montenegro había hecho tratos con aquel arquitecto. El problema era cómo demostrarlo. Desafortunadamente parecía que no había manera de hacerlo.
La joven se apartó un poco de Gonzalo y alzó la mirada hacia él.
-¿Por qué no dejamos este asunto para mañana, mi amor? –le pidió ella-. Seguro que lo vemos de otro modo.
Gonzalo accedió. Él también estaba cansado y tan solo quería cerrar los ojos y dormir abrazado a María.
La besó suavemente en los labios, dándole las buenas noches y apagó la luz. El cuarto se sumió en una penumbra donde la única claridad provenía del reflejo de la luna llena, que brillaba esa noche sobre el firmamento.
 CONTINUARÁ...


lunes, 29 de diciembre de 2014

CAPÍTULO 19 
Durante varios días, la incursión del llamado Anarquista en las obras del ferrocarril tratando de sublevar a los trabajadores fue el tema de conversación favorito de los habitantes de Puente Viejo.
Las gentes tenían miedo de lo que pudiese ocurrir por culpa de la insensatez de ese individuo, que se había empeñado en poner patas arriba la tranquilidad del pueblo. De momento había conseguido justo lo contrario a sus propósitos, empeorar las condiciones de trabajo de los contratados para las obras del ferrocarril. Las horas habían aumentado y el salario continuaba siendo el mismo. Eso sin añadir la precariedad con la que trabajaban, sin ninguna clase de protección.
Por su parte, Gonzalo y María continuaban con los quehaceres de la casa de aguas, esperando noticias de Conrado, quien andaba enfrascado en unas negociaciones de las cuales no quería avanzar nada.
Tal como tenía pensado, María envió una misiva a Isabel Ramírez, citándola la tarde siguiente en la plaza del pueblo con la excusa de recordar viejos tiempos; aunque su verdadera intención era averiguar hasta qué punto la joven estaba al tanto de la relación entre Bosco e Inés.
María no estaba segura de que la nieta del gobernador fuese a acudir. Posiblemente, doña Francisca o el mismo Bosco la habían puesto al tanto de la mala relación que existía entre ambas familias, y la joven rechazara la invitación.
Sin embargo, la respuesta llegó al día siguiente, asegurándole que acudiría a la cita, encantada.
Esa tarde, Gonzalo se despidió de su esposa marchando a trabajar a las tierras junto a Tristán. Les llegaba un camión con el abono y quería estar presente, como era su costumbre, pues a pesar de que el balneario le quitaba gran parte del tiempo, tampoco quería descuidar la finca y siempre que tenía oportunidad ayudaba a su padre en las tareas más arduas.
María le dijo que se llevaba a la niña con ellas de paseo y a su esposo le pareció buena idea.
Cuando María llegó a la plaza, Isabel la esperaba junto a la fuente. Ambas se saludaron con un beso en la mejilla.
-¡Qué alegría volver a verte, María! –le confesó con su natural alegría-. Te confieso que desde que estoy en Puente Viejo, las tardes se me hacen un poco largas, si no está Bosco para acompañarme.
María asintió, comprendiendo lo que quería decir. A ella le pasaba lo mismo cuando tenía la tarde libre y no le tocaba ir a la casa de aguas. En esos ratos de descanso echaba de menos la compañía de Gonzalo; aunque no podía quejarse, ya que su esposo trataba por todos los medios de tener libres las mismas horas que ella y así pasarlas juntos y disfrutar de Esperanza como la familia que eran.
Isabel se acercó a mirar a la niña, que iba en su carrito de paseo, con los ojos bien abiertos.
-¡Qué preciosa que está! –dijo, acariciándole la carita-. ¿Cuánto tiempo tiene?
-Un año y cuatro meses –le informó María-. Pero crece muy rápido.
-Estaréis muy contentos, tú esposo y tú –continuó la nieta del gobernador-. Siendo tan jóvenes y con esta ricura.
-Esperanza nos ha llenado de dicha a Gonzalo y a mí –le confesó María, orgullosa de la preciosa familia que tenía. Miró a su alrededor y tuvo una idea-. ¿Qué te parece si vamos a pasear por la ribera del río? En esta época del año es cuando más se disfruta del paisaje.
A Isabel le pareció buena idea y ambas se encaminaron hacia las afueras del pueblo, siguiendo la senda del molino viejo.
Por el camino, las dos amigas no dejaron de recordar los viejos momentos vividos cuando eran pequeñas y María viajaba a la capital junto a la Montenegro. En aquellas ocasiones se instalaban en casa del gobernador para que las niñas pudiesen compartir sus horas de juego.  María apenas recordaba algunos de esos momentos como ráfagas de humo, pero le siguió la corriente a Isabel, quien parecía tener aquellos recuerdos muy recientes.
El verano se había instalado por completo en la sierra y las flores llenaban de color y de aromas el campo mientras los árboles se copaban de frondosas hojas que cubrían las ramas más altas impidiendo, en algunos lugares, que la luz del sol llegase al suelo.
El agua del río se escuchaba danzar a su paso por el bosque, siguiendo su serpenteante cauce.
-¿Te parece bien que nos detengamos aquí? –le sugirió María, al llegar a un claro, donde el terreno era más liso-. Es hora de darle la merienda a Esperanza.
-Por supuesto –le concedió Isabel, mirando a su alrededor.
María lo llevaba todo preparado. Entre las dos, colocaron un mantel en el suelo para sentarse y cogió a la niña quien empezaba a hacer pucheros, señal inequívoca de que tenía hambre.
Mientras María le daba su papilla de frutas, Isabel sacó un par de dulces de la bolsa, tal como le había indicado María. Luego se la quedó mirando, pensativa.
-¿Puedo preguntarte algo? –inquirió de pronto, antes de darle un pequeño mordisco a su dulce.
La esposa de Gonzalo se volvió hacia ella, dejando la cuchara en el aire un segundo.
-Dime –le concedió, retomando la merienda.
-No pienses que soy una chismosa de esas –comenzó la nieta del gobernador, bajando la voz-. Pero… ¿es cierto que tu esposo fue cura?
María asintió, lentamente.
-Sí –le confirmó. Esperanza abrió la boca y comió otra cucharada-. Pero de eso ya hace tiempo. Gonzalo colgó los hábitos al darse cuenta de que ese no era su camino y que había otras formas de servir a Dios.
-¿Junto a una mujer? –insistió Isabel. Sus ojos brillaron con una pizca de picardía. La inocencia habitual que solía mostrar se esfumó de golpe.
-Sí –volvió a repetir María-. Junto a mí. La vida, a veces, es así de caprichosa, nos marca unas pautas para luego tener que dar marcha atrás. En nuestro caso hemos luchado mucho por poder estar juntos y vivir nuestro amor en libertad.
-No me malinterpretes –se apresuró a decir Isabel, al darse cuenta de que el tema molestaba a María-. Me parece muy valiente por vuestra parte luchar por lo que sentís.
María se calmó un poco, con esas palabras.
-Pero tengo entendido que antes estuviste casada con el hijo del de Mesía –volvió a insistir. Se había terminado ya su pastel y se limpió los restos con su pañuelo bordado.
Al escuchar aquel nombre, algo en el interior de María se revolvió. Un fantasma negro que quería seguir manteniendo en el olvido. Aquel apellido solo le traía malos recuerdos.
Tragó saliva antes de contestar.
-Así es –confesó con toda la naturalidad posible-. Pero es algo del pasado. Un error que cometí y que afortunadamente pude solventar. Gonzalo es el amor de mi vida y ahora estamos juntos. Juntos para siempre. Supongo que es algo que comprenderás muy bien, ¿no? Me refiero al amor verdadero.
María percibió un leve cambio en el rostro de Isabel.
-¿A qué te refieres? – la joven se puso a la defensiva.
-A que ahora que estás comprometida con Bosco sabes lo que quiero decir al hablar del amor verdadero. Ese que es incondicional, que te hace temblar al escuchar su voz. Ese amor que te hace sentir que darías la vida por el ser amado, con los ojos cerrados, porque sin él no vale la pena vivirla –expuso María mientras le daba la última cucharada de la merienda a Esperanza-. Supongo que es eso lo que sentís Bosco y tú.
Isabel apretó los labios casi imperceptiblemente y enseguida disimuló la tensión con una encantadora sonrisa.
-Por supuesto –confirmó, cogiendo la mano de Esperanza, tratando de parecer lo más natural posible-. Si no fuese así no le habría aceptado.
De pronto, a María le pareció escuchar el crujir de una rama seca. Se volvió hacia los arbustos que permanecían tras ellas, a unos veinte metros de distancia.
-¿Ocurre algo? –inquirió la nieta del gobernador.
-No, nada –dijo finalmente-. Me había parecido escuchar algo, pero será algún conejo. En esta época es muy habitual verles por aquí.
La joven se volvió de nuevo hacia Isabel, retomando la conversación.
-Yo cometí un grave error con mi primer matrimonio pues no estaba enamorada –declaró María, recogiendo los restos de la merienda de Esperanza-. El matrimonio sin amor es lo peor que le puede pasar a una mujer. Claro, eso y… estar enamorada de alguien que no te corresponda. En mi caso, afortunadamente no es así. Gonzalo y yo nos queremos como el primer día. Sin embargo, si hay algo que no le perdonaría nunca es la traición.
Isabel ladeó la cabeza mientras María comenzaba a tomarse su dulce.
-¿La traición? –repitió.
-Sí. Que me engañase con otra mujer –María era consciente de que había ido lejos en su interrogatorio, pero debía continuar-. ¿Acaso tú lo harías? Perdonar una traición de ese calibre, digo.
Volvió a escucharse el ruido de las hojas. María comenzó a incomodarse. No sabía bien por qué, pero se sentía como observada. Sin embargo allí solo estaban ella e Isabel, quien parecía no darse cuenta de nada.

-Depende de las circunstancias –dijo la nieta del gobernador, cogiendo a Esperanza al brazo mientras María terminaba su parte de la merienda-. Las mujeres de nuestro nivel social hemos sido educadas para afrontar el matrimonio sabiendo cual es nuestro lugar. Lo cierto es que no me haría ninguna gracia que mi esposo me engañase con una doncella, pero una señora nunca se rebajaría al nivel de una buscafortunas.
Ambas se levantaron y María recogió el mantel mientras Isabel sostenía a la niña.
-¿Una doncella? –apostilló María, tomando a Esperanza del brazo de Isabel-. Yo no he hablado de doncellas. Hablaba de mujeres en general.
La nieta de don Federico se dio cuenta demasiado tarde de su error y trató de enmendarlo. Pero María ya sabía lo que necesitaba saber.
-Si he dicho doncellas es porque es lo más habitual en nuestra sociedad –se defendió ella, manteniendo la calma-. ¿Qué hombre de nuestro círculo no ha buscado nunca el calor de una doncella? Son pocos quienes no se dejan enredar por sus faldas. Si todos esos que han cometido adulterio con una de sus criadas tuviesen que separarse, España entera estaría llena de parejas rotas.
-¿Entonces tú le perdonarías algo así? –la esposa de Gonzalo volvió a meter a Esperanza en su carrito, para retomar el paseo.
-¿Por qué no? –respondió Isabel, con indiferencia-. Estoy segura que ese “desliz” no significaría nada para él. Hay que ser muy ilusa por parte de esas cazafortunas para pensar que un hombre de otro estatus social va a tomarlas enserio. Para ellos son solo simple divertimento.
María iba a preguntarle dónde quedaba en ese caso la dignidad de la esposa, pero se calló al volver a escuchar otra vez aquel ruido.
Se volvió de nuevo hacia los arbustos y entonces lo vio. El corazón se le detuvo unos segundos y todo comenzó a dar vueltas a su alrededor. Allí, oculto entre la maleza distinguió la mirada de alguien que las observaba atentamente.
 No estaban solas. 
María se quedó pálida y sin saber qué hacer. ¿Quién estaba allí y por qué las observaba? ¿Habría alguien más espiándolas o estaba solo aquel intruso? ¿Las atacaría? ¿A qué esperaba para hacerlo? Rápidamente su pensamiento voló hacia su hija. Debía ponerla a salvo cuanto antes. No podía permitir que le pasase nada. A Esperanza no.
Tantas preguntas sin respuesta, que la joven no supo reaccionar. Aquel extraño espía se dio cuenta de que había sido descubierto y salió un poco de su escondite, dejándose ver al fin.
Llevaba el rostro oculto tras un pañuelo y un sombrero cubría su cabeza dejando solo descubierta una fina línea a la altura de los ojos. María le reconoció al instante.
Se trataba del Anarquista. El hombre más buscado de la comarca.
Estaba a punto de gritar cuando el encapuchado hizo algo totalmente inusual. Se llevó un dedo a los labios pidiendo que no dijese nada y luego volvió a esconderse entre los arbustos.
Aquel simple gesto logró hacerla reaccionar al fin, pensando con claridad lo que debía de hacer.
Se volvió hacia Isabel, quien no se había dado cuenta de lo ocurrido y seguía haciéndole carantoñas a Esperanza.
-Creo que ya es hora de volver –dijo María, tratando de disimular los nervios. Quería salir de aquel paraje cuanto antes y poner a su hija a salvo.
-¿Tan pronto? –se extrañó Isabel-. La tarde aún es larga.
-Sí, pero Gonzalo llegará de un momento a otro a casa y le gusta que estemos allí, esperándole.
La prometida de Bosco se encogió de hombros, aceptando.
Sin volver la vista atrás ni una sola vez, retornaron por el mismo camino, de vuelta al pueblo.
Los primeros pasos fueron los más difíciles. María los contaba en silencio. Uno, dos, tres… esperando que en cualquier momento aquel hombre les saliese al paso, interceptándolas. Algo que afortunadamente, no ocurrió.
Poco a poco, los latidos de su corazón fueron acompasándose de nuevo. Sin embargo, el miedo que había sentido continuaba latente.
Solo un pensamiento comenzó a abrirse paso a través de su angustia; algo que no entendía y que la llenaba de zozobra.
¿Por qué el Anarquista no las había atacado?  ¿Por qué las había dejado ir?

CONTINUARÁ...


sábado, 27 de diciembre de 2014

CAPÍTULO 18 
María se encontraba en un estado de duermevela cuando percibió movimiento al otro lado de la cama. Se dio la vuelta y alargó el brazo para sentir a su esposo junto a ella. Sin embargo, solo notó la tibieza de las sábanas aun calientes, pues Gonzalo estaba sentado sobre la cama, poniéndose una camisa, y a punto de levantarse.  Al darse cuenta de que la había despertado, se volvió hacia ella y le dio un suave beso en los labios.
-¿Qué hora es? –murmuró María, sin poder abrir los ojos.
-Todavía es temprano, mi vida –Gonzalo le recolocó un mechón del pelo tras la oreja, con cariño y miró hacia la ventana. La oscuridad de la noche se adivinaba a través del cristal-. No ha salido el sol. Vuelve a dormirte que vengo enseguida. Esperanza se ha despertado. Voy a darle el biberón y regreso contigo –volvió a besarla antes de salir del cuarto.
María apenas escuchó sus palabras porque se había quedado dormida de nuevo.
Dos horas después, ambos bajaron a desayunar al salón. Candela y Tristán estaban en la mesa terminándose el café.
-Buenos días muchachos –les saludó Candela secándose con la servilleta-. Hoy se os han pegado las sábanas.
-Un poco Candela –declaró María, tomando asiento. Gonzalo se sentó a su lado, como de costumbre, después de apartar la silla para que su esposa tomase asiento-. Anoche volvimos tarde de la pedida de mano de Isabel Ramírez.
Candela asintió.
-Es cierto, ya ni me acordaba. ¿Y qué tal fue la fiesta?
-¡Qué pregunta, cariño! –le contestó Tristán con sarcasmo mientras se terminaba el zumo-. Las fiestas de mi querida madre son de tirar la casa por la ventana. No escatima ni un céntimo, y mucho más tratándose de alguien ajeno a la familia. Para ellos siempre lo mejor –se volvió hacia su hijo-. ¿O acaso no fue así?
-No se equivoca padre –intervino Gonzalo, sirviéndole una taza de café a su esposa, primero y luego llenando la suya con el aromático café-. Estaba invitada media comarca. Los alcaldes de los pueblos vecinos, los civiles y varias familias adineradas de la capital. Lo que se dice una fiesta por todo lo alto.
-¿Ves, Candela?  –sonrió Tristán-. ¡Cómo si no la conociese!
Su esposa le devolvió la sonrisa. Aunque Tristán pareciese tomárselo con ironía, en el fondo le dolía aquella actitud de la mujer que le había dado la vida.
-Lo cierto es que todo le estaba saliendo a pedir de boca hasta que apareció el hombre ese, el enmascarado –intervino María, cogiendo uno de los pestiños.
Candela palideció.
-¿El enmascarado de la iglesia? –inquirió, sorprendida-. Espera un momento. ¿Cómo es eso de que apareció en la fiesta?
-Como lo oye, Candela –continuó Gonzalo, tras tomar un sorbo de café-. Justo cuando los novios acababan de comprometerse apareció ese hombre, en lo alto de la escalera y amenazó a los caciques abiertamente.
Candela se santiguó, sin poder creérselo.
-¿Y lo cogieron? –preguntó Tristán, frunciendo el ceño-. ¿No hizo daño a nadie, verdad?
-No se preocupe tío que nadie salió herido –se apresuró a tranquilizarle María; y al ver el semblante pálido de Candela, supo que estaba pensando en su sobrina-. E Inés está bien –se apresuró a tranquilizarla-. Precisamente estábamos juntas en ese momento. Lo cierto es que no es nada agradable recordarlo, pero afortunadamente solo se dedicó a soltar amenazas para luego desaparecer.
-¿Entonces no lo cogieron? –insistió la confitera, sin dar crédito a lo que escuchaba-. Toda la casa llena de civiles y no son capaces de capturar a ese delincuente.
Tristán posó una mano sobre la de ella para infundirle ánimos.
-Cuando Mauricio y los otros quisieron ir tras él, las luces de la Casona se apagaron de golpe –explicó Gonzalo, cortando una manzana en rodajas pequeñas-. Lo tenía muy bien planeado, la verdad.
Candela miró el reloj que había sobre la chimenea y se dio cuenta de que se le hacía tarde.
-Mirad que hora es, y yo sin abrir la confitería –se levantó se golpe-. Y todavía tengo que poner la masa a hornear. Nos vemos a la hora de comer.
-¿Te acompaño? –se ofreció Tristán, quien hizo ademán de levantarse, pero ella se lo impidió.
-No es necesario –respondió-. Tienes un montón de trabajo atrasado en la finca así que mejor adelantas aquí.
Su esposo asintió. Se despidieron con un beso y Candela marchó hacia el pueblo.
Minutos después era Tristán el que abandonaba el salón para ir a cambiarse y ponerse la ropa de montar. Esa mañana debía supervisar la llegada de los nuevos ejemplares de caballos que había adquirido.
Cuando escucharon sus pasos subiendo la escalera, Gonzalo se volvió hacia su esposa. Llevaba un buen rato queriendo preguntarle algo pero no había querido hacerlo ni frente a Candela ni a su padre.
-Anoche dijiste que había pasado algo con Inés y que ya me lo contarías hoy –le recordó, dejando el cuchillo sobre la mesa.
María suspiró, mientras terminaba de limpiarse con el borde de la servilleta.
-Lo cierto es que me dejó muy preocupada, mi amor –torció un poco la boca, en un claro gesto de disgusto-. Anoche durante la fiesta vi algo que… no sé cómo explicarlo –tomó aire y lo soltó sin rodeos-. Creo que Isabel encontró a Bosco e Inés en la cocina y descubrió lo que hay entre ellos.
Gonzalo trató de asimilar la noticia.
-¿Estás segura, María? –inquirió él.
Su esposa le explicó que había visto a Isabel salir de la cocina con el semblante pálido, como si hubiese visto algo que la hubiese alterado. Y que momentos después aparecieron Bosco e Inés, casi al mismo tiempo.
-Y le preguntaste a Inés –terminó Gonzalo, escuchándola atentamente.
-Sí, pero no quiso decirme nada –confesó María, irritada porque no logró que Inés le contase lo ocurrido-. Aunque por su semblante… algo debió de ocurrir.
Gonzalo apretó los labios.
-Tú no te preocupes, cariño –dijo finalmente, acariciándole el brazo-. Inés ya sabe que puede contar contigo para lo que necesite.
-Sí –afirmó María, desanimada-. Pero me da lástima la muchacha. Solo tiene a Fe para poder contarle sus cosas. Ni siquiera puede acercarse a Candela.
-¿Has pensado en decírselo a ella?
-No quiero preocuparla sin necesidad –María posó su mano sobre la de Gonzalo y él asintió, apoyando su decisión.
-¿Sabes qué, Gonzalo? Estoy pensando que quizá pueda hablar con Isabel.
Su esposo arrugó el entrecejo, sin comprender.
-¿Con Isabel? ¿Para qué?
-Nos conocemos desde pequeñas, ya lo viste anoche –le expuso María, recobrando el ánimo-. Si es cierto que vio “algo”, como me imagino, va a necesitar a alguien para contárselo. ¿No crees? Y en la Casona no hay gente con quien pueda desahogarse y puede que lo haga con una vieja amiga.
A Gonzalo no le hacía gracia que su esposa se encontrase con la prometida de Bosco, pero debía de admitir que la idea de María era buena.
Finalmente, asintió.
Ella le agradeció su apoyo con un furtivo beso en los labios.
-Voy a ver a Esperanza – la joven se levantó de la mesa, una vez terminado el desayuno-. ¿Se tomó todo el biberón, esta mañana?
Gonzalo alzó la mirada hacia ella.
-Enterito –respondió, sonriendo-. No ha dejado ni una gota de leche.
María le devolvió la sonrisa y marchó hacia el cuarto de la niña. Esperanza estaba despierta y jugando sobre la cuna.
-Buenos días mi niña –su madre la cogió en brazos y le dio un beso en la cabecita-. ¿Cómo has dormido, tesoro mío?
La pequeña Esperanza alargó sus manitas hacia el rostro de su madre para acariciarla, un gesto que María adoraba.
-¿Quieres ver a tu padre? –le preguntó-. Vamos.
Regresaron al salón donde Gonzalo ya había terminado de desayunar y al verlas se levantó para recibirlas.
-Pero mira quién está despierta a estas horas –saludó a su hija, ofreciéndole los brazos. La niña no dudó ni un momento en ir con su padre e inmediatamente comenzó a jugar con su barba-. Parece que se ha despertado juguetona.
-La he encontrado sentadita en la cuna, jugando ella sola –le explicó María, acariciándole una mejilla a la niña, con el dedo-. A este paso tendremos que cambiarla a una cama.
 -Crece muy rápido. Pronto querrá montar uno de esos caballos que tanto te gustan.
-Y yo estaré encantada de enseñarle.
Ambos se quedaron unos segundos embelesados, mirando a su hija con devoción mientras Esperanza jugaba ajena a los planes que sus padres ideaban para ella.
Al instante, Rosario entró en el salón. La abuela de María venía agitada.
-Menos mal que os encuentro.
-Abuela, ¿qué ocurre? –inquirió su nieta, preocupada al ver su rostro compungido.
-¿No os habéis enterado? –les devolvió la pregunta, tratando de tomar aliento. Dejó el capazo de la compra sobre una silla-. Otra vez ese enmascarado. Que esta mañana se ha presentado en las obras del ferrocarril y ha tratado de sublevar a los trabajadores.
Gonzalo y María se miraron, preocupados. Anoche en la Casona y ese misma mañana en las obras del ferrocarril. Aquel hombre estaba tratando de hacer algo, el problema era saber de qué se trataba exactamente.
-¿Está segura, Rosario? –le preguntó el joven.
-Acaba de contármelo Manuela, la mujer del herrero, que se lo ha dicho su hijo Gervasio quien trabaja en la perforación de la montaña. La mujer ha ido a llevarle el almuerzo porque se le había olvidado y se lo ha contado. Esta mañana a primera hora se les ha presentado ese hombre con la idea de convencerles para que se sublevasen. Obviamente, los trabajadores se han negado en redondo.
María negó con la cabeza.
-¡Tamaña insensatez! –declaró la joven, cruzándose de brazos-. ¿En qué estaría pensando? La gente no va a abandonar sus puestos de trabajo por las palabras de un hombre que además oculta su rostro. Lo único que conseguirá con ello es causarles más problemas.
-Sí, ya están pagando las consecuencias de su “heroicidad” –añadió Rosario, más calmada.
-¿Qué quiere decir? –Gonzalo cambio a la niña de posición pues comenzaba a cansarse de estar en el brazo y quería que la dejara en el suelo.
-Pues que desde hoy la jornada de trabajo les ha sido aumentada en dos horas más.
La noticia enfadó aún más a María.
-¡Pero eso es un abuso! –declaró la joven, perdiendo la paciencia. Se volvió hacia su esposo-. ¿Pueden hacer eso? Don Marcial y tú revisasteis el contrato de Germán. ¿Ponía algo sobre los horarios?
Gonzalo trató de recordar aquel detalle.
 -Creo que no –declaró finalmente, molesto-. Es decir, los horarios estaban sujetos a posibles cambios y por tanto pueden hacer lo que les plazca.
-Ese enmascarado es un insensato -María apretó los labios, indignada-. Lo único que ha conseguido es ponerles las cosas más difíciles a los trabajadores. Qué tenga valor y dé la cara, después de lo que ha hecho.
La joven cogió a Esperanza de los brazos de su esposo, quien le pasó a la niña, la única que lograría calmarle su mal humor en esos instantes.
-La verdad es que no ha sido muy prudente de su parte aparecerse allí –declaró Gonzalo más calmado que su esposa-. Quizá pensaba que lograría el apoyo de los trabajadores y se equivocó.
-Ahora mismo, esos pobres hombres están asustados –continuó Rosario-, pensando que por culpa del Anarquista van a perder sus puestos de trabajo.
-¿Anarquista? –repitió Gonzalo.
-Sí, así le han bautizado quienes estaban allí –dijo la abuela de María, tomando asiento. El cansancio por la carrera desde el pueblo empezaba a pasarle factura-. Dicen que por sus ideas de anarquista.
Una sonrisa mal disimulada se dibujó en la boca de Gonzalo. María se dio cuenta.
-¿Te hace gracia? –le recriminó.
-No –se acercó a ella-. Simplemente que… me ha sorprendido.
Le dio un beso en la mejilla para que se serenase.
-A mí me parece ridículo –volvió a la carga María-. Todo este asunto es un completo despropósito. Si de verdad quiere conseguir que las cosas cambien para los trabajadores debería ir a la ley.
-La ley está de parte de los caciques, como siempre –le recordó Rosario, apesadumbrada-. Nada conseguiría por ese camino.
-Pero…
-Ya salió la abogada que lleva dentro –se burló Gonzalo de su esposa, con cariño, cogiéndola por la cintura-. Estoy seguro que contigo defendiéndoles lograrían tener esos derechos que se merecen.
María prefirió no responderle. No sabía si Gonzalo lo decía de verdad o era simple chanza.
Además, se les estaba haciendo tarde y debían ir a la Casa de Aguas donde tenían trabajo acumulado de varios días.

Se despidieron de su hija, dándole un beso y la dejaron al cuidado de Rosario.

CONTINUARÁ...