EL PACTO (parte 1)
María ya se estaba arrepintiendo de haber
aceptado aquel trato.
En un principio había pensado que sería
buena idea, sin embargo, ahora que estaba a punto de comenzar con la lección de
equitación, las dudas habían comenzado.
Gonzalo había accedido a que ella le
enseñara a cabalgar con una sola condición; y era eso lo que la atormentaba,
porque no estaba segura de llegado el momento ser capaz de cumplir con su parte
de lo acordado.
La joven había elegido el lugar para
comenzar con la clase. Cerca del río, alejados del pueblo y de miradas
indiscretas; se trataba de un pequeño prado de tierra firme, sin muchas
alteraciones en el terreno para que los caballos no se encabritasen más de la
cuenta.
Cada uno había llegado al lugar con el suyo
propio. Gonzalo ya la esperaba junto a su caballo, Cerbero, al que acariciaba
el lomo para tranquilizarlo.
-Ya te estás arrepintiendo –declaró él, con
un brillo divertido en los ojos y dejando traslucir un gesto burlón que la puso
aún más nerviosa-. Como si lo viese.
María apretó los labios, maldiciéndose.
Gonzalo la conocía tan bien que sabía leer cualquiera de sus gestos sin
necesidad de decir ni una palabra.
Pero no le iba a dar el gusto; no señor. Si
a algo no le ganaba nadie era a cabezota.
-No tendrás esa suerte, cariño –se bajó del
caballo con gesto altivo, y tras dejar a su yegua atada a un árbol, se acercó
hasta donde estaba Gonzalo y su caballo-. Me he propuesto enseñarte a cabalgar…
y lo voy a conseguir.
El brillo de determinación de sus ojos hizo
saber a su esposo que no le sería tarea sencilla hacerla cambiar de opinión. María
era orgullosa y no cedería tan fácilmente.
El problema de Gonzalo con los caballos era
bien sencillo: les temía porque les respetaba. Tiempo atrás, cuando volvió a
Puente Viejo, había salido a cabalgar alguna que otra vez con su difunto padre,
Tristán, pero tan solo para darle el gusto pues en realidad, había heredado de
su madre, Pepa, el temor a los caballos y prefería estar en tierra firme antes
que a lomos de uno de ellos.
Por el contrario, María era una excelente
amazona, que había crecido rodeada de los mejores ejemplares de la comarca que
se encontraban en la Casona, donde había recibido clases de equitación.
Y solo por ella, Gonzalo había accedido a
que le enseñara a controlar a su caballo y a perderle el miedo porque sabía lo
importante que era para María salir a cabalgar por las tierras; y su esposo
deseaba poder acompañarla sin que aquel pasatiempo se convirtiera en una agonía
para él.
-Entonces… cuanto tú digas, comenzamos –la
alentó Gonzalo.
María miró a Cerbero, un magnífico ejemplar
blanco, de pura raza que le había regalado su hermano Tristán a Gonzalo por su
último cumpleaños. La joven le acarició el lomo con mimo para tranquilizarlo.
Cerbero bufó dos veces y luego se calmó.
-Está bien –se volvió hacia Gonzalo con
gesto serio-. Lo haremos de este modo. Montaremos los dos sobre Cerbero. Te
enseñaría con mi yegua pero es más mansa y ya me conoce de sobra.
Gonzalo abrió los ojos, sorprendido por el
comentario.
-¿Mansa, tu yegua? –repitió él, sin dar
crédito-. Pero si la he visto antes en las cuadras dar unas coces que
cualquiera se atreve a acercarse a ella.
Su esposa enarcó una ceja.
-Eso es porque algo la habrá asustado
–defendió a la yegua, poniendo sus brazos en jarra-. Normalmente conmigo es muy
noble.
-Igual es que te tiene miedo, María –declaró
el joven con una mirada burlona, y se llevó la mano al pecho, como pidiendo
perdón-. Yo te lo tendría, y más cuando te pones tan seria.
-Gonzalo, o te tomas esto en serio o… –le
reprendió entre titubeos, incapaz de mostrarse enfadada con él-,… o lo dejamos
aquí.
Dio media vuelta haciéndose la ofendida pero
su esposo la detuvo cogiéndola del brazo.
-¡Ni hablar! Ya te gustaría que me echase para
atrás –negó con la cabeza, divertido, sabiendo a que se debía su pronta
renuncia. La soltó y se acercó de nuevo a su caballo-. Veamos…
-¡Espera! –le detuvo ella, acercándose a la
carrera; no quería que el animal se encabritase.
Gonzalo dejó que ella tomase las riendas.
María colocó un pie en el estribo del caballo, tomó impulso y con elegancia se
sentó sobre su lomo. Cerbero apenas dio un par de pasos, pero sin alterarse.
-Eh… cariño, se supone que debería ser yo
quien montara para domarlo, ¿recuerdas? –dijo él, alzando la mirada hacia
María, que cogía las riendas con fuerza.
-Sube –le ordenó ella, sin tener en cuenta
sus palabras.
-¿Cómo? –Gonzalo se puso serio, sin
comprender qué pretendía.
-Que subas –le repitió, ladeando la cabeza.
Su mirada no admitía un no como respuesta-, y te coloques detrás de mí; cabalgaremos
juntos. No te habrás creído que iba a dejarte solo con él, el primer día,
¿verdad? Así que sube, que yo lo llevo.
-Está bien –Gonzalo alzó las manos, dándose
por vencido. En ningún momento se le había pasado por la cabeza que su primera
lección sería de aquella manera.
Puso el pie en el estribo y se sentó sobre
el lomo del animal, tras María, pegado a su espalda.
-Esto va a ser más divertido de lo que me
imaginaba –murmuró en la oreja de ella, rodeándole la cintura con el brazo.
La joven trató de hacer caso omiso a su
provocación y mantuvo el gesto inalterable y la mirada al frente, a pesar de
sentir la presión de la mano de Gonzalo sobre su estómago.
-Lo primero y más importante es que el
caballo no sienta tu miedo, así que debes de relajar tus extremidades, mantener
la postura erguida y relajarte –le indicó ella, llevando a cabo sus propios
consejos-; sino, no te respetará cuando le des un orden. ¿Entiendes?
-Perfectamente –susurró Gonzalo, apoyando el
mentón en el hombro de ella y haciéndole cosquillas en la oreja-. La teoría la
explicas divinamente, ahora en la práctica, ya veremos si me entiendo con él.
Pero continúa.
María giró un poco la cabeza, para
encontrarse con sus labios a escasos centímetros de los suyos. No sabía si su
esposo la estaba tomando en serio o seguía con la chanza; así que prefirió
continuar.
-Tienes que coger las riendas con fuerza –las
alzó para enseñárselas-, así; pero no con demasiado vigor porque sino…
Gonzalo puso sus manos sobre las de María y
tiró de las riendas con demasiada fuerza, sin hacer caso a sus recomendaciones.
Cerbero comenzó a moverse, agitado y a relinchar, de manera que María tuvo que
emplearse a fondo para apaciguar al animal.
Su esposo se agarró a ella para no caer del
caballo.
-Pues sí que tiene genio –ironizó él, una
vez controlada la situación.
-Gonzalo… ¿ves lo que sucede por no atender?
–le reprochó María, con el corazón en un puño, todavía asustada-. Debes tirar
suavemente pero con firmeza. Sino, se encabrita.
-Está bien. Perdona –se disculpó él.
La joven aceptó sus disculpas y continuó.
-Para hacerle caminar tan solo hay que
presionar suavemente sobre la grupa. Si quieres que salga al galope debes darle
un pequeño apretón. Los caballos son animales muy listos y enseguida comprenden
lo que intentas ordenarle.
María presionó con los talones sobre la
grupa del caballo y este comenzó a caminar lentamente.
-¿Ves? Tan solo tienes que hacerle
comprender que quien manda eres tú. Coge las riendas –le entregó las cuerdas
que tenía en las manos y sintió como Gonzalo la rodeaba con sus brazos con
mayor fuerza-. Pero no tires mucho porque si no le harás daño en la boca y
perderás el control.
El joven trató de seguir sus indicaciones a
la vez que mantenía su cabeza tan pegada al cuello de ella que sentía su respiración
cerca de su oreja, desconcentrándola.
-Si llego a saber antes que esto iba a ser
así, no me habría resistido tanto a que me enseñaras a cabalgar –murmuró el
joven besándole el lóbulo de la oreja.
María se estremeció al sentir aquella
caricia que por un momento le hizo perder la concentración.
-¡Gonzalo! –trató de zafarse de él, sin
éxito pues la tenía cogida con fuerza-. Pon atención a lo importante.
-Ya lo hago –respondió con voz suave-. Y muy
atentamente.
Volvió a besarla, pero esta vez en el cuello,
depositando sobre su fina piel pequeños besos.
Mientras, el caballo continuaba avanzando
por el prado con tranquilidad.
María trató de mantenerse firme y no caer en
la provocación de su esposo. Quería reñirle por no estar pendiente del caballo;
cosa que le tocaba a ella, pero se sintió incapaz de pararle.
La joven puso todo su empeño en dirigir a
Cerbero con calma pero una de las caricias de Gonzalo, peligrosamente cerca de
su hombro le hizo apretar la grupa con mayor fuerza y el caballo salió al trote.
Gonzalo dejó el juego y prestó atención a lo
que sucedía. Tomó las riendas del caballo y tiró de ellas con precisión, como
si lo hubiese hecho toda la vida, controlando a Cerbero al instante, bajo la
atenta mirada de María que no daba crédito a lo que veía.
-Tranquilo –le musitó a su caballo, que
pareció entenderle de inmediato las órdenes de su dueño, pues fue deteniéndose poco
a poco, con mansedumbre. En cuanto se quedó quieto, Gonzalo le acarició el
cuello-. Bien hecho, Cerbero, bien hecho.
María se volvió hacia su esposo,
parpadeando, incrédula.
-¿Cómo…? –musitó, sorprendida-. Pero…
Sin darle mayor explicación, el joven bajó
del caballo y le tendió los brazos a su esposa para ayudarla a bajar. Ella se
dejó ayudar, todavía perpleja por lo que acababa de ocurrir. Solo en tierra
firme, su mente logró darse cuenta de la verdad.
-Tú ya sabes cabalgar, ¿verdad, Gonzalo?
–frunció el ceño, comenzando a enfadarse, a la vez que se preguntaba dónde
había aprendido a hacerlo-. Sino, no es imposible que hubieras controlado así
al caballo. Te ha obedecido porque te reconoce –sentenció.
Su mirada le delató, así como la media
sonrisa de su boca.
-Tristán me enseñó al poco tiempo de llegar
aquí –le confesó, mesándose la barba, un gesto que delataba su incomodidad-. Sabía
lo importante que son los caballos para ti y cuanto disfrutas con los paseos.
Tan solo quería acompañarte y que disfrutáramos juntos de esos paseos.
-Y… ¿por qué no me lo has dicho hasta ahora?
–inquirió ella, sin entender su silencio-. Me habrías ahorrado todo esto y…
Palideció de pronto al entender sus
verdaderos motivos.
-Comprendo –dijo ella, sintiendo un sudor
frío por todo el cuerpo. Su enfado aumentaba por momentos-. Lo has hecho
adrede. Pues ni creas que voy a…
Gonzalo entendió que no había obrado bien, y
trató de que le perdonase.
-¡Ah, no! –la cogió del brazo pues ya
marchaba hacia su yegua, con gesto aireado-. Sabes que un pacto es un pacto. Yo
he aprendido a cabalgar solo por ti. Ahora es tu turno.
-El pacto era si yo te enseñaba –le rebatió ella,
sin ceder. Allí estaba la salida que necesitaba para romper aquel absurdo trato
y librarse de él-. Pero me has tendido una trampa. Tú ya sabías montar a
caballo… y muy bien, por lo que he visto. Así que olvídate de que yo aprenda a…
-¡Ni hablar! –le cortó Gonzalo,
conociéndola. Sabía que tras aquel “enfado” en realidad se escondía una doble
intención: lo veía en sus ojos. No estaba enfadada con él, sino consigo misma
por haber caído como una ilusa en la provocación de aquel pacto.
-Gonzalo… -le suplicó a media voz, dejando
de lado su gesto malhumorado-. No me hagas esto… por favor.
Su esposo se acercó y la besó con mimo.
-Tranquila, mi vida –le concedió él, y el
corazón de María sintió cierto alivio al verse libre del acuerdo; un alivio que
duró apenas unos segundos-. Ya verás –le acarició el pómulo con el dorso de la
mano, y sonrió burlonamente-; se te va a dar de guinda.
La joven cerró los ojos, derrotada. Lo había
intentado, pero a la vista estaba que su esposo no iba a perder la ocasión.
Tan solo esperaba salir de aquel embrollo lo
más dignamente posible.
CONTINUARÁ...