lunes, 29 de junio de 2015

CAPÍTULO 387: PARTE 1 
Las palabras de don Anselmo dejaron a Gonzalo sin saber qué decir. ¿Iba a pedir al obispado su traslado a otro pueblo? Pero… ¿por qué? El joven diácono no podía marcharse de Puente Viejo; no ahora que tenía que descubrir qué se ocultaba tras la misteriosa muerte de su madre.
Cuando por fin logró reaccionar, Gonzalo le preguntó a don Anselmo qué razones tenía para querer que se marchase y si había alguien más tras esa petición, pues se hacía una idea de quién podía estar tras aquella injusta decisión. El viejo sacerdote se negó a decírselo por mucho que su pupilo insistió y Gonzalo le recordó que su misión como sacerdote era la de remover conciencias, y que si esa su falta, trataría de remediarla. Sin embargo, Don Anselmo estaba atado de pies y manos, y nada podía hacer. El hombre tan solo le recordó que el pueblo seguía chapado a la antigua y que por muy buenas que fuesen sus ideas no lograría hacerles cambiar la visión que los aldeanos tenían de la vida.
Gonzalo quiso seguir la conversación ya que estaba seguro de que tarde o temprano don Anselmo terminaría contándole las verdaderas razones de su marcha. Sin embargo, el sacerdote comenzó a sentirse mal y el joven diácono no tuvo más remedio que dejar la conversación y acompañar a don Anselmo a su cuarto para que descansara. Lo último que quería era que su mentor enfermara por su culpa.
Al día siguiente, viendo que don Anselmo no mejoraba, Gonzalo se dispuso a ir al Colmado para comprarle unos remedios. Justo antes de llegar a la plaza, el diácono se encontró por el camino con Mauricio quien, inmediatamente le dijo que estaba al tanto de su marcha del pueblo. Las palabras del alcalde tan solo hicieron que confirmar las sospechas de Gonzalo: la Montenegro estaba tras su traslado. Y así era, tal como Mauricio le aclaró. A la señora no le había hecho ni miaja de gracia que Gonzalo comenzara a meter las narices en sus asuntos. En un principio lo había dejado pasar, pero viendo que el joven diácono no iba a cejar en su empeño de querer alzar a la gente contra ella, Francisca había decidido cortar de raíz aquel problema.
Pero Gonzalo no era hombre de rendirse a las primeras de cambio. Francisca Montenegro podía ordenar su marcha de Puente Viejo a la mismísima Roma, que ya vería él cómo evitarlo. Se había prometido permanecer en el pueblo y así se lo hizo saber a Mauricio para que le llevase la noticia a la señora: tan solo se marcharía cuando él quisiera. Mauricio comprendió que no iba a ser fácil deshacerse de aquel joven diácono que osaba enfrentarse a la señora de frente, sin embargo, sabía que la batalla estaba perdida de antemano para él. La Montenegro hacía y deshacía a su voluntad y nadie era rival para ella.
Al entrar en la plaza, Gonzalo se encontró con don Pedro. El antiguo alcalde andaba preocupado pues había descubierto que el lugar había amanecido lleno de una sustancia que se quedaba pegada al suelo. El hombre necesitaba saber si tras ello se encontraba la mano del diablo y no dudó ni un instante en preguntarle al joven, quien ya comenzaba a ver los extraños comportamientos de la familia Mirañar. Mostrando una paciencia inusual le explicó al marido de Dolores que no creía que el diablo tuviese nada que ver, y don Pedro quedó satisfecho con su explicación.
Mientras Gonzalo entraba por fin en el Colmado, María llegó a la plaza acompañada por una de las criadas de la Casona. Como cada día, la joven había bajado al pueblo para dar un paseo y hablar con sus gentes; aunque ese día llevase oculta otra intención. Una intención que para la esposa de don Pedro no pasó desapercibida.
Nada más verla, Dolores Mirañar se acercó a hablar con la joven y sin un ápice de vergüenza le preguntó a bocajarro si estaba buscando al joven diácono. Afortunadamente, María supo reaccionar a tiempo respondiéndole que a su edad era bastante normal tener las dudas teológicas que tenía. A pesar de la respuesta, Dolores no se quedó muy satisfecha y la ahijada de doña Francisca aprovechó el momento para preguntarle si había visto a Gonzalo.

Después de indicarle que acababa de entrar en el Colmado, María se dirigió hacia allí.
CONTINUARÁ...

sábado, 27 de junio de 2015

Este fin de semana hacemos un pequeño paro en la historia de María y Martín para traeros un poco de risas. ¿Recordáis la trama de la regaliz? Seguro que sí. Pues a continuación podréis disfrutar en forma de humor de una noche en Puente Viejo en que se celebró “la fiesta de la Regaliz”. Espero que os divirtáis.







FIN
Espero que lo hayáis disfrutado.

jueves, 25 de junio de 2015

CAPÍTULO 386: PARTE 2
Por su parte, María volvió a la Casona. Al entrar, Mariana se dio cuenta enseguida de que algo le había pasado y le preguntó. Su sobrina, que seguía con el enfado, le contó su conversación con Gonzalo. Podía perdonarle muchas cosas pero no que hablase mal de su madrina. La joven buscó la comprensión de su tía. Quería que le confirmase que no estaba errada en cuanto a Francisca, pero para su desazón, Mariana había padecido en sus propias carnes la maldad de la señora y no podía defenderla y le explicó que ella solo se ponía de parte de quienes habían sufrido la crueldad de la Montenegro. Aquellas palabras dejaron a María navegando entre dos mares.
¿Qué iba a hacer? ¿De verdad su madrina era aquel monstruo que todos se empeñaban en dibujar o la mujer dulce y cariñosa que ella conocía? Antes de subir a su cuarto, Mariana le indicó que la señora la había estado buscando, de manera que la muchacha no tuvo más remedio que ir a verla a su despacho.
Mientras, Gonzalo queriendo olvidar su discusión con María, se acercó a la casa de comidas para hablar con Emilia sobre lo ocurrido la noche anterior. La esposa de Alfonso, ya más calmada, se decidió a explicarle al joven que las cosas con su esposo no andaban bien debido a que Alfonso nunca había aceptado que María se criase junto a la Montenegro, su mayor enemiga. Llegados a ese punto, Gonzalo trató de averiguar el verdadero motivo que había tenido Emilia para dejar a su hija con la señora; sin embargo, la mujer se cerró en banda y no hubo manera de que le contase la verdad.
En la Casona, María acudió a la llamada de Francisca que enseguida se da cuenta de que algo rondaba por la cabeza de su ahijada. La joven le preguntó si era cierto lo que contaban de ella, que no era justa con sus trabajadores.
 La Montenegro una vez más, consiguió convencerla, con sus argucias, de que eso era mentira, y que ella siempre se preocupaba por el bienestar de la gente. María inocentemente la creyó y terminó confesándole que había estado hablando con Gonzalo sobre el tema. La señora no le dijo nada, sin embargo sabía que la incipiente amistad de María con el nuevo sacerdote no le convenía en absoluto.
Poco después, María se presentó en el Jaral a visitar a su tío Tristán con la intención de pasar más tiempo con él. El hijo de Raimundo aceptó la presencia de la joven a regañadientes y es que su sobrina era de las pocas personas que lograban acercarse a él. La muchacha aprovechó la ocasión para preguntarle los verdaderos motivos por los cuales no se llevaba bien con su madrina.
María ya conocía la versión de Francisca, pero quería saber también la de Tristán, pues solo así lograría juzgar por sí misma la verdad. Su tío, conociendo la bondad que atesoraba la joven en su corazón no quiso malmeter contra su madre.
Por alguna extraña razón, Francisca quería a María y él no era nadie para predisponer a su sobrina contra ella. No obstante, Tristán se dio cuenta de que tanta pregunta no era normal y quiso saber a qué se debía. María trató de engañarle pero él enseguida comprendió que no era ella quien hacía esas preguntas sino el nuevo diácono, alguien que a Tristán no le gustaba. ¿A qué venía tanto interés por saber de la vida de los habitantes de Puente Viejo?
Tristán advirtió a su sobrina de que no se fiase de Gonzalo. La muchacha enseguida le sacó de su error: el joven no era su amigo y no tenía que preocuparse por ello. Tristán se tranquilizó al escuchar aquellas palabras y solo por ello accedió a salir de paseo con María por el pueblo; cosa que no solía hacer desde hacía tiempo.
En la casa de comidas, Gonzalo charlaba animadamente con don Pedro y Alfonso. El joven trataba de conocer mejor a los parroquianos, y que mejor lugar que el negocio de los Castañeda, frecuentado por la gente. Sin embargo, en cuanto llegó Mauricio, el ambiente se enrareció de golpe, y es que todos sabían que era éste quien le pasaba la información a la señora, de lo que ocurría en el pueblo.
Don Pedro queriendo mostrarse amable con Gonzalo, le preguntó que le había parecido el pueblo, hasta el momento.
El joven, sin temor, le contó que no tenía queja alguna, pero que le había sorprendido ver el río en tan mal estado. El antiguo alcalde recordó con pesar que eso se debía a la fábrica textil, pues los residuos que generaba iban a parar a su cauce; motivo por el cual había dejado de ser el alcalde del pueblo, ya que no estaba de acuerdo con el proceder de la Montenegro en aquel asunto.
Mauricio, al escuchar aquello, no dudó en defender a su señora y tuvo que ser Alfonso quien pusiera paz entre los tertulianos. Pero Gonzalo ya se había hecho una idea de cómo eran las cosas entre ellos y en que bando estaba cada uno.
Mientras, María y Tristán paseaban por la plaza. La muchacha se sentía feliz de haber logrado su propósito de sacar a su tío del Jaral después de tanto tiempo sin pisar el pueblo. Sin que ella se diese cuenta, los recuerdos invadieron a Tristán, recordando los momentos vividos con su amada Pepa en aquel lugar.
Momentos que le acompañaban en su día a día, y que le entristecían al saber que nunca más volvería a verla allí.
Poco después de haber llegado, Tristán no lo soportó más y le dijo a su sobrina que regresaba a casa. En ese instante, sus pasos se encontraron con los de Gonzalo.
Ambos se quedaron mirando unos segundos, sin saber qué decir. Finalmente, el joven les saludó cortésmente y marchó de la plaza hacia las afueras del pueblo.
Había algo en aquel hombre que a Tristán no le gustaba y así se lo hizo saber a María, quien le confiesa que había sido Gonzalo el que le había enseñado que no debía quedarse con una sola versión de los hechos, sino buscar otras para poder juzgar por sí misma. Aquellas palabras dejaron pensativo a Tristán; quizá se había equivocado con el joven y no era cómo él pensaba.
Mientras tío y sobrina regresaban al Jaral, los pasos de Gonzalo se dirigieron de nuevo al cementerio, a visitar la tumba de su madre.
El joven le promete que descubrirá la verdad sobre su muerte, aunque ahora se sienta perdido, porque pensó que las cosas a su regreso serían como antes, sin embargo se ha encontrado con un padre al que no reconoce; al igual que nadie ha sabido ver en él al pequeño Martín, el niño que un día fue.
Al volver a la casa parroquial, Gonzalo se llevó una sorpresa pues don Anselmo le esperaba con el gesto serio. El viejo sacerdote le recriminó su comportamiento, enfrentándose tanto a doña Francisca como a don Tristán, las dos personas más importantes del pueblo. Gonzalo le pidió perdón y le prometió que no volvería a ocurrir. Pero don Anselmo ya había tomado una decisión, forzada por la presión de la Montenegro.
Sin atreverse a mirarle a los ojos le informó a su joven diácono que tenía que marcharse de Puente Viejo lo antes posible.
CONTINUARÁ...


lunes, 22 de junio de 2015

CAPÍTULO 386: PARTE 1 
A la mañana siguiente, Gonzalo estaba desayunando en la casa parroquial, perdido en sus propios pensamientos cuando María entró, de repente, sorprendiéndole. La joven ahijada de Francisca llevaba una bandeja en las manos y sonrió.
-Buenos días, Gonzalo. ¿Está don Anselmo? Le traigo estas torrijas de parte de mi madrina que le encantan para desayunar.
-Sintiéndolo mucho ha salido –le informó el diácono, levantándose de la mesa.
-¡Ah! –pareció decepcionada-. Bueno pues aquí se las dejo y tú le dices que se las he traído –María dejó la bandeja sobre la mesa-. ¿No te importa?
-Se lo diré, descuida –se cogió ambas manos, incómodo.
-Si quieres puedes picar una o dos –le ofreció la muchacha-. No creo que le moleste. Son deliciosas.
-No lo dudo y te lo agradezco pero… ya estoy desayunado.
María dio media vuelta, con la intención de marcharse, sin embargo había algo que se lo impedía, pues en realidad, llevarle las torrijas a don Anselmo había sido tan solo una excusa para hablar con Gonzalo.
-Gonzalo –se volvió hacia él.
-Dime –respondió el joven con voz temblorosa. No sabía por qué, pero María tenía el don de ponerle nervioso.

-Ya que hemos coincidido me gustaría comentarte algo a propósito de mi madrina –se atrevió por fin a exponerle el verdadero motivo de su visita.
-Doña Francisca Montenegro –repitió Gonzalo, torciendo el gesto. Sabía que aquel tema solo iba a traerle problemas; y mucho más con María, pero no por ello iba a callar lo que realmente pensaba de su abuela-. Ama y señora de estos pagos.
-No es tan ogro como pareces creer –ladeó la cabeza, tratando de hacerle cambiar de opinión, aunque ella misma había escuchado hablar muchas veces cosas horribles de su madrina y sabía que Francisca podía causar cierto respeto.
Gonzalo, no quería pelear con la muchacha, puesto que no era de la misma opinión que ella, así que comenzó a recoger la mesa para no tener que mirarla a la cara.
-Por lo que voy entendiendo a medida que conozco sus obras, lo es aún en mayor medida –declaró al fin, sin poder aguantarse.
-Te digo que no es para tanto –insistió ella, dándose cuenta de lo difícil que iba a resultarle hacerle cambiar de opinión-. Y me parece muy arriesgado que te lances a juzgar a alguien a quien apenas conoces.
-Si es así, mea culpa –rectificó él, tragándose su orgullo-. Cierto es que soy impetuoso. Un defecto que he de corregir.
-Bien que así lo veas –suspiró María, aliviada al ver que no había sido tan difícil-. No tenías que tener a mi madrina como tu enemiga, porque no lo es.
-¿Y qué es? –inquirió Gonzalo, frunciendo el ceño.
-Una mujer buena… y desprendida –enumeró la muchacha-. Harto mejor de lo que su difícil carácter da a parecer. Dadivosa con la iglesia. Ha proporcionado gran prosperidad a este pueblo y empleo a gran parte de sus habitantes. No tienes motivos para atacarla.
-Ya te he dicho que a veces peco de imprudente pero… -el joven diácono no pudo reprimir lo que realmente pensaba, y mucho más al ver lo engañada que vivía María-, te diré cómo veo yo a tu madrina. Francisca Montenegro proporciona empleo, sí, pero no de un modo magnánimo sino cicatero. Sus salarios a cambio de interminables jornadas de trabajo son miserables y cuando hay algún problema con sus trabajadores, como ha sucedido recientemente, se desentiende de ellos.
María escuchó a Gonzalo, con el corazón encogido. ¿Realmente veían así el resto de la gente a su querida madrina?
-Hombre, si lo pones así todo junto parece una bruja –repuso, sin querer reconocerlo-. Pero es la mar de generosa para con la iglesia.
-Sus dádivas para la iglesia son solo una forma de amordazar la conciencia de don Anselmo –replicó Gonzalo, alzando la voz. La rabia al ver cómo la Montenegro tenía engañada a María le pudo más que cualquier precaución y continuó defendiendo su punto de vista-. Además, no tuvo reparos en poner al frente del ayuntamiento a su antiguo capataz para así hacer todo lo que se le antoja con total impunidad.
-Mauricio es un hombre muy apto –defendió al alcalde con vehemencia; tanta falsedad contra su madrina comenzaba a cansarla y no iba a dejar que Gonzalo continuase lanzando improperios contra ella.
-Muy obediente a las órdenes de doña Francisca, querrás decir –recalcó Gonzalo sin darse cuenta de que había herido a la muchacha con sus declaraciones.
-No, no es cierto –frunció el ceño ella, enfadada.

-¿Es que no te das cuenta de que tu madrina domina enteramente este pueblo con el único propósito de beneficiarse de él? –gritó Gonzalo, queriendo abrirle los ojos de una vez por todas-. Pregunta a ver qué opinan de ella las buenas gentes.
-Yo sé cómo es Francisca mejor que nadie –se defendió María. No iba a permitir que el joven siguiese ensuciando el buen nombre de la Montenegro sin pruebas.
-Deberías atender las dos versiones que existen sobre ella antes de opinar.
-Lo mismo te digo, Gonzalo el cura –le espetó María, sin miramientos-. Vives amargado y resentido, porque has decidido ser sacerdote y no te gusta –le echó en cara, cansada de aquella actitud de superioridad-. Pero la verdad es que eres tan desagradable y zafio que es lo mejor que podías hacer –sin darse cuenta, sus palabras expresaban su propio sentir-. Porque ninguna mujer hubiera puesto jamás sus ojos en ti.

-Mejor para mí –Gonzalo la miró con seriedad. No quería que viese el daño que aquella última frase le había causado. Mucho más daño del que estaba dispuesto a reconocer-. Así mi alma está libre de tentaciones.
-¡Ya! –se burló María, alterada. Su intención había sido recordarle que no le había dicho la verdad sobre él al conocerse; le había ocultado que era diácono y que por tanto cualquier relación con una mujer estaba vedada para él-. Eso lo dices porque no tienes perrito que te ladre.
María avanzó hacia la puerta, queriendo dar por terminada la conversación; sin embargo, Gonzalo la detuvo.
-Como tú –le espetó él, perdiendo la compostura. Hasta el momento había sabido aguantar los dardos envenenados de María. Sabía que sus palabras guardaban una doble intención, pero no iba a darle el gusto de verle dolido. Sobre todo porque su condición de diácono le impedía sentir algo hacia ella; algo que no fuese una simple amistad.
-Vuelves a dar en hueso –declaró clavando una mirada orgullosa en él-. Yo, querido padre, tengo prometido –sin darse cuenta, había caído en su propia trampa y mintiéndole descaradamente a Gonzalo; todo con tal de no reconocer que aquella barrera que el joven se empeñaba en levantar entre ambos le afectaba más de lo que quería reconocer-, un hombre de muy buena familia y casaré con él un día de estos.
-Qué hombre afortunado –se burló Gonzalo, sin poder evitar un pinchazo en el corazón.
-Desde luego. Fernando Mesía se llama –siguió ella con la mentira-. Aunque claro, tú no conocerás a las grandes fortunas de este país, viniendo de la selva –lo miró por última vez, altiva, antes de decirle con rabia-: Donde deberías seguir, por cierto.
Sin esperar a que Gonzalo dijese algo, María salió de la casa parroquial, enfurruñada, deseando haber herido al joven en su orgullo. Sin embargo, ella también sentía ese dolor.

Gonzalo la vio salir, altiva e incapaz de reconocer la verdad. Se maldijo por su metedura de pata pero ya era tarde para corregirla. Recogió el desayuno y entró en la cocina, deseando olvidar cuanto antes aquel encontronazo.
CONTINUARÁ...

sábado, 20 de junio de 2015

EL PACTO (parte 2) 
María había rezado para que al día siguiente cayera un gran diluvio y así posponer los planes de Gonzalo.
Sin embargo, el sol lucía radiante sobre el cielo azul, augurando un hermoso día.
Gonzalo la pilló mirando el cielo, con el gesto torcido.
-Por más que reces no va a llover –le dijo él en cuanto llegaron al prado.
Su esposa de cruzó de brazos, y apretó los dientes.
-¿No has podido elegir otro lugar mejor? –inquirió ella, irritada-. Se supone que necesitamos un terreno firme y sin muchas alteraciones. ¿O quieres que me rompa algo?
-Mira que te gusta el dramatismo –le echó él en cara, con ironía-. No te va a pasar nada. Ya verás que en cuanto aprendas, no querrás dejarlo.
María miró la bicicleta que había llevado Gonzalo. En mala hora había accedido a que él le enseñara a montar en una. Tan solo había aceptado porque el trato implicaba que él aprendería a montar a caballo; cosa que ya sabía hacer, como había descubierto el día anterior. De manera que todo había sido una argucia de su esposo para tenerla en aquella situación; muy divertida para él, pero un tormento para la joven.
Se acercó a él y soltó un leve suspiro.
-Y por qué no lo dejamos para otro día –le pidió ella, posando sus manos sobre su pecho y lanzándole una mirada amorosa y seductora-. Podríamos aprovechar este rato para otras cosas –pasó sus dedos por las solapas de su chaleco, y bajó la mirada avergonzada.
Gonzalo la observó sin alterarse.
-¿Estás intentando comprarme? –sonrió él, con cierta malicia-. María Castañeda de Castro, esto no me lo esperaba de ti.
La joven dio un paso atrás, sabiendo que nada iba a hacerle cambiar de opinión.
-Está bien –tragó saliva y alzó el mentón con dignidad-. Cuanto antes comencemos con esto, antes acabaremos.
Se dirigió hacia la bicicleta y la cogió del manillar, llevándola hasta el centro del prado.
-Que quede claro que si te quedas viudo y tus hijos sin madre, no es por mi culpa –le echó en cara ella.
-Lo tendré en cuenta, cariño –le contestó Gonzalo, sin que su comentario le afectase-. Súbete al sillín.
Afortunadamente, María llevaba la ropa de montar a caballo porque con un vestido o cualquier otra indumentaria, no habría sido capaz de montar en bicicleta.
Gonzalo le indicó donde debía colocar los pies.
-Al principio es complicado mantener el equilibrio pero en cuanto lo consigas será coser y cantar.
-Muy fácil lo ves tú –miró los pedales tratando de mantener el pie derecho sobre él.
-No te preocupes porque voy a guiarte y no te dejaré sola hasta que consigas mantener el equilibrio –le explicó él, queriendo tranquilizarla-. ¿Estás lista?
-No –dijo con firmeza María; su voz se tiñó de temor al pensar que en cuanto diese el primer pedaleo caería de bruces al suelo-. Pero qué remedio, si te has empeñado en  que me despeñe.
Gonzalo negó con la cabeza, sin poder ocultar una media sonrisa.
-Mira que eres cabezota –le dio un beso en la mejilla para tranquilizarla-. Lo primero es tomar impulso. Es lo más difícil cuando es la primera vez. Verás que la bicicleta no te responde y que vas dando bandazos por la falta de equilibrio. Pero no temas que juntos lo conseguiremos.
La joven tomó aire y se concentró para comenzar a pedalear.
Tal como le había dicho su esposo, lo más complicado fue el primer paso. La rueda delantera parecía tener vida propia, dirigiéndose a izquierda y derecha sin orden alguno.
Afortunadamente, Gonzalo la tenía cogida por el sillín y el manillar en aquellos primeros compases para que comenzase a perderle el miedo. Enseguida rodó en dirección recta y el temor a una caída fue perdiendo fuerza.
Avanzaron unos cuantos metros con cautela, para que María se hiciese a la bicicleta.
-Mantén la espalda recta –le ordenó Gonzalo, después de dar varias vueltas por el prado. María pedaleaba cada vez con mayor confianza. Su mal humor se había evaporado y el gesto concentrado de su rostro indicaba que estaba atenta a los pequeños detalles que su esposo le indicara.
Sin que ella lo percibiera, Gonzalo fue dejando que controlase el manillar. Ahora era la joven quien dirigía la bicicleta mientras él tan solo la cogía del sillín.
Poco a poco, mejoraba el equilibrio y tan concentrada estaba en no perderlo que cuando quiso darse cuenta, Gonzalo ya no la tenía sujeta y era ella misma la que estaba montando en bicicleta, sin ayuda de nadie.
De la sorpresa inicial pasó al pánico, que le hizo perder el equilibrio y en unos segundos fue a parar al suelo.
Gonzalo corrió a su lado, preocupado. Quizá la había dejado demasiado pronto sola.
-¡María, María! –gritó, asustado al verla en el suelo.
La bicicleta estaba a un lado, tirada y la joven permanecía quieta, con los ojos cerrados y sin moverse.
-¡María! Cariño –le cogió el rostro entre las manos, sintiendo el corazón en un puño al verla en aquel estado-. Cariño, abre los ojos.
Gonzalo sintió la congoja y el temor de que algo malo le hubiese pasado a su esposa. Jamás se lo perdonaría.
Tras unos segundos que se le hicieron eternos, y en los cuales no dejó de acariciarle el rostro, intentando que volviese en sí, María abrió un ojo y sonrió con picardía.
-Te lo advertí, Gonzalo –murmuró ella, ante la mirada preocupada de él-, si me pasaba algo recaería sobre tu conciencia.
El joven abrió la boca, entre sorprendido, aliviado y enfadado por el susto.
-Serás…
Sin darle tregua, comenzó a hacerle cosquillas. María se revolvió entre risas durante unos instantes hasta que él tomó su rostro entre sus manos y la besó con pasión.
- Casi se me para el corazón pensando que te había pasado algo; jamás me lo perdonaría –le confesó Gonzalo, apoyando su cabeza al lado de la de ella y pasando el brazo sobre su cintura. María tan solo tenía que girar un poco el rostro para tener los labios del joven junto a los suyos.
Se quedaron unos segundos en silencio, disfrutando de aquel instante de quietud, sintiendo sus respiraciones agitadas y el sol cayendo sobre sus rostros mientras el sonido de los pájaros que revoloteaban sobre los árboles más cercanos les llegaba, amortiguado por el murmullo del agua del río.
-¿Ves como no ha sido tan malo como pensabas? –dijo de pronto Gonzalo-. En apenas un par de sesiones más, serás toda una experta.
-¡Qué! –se incorporó de golpe, asustada-. ¡Ni lo sueñes! Bastante he tenido por hoy.
-Pero mujer, si lo has hecho de guinda –la piropeó Gonzalo, sentándose junto a ella y apoyando el mentón sobre su hombro, en un gesto cariñoso.
-Ni hablar –negó con la cabeza-. No vuelvo a subirme a este trasto endemoniado.
-Está bien –le concedió él, con tranquilidad.
María frunció el ceño.
-¿Está bien? –se extrañó ella, volviéndose hacia él-. ¿No vas a insistir más?
-No –certificó Gonzalo-. Lo he intentado y ya veo que no va a haber forma de hacerte cambiar de opinión.
María se acercó para besarle, agradecida por librarle de aquel tormento, pero Gonzalo la rechazó, sorprendiéndola.
-Está claro que no eres la mujer valiente que yo creía –le soltó con su voz teñida de decepción-. Eres capaz de abrir tumbas, de saltar desde lo alto de un acantilado pero no de montar en una simple bicicleta.
Su esposa arrugó el ceño, sintiendo sus palabras. Podría ser muchas cosas, pero no una cobarde.
-Está bien –anunció de pronto-. Tienes razón. No voy a dejar que una simple bicicleta pueda conmigo. De hoy no pasa. Aprenderé a montar.
Hizo ademán de levantarse pero Gonzalo la detuvo. Mostró una sonrisa de oreja a oreja.
-Ésta es mi María –declaró con un brillo de orgullo en los ojos que no pudo ocultar-. La que me enamoró desde el primer instante y que me sigue volviendo loco cada día.
Las mejillas de su esposa se tiñeron de rojo, avergonzada por su declaración, a la vez que su corazón latía con fuerza.
-Anda, zalamero –acercó su rostro al de él y le besó-. No sé cómo te las apañas para conseguir siempre lo que quieres de mí.
-Eso es porque me quieres tanto como yo a ti –sus ojos se convirtieron en una fina línea, desbordando el amor que sentía por ella.
Volvió a besarla, tumbándose ambos sobre la hierba.
-Gonzalo… -musitó ella, hipnotizada por su mirada-… la bicicleta.

-¿Qué bicicleta? –le acarició el rostro, dibujando con sus dedos el contorno de su mentón-. La bicicleta puede esperar… yo no.


viernes, 19 de junio de 2015

EL PACTO (parte 1) 
María ya se estaba arrepintiendo de haber aceptado aquel trato.
En un principio había pensado que sería buena idea, sin embargo, ahora que estaba a punto de comenzar con la lección de equitación, las dudas habían comenzado.
Gonzalo había accedido a que ella le enseñara a cabalgar con una sola condición; y era eso lo que la atormentaba, porque no estaba segura de llegado el momento ser capaz de cumplir con su parte de lo acordado.
La joven había elegido el lugar para comenzar con la clase. Cerca del río, alejados del pueblo y de miradas indiscretas; se trataba de un pequeño prado de tierra firme, sin muchas alteraciones en el terreno para que los caballos no se encabritasen más de la cuenta.
Cada uno había llegado al lugar con el suyo propio. Gonzalo ya la esperaba junto a su caballo, Cerbero, al que acariciaba el lomo para tranquilizarlo.
-Ya te estás arrepintiendo –declaró él, con un brillo divertido en los ojos y dejando traslucir un gesto burlón que la puso aún más nerviosa-. Como si lo viese.
María apretó los labios, maldiciéndose. Gonzalo la conocía tan bien que sabía leer cualquiera de sus gestos sin necesidad de decir ni una palabra.
Pero no le iba a dar el gusto; no señor. Si a algo no le ganaba nadie era a cabezota.
-No tendrás esa suerte, cariño –se bajó del caballo con gesto altivo, y tras dejar a su yegua atada a un árbol, se acercó hasta donde estaba Gonzalo y su caballo-. Me he propuesto enseñarte a cabalgar… y lo voy a conseguir.
El brillo de determinación de sus ojos hizo saber a su esposo que no le sería tarea sencilla hacerla cambiar de opinión. María era orgullosa y no cedería tan fácilmente.
El problema de Gonzalo con los caballos era bien sencillo: les temía porque les respetaba. Tiempo atrás, cuando volvió a Puente Viejo, había salido a cabalgar alguna que otra vez con su difunto padre, Tristán, pero tan solo para darle el gusto pues en realidad, había heredado de su madre, Pepa, el temor a los caballos y prefería estar en tierra firme antes que a lomos de uno de ellos.
Por el contrario, María era una excelente amazona, que había crecido rodeada de los mejores ejemplares de la comarca que se encontraban en la Casona, donde había recibido clases de equitación.
Y solo por ella, Gonzalo había accedido a que le enseñara a controlar a su caballo y a perderle el miedo porque sabía lo importante que era para María salir a cabalgar por las tierras; y su esposo deseaba poder acompañarla sin que aquel pasatiempo se convirtiera en una agonía para él.
-Entonces… cuanto tú digas, comenzamos –la alentó Gonzalo.
María miró a Cerbero, un magnífico ejemplar blanco, de pura raza que le había regalado su hermano Tristán a Gonzalo por su último cumpleaños. La joven le acarició el lomo con mimo para tranquilizarlo. Cerbero bufó dos veces y luego se calmó.
-Está bien –se volvió hacia Gonzalo con gesto serio-. Lo haremos de este modo. Montaremos los dos sobre Cerbero. Te enseñaría con mi yegua pero es más mansa y ya me conoce de sobra.
Gonzalo abrió los ojos, sorprendido por el comentario.
-¿Mansa, tu yegua? –repitió él, sin dar crédito-. Pero si la he visto antes en las cuadras dar unas coces que cualquiera se atreve a acercarse a ella.
Su esposa enarcó una ceja.
-Eso es porque algo la habrá asustado –defendió a la yegua, poniendo sus brazos en jarra-. Normalmente conmigo es muy noble.
-Igual es que te tiene miedo, María –declaró el joven con una mirada burlona, y se llevó la mano al pecho, como pidiendo perdón-. Yo te lo tendría, y más cuando te pones tan seria.
-Gonzalo, o te tomas esto en serio o… –le reprendió entre titubeos, incapaz de mostrarse enfadada con él-,… o lo dejamos aquí.
Dio media vuelta haciéndose la ofendida pero su esposo la detuvo cogiéndola del brazo.
-¡Ni hablar! Ya te gustaría que me echase para atrás –negó con la cabeza, divertido, sabiendo a que se debía su pronta renuncia. La soltó y se acercó de nuevo a su caballo-. Veamos…
-¡Espera! –le detuvo ella, acercándose a la carrera; no quería que el animal se encabritase.
Gonzalo dejó que ella tomase las riendas. María colocó un pie en el estribo del caballo, tomó impulso y con elegancia se sentó sobre su lomo. Cerbero apenas dio un par de pasos, pero sin alterarse.
-Eh… cariño, se supone que debería ser yo quien montara para domarlo, ¿recuerdas? –dijo él, alzando la mirada hacia María, que cogía las riendas con fuerza.
-Sube –le ordenó ella, sin tener en cuenta sus palabras.
-¿Cómo? –Gonzalo se puso serio, sin comprender qué pretendía.
-Que subas –le repitió, ladeando la cabeza. Su mirada no admitía un no como respuesta-, y te coloques detrás de mí; cabalgaremos juntos. No te habrás creído que iba a dejarte solo con él, el primer día, ¿verdad? Así que sube, que yo lo llevo.
-Está bien –Gonzalo alzó las manos, dándose por vencido. En ningún momento se le había pasado por la cabeza que su primera lección sería de aquella manera.
Puso el pie en el estribo y se sentó sobre el lomo del animal, tras María, pegado a su espalda.
-Esto va a ser más divertido de lo que me imaginaba –murmuró en la oreja de ella, rodeándole la cintura con el brazo.
La joven trató de hacer caso omiso a su provocación y mantuvo el gesto inalterable y la mirada al frente, a pesar de sentir la presión de la mano de Gonzalo sobre su estómago.
-Lo primero y más importante es que el caballo no sienta tu miedo, así que debes de relajar tus extremidades, mantener la postura erguida y relajarte –le indicó ella, llevando a cabo sus propios consejos-; sino, no te respetará cuando le des un orden. ¿Entiendes?
-Perfectamente –susurró Gonzalo, apoyando el mentón en el hombro de ella y haciéndole cosquillas en la oreja-. La teoría la explicas divinamente, ahora en la práctica, ya veremos si me entiendo con él. Pero continúa.
María giró un poco la cabeza, para encontrarse con sus labios a escasos centímetros de los suyos. No sabía si su esposo la estaba tomando en serio o seguía con la chanza; así que prefirió continuar.
 -Tienes que coger las riendas con fuerza –las alzó para enseñárselas-, así; pero no con demasiado vigor porque sino…
Gonzalo puso sus manos sobre las de María y tiró de las riendas con demasiada fuerza, sin hacer caso a sus recomendaciones. Cerbero comenzó a moverse, agitado y a relinchar, de manera que María tuvo que emplearse a fondo para apaciguar al animal.
Su esposo se agarró a ella para no caer del caballo.
-Pues sí que tiene genio –ironizó él, una vez controlada la situación.
-Gonzalo… ¿ves lo que sucede por no atender? –le reprochó María, con el corazón en un puño, todavía asustada-. Debes tirar suavemente pero con firmeza. Sino, se encabrita.
-Está bien. Perdona –se disculpó él.
La joven aceptó sus disculpas y continuó.
-Para hacerle caminar tan solo hay que presionar suavemente sobre la grupa. Si quieres que salga al galope debes darle un pequeño apretón. Los caballos son animales muy listos y enseguida comprenden lo que intentas ordenarle.
María presionó con los talones sobre la grupa del caballo y este comenzó a caminar lentamente.
-¿Ves? Tan solo tienes que hacerle comprender que quien manda eres tú. Coge las riendas –le entregó las cuerdas que tenía en las manos y sintió como Gonzalo la rodeaba con sus brazos con mayor fuerza-. Pero no tires mucho porque si no le harás daño en la boca y perderás el control.
El joven trató de seguir sus indicaciones a la vez que mantenía su cabeza tan pegada al cuello de ella que sentía su respiración cerca de su oreja, desconcentrándola.
-Si llego a saber antes que esto iba a ser así, no me habría resistido tanto a que me enseñaras a cabalgar –murmuró el joven besándole el lóbulo de la oreja.
María se estremeció al sentir aquella caricia que por un momento le hizo perder la concentración.
-¡Gonzalo! –trató de zafarse de él, sin éxito pues la tenía cogida con fuerza-. Pon atención a lo importante.
-Ya lo hago –respondió con voz suave-. Y muy atentamente.
Volvió a besarla, pero esta vez en el cuello, depositando sobre su fina piel pequeños besos.
Mientras, el caballo continuaba avanzando por el prado con tranquilidad.
María trató de mantenerse firme y no caer en la provocación de su esposo. Quería reñirle por no estar pendiente del caballo; cosa que le tocaba a ella, pero se sintió incapaz de pararle.
La joven puso todo su empeño en dirigir a Cerbero con calma pero una de las caricias de Gonzalo, peligrosamente cerca de su hombro le hizo apretar la grupa con mayor fuerza y el caballo salió al trote.
Gonzalo dejó el juego y prestó atención a lo que sucedía. Tomó las riendas del caballo y tiró de ellas con precisión, como si lo hubiese hecho toda la vida, controlando a Cerbero al instante, bajo la atenta mirada de María que no daba crédito a lo que veía.
-Tranquilo –le musitó a su caballo, que pareció entenderle de inmediato las órdenes de su dueño, pues fue deteniéndose poco a poco, con mansedumbre. En cuanto se quedó quieto, Gonzalo le acarició el cuello-. Bien hecho, Cerbero, bien hecho.
María se volvió hacia su esposo, parpadeando, incrédula.
-¿Cómo…? –musitó, sorprendida-. Pero…
Sin darle mayor explicación, el joven bajó del caballo y le tendió los brazos a su esposa para ayudarla a bajar. Ella se dejó ayudar, todavía perpleja por lo que acababa de ocurrir. Solo en tierra firme, su mente logró darse cuenta de la verdad.
-Tú ya sabes cabalgar, ¿verdad, Gonzalo? –frunció el ceño, comenzando a enfadarse, a la vez que se preguntaba dónde había aprendido a hacerlo-. Sino, no es imposible que hubieras controlado así al caballo. Te ha obedecido porque te reconoce –sentenció.
Su mirada le delató, así como la media sonrisa de su boca.
-Tristán me enseñó al poco tiempo de llegar aquí –le confesó, mesándose la barba, un gesto que delataba su incomodidad-. Sabía lo importante que son los caballos para ti y cuanto disfrutas con los paseos. Tan solo quería acompañarte y que disfrutáramos juntos de esos paseos.
-Y… ¿por qué no me lo has dicho hasta ahora? –inquirió ella, sin entender su silencio-. Me habrías ahorrado todo esto y…
Palideció de pronto al entender sus verdaderos motivos.
-Comprendo –dijo ella, sintiendo un sudor frío por todo el cuerpo. Su enfado aumentaba por momentos-. Lo has hecho adrede. Pues ni creas que voy a…
Gonzalo entendió que no había obrado bien, y trató de que le perdonase.
-¡Ah, no! –la cogió del brazo pues ya marchaba hacia su yegua, con gesto aireado-. Sabes que un pacto es un pacto. Yo he aprendido a cabalgar solo por ti. Ahora es tu turno.
-El pacto era si yo te enseñaba –le rebatió ella, sin ceder. Allí estaba la salida que necesitaba para romper aquel absurdo trato y librarse de él-. Pero me has tendido una trampa. Tú ya sabías montar a caballo… y muy bien, por lo que he visto. Así que olvídate de que yo aprenda a…
-¡Ni hablar! –le cortó Gonzalo, conociéndola. Sabía que tras aquel “enfado” en realidad se escondía una doble intención: lo veía en sus ojos. No estaba enfadada con él, sino consigo misma por haber caído como una ilusa en la provocación de aquel pacto.
-Gonzalo… -le suplicó a media voz, dejando de lado su gesto malhumorado-. No me hagas esto… por favor.
Su esposo se acercó y la besó con mimo.
-Tranquila, mi vida –le concedió él, y el corazón de María sintió cierto alivio al verse libre del acuerdo; un alivio que duró apenas unos segundos-. Ya verás –le acarició el pómulo con el dorso de la mano, y sonrió burlonamente-; se te va a dar de guinda.
La joven cerró los ojos, derrotada. Lo había intentado, pero a la vista estaba que su esposo no iba a perder la ocasión.

Tan solo esperaba salir de aquel embrollo lo más dignamente posible.


CONTINUARÁ...