CAPÍTULO 13
El mutismo de Celia tenía a María mosqueada.
Desde que Gonzalo le había contado que el capataz de la hacienda Casablanca
había quedado con su amiga para ir juntos a la verbena, no dejaba de darle
vueltas al magín. ¿Por qué Celia no le había mencionado que tenía una cita con
Andrés? ¿Se sentiría avergonzada? No, aquel no podía ser el motivo. Celia era
una muchacha con carácter que no ocultaría algo tan importante para ella.
¿Entonces… a qué el silencio? ¿Por qué no confiaba en María?
¿Y si Gonzalo tenía razón y no le había
contado nada para que María no se crease falsas expectativas? Quizá fuera esa
la razón.
Aun así, la esposa de Gonzalo se sentía algo
dolida con su amiga por la falta de confianza. Ambas se conocían desde hacía
tiempo y Celia sabía que podía confiar en ella, y viceversa.
Por otro lado, le extrañaba que su amiga
hubiese aceptado ir a la verbena con un hombre cuando no había día que no se
quejara de ellos. Todo aquel asunto resultaba, como poco… irreal y absurdo.
Algo no encajaba y María tomó la decisión de descubrir de qué se trataba.
De manera que aquella tarde, a un día de la
verbena, se personó en el restaurante de su amiga para darle clases a Teresa,
como era habitual. Llevaba consigo a Esperanza y a Martín porque esa tarde no
había podido dejarlos con la criada. Además, seguían sin tener noticias de
Ramita y necesitaban pensar en otra cosa. Quizá en el restaurante su mente
olvidaría por un rato la falta de su mascota.
-Qué temprano llegas hoy –Celia se dio
cuenta de que había llegado con media hora de adelanto.
-Quería… quería pasar más tiempo contigo,
¿te molesta? –se explicó, dejando al pequeño Martín sobre la silla.
-Para nada –se disculpó Celia, que tenía la
mesa del rincón ocupada con varios frascos y llena de harina-. Solo es que me
ha extrañado verte antes de hora.
María se acercó a ver qué estaba haciendo su
amiga. Mientras, Esperanza, que ya conocía donde estaban las cosas, cogió un
cuadernillo y lápiz del cajón y se sentó en la mesa para pintar. Su hermano
bajó de la silla y buscó también algo con lo que entretenerse, un pequeño trozo
de madera, tallada, que simulaba ser un pirata.
-¿Qué vas a hacer? –María miró el cuenco en
el que trabajaba Celia. Había introducido unos huevos y se disponía a batirlos-.
¿Puedo ayudarte?
Celia la miró unos instantes, indecisa.
-Ponte ese delantal de ahí –le indicó. María
obedeció y se lo puso para no mancharse el vestido. Su amiga le pasó el
cuenco-. Bate los huevos mientras busco más harina y troceo la fruta. Es una torta
de frutas que aprendí a hacer en el convento –le explicó mientras cortaba una
manzana en rodajas-. A los aldeanos de Santa Marta les gusta mucho, y como el
año pasado para la verbena tuvo tanto éxito… he pensado venderla también este
año.
-Para la verbena –murmuró María, pensativa,
sin dejar de batir. La propia Celia acababa de darle la excusa perfecta para
sacar el tema-. ¿Vas a ir?
La joven se volvió hacia ella, extrañada por
la pregunta.
-Claro, ¿cómo voy a faltar si es la mejor
manera de dar a conocer las delicias que pueden encontrar en mi restaurante?
María asintió lentamente, observando el
rostro de su amiga, en busca de algún gesto que delatase lo que ocultaba.
-¿Estás muy extraña María? ¿Por qué me miras
así? –inquirió, sin poder aguantarse-. Desde que has llegado que te noto rara
–dejó de trocear y se volvió hacia su amiga, sin soltar el cuchillo-; Te has
presentado media hora antes de lo habitual y con excusas. ¿Vas a decirme que
sucede?
La esposa de Gonzalo apretó los labios y
dejó el cuenco sobre la mesa.
-Eso tendrías que decírmelo tú, ¿no crees?
–se encaró a su amiga-. Creía que teníamos la confianza suficiente para que me
lo contases por ti misma, pero ya veo que no.
-María, ¿de qué diantres me estás hablando?
–la confusión de Celia iba en aumento, sin entender las exigencias de su amiga.
-¿Cuándo pensabas decirme lo de tu cita? –le
espetó, finalmente, cansada de no concretar.
-Mi cita… ¿qué cita? –el desconcierto de
Celia al escuchar la palabra “cita”, la hizo palidecer.
-Venga Celia, no te hagas la tonta –le
recriminó la esposa de Gonzalo que seguía sin darse cuenta de lo sorprendida
que estaba su amiga-. Que tenga que enterarme por el propio Andrés de que has
aceptado su invitación a la verbena de Santa Caridad… Esto no me lo esperaba.
Celia parpadeó varias veces, con incredulidad.
¿Una cita? ¿Con Andrés? ¿El capataz de Casablanca? ¿Pero de dónde sacaba María
aquel despropósito?
-Ya veo que no sabes qué decirme –se volvió
para continuar batiendo los huevos, sin ocultar su decepción.
-María… -balbuceó, recobrándose de la noticia-.
De verdad, no sé de qué me estás hablando. ¿Una cita con Andrés? ¿El capataz de
la hacienda? ¿Pero quién te ha dicho semejante embuste?
La joven se detuvo de nuevo.
-¿Embuste? –repitió con calma; y al mirar a
su amiga se dio cuenta de que su sorpresa no era fingida-. ¿Entonces… no es
cierto? ¿No aceptaste ir con él?
-¡No! –frunció el ceño, comenzando a
enfadarse-. Ya me conoces. Estoy bastante escarmentada con los hombres como
para aceptar una cita.
La mente de María comenzó a barruntar. ¿Qué
había sucedido para que Andrés creyese que Celia había aceptado ir a la verbena
con él? El capataz no era hombre de inventar algo así.
-Entonces hay algo que no cuadra… -dijo la
joven en voz alta-. ¿Por qué Andrés le ha dicho a Gonzalo que vas a ir con él?
¿De dónde ha sacado eso?
Un pequeño golpe seco las hizo volverse.
Martín, intentando subirse a la silla, la había volcado. María acudió junto al
niño, quien no se había hecho nada y miraba la silla, asustado.
-No pasa nada, cariño –le tranquilizó con
dulzura, dándole un beso en la frente y poniendo la silla en su sitio. Luego lo
sentó junto a su hermana que le pasó un papel y uno de sus lapiceros y Martín
comenzó a garabatear, olvidándose del percance.
Mientras, Celia se quedó pensando. Le
extrañaba que alguien como el capataz hubiese inventado tal embuste; y mucho
menos se le ocurría una razón para hacer tal cosa. Sin embargo, ella no había
aceptado ir con él a la verbena…
De repente, la joven sintió un escalofrío al
recordar la tarde en que habían estado hablando del acontecimiento. Celia trató
de pensar con rapidez. ¿Qué se habían dicho? ¿Había malinterpretado el joven
sus palabras y por ello ahora pensaba que…?
En ese instante, lo supo.
-¿Qué sucede? –le preguntó María, al ver la
palidez de su rostro mientras regresaba a su lado.
-¡Ay, Dios mío! –se quejó, sintiendo que las
piernas le temblaban. Miró a su amiga, y sus ojos no pudieron ocultar el
temor-. ¡Ay, María! ¡Qué ya sé lo que pasó!
La esposa de Gonzalo ladeó la cabeza.
-Que ya sé por qué Andrés piensa que vamos a
ir juntos a la verbena –negó con la cabeza y buscó desesperada un vaso para
llenarlo de agua. Tenía la boca seca-. ¡Seré…! –bebió un trago de golpe pero no
fue suficiente para calmarla.
-Pero… ¿qué has hecho? –se preocupó María.
Celia tomó asiento. No podía creerse el
malentendido. Su amiga se sentó junto a ella esperando una explicación.
-Sí la culpa es mía… –comenzó a decir-, por
no estar a lo que debía. Seguro que le dije que sí a su invitación cuando
pensaba que me estaba preguntando si iba a ir la verbena –ocultó el rostro
entre sus manos.
-Pero… ¿cómo no te diste cuenta? –se extrañó
su amiga, cogiéndola de la mano. Era la primera vez que veía a Celia en aquel
estado nervioso.
-¡La culpa de Julio! –explotó, levantando la
cabeza y apretando los dientes-. Me puso de mal humor con sus salidas de tono y
por la forma en que trató a Teresa. ¿Recuerdas la tarde en que vino antes de
hora y creíamos que nos había descubierto? –María asintió, enérgicamente-. Pues
bien, después de tenerlas tiesas con él, fui a atender a Andrés. Estaba tan
absorta pensando en lo sucedido que me habló de la verbena, pero creí que me
preguntaba si iba a ir este año…. Y le dije que sí.
-Celia… -le recriminó su amiga, con pesar.
-¿Cómo iba a pensar que me estaba invitando?
–trató de defenderse-. Es cierto que apenas escuché lo que me decía, pero…
-volvió a ocultar su rostro-. ¿Qué voy a hacer? ¿Andrés? Pero… pero si apenas
hemos cruzado un par de palabras desde que viene aquí –se levantó de la mesa
con rapidez y se quitó el delantal-. Tengo que ir a hablar con él y aclarar las
cosas.
María se levantó y la detuvo.
-¡Un momento! ¿Qué vas a decirle? Piénsalo
bien antes de cometer un error –le pidió-. Si le dices que no vas a ir con él,
que todo ha sido una confusión… le destrozarás el corazón. Y no sabes lo
ilusionado que está con la cita.
-¡Pero ese no es mi problema! –le gritó para
enseguida arrepentirse de sus palabras-. Bueno… sí lo es. La culpa es mía por
no prestar atención; y por ello tengo que aclararlo. Quédate aquí mientras yo…
Se dirigió hacia la puerta, sin embargo,
María la cogió del brazo.
-¡Espera! –la detuvo, más calmada que su
amiga, quien apenas podía razonar-. Piénsalo. Quizá no sea tan mala idea…
¡Qué! –saltó Celia, sin dar crédito-. No es
mala idea… es pésima. No quiero ninguna cita, María. Bastante tuve con Ricardo
para volver a…
-¿… a enamorarte de nuevo? –le preguntó con
calma, empezando a comprender porque su amiga era tan rehuyente a los hombres-.
Es eso lo que te da miedo, ¿no? Volver a entregar tu corazón a alguien y que te
rompa tus ilusiones.
-Pues sí –le confirmó con gesto serio y
cruzándose de brazos-. Ningún hombre volverá a burlarse jamás de mí.
-No
creo que Andrés sea precisamente de esa clase de hombres –le defendió María-.
Apenas le conozco, sí, pero por lo que me ha contado Gonzalo de él, es un joven
de fiar, trabajador y de buen corazón –se acercó a su amiga y posó su mano
sobre su brazo, en un gesto conciliador-. No se merece que se lleve un
disgusto. Es de los pocos hombres que valen la pena. Dale una oportunidad,
Celia. No todos son como Ricardo; y algo me dice que Andrés lograría hacerte
feliz.
-¡Eh, eh, no corras tanto, Celestina! –saltó
ella, viendo el rumbo que estaba tomando la conversación. Las palabras de María
habían logrado hacer mella en Celia, y por un instante sopesó la idea de darle
una oportunidad al joven capataz. Si bien era cierto que apenas le conocía del
restaurante y de los comentarios de los aldeanos, quienes le tenían por un
hombre responsable y preocupado por su familia. Quizá no fuera tan mala idea,
pensó de pronto. Pero el solo hecho de volver a salir con alguien le daba
vértigo-. Está bien, está bien –cedió finalmente; María sonrió-. Aunque deberá
de ser por la noche, cuando cierre el puesto y… -señaló a su amiga con el dedo
índice, a la vez que sus ojos mostraban un brillo amenazador-;… os quiero a
Gonzalo y a ti con nosotros… por si la cosa no sale bien. Además, no quiero que
los aldeanos crean que… que estamos saliendo; que luego todo son habladurías y
chismorreos.
-¡Ya! –se burló María, quien se mordió el
labio inferior, sin poder ocultar una sonrisa pícara-. Y tú tienes una
reputación que mantener.
-No –se defendió alzando el mentón
ofendida-. No se trata de eso. Es solo que… ¡Ay, mira, mejor déjalo! –volvió a
colocarse el delantal y cogió de nuevo el cuchillo para seguir con la tarea-.
No lo entenderías.
La esposa de Gonzalo se acercó a ella.
-Lo que entiendo es que tienes miedo de
enamorarte y por eso pones tantas pegas; porque sabes que podrías enamorarte de
Andrés, y entregarle tu corazón a alguien te da pánico.
Su amiga la miró un instante, dispuesta a
decirle que aquello no era cierto. Sin embargo no lo hizo, pues María tenía
razón. Había levantado un muro contra cualquier hombre que se le acercara, por
miedo a que le hiciesen daño de nuevo. Pero aquel muro no solo alejaba a los
que traían malas intenciones, sino también a los que como Andrés, podían
hacerla feliz.
De repente, los ojos de Celia miraron el bol
en el que había estado trabajando María. Los huevos seguían sin estar bien
mezclados a pesar de los esfuerzos que había hecho su amiga por batirlos bien.
La joven soltó una carcajada al verlos.
-¿De qué te ríes ahora? –quiso saber María,
que continuaba batiéndolos sin mucho éxito.
-De tus artes culinarias. Se ve que a tu
esposo no lo conquistaste precisamente por el estómago.
María miró el contenido del bol donde los
huevos seguían sin mezclarse; y chasqueó la lengua, molesta.
Nunca se le había dado bien la cocina por
mucho que lo había intentado. Si bien era cierto que en los últimos años había
hecho grandes progresos y de vez en cuando era ella misma quien se encargaba de
la comida. Pero en esta ocasión, el “asunto” de Celia la había desconcentrado
de su tarea, y ahora tenía unos huevos mal batidos.
Aun
recordaba con cierto pesar el ridículo que hizo unos años atrás cuando presentó
una tortilla de patata en el concurso de Puente Viejo. Hasta el propio Gonzalo
le había dicho que era un desastre.
Dejó el bol y se secó las manos con el trapo
de cocina antes de quitarse el delantal. Afortunadamente, la llegada de Teresa
en ese instante, le dio la excusa para dejar de ayudar a Celia.
Mientras María y Teresa se sentaron para
comenzar la clase, Celia continuó con la elaboración de la torta, sin poder
quitarse de la cabeza su cita con Andrés.