sábado, 31 de octubre de 2015

CAPÍTULO 13 
El mutismo de Celia tenía a María mosqueada. Desde que Gonzalo le había contado que el capataz de la hacienda Casablanca había quedado con su amiga para ir juntos a la verbena, no dejaba de darle vueltas al magín. ¿Por qué Celia no le había mencionado que tenía una cita con Andrés? ¿Se sentiría avergonzada? No, aquel no podía ser el motivo. Celia era una muchacha con carácter que no ocultaría algo tan importante para ella. ¿Entonces… a qué el silencio? ¿Por qué no confiaba en María?
¿Y si Gonzalo tenía razón y no le había contado nada para que María no se crease falsas expectativas? Quizá fuera esa la razón.
Aun así, la esposa de Gonzalo se sentía algo dolida con su amiga por la falta de confianza. Ambas se conocían desde hacía tiempo y Celia sabía que podía confiar en ella, y viceversa.
Por otro lado, le extrañaba que su amiga hubiese aceptado ir a la verbena con un hombre cuando no había día que no se quejara de ellos. Todo aquel asunto resultaba, como poco… irreal y absurdo. Algo no encajaba y María tomó la decisión de descubrir de qué se trataba.
De manera que aquella tarde, a un día de la verbena, se personó en el restaurante de su amiga para darle clases a Teresa, como era habitual. Llevaba consigo a Esperanza y a Martín porque esa tarde no había podido dejarlos con la criada. Además, seguían sin tener noticias de Ramita y necesitaban pensar en otra cosa. Quizá en el restaurante su mente olvidaría por un rato la falta de su mascota.
-Qué temprano llegas hoy –Celia se dio cuenta de que había llegado con media hora de adelanto.
-Quería… quería pasar más tiempo contigo, ¿te molesta? –se explicó, dejando al pequeño Martín sobre la silla.
-Para nada –se disculpó Celia, que tenía la mesa del rincón ocupada con varios frascos y llena de harina-. Solo es que me ha extrañado verte antes de hora.
María se acercó a ver qué estaba haciendo su amiga. Mientras, Esperanza, que ya conocía donde estaban las cosas, cogió un cuadernillo y lápiz del cajón y se sentó en la mesa para pintar. Su hermano bajó de la silla y buscó también algo con lo que entretenerse, un pequeño trozo de madera, tallada, que simulaba ser un pirata.
-¿Qué vas a hacer? –María miró el cuenco en el que trabajaba Celia. Había introducido unos huevos y se disponía a batirlos-. ¿Puedo ayudarte?
Celia la miró unos instantes, indecisa.
-Ponte ese delantal de ahí –le indicó. María obedeció y se lo puso para no mancharse el vestido. Su amiga le pasó el cuenco-. Bate los huevos mientras busco más harina y troceo la fruta. Es una torta de frutas que aprendí a hacer en el convento –le explicó mientras cortaba una manzana en rodajas-. A los aldeanos de Santa Marta les gusta mucho, y como el año pasado para la verbena tuvo tanto éxito… he pensado venderla también este año.
-Para la verbena –murmuró María, pensativa, sin dejar de batir. La propia Celia acababa de darle la excusa perfecta para sacar el tema-. ¿Vas a ir?
La joven se volvió hacia ella, extrañada por la pregunta.
-Claro, ¿cómo voy a faltar si es la mejor manera de dar a conocer las delicias que pueden encontrar en mi restaurante?
María asintió lentamente, observando el rostro de su amiga, en busca de algún gesto que delatase lo que ocultaba.
-¿Estás muy extraña María? ¿Por qué me miras así? –inquirió, sin poder aguantarse-. Desde que has llegado que te noto rara –dejó de trocear y se volvió hacia su amiga, sin soltar el cuchillo-; Te has presentado media hora antes de lo habitual y con excusas. ¿Vas a decirme que sucede?
La esposa de Gonzalo apretó los labios y dejó el cuenco sobre la mesa.
-Eso tendrías que decírmelo tú, ¿no crees? –se encaró a su amiga-. Creía que teníamos la confianza suficiente para que me lo contases por ti misma, pero ya veo que no.
-María, ¿de qué diantres me estás hablando? –la confusión de Celia iba en aumento, sin entender las exigencias de su amiga.
-¿Cuándo pensabas decirme lo de tu cita? –le espetó, finalmente, cansada de no concretar.
-Mi cita… ¿qué cita? –el desconcierto de Celia al escuchar la palabra “cita”, la hizo palidecer.
-Venga Celia, no te hagas la tonta –le recriminó la esposa de Gonzalo que seguía sin darse cuenta de lo sorprendida que estaba su amiga-. Que tenga que enterarme por el propio Andrés de que has aceptado su invitación a la verbena de Santa Caridad… Esto no me lo esperaba.
Celia parpadeó varias veces, con incredulidad. ¿Una cita? ¿Con Andrés? ¿El capataz de Casablanca? ¿Pero de dónde sacaba María aquel despropósito?
-Ya veo que no sabes qué decirme –se volvió para continuar batiendo los huevos, sin ocultar su decepción.
-María… -balbuceó, recobrándose de la noticia-. De verdad, no sé de qué me estás hablando. ¿Una cita con Andrés? ¿El capataz de la hacienda? ¿Pero quién te ha dicho semejante embuste?
La joven se detuvo de nuevo.
-¿Embuste? –repitió con calma; y al mirar a su amiga se dio cuenta de que su sorpresa no era fingida-. ¿Entonces… no es cierto? ¿No aceptaste ir con él?
-¡No! –frunció el ceño, comenzando a enfadarse-. Ya me conoces. Estoy bastante escarmentada con los hombres como para aceptar una cita.
La mente de María comenzó a barruntar. ¿Qué había sucedido para que Andrés creyese que Celia había aceptado ir a la verbena con él? El capataz no era hombre de inventar algo así.
-Entonces hay algo que no cuadra… -dijo la joven en voz alta-. ¿Por qué Andrés le ha dicho a Gonzalo que vas a ir con él? ¿De dónde ha sacado eso?
Un pequeño golpe seco las hizo volverse. Martín, intentando subirse a la silla, la había volcado. María acudió junto al niño, quien no se había hecho nada y miraba la silla, asustado.
-No pasa nada, cariño –le tranquilizó con dulzura, dándole un beso en la frente y poniendo la silla en su sitio. Luego lo sentó junto a su hermana que le pasó un papel y uno de sus lapiceros y Martín comenzó a garabatear, olvidándose del percance.
Mientras, Celia se quedó pensando. Le extrañaba que alguien como el capataz hubiese inventado tal embuste; y mucho menos se le ocurría una razón para hacer tal cosa. Sin embargo, ella no había aceptado ir con él a la verbena…
De repente, la joven sintió un escalofrío al recordar la tarde en que habían estado hablando del acontecimiento. Celia trató de pensar con rapidez. ¿Qué se habían dicho? ¿Había malinterpretado el joven sus palabras y por ello ahora pensaba que…?
En ese instante, lo supo.
-¿Qué sucede? –le preguntó María, al ver la palidez de su rostro mientras regresaba a su lado.
-¡Ay, Dios mío! –se quejó, sintiendo que las piernas le temblaban. Miró a su amiga, y sus ojos no pudieron ocultar el temor-. ¡Ay, María! ¡Qué ya sé lo que pasó!
La esposa de Gonzalo ladeó la cabeza.
-Que ya sé por qué Andrés piensa que vamos a ir juntos a la verbena –negó con la cabeza y buscó desesperada un vaso para llenarlo de agua. Tenía la boca seca-. ¡Seré…! –bebió un trago de golpe pero no fue suficiente para calmarla.
-Pero… ¿qué has hecho? –se preocupó María.
Celia tomó asiento. No podía creerse el malentendido. Su amiga se sentó junto a ella esperando una explicación.
-Sí la culpa es mía… –comenzó a decir-, por no estar a lo que debía. Seguro que le dije que sí a su invitación cuando pensaba que me estaba preguntando si iba a ir la verbena –ocultó el rostro entre sus manos.
-Pero… ¿cómo no te diste cuenta? –se extrañó su amiga, cogiéndola de la mano. Era la primera vez que veía a Celia en aquel estado nervioso.
-¡La culpa de Julio! –explotó, levantando la cabeza y apretando los dientes-. Me puso de mal humor con sus salidas de tono y por la forma en que trató a Teresa. ¿Recuerdas la tarde en que vino antes de hora y creíamos que nos había descubierto? –María asintió, enérgicamente-. Pues bien, después de tenerlas tiesas con él, fui a atender a Andrés. Estaba tan absorta pensando en lo sucedido que me habló de la verbena, pero creí que me preguntaba si iba a ir este año…. Y le dije que sí.
-Celia… -le recriminó su amiga, con pesar.
-¿Cómo iba a pensar que me estaba invitando? –trató de defenderse-. Es cierto que apenas escuché lo que me decía, pero… -volvió a ocultar su rostro-. ¿Qué voy a hacer? ¿Andrés? Pero… pero si apenas hemos cruzado un par de palabras desde que viene aquí –se levantó de la mesa con rapidez y se quitó el delantal-. Tengo que ir a hablar con él y aclarar las cosas.
María se levantó y la detuvo.
-¡Un momento! ¿Qué vas a decirle? Piénsalo bien antes de cometer un error –le pidió-. Si le dices que no vas a ir con él, que todo ha sido una confusión… le destrozarás el corazón. Y no sabes lo ilusionado que está con la cita.
-¡Pero ese no es mi problema! –le gritó para enseguida arrepentirse de sus palabras-. Bueno… sí lo es. La culpa es mía por no prestar atención; y por ello tengo que aclararlo. Quédate aquí mientras yo…
Se dirigió hacia la puerta, sin embargo, María la cogió del brazo.
-¡Espera! –la detuvo, más calmada que su amiga, quien apenas podía razonar-. Piénsalo. Quizá no sea tan mala idea…
¡Qué! –saltó Celia, sin dar crédito-. No es mala idea… es pésima. No quiero ninguna cita, María. Bastante tuve con Ricardo para volver a…
-¿… a enamorarte de nuevo? –le preguntó con calma, empezando a comprender porque su amiga era tan rehuyente a los hombres-. Es eso lo que te da miedo, ¿no? Volver a entregar tu corazón a alguien y que te rompa tus ilusiones.
-Pues sí –le confirmó con gesto serio y cruzándose de brazos-. Ningún hombre volverá a burlarse jamás de mí.
 -No creo que Andrés sea precisamente de esa clase de hombres –le defendió María-. Apenas le conozco, sí, pero por lo que me ha contado Gonzalo de él, es un joven de fiar, trabajador y de buen corazón –se acercó a su amiga y posó su mano sobre su brazo, en un gesto conciliador-. No se merece que se lleve un disgusto. Es de los pocos hombres que valen la pena. Dale una oportunidad, Celia. No todos son como Ricardo; y algo me dice que Andrés lograría hacerte feliz.
-¡Eh, eh, no corras tanto, Celestina! –saltó ella, viendo el rumbo que estaba tomando la conversación. Las palabras de María habían logrado hacer mella en Celia, y por un instante sopesó la idea de darle una oportunidad al joven capataz. Si bien era cierto que apenas le conocía del restaurante y de los comentarios de los aldeanos, quienes le tenían por un hombre responsable y preocupado por su familia. Quizá no fuera tan mala idea, pensó de pronto. Pero el solo hecho de volver a salir con alguien le daba vértigo-. Está bien, está bien –cedió finalmente; María sonrió-. Aunque deberá de ser por la noche, cuando cierre el puesto y… -señaló a su amiga con el dedo índice, a la vez que sus ojos mostraban un brillo amenazador-;… os quiero a Gonzalo y a ti con nosotros… por si la cosa no sale bien. Además, no quiero que los aldeanos crean que… que estamos saliendo; que luego todo son habladurías y chismorreos.
-¡Ya! –se burló María, quien se mordió el labio inferior, sin poder ocultar una sonrisa pícara-. Y tú tienes una reputación que mantener.
-No –se defendió alzando el mentón ofendida-. No se trata de eso. Es solo que… ¡Ay, mira, mejor déjalo! –volvió a colocarse el delantal y cogió de nuevo el cuchillo para seguir con la tarea-. No lo entenderías.
La esposa de Gonzalo se acercó a ella.
-Lo que entiendo es que tienes miedo de enamorarte y por eso pones tantas pegas; porque sabes que podrías enamorarte de Andrés, y entregarle tu corazón a alguien te da pánico.
Su amiga la miró un instante, dispuesta a decirle que aquello no era cierto. Sin embargo no lo hizo, pues María tenía razón. Había levantado un muro contra cualquier hombre que se le acercara, por miedo a que le hiciesen daño de nuevo. Pero aquel muro no solo alejaba a los que traían malas intenciones, sino también a los que como Andrés, podían hacerla feliz.
De repente, los ojos de Celia miraron el bol en el que había estado trabajando María. Los huevos seguían sin estar bien mezclados a pesar de los esfuerzos que había hecho su amiga por batirlos bien. La joven soltó una carcajada al verlos.
-¿De qué te ríes ahora? –quiso saber María, que continuaba batiéndolos sin mucho éxito.
-De tus artes culinarias. Se ve que a tu esposo no lo conquistaste precisamente por el estómago.
María miró el contenido del bol donde los huevos seguían sin mezclarse; y chasqueó la lengua, molesta.
Nunca se le había dado bien la cocina por mucho que lo había intentado. Si bien era cierto que en los últimos años había hecho grandes progresos y de vez en cuando era ella misma quien se encargaba de la comida. Pero en esta ocasión, el “asunto” de Celia la había desconcentrado de su tarea, y ahora tenía unos huevos mal batidos.
 Aun recordaba con cierto pesar el ridículo que hizo unos años atrás cuando presentó una tortilla de patata en el concurso de Puente Viejo. Hasta el propio Gonzalo le había dicho que era un desastre.
Dejó el bol y se secó las manos con el trapo de cocina antes de quitarse el delantal. Afortunadamente, la llegada de Teresa en ese instante, le dio la excusa para dejar de ayudar a Celia.
Mientras María y Teresa se sentaron para comenzar la clase, Celia continuó con la elaboración de la torta, sin poder quitarse de la cabeza su cita con Andrés.

No iba a admitirlo delante de su amiga. Pero en su interior, la cita con el capataz no le parecía tan mala idea.

CONTINUARÁ...

viernes, 30 de octubre de 2015

CAPÍTULO 12 
Al día siguiente, Gonzalo se enteró de lo que le ocurría a Andrés. El capataz llegó a la finca con una sonrisa de oreja a oreja; y terminó por contarle a su amigo lo que le sucedía y porqué el día anterior había estado como ausente.
-Me armé de valor, tal como me recomendaste, y se lo pedí –le confesó, mientras recorrían a pie uno de los bancales que acababan de ser sembrados.
-¿Y… aceptó? –le preguntó el esposo de María, algo sorprendido. Lo cierto era que conociendo a Celia, le extrañaba que la joven hubiese aceptado la invitación con tanta rapidez; aunque cabía la posibilidad de que ella estuviera interesada en el capataz y no lo hubiese expresado hasta el momento.
-A la primera –le confirmó Andrés, pasándose la mano por la frente sudorosa-. Hasta yo me extrañé y tuve que pedirle que me lo repitiese. Me dijo que sí… sin dudarlo ni un instante.
Gonzalo se detuvo, alzando una ceja, contrariado. Nada de aquello le cuadraba. ¿Estaban hablando de la misma Celia que no quería ver a un hombre cerca de ella si no era para dejarle unos buenos cuartos en el restaurante o… se trataba de otra que no conocía?
-Pues… me alegro –dijo al fin, retomando el paso y observando que la siembra en aquel bancal había sido realizada correctamente-. Quizá pensábamos que Celia era más reticente y estábamos equivocados.
Andrés, sin poder ocultar el júbilo que le embargaba, le dio una palmada amistosa a Gonzalo en el hombro.
-Y todo gracias a ti, que me animaste a pedírselo –le agradeció el joven-. Por cierto… me dijiste que podíamos ir con vosotros a la verbena –recordó, azorado-. ¿Sigue en pie la propuesta? No me malinterpretes, pero… conocéis mucho mejor a Celia que yo, y supongo que estará más a gusto si está rodeada de sus amigos.
Gonzalo asintió.
-Claro –le confirmó y se volvió hacia su derecha, oteando el mar que se vislumbraba a lo lejos-. No hay problema. Y… cambiando de tema –se agachó y tomó un puñado de tierra, que deshizo entre sus dedos, notándola con cierta humedad ¿Has tomado muestras de estas tierras? Me preocupa que comiencen a salinizarse. No me gusta nada aquel pequeño barrizal. Lleva semanas sin llover y el sol aprieta bastante como para que esté lleno de agua.
El capataz apretó los labios, tan preocupado como Gonzalo.
-Ahora mismo tomo muestras de aquella zona y de ésta –declaró, volviéndose para regresar a la hacienda donde había dejado el maletín que tenían para realizar las extracciones.
Sin embargo, cuando el capataz volvió con el material, Gonzalo había tomado una decisión. No solo iban a tomar muestras de aquellas tierras más cercanas al mar sino de toda la finca; quería tener aquella zona controlada.
-¿No te parece demasiado exagerado? –le preguntó Andrés, que conocía mejor el lugar-. Entiendo tu preocupación pero…
-No es que no confíe en tu criterio –le cortó Gonzalo con seriedad-, pero sabes cómo son de traicioneras las corrientes marinas; y si las últimas crecidas han llegado más adentro, hasta zonas que ya hemos cultivado… -negó con la cabeza, preocupado-. Si las pillamos a tiempo, aun podríamos salvar las cosechas.
El capataz asintió ante su explicación y entre los dos se pusieron a tomar muestras de cada bancal.
Al finalizar la jornada, ya tenían en su poder muestras de toda la finca. Andrés se encargó de llevarlas al laboratorio del pueblo, donde su amigo, Alfredo, las analizaría lo más rápidamente posible.
Por su parte, Gonzalo antes de regresar a casa pasó por telégrafos para poner un telegrama al científico. Necesitaban tener noticias suyas cuanto antes. Su respuesta y sus resultados eran de vital importancia para solucionar el problema.
Al llegar a casa, Margarita le indicó que su esposa se encontraba en el jardín.
María estaba sentada en uno de aquellos sofás típicos de aquellos lares que llamaban hamacas y que estaban hechos de cañas y mimbre como las cestas. La joven leía un libro bajo la sombra del porche, con la sola compañía del lejano rumor de las olas del mar y la suave brisa que con la caída de la noche llegaba hasta allí.
Al sentir la presencia de Gonzalo, levantó la cabeza y cerró el libro, dejando un dedo marcando la página.
-Te estaba esperando –le dijo ella, a la vez que su esposo se sentaba a su lado. Le recibió con un dulce beso, que le hizo soltar un suspiro.
-Qué mejor manera de volver a casa y que te reciban así –declaró Gonzalo, entrecerrando los ojos.
María le acarició el rostro con ternura.
-¿Estás muy cansado, cariño? –se preocupó ella.
-No más de lo habitual –declaró el joven cogiéndole una mano y llevándosela a los labios para besarla y aspirar su aroma-. Ha sido un día un poco complicado; solo eso.
-Si quieres contármelo…
Gonzalo volvió a besarla, dejando unos instantes su frente apoyada en la suya, y cerrando los ojos.
-Ya sabes… -murmuró, se alejó un poco y le recolocó un mechón de pelo tras la oreja con cuidado-, lo de siempre: seguimos sin tener noticias del científico y cada día que pasa la concentración de sodio en las tierras aumenta. Antes de volver a casa me he pasado por telégrafos para mandarle un telegrama urgente a don Jorge. No podemos seguir así.
María le escuchó en silencio, apretando los labios, preocupada. Sabía lo mal que se sentía Gonzalo por no poder hacer nada con aquel problema mientras el científico, don Jorge, no hallase la solución.
-Seguro que pronto tendremos noticias suyas –trató de infundirle ánimos-. En nada, todo esto solo será un mal recuerdo.
Gonzalo le sonrió levemente, agradecido. Solo María era capaz de devolverle la esperanza de que todo saldría bien. Junto a ella, siempre lo veía posible.
-¿Me pregunto qué haría yo sin ti, y tus palabras de aliento?
-No me des tanto jabón que nos conocemos, Gonzalo –lo riñó ella con cariño-. Que cuando me hablas así es porque buscas algo.
-Quererte y adorarte –declaró con un brillo febril en los ojos-. ¿Te parece poco?
Su esposa no pudo resistirse a sus palabras y le besó de nuevo, sintiendo el sabor del mar en sus labios.
-¿Y Esperanza y Martín? –preguntó él, dándose cuenta de que ninguno andaba por allí, cuando lo habitual era encontrarles jugando a esas horas.
Aunque tras la desaparición de Ramita, la alegría de sus hijos se había evaporado y apenas salían al jardín a jugar. Esperanza seguía triste, esperando que su mascota regresara a casa de un momento a otro, y Martín, se sentaba junto a su hermana, apoyándola en silencio.
-Los acabo de acostar –le dijo con gesto serio-. Hemos estado toda la tarde en el restaurante de Celia. Pensé que allí se olvidarían por un rato de la ausencia de Ramita… pero no. Se han sentado en un rincón, cada uno con sus juguetes y apenas se han movido. Siguen tristes y no sé qué hacer para animarles. Incluso se me ha pasado por la cabeza buscarles otra mascota. ¿Tú que crees?
Gonzalo mostró una media sonrisa, apenado.
-No sería mala idea –convino él-. Ya pensaremos en algo.
-Debo de reconocer que hasta a mí me hace falta escuchar sus constantes repeticiones. Jamás pensé que le echaría de menos. Ya son varios días sin Ramita y no creo que vuelva, la verdad.
Gonzalo suspiró, soltando la tensión que se le acumulaba en el pecho.
-Algo debe haberle sucedido algo. O se ha perdido o alguien lo ha encontrado y se lo ha quedado… no sé. Entiendo que Esperanza y Martín estén tristes. Me hubiese gustado llegar antes y darles su beso de buenas noches, al menos para aliviarles.
-Bueno, luego subes y lo haces –le sugirió su esposa.
Gonzalo apretó los labios.
-Por cierto –dijo de pronto-, ya que has mencionado a Celia. Dices que has estado con ella. No me malinterpretes, pero… te han visto la mayoría de las tardes en el restaurante. ¿Qué os traéis entre manos?
María palideció. No se esperaba la pregunta, sin duda alguna; al parecer todas las precauciones que habían tomado para ocultar que por las tardes se reunía con Celia y Teresa en el restaurante, habían sido en vano.
Y a pesar de la promesa que le había hecho a la esposa del pescador, María no quería seguir ocultándole a Gonzalo la verdad.
-Verás, cariño –se volvió hacia él, tras dejar el libro sobre la mesa-, hay un motivo de fuerza para ello. Te pido que no te enfades por lo que voy a contarte.
Su esposo entrecerró los ojos. ¿Tan importante era lo que le había estado ocultando para decirle aquello?
-No me asustes, María. ¿Qué ocurre?
La joven le tomó de las manos y comenzó a relatarle lo sucedido en las últimas semanas; le habló de la idea que había tenido de continuar dándole clase a Teresa, pero clandestinamente, lejos de miradas indiscretas, que pudiesen llegar a oídos de Julio.
-Y pensé que la mejor excusa que podíamos inventarle para que Julio no sospechase la verdad, era que Celia le ofreciera un trabajo en el restaurante –concluyó María.
Gonzalo la había escuchado en silencio. El joven ya intuía que su esposa no iba a quedarse de brazos cruzados viendo aquella injusticia. Sin embargo le había sorprendido cómo había logrado engañar a todo el mundo, incluido a él mismo.
-¿Estás enfadado? –le preguntó al ver que no le decía nada-. Sé que debería habértelo dicho antes pero le prometí que quedaría entre nosotras.
-¿Cómo voy a enfadarme contigo? –le devolvió la pregunta, sin poder ocultar un brillo de orgullo en su mirada-. Lo que me extrañaba es que te quedases de brazos cruzados, sin hacer nada.
Ella sonrió avergonzada.
-Entonces…
-…Entonces –le cogió el mentón, acariciándole la barbilla-, me siento muy orgulloso de lo que estás haciendo; pero… no me gusta que me ocultes las cosas, y más cuando son de esta clase. Imagínate por un instante que el esposo de Teresa os descubre y viene a reclamarte. Me gustaría estar al tanto por si tengo que defenderte, y que no me pille de improviso. Aunque, claro –mostró una media sonrisa, pícara-; conociéndote, sé que te bastas tu solita para defenderte, y que no me necesitas.
-No digas eso –le pidió ella, bajando la mirada-, yo siempre te necesito.
Su esposo acercó el rostro, agradecido por sus palabras. Él también la necesitaba, y saber que ella sentía lo mismo, le llenaba de dicha.
Rozó sus labios con calma, como le gustaba besarla; queriendo que cada caricia quedase marcada en ella para siempre.
-Y… otra cosa –arqueó una ceja-. ¿Has hablado con Celia? ¿Te ha dicho algo de su cita?
María se echó un poco hacia atrás, sorprendida.
-¿Qué cita?
-La que tiene con Andrés –le dijo Gonzalo-. ¿No te lo ha dicho? Andrés la invitó ayer a la verbena de Santa Caridad y Celia aceptó.
Su esposa mostró una media sonrisa.
-¿Estás de chanza? –la joven no daba crédito a lo que le estaba contando-. Pero… ¿cuándo la invitó? Porque ella no me ha dicho nada –y recordó las últimas palabras que había pronunciado el día anterior-. Es más, volvió a decirme que a los hombres los quería bien lejos. Por eso me extraña que haya aceptado una cita con él.
-Conociendo sus reticencias, a mí también me ha extrañado –le confesó Gonzalo-, pero Andrés está seguro que aceptó. Además, deberías de ver lo feliz que está con la cita.
-No me extraña. Y más sabiendo que no acepta a un hombre así como así –miró al frente, pensativa-. Lo raro es que no me haya comentado nada. Sí que me dijo el otro día que iba a volver a colocar un puesto de comida, como el año pasado, pero de una cita con Andrés… ni mentarlo.
-Quizá… -aventuró Gonzalo-, no lo ha hecho para no darte alas y te chancees de ella.
-¿Yo? –se hizo la ofendida, llevándose la mano al pecho.
-Sí, tú, cariño –corroboró su esposo, siguiéndole el juego-. Que con lo que te gustan las historias románticas, eres capaz de liarla antes de hora.
La joven entrecerró los ojos, tratando de parecer molesta.
Acercó su rostro a Gonzalo y clavó una mirada retadora en él.
-Te quejarás de mí, bandido –musitó, a escasos centímetros de su boca; tentándole con su comentario-. ¿Tengo que recordarte que si no fuera por mi romanticismo más de una vez…?
Gonzalo no la dejó terminar con la frase, besándola de nuevo, ante su provocación.
-¿Qué decías de mi falta de romanticismo? –le preguntó él, momentos después, con el corazón desbocado, observando el rostro de María, ligeramente enrojecido; a la vez que sentía sus latidos junto a los suyos.
-Que… -logró balbucear, aun con el sabor de sus labios en los suyos-, que tienes que seguir practicando si quieres que cambie de opinión.
Gonzalo tomó aquellas palabras como una invitación velada a que volviera a besarla, cosa que no dudó.
Pese al tiempo que llevaban juntos, su amor crecía día a día, si eso era aún posible; así como el deseo y la pasión, que alimentaban con pequeños detalles y palabras llenas de intención.
El sol hacía ya rato que se había ocultado tras las montañas y la noche estrellada había tomado el relevo.
María se recostó sobre el hombro de Gonzalo, disfrutando de su compañía, en silencio.
-Estoy pensando que… –dijo de pronto mientras su esposo le acariciaba la mano que había colocado sobre su pecho-, no recuerdo que nosotros tuviésemos una primera cita.
-¿Cómo qué no? –giró un poco la cabeza para mirarla-. Lo que no pudimos acudir ninguno de los dos. Yo, porque don Anselmo me lo impidió; y tú porque tenías que atender a dos sacerdotes en la Casona. ¿O acaso ya no lo recuerdas?
María sonrió al recordar aquel momento. Gonzalo tenía razón. Sí, habían tenido una primera cita que se truncó por avatares del destino. Sin saber todavía quién era, la joven le había citado en el puente, a las afueras de Puente Viejo, para contarle la historia de amor de Tristán y Pepa, la partera.
-Cierto –confesó ella, finalmente, sin levantar la cabeza-. Pero he de confesarte una cosa.
-¿El qué? –se extrañó él.
-Que yo si fui a la cita. Y quise matarte por no acudir –le dio unos suaves golpecitos en el pecho, tratando de parecer molesta-. No sé si algún día podré perdonarte el plantón que me diste.
Gonzalo le acarició el pómulo con la yema del dedo, dibujando su contorno hasta llegar al mentón y obligarla a levantar la mirada.
Sus ojos se cruzaron unos segundos, hablando aquel idioma mudo que solo ellos comprendían. Volvió a besarla con calma.
-Creo que sé la manera de compensarte –le murmuró al oído, haciéndola estremecer.
Sin darle tiempo a reaccionar, se levantó y la cogió en brazos.
-Gonzalo, ¿Qué haces? –le preguntó ella, entre risas, mientras caminaba hacia el interior de la casa-. Es hora de ir a cenar.

-Creo que la cena podrá esperar –dijo con una media sonrisa, pícara, subiendo las escaleras que conducían a su alcoba-. Antes tengo una deuda pendiente contigo, que voy a saldar ahora mismo.
CONTINUARÁ...

jueves, 29 de octubre de 2015

CAPÍTULO 11 
Habían pasado varios días desde que María y Gonzalo se enterasen de la noticia de la muerte de la Montenegro. La joven se había comunicado inmediatamente con Emilia, llamándola al Jaral. Hasta ese día, hablar con su madre por teléfono era casi imposible, pues no querían arriesgarse a que Chelo, la telefonista la reconociera y le fuera con el chisme a Dolores Mirañar o a la propia Francisca. No habían planificado su fuga de Puente Viejo con tanto esmero para echarlo todo a perder por una simple llamada. Sin embargo, con la muerte de la ex dueña de la Casona, toda precaución ya era innecesaria; ya no importaba si se sabía la verdad: que Gonzalo, María y Esperanza estaban vivos.
De manera que María logró hablar con Emilia aquella misma noche. Su madre le contó los pocos detalles que sabía sobre la repentina muerte de Francisca, quien al parecer había sufrido un infarto mientras desayunaba y nada se había podido hacer por salvarla. El destino había jugado en su contra los últimos años. Tras contraer matrimonio, clandestinamente con Raimundo, éste falleció, a los pocos días,  en un accidente a caballo; un hecho que para la familia había sido orquestado por la propia Montenegro al enterarse de que Raimundo había sido el artífice de su debacle económica, aliándose con su peor enemigo, Severo Santacruz para arrebatarle todo y dejarla en la más absoluta de las miserias.
Despojada de todas sus propiedades, la Montenegro había vivido en un asilo de pobres, sin más visita que la de don Anselmo que trataba de darle consuelo sin éxito. La vida de la mujer más influyente de la comarca se había vuelto en aquellos años, gris, vacía e insoportable; la traición de Raimundo había terminado de endurecer su corazón, rompiendo aquella piedra en mil pedazos.
En aquella conversación con su madre, Emilia le preguntó a su hija si la noticia cambiaba en algo sus planes. La esposa de Alfonso quería salir de dudas, ya que desde su visita a Santa Marta, tras ser testigo de la vida feliz y sosegada que llevaba María, se había dado cuenta que quizá regresar a Puente Viejo ya no entraba en sus planes, y así se lo confirmó: la muerte de la Montenegro no cambiaba en nada su vida porque ahora ésta estaba al otro lado del Atlántico.
La respuesta entristeció a Emilia, aunque en su interior ya conocía aquella decisión desde hacía tiempo. El problema era aceptar que María había elegido volar lejos de ellos, con Gonzalo y sus hijos. Solo con el apoyo y el cariño de Alfonso lograría aceptarlo. Y como le decía éste cada vez que la veía triste: siempre podían ser ellos quienes les visitaran en Santa Marta, como ya había sucedido con anterioridad.
Y mientras en Puente Viejo se despedían de la señora, en el pueblo costero de Santa Marta, los aldeanos continuaban con sus quehaceres, preparando ilusionados la fiesta que tendría lugar en pocos días en honor a la patrona de Cuba.
Tras terminar la jornada en el campo, Andrés se marchó rápidamente, con gesto preocupado y sin mediar palabra. Gonzalo no sabía si estaba preocupado por la salud de su madre, quien había empeorado en los últimos días, o se trataba de otro asunto. El  caso era que el esposo de María le había visto todo el día con el semblante ausente, como si su mente estuviera a cientos de kilómetros de allí. Algo le rondaba por la mente, eso estaba claro; y no sabía de qué podía tratarse. Por ello había pensado en invitarle a tomar algo en el restaurante de la playa al finalizar el trabajo; sin embargo el capataz no le había dado opción a ello.
De manera que Gonzalo tuvo que cambiar ligeramente de planes, acudió a la casa grande y aprovechó para firmar los papeles que habían llegado de los proveedores y que llevaban varios días olvidados sobre el escritorio. Estando allí, recibió la llamada de su hermano Tristán, quien quería saber cómo seguían las cosas por sus tierras, en su ausencia. Gonzalo le puso al tanto de las últimas novedades acaecidas por allí y se interesó por cómo estaba él y su esposa Clara. Tristán apenas pudo contarle mucho porque su esposa le estaba esperando para acudir al teatro; sin embargo tuvo tiempo para decirle que ambos estaban disfrutando mucho de aquel viaje.
Mientras, María se encontraba en la trastienda del restaurante junto a Teresa. La joven avanzaba en sus clases a pasos agigantados y la esposa de Gonzalo no podía más que sentirse orgullosa al ver el esfuerzo tan grande que hacía su alumna para aprender en el poco tiempo que disponían, ya que una vez al salir de allí, le era totalmente imposible seguir con el estudio.
-He pensado que mañana te traeré un libro nuevo –le dijo María, recogiendo la cuartilla que se había terminado-. Tus avances son tan grandes que creo que ya serás capaz de comenzar a leerlo. ¿Te parece?
Teresa sonrió, emocionada. Hasta el momento tan solo había leído frases sueltas, e imaginarse leyendo uno de aquellos libros llenos de letras era algo que le resultaba casi impensable.
-¿Usted cree que… que ya estoy preparada? –le preguntó a María, dubitativa-. Quizá todavía debo seguir practicando con las cuartillas antes de…
-Yo creo que sí puedes hacerlo –le cortó María, confiando en su pupila, a quien veía capaz de eso y mucho más-. No es cosa de leerlo entero en un solo día, pero una página, estoy segura de que sí podrás.
Teresa apretó los labios. No sabía cómo devolverle a la esposa de Gonzalo todo lo que estaba haciendo por ella, y la confianza que había depositado en su persona.
María miró el reloj de la pared. Aún les quedaban veinte minutos para finalizar la clase.
-Pasamos a las sumas –sacó otra cuartilla donde Teresa estaba aprendiendo a sumar los números-. De momento es algo que se te da bastante bien. Si veo que en estos días no cometes ningún fallo, comenzaremos con las sumas llevando.
La joven abrió los ojos, asustada.
-¿Y eso… es muy complicado?
María sonrió, divertida ante su ingenuidad.
-Para nada –la tranquilizó, escribiendo unas cuantas sumas en la hoja-. Tan fácil como lo que estás haciendo ahora –le pasó la cuartilla-. Tú sigue así y ya verás que sencillo te resulta todo.
La esposa de Julio soltó un suspiro antes de concentrarse en la tarea que María le había preparado.
Fuera, en el restaurante, los clientes comenzaban a llegar de sus trabajos, ya fuera en el campo o en alta mar. Celia ya se conocía los horarios que llevaban y tenía listo lo que solían pedirle. María siempre le decía que era muy previsora, una cualidad que admiraba en su amiga.
La joven estaba secando los últimos vasos cuando vio que Julio se dirigía hacia ella. Celia apretó el paño, asustada. ¿Qué hacía el pescador a esas horas allí? Normalmente su hora de llegada eran las seis, y apenas acababan de sonar las cinco. Su mente voló a la trastienda, deseando que tanto María como Teresa no se les ocurriese salir de allí en ese preciso instante.
-Buenas tardes –la saludó Julio, con cierta rudeza-. ¿Está Teresa, dentro?
Celia tragó el nudo que se le había formado en la garganta. Un nudo de temor.
-Sí –afirmó con toda la tranquilidad que fue capaz de atesorar; bajó la mirada y continuó con su trabajo como si no le afectara la pregunta-. ¿La necesitas para algo? Está terminando de planchar unos manteles.
-Puedes decirle que salga –le pidió Julio, entrecerrando sus pequeños ojos negros-. Tengo que hablar con ella.
Celia le sostuvo la mirada unos segundos, preguntándose qué querría decirle el pescador. Solo entonces se dio cuenta de que no había venido solo, sino, como iba siendo ya costumbre en él, le acompañaban los forasteros que habían llegado al pueblo semanas antes, y que al parecer habían logrado encontrar trabajo en una finca del pueblo vecino.
-Espera aquí que voy a buscarla –le pidió, apretando los puños.
El pescador asintió levemente.
En el instante en que Celia entró a buscar a Teresa, Andrés llegó al restaurante. Su mirada buscó a la joven, casi con desesperación. ¿Dónde se había metido? Se detuvo en mitad del salón, rodeado de mesas, ya ocupadas, y sopesando sus opciones. ¿Qué sería mejor, acudir a la barra u ocupar una mesa como era su costumbre? En la barra podría hablar más tiempo con ella pero igual la asustaba o se lo veía venir antes de tiempo. La mente del capataz bullía de dudas. Llevaba días dándole vueltas a cómo pedirle a Celia que le acompañase a la verbena pues la fiesta se acercaba y él todavía no había sido capaz de dar el paso. Así que esa misma mañana se había levantado con la intención de no demorarlo más. Cuanto antes saliera de dudas, antes descansaría.
Finalmente optó por sentarse en una mesa porque en la barra estaba Julio y lo último que Andrés deseaba era tener público en un momento tan crucial como aquel.
En cuanto Celia entró en la trastienda, María supo por la palidez de su rostro que algo no andaba bien.
-¿Qué sucede? –se levantó de la mesa, asustada, pensando que le hubiese ocurrido algo a Gonzalo o a los niños.
Celia tragó saliva y miró a Teresa, quien se volvió hacia ella.
-Julio quiere verte –declaró en voz baja, temiendo que el pescador pudiera escucharlas, aunque sabía que era imposible-. Está fuera.
Teresa se levantó con tanto ímpetu, asustada, que tiró la silla al suelo.
-¿Julio? –repitió con voz temblorosa. Miró a ambas mujeres que vieron el temor en sus ojos-. Lo sabe –sentenció; y se volvió hacia Celia-. ¿Qué te ha dicho? ¿Estaba muy enfadado?
-Tranquila –se acercó a ella la joven y la tomó de las manos que estaban frías por el miedo-. Tan solo me ha preguntado si estabas aquí, le he dicho que estabas terminando de planchar unos manteles y me ha pedido que salieras… que tiene algo que decirte.
La esposa del pescador temblaba como una hoja. Si su marido había descubierto que le había desobedecido…
-Teresa, ve –le pidió María, acercándose a ella; su voz pausada le infundió ánimos a la joven-. No tienes motivos para pensar que sabe lo que estamos haciendo. Nadie nos ha visto aquí dentro; y ni Celia ni yo se lo hemos contado a nadie –Celia asintió, con una sonrisa cómplice.
La joven sintió como sus latidos le martilleaban la sien, incapaz de controlarlos.
-Se va a dar cuenta –sentenció con un brillo de temor en sus ojos; y negó con la cabeza-. Si es que no sé mentir. Verá que algo le oculto y querrá saberlo.
María la cogió de los hombros y la obligó a mirarla.
-Escúchame bien –le pidió la esposa de Gonzalo, con gesto serio y la determinación que le faltaba a Teresa-. No va a sospechar nada… porque no sabe nada. Yo era como tú antes, incapaz ocultar la verdad, pero la vida me enseñó a hacerlo por mi bien, y por el de los míos. Y si yo pude en su día, tú también puedes hacerlo ahora –tomó aire antes de continuar-. Julio tan solo quiere hablar contigo. Él piensa que estás trabajando; pues bien, eso es lo que va a seguir creyendo. ¿De acuerdo?
Teresa se preguntó que sería aquello que tuvo que hacer María en el pasado para hablar con aquella seguridad que no admitía ni una miaja de culpabilidad por haber mentido.
La joven cerró, un segundo, los ojos para serenarse y tomó aire.
-Está bien –decretó, para alivio de sus dos amigas-. Lo haré. Aunque no me guste tener que mentirle.
-A veces es necesaria una mentira –dijo Celia, ya serenada-. Es solo cuestión de prioridades. Y sal de una vez a ver qué es lo que quiere tu esposo, que si tardas más de la cuenta sí que comenzará a sospechar, pero de verdad.
Los dedos de Julio traqueteaban sobre la barra, impaciente, mientras esperaba a su esposa.
Teresa salió unos minutos después, recolocándose el delantal.
-¡Al fin! –declaró el hombre, cansado-. Ya estaba por entrar a buscarte, mujer.
La joven sintió la boca seca ante tal respuesta.
-Estaba…  -comenzó a dudar pero recordó enseguida las palabras de aliento de María y volvió a hablar, esta vez con mayor seguridad-, estaba terminando de planchar unos manteles. No podía dejarlos a medias. ¿Qué sucede? ¿Hoy has terminado antes?
Julio percibió algo extraño en su mirada, que no supo discernir, y que atribuyó al hecho de haberla molestado en su puesto de trabajo.
Celia salió del interior y se puso a faenar en la barra, escuchando la conversación. A lo lejos, Andrés se envaró al verla.
-Solo quería saber si te queda mucho pues he de ir a ver unos asuntos y no podré acompañarte a casa –le explicó.
-Pues… -Teresa sintió como su corazón se aliviaba al escuchar aquellas palabras-, todavía me queda un rato. Hay bastante que planchar. Pero no te preocupes, ya volveré sola.
Julio miró de reojo a Celia quien parecía ajena a la conversación.
-Está bien –declaró finalmente, apretando los labios. Entonces se dirigió hacia Celia-. Tráenos unos de vasos de ron, a la mesa. Y algo para llevarnos al buche que venimos hambrientos.
-¿Llegarás tarde a casa? –le preguntó Teresa de pronto-. Lo digo por prepararte la cena.
-No lo sé –contestó con rudeza, visiblemente molesto por la pregunta-. Llegaré cuando llegue.
Su esposa no respondió, pues supo que le había sabido mal la pregunta, así que aceptó la respuesta con un leve asentimiento de cabeza.
-Vuelvo dentro, que hay mucho que hacer –dijo cabizbaja; y regresó a la trastienda bajo la atenta mirada de Celia.
-Tampoco había que ser tan borde, ¿no? –le recriminó la joven, incapaz de morderse la lengua-. Es tu esposa, no tu esclava.
-¿Acaso te digo yo como llevar tu… -echó una mirada despectiva al restaurante-… tu negocio?
Celia alzó el mentón con gesto orgulloso. Desde su mesa, Andrés observó la escena. No podía escuchar lo que se estaban diciendo pero no debían de ser palabras muy amigables. El joven tuvo la tentación de acercarse por si Celia necesitaba ayuda con el pescador, pero se contuvo.
-Sabes que conmigo las amenazas no sirven, Julio –le espetó ella con cautela-. Y no voy a meterme en tu casa, tranquilo. Solo te digo que Teresa es una mujer que vale mucho y deberías tenerlo en cuenta. Más que nada porque te quiere y si sigues tratándola así, lo único que conseguirás es que ese amor se vuelva temor.
-¿Ya has terminado de darme el sermón? –se reveló el pescador, quien no estaba acostumbrado a que le hablaran de aquella manera; y mucho menos una mujer-. Que sepas que nadie me da lecciones de cómo debo, o no, tratar a mi esposa. Y si te he escuchado es por ser quien eres, Celia. Pero hasta ahí.
-Pues aún tengo más para decirte –continuó ella, sin amilanarse ante el pescador. Desvió ligeramente la mirada hacia los forasteros-. ¿Qué te traes entre manos con esos?
Julio se volvió a mirar a sus acompañantes que le esperaban en la mesa, ajenos a la conversación.
-Nada que te incumba –dijo con sequedad-. ¿Me traes los vasos de ron?
Dio media vuelta, pero al parecer Celia no iba a quedarse con aquella respuesta.
-Me incumbe cuando afecta a “mi negocio” –apuntó ella-. No quiero que en mi restaurante se lleven a cabo… negocios ilegales.
Los pequeños ojos de Julio centellearon ligeramente, conteniendo la rabia, al oír aquello. Se acercó de nuevo a la barra para hablar en voz baja.
-¿Por quién me tomas? –murmuró entre dientes-. Seré un pobre pescador, pero honrado –golpeó la barra con el dedo índice, ligeramente-. Cada peso me lo gano con el sudor de mi frente y el trabajo de mis manos. Si hay algo de lo que no puedes acusarme es de ser un ladrón.
-No pongas palabras en mi boca que no he dicho –trató de calmarle ella-. Solo te aviso de que esos “amigos” tuyos, no son de fiar. La gente habla, Julio. Y todos aquí nos conocemos. Ten cuidado.
El pescador apretó los labios, sacó unas monedas y las dejó sobre la barra, dando por terminada la conversación. Respetaba a Celia porque tenía tratos comerciales con ella y se lo había ganado a pulso. Pero hasta ahí. No iba a permitirle que le diese consejos. Tenía la suficiente experiencia cómo para saber si alguien iba a engañarle o no. Sin mediar más palabra dio media vuelta y regresó junto a los forasteros.
Celia llenó los tres vasos que le había pedido y se los acercó, con gesto serio. Afortunadamente ninguno de ellos le prestó mayor atención. Eso sí, la joven se dio cuenta de que en su presencia, callaron de golpe, como si no quisieran que escuchase su conversación.
Regresó a la barra y solo entonces reparó en la presencia de Andrés. El joven al ver que le estaba mirando alzó el brazo, dubitativo, y ella acudió al momento.
-Perdona, Andrés –se disculpó la joven, sacando una libretita y lápiz para apuntar-. No te había visto. ¿Vienes solo? –la muchacha frunció el ceño-. ¿Y Gonzalo?
El capataz sintió un sudor frío al tener que hablar con ella. Era capaz de dirigir a toda una cuadrilla de hombres, con mano firme pero no de hablarle a una mujer. Se maldijo por su falta de agallas ante ella; algo que no comprendía.
-Ha… ha tenido que quedarse en la hacienda… creo –murmuró.
Celia asintió. Al levantar la mirada de la libreta, se dio cuenta que desde allí podía ver la mesa de Julio.  El esposo de Teresa y los tres hombres estaban hablando… o más bien hablaba uno de los forasteros, el que Celia consideraba el cabecilla de aquel singular grupo y que se hacía llamar Fidel. ¿Qué se estarían diciendo? Julio fruncía el ceño, serio, y asentía en silencio.
-Y… ¿Qué vas a tomar? –se volvió de nuevo hacia Andrés-. ¿Lo de siempre?
-Sí –declaró, con la mirada puesta en sus manos. Era ahora o nunca se dijo el capataz. Si no lo intentaba nunca lo sabría-. Escucha… Celia… ya sabes que en unos días se celebra la verbena por Santa Caridad… y… yo… había pensado que… tú y yo… juntos… si quieres ¿querrías…?
La joven volvió a mirar en dirección a Julio. En ese instante los cuatro hombres se levantaron de la mesa y salieron del restaurante, juntos. Celia se envaró. ¿Adónde irían? Recordó que el pescador había dicho que tenía asuntos pendientes y que por eso no podía acompañar a Teresa de vuelta a casa. Aquello cada vez le daba más mala espina.
-¿…. Ir a la verbena? –escuchó decir a Andrés.
La joven ladeó la cabeza. No había escuchado bien la pregunta, y estaba a punto de pedirle que volviera a hacérsela pero se dio cuenta de que resultaría maleducada, confesarle que no le había prestado atención. Lo único que recordaba era que le había hablado de la verbena de santa Caridad, de manera que seguramente le había preguntado si iba a acudir.
-Sí claro –declaró con una media sonrisa en los labios. La joven tenía pensado poner un puesto en la verbena para que los aldeanos probasen sus viandas. Era una manera de acercarse más a ellos y que conociesen la mano que la joven tenía para la cocina; y con ello ganar clientela para su restaurante.
Al escuchar las dos palabras, aceptando la invitación, el rostro de Andrés se iluminó. ¿Había escuchado bien? Celia le había dicho que sí, que iría con él a la verbena.
-¿De verdad? –alzó la mirada hacia ella; una mirada llena de ilusión.
-Ya te he dicho que sí –le confirmó ella, sin comprender la insistencia del capataz.
-Perfecto –declaró él con una sonrisa de oreja a oreja.
Celia arrugó el ceño sin entender, e iba a preguntarle que era aquello que le resultaba “perfecto” pero la llamaron de otra mesa y tenía que atenderles.
-Enseguida te traigo lo tuyo –le dijo a Andrés, desconcertada.
Si el capataz de la hacienda Casablanca siempre le había resultado un tanto extraño, después de aquella conversación, a Celia no le quedaba ninguna duda de ello: Andrés era raro.
Por su parte, el joven, ajeno a las cavilaciones de Celia, no podía creerse lo fácil que había resultado invitarla; y todavía más que hubiese aceptado.
Gonzalo tenía razón, pensó Andrés. Celia no era aquella muchacha que quería aparentar frente a todo el mundo. Quizá bajo la máscara de mujer fuerte, valiente, e incluso algo arisca, se escondía una muchacha que había puesto sus ojos en él, sin que ni el propio Andrés se diese cuenta. ¿Sino… por qué había aceptado la cita?
Poco después, Celia regresó al interior de la trastienda donde María y Teresa ya estaban recogiendo los utensilios de escritura, dando por terminada la clase.
-¿Ya se ha ido mi esposo? –le preguntó Teresa, que seguía con el corazón en un puño.
-Hace unos segundos –le confirmó Celia; la miró un momento y no pudo contenerse-. Lo siento Teresa… pero no comprendo cómo puedes estar con alguien como Julio. Alguien que apenas te valora.
-¡Celia! –la riñó María.
-Lo siento, de verdad –se disculpó su amiga-. Pero por el aprecio que te tengo, tenía que decírtelo.
Teresa no respondió. Entendía que desde la posición de Celia o de María las cosas parecían muy sencillas. Pero cuando una había sabido desde muy joven que su destino ya estaba escrito por otros, no veía la manera de cambiarlo.
-Julio es un hombre… especial –respondió, con calma-. Y por extraño que parezca… le quiero. Y sé que él a mí también. No es una persona de mostrar sus sentimientos porque lo considera… de poco hombres. Pero junto a él no me ha falta de nada; me cuida y me protege. ¿Lo entendéis?
María asintió levemente.
-Quizá para nosotras… –miró de reojo a Celia para que no volviese a hablar de más-, que hemos sido educadas en otras circunstancias y otro país, no podamos verlo de igual manera que tú –convino la esposa de Gonzalo-. Pero comprendo lo que quieres decir. Y lo más importante de todo, es que os queráis –posó una mano sobre su hombro-; créeme si te digo que un matrimonio sin amor es lo peor que le puede pasar a una mujer.
Teresa levantó la mirada hacia ella, sin dar crédito a lo que se le había pasado por la mente.
-¿Acaso usted… no quiere a su esposo? –le preguntó azorada.
María sonrió.
-Yo adoro a Gonzalo –le confesó, ruborizándose levemente-. Pero antes de estar casada con él tuve que sufrir el tormento de un matrimonio sin amor; y lo que es peor, maltratada por aquel infame.
-¡Mal rayo le parta! –intervino Celia, recordando al primer marido de María-. Tenías que habérmelo dejado a mí. Yo le habría… -retorció sus manos como si apretara algo.
-Olvídate de aquel infame –le pidió su amiga, mandando aquellos malos momentos al olvido-. Yo hace mucho tiempo que ya lo hice. No merece ningún pensamiento por mi parte –ladeó la cabeza-; al igual que tampoco lo merece Ricardo.
-¡A ese rufián ni nombrarlo! –saltó de pronto Celia, sintiendo un escalofrío; y es que era nombrar al argentino que le había roto el corazón, y ponerse de mal humor-. Bastante escaldada salí con él. ¡A los hombres verles de lejos!  -se volvió hacia Teresa-. Lo siento, de verdad. No quería decir lo que he dicho –sus labios se curvaron en una media sonrisa, burlona-; bueno, sí –María le lanzó una mirada de advertencia que su amiga cazó enseguida-. Pero como dice María, si os queréis… eso es lo importante.
-Gracias, Celia –convino Teresa, y la abrazó-. Sé que solo tratas de preocuparte por mí. Pero estoy bien –miró a una y a otra; sus ojos brillaron, cargados de sinceridad-, y me alegro mucho de teneros como amigas.
María se acercó a ellas.
-Eso no lo dudes nunca –le recordó la esposa de Gonzalo-. Nosotras siempre estaremos ahí, para lo que necesites. Tanto para lo bueno como para lo malo. ¿Verdad, Celia?
Su amiga trató de hacerse la fuerte, pero dejó traslucir su buen corazón y asintió. Las tres se unieron en un abrazo que sellaba su amistad.
No eran tiempos fáciles para la mujer, pues su papel consistía simplemente en ser buena esposa y dedicarse al cuidado de los hijos y de la casa. Sin embargo, algunas, como María, Celia, e incluso la propia Teresa, luchaban desde pequeños rincones, como la trastienda de un restaurante, por realizar sus sueños.
En cierta manera, María ya lo había logrado: estaba unida de por vida a Gonzalo, el hombre al que amaba; y disfrutaba de su amor y cariño; viendo crecer a sus hijos, mientras trataba de ayudar a quienes buscaban el camino hacia su propia felicidad, como era el caso de Teresa y Celia. Dos mujeres que pronto tendrían que afrontar diferentes retos que les cambiaría la vida para siempre.


 CONTINUARÁ...