CAPÍTULO 4
Era media tarde cuando María llegó al
restaurante de la playa.
A esas horas, los aldeanos comenzaban a
llegar de sus trabajos, cansados, sedientos, con hambre y con ganas de
relajarse un poco después de una dura jornada de trabajo, por lo que la dueña
del negocio tenía que afanarse para poder cumplir con todos sus clientes.
La esposa de Gonzalo echó un rápido vistazo
a las escasas cuatro mesas del exterior que se hallaban todas ocupadas por
pescadores, aldeanos y temporeros que se reunían al finalizar la jornada diaria
para poder disfrutar del buen vino y la comida española que allí se ofrecía.
El restaurante de “La Habanera Española” era
uno de los más concurridos por sus manjares y bebidas. Los aldeanos estaban
acostumbrados a la comida típica del lugar y el restaurante de la playa ofrecía
una gran variedad de comida española, diferente para sus paladares pero igual
de agradable que la autóctona, así como los mejores licores llegados desde
España y Estados Unidos. Quien les hubiese dicho cuando vieron la vieja casa
del pescador el día del bautizo de Martín, que un par de años después aquel
lugar sería uno de los locales más frecuentados por los aldeanos.
María pensó que su amiga iba a tener
bastante trabajo ese día.
Cruzó el pequeño comedor y se dirigió hacia
la barra donde encontró a Celia atareada con unas tapas gallegas; una de sus
especialidades.
-Buenas tardes –saludó a su vieja compañera
de convento.
La muchacha levantó la cabeza y le mostró
una sonrisa alegre. Una sonrisa que no había perdido después de todo.
-Hola María –le devolvió el saludo sin dejar
de trasegar tras la barra, llenando vasos de vino, ron y whisky.
-Veo que esto cada vez va mejor –echó una
nueva mirada a su alrededor, viendo que llegaban nuevos clientes-. Dentro de
poco tendrás que contratar a alguien para que te ayude.
-Si quieres, el puesto es tuyo –le ofreció
dirigiéndose hacia una de las mesas. Dejó los vasos con la bebida y un pequeño
plato con albóndigas caseras. Los tres hombres le agradecieron.
-Mejor no –le dijo María, cuando volvió
junto a ella-. Ya tengo suficiente con las dos escuelas y la casa. Gonzalo me
mata si me pongo a trabajar aquí.
-Eso no te lo crees ni tú –le rebatió
sirviéndole un vaso de vino-. Tu esposo es de los pocos hombres que pisan el
suelo por el que pasa su mujer.
El rostro de Celia se ensombreció de pronto.
Una sombra de tristeza mal curada al recordar a aquel muchacho que había
conocido en Argentina y que le rompió el corazón en mil pedazos.
María comprendió enseguida lo que le sucedía
y alargó la mano para reconfortarla.
-Estoy segura que tú también encontrarás un
hombre como Gonzalo –declaró con una media sonrisa-. No todos son como… -calló
de pronto, dándose cuenta de su error.
-Dilo –le pidió su amiga recuperando su
sonrisa-. “No todos son como Ricardo”. No voy a dejar de decir su nombre porque
entonces se enquista y precisamente él, no lo merece.
María admiraba la fuerza de su amiga.
-Lo siento –convino tomando un sorbo de
vino-; lo último que quería era recordártelo.
-No te preocupes –Celia retomó sus
quehaceres dándole la vuelta a un gran puchero que tenía en el fuego-. Ya te
digo que lo peor que puedo hacer es evitar no nombrarle –sacudió la cabeza-.
Pero… hablemos de otras cosas. Ayer me llegó un nuevo cargamento de las bodegas
Castañeda –le sonrió con complicidad-. Tu padre debe de estar ganando mucho.
María asintió, orgullosa. En los últimos
años, Alfonso se había dedicado al cultivo de unas viñas y tal había sido su
éxito que ahora su vino era comercializado hasta en América, convirtiéndose en
uno de los más requeridos por aquellos lares. En Puente Viejo no lo sabían,
pero gran parte de ese requerimiento se debía a los contactos de Tristán Castro
y al buen hacer de Gonzalo.
-Hace tiempo que no tengo noticias suyas
–declaró María con cierta tristeza, aunque sabía que se encontraban bien pero
la llegada del correo tardaba su tiempo-. Y dime… ¿Dónde están Esperanza y
Martín? –frunció el ceño preocupada de no ver a sus hijos por allí.
-Están en la trastienda –le informó Celia
mirando hacia una puerta que llevaba a la parte de atrás del restaurante-.
Están jugando.
María asintió, aliviada.
-¿Y cómo se han portado?
-Perfectamente –declaró la muchacha
colocando varios platos sobre la barra, casi listos para servir-. Ya sabes que
son unos angelitos.
María levantó el mentón ligeramente y
frunció el ceño sin creer aquellas palabras. No podía quejarse de sus hijos
pero si Celia les llamaba “angelitos” era porque algo habían hecho.
-¿Qué ha sido esta vez? –preguntó de golpe.
-La harina de la estantería del fondo
–confesó su amiga, quitándole importancia-. Se ve que Esperanza recuerda sus
tardes en la confitería de Candela y ha querido prepararme un bizcocho.
-Y te lo ha dejado todo perdido, como si lo
viera –María negó con la cabeza, sintiendo una mezcla de ternura y enfado por
lo ocurrido-. Lo siento mucho –dio unos pasos para ir a la trastienda-. Ahora
mismo lo limpio.
Celia le salió al paso y la detuvo.
-¡Qué vas a limpiar! –le cortó-. Ya me he
encargado yo de hacerlo. Además, déjalos, son niños y estaban jugando, nada
más. No se trataba de ninguna travesura.
-Pero deben aprender que hay cosas que no
están bien –le explicó María, avergonzada-. ¿Qué clase de educación debes de
estar pensando que le doy a mis hijos?
-La mejor –se apresuró a decir Celia, con seriedad.
No le gustaba ver a María culpándose así por cosas sin sentido-. Esperanza y
Martín no podían tener unos padres mejores que Gonzalo y tú; eso tenlo por
seguro. Les habéis dado un hogar lleno de amor y felicidad. Eso siempre lo
recordarán y les hará ser buenas personas.
María agradeció sus palabras.
-Voy a por ellos que bastante te he
molestado ya hoy.
-¡Ah, no! –su amiga volvió a impedirle
entrar-. Déjales un rato más que tú y yo tenemos que hablar. Termino de servir
a los de aquella mesa del rincón y me reúno contigo.
María ladeó la cabeza. Quiso preguntarle a
Celia qué ocurría y a que se debía aquel aire tan misterioso, pero su amiga ya
estaba sirviendo a los últimos clientes.
-¿Qué es lo que ocurre? –le preguntó cuando
volvió con ella-. Por tu gesto serio no será nada bueno.
-Eso depende –y le sonrió con picardía
mientras sus pequeños ojos brillaban. Se apoyó en la barra, acercándose a su
amiga con aire de complicidad.
-Depende, ¿de qué? –María comenzó a
asustarse.
-Que digo yo que… ya que puedes abusar de tu
amiga para tenerme de niñera siempre que quieras, para ir a recoger florecitas
al monte con tu esposo… bien podrías contarme como ha sido la cosecha.
María palideció de pronto para segundos
después enrojecer al verse descubierta. Miró en ambas direcciones esperando que
nadie hubiese escuchado a su amiga. Afortunadamente no había personas cerca que
pudieran haberla oído.
-¡Celia! –le recriminó por lo bajo.
-No te pongas melindrosa –saltó sin el menor
atisbo de vergüenza-. Que es lo más bonito del mundo: quererse. Y mucho más con
la sinceridad con que lo hacéis vosotros.
-¿Pero… cómo….?
-¿Qué cómo lo he sabido? –terminó la frase-.
No hay que ser muy avispada para ello. Tú me dejas a los niños y Andrés, el
capataz de la hacienda, me dice que Gonzalo no ha ido a casa sino que cogió el
camino que llevaba al río. Solo he tenido que sumar dos más dos.
María
sonrió para sus adentros. Eso era cierto. Gonzalo y ella se querían con un amor
sincero y puro. Tan puro que había logrado superar cualquier obstáculo por
imposible que pareciese.
-Y por cierto –Celia recordó algo, de
pronto-. Mira que es raro ese joven.
-¿Qué joven?
-Andrés –puntualizó Celia-. Viene a comer
todos los días, teniendo su casa en el pueblo. Y cuando le pregunto qué va a
tomar siempre tiene la mirada baja. ¿Sabes si le pasa algo?
María se mordió el interior del labio,
aguantando una sonrisa. Tan avispada que era Celia para algunas cosas y no se
había dado cuenta de lo más evidente. María estuvo tentada de decírselo pero se
calló; no le correspondía a ella hablarle de lo que le sucedía al joven
capataz.
-Voy a por los niños –repitió de pronto,
dando por terminada la conversación.
Celia negó con la cabeza mientras una media
sonrisa se asomaba en sus labios. Conocía lo suficiente a su amiga para saber
que se escabullía para no hablarle de lo ocurrido con Gonzalo.
Ambas entraron en la trastienda y
encontraron a Esperanza y Martín jugando en el suelo con un manojo de hierbas.
Al ver a María, la niña se levantó y fue a su encuentro.
-¡Madre! –alargó sus pequeños brazos hacia
ella y se agarró con fuerza a su cuello para darle un beso en la mejilla.
-Hola mi niña, ¿ya me echabas de menos?
–Esperanza asintió y su madre le devolvió el beso con cariño sin apartar la
mirada del pequeño Martín, que con pasos más titubeantes se acercó a ella y se
cogió de su pierna.
María soltó a su hija y cogió al niño en
brazos. Tenía el pelo castaño oscuro como su padre y los ojos como ella. Con
sus pequeñas manitas acarició el rostro de María y se abrazó a ella que lo
apretó fuerte contra su pecho.
-¿Y qué dice mi bien? –le preguntó, sabiendo
que Martín apenas balbuceaba palabras inconexas.
-Hemos hecho un bizcocho, madre–le dijo
Esperanza con su tierna voz infantil-. La tita Celia nos ha ayudado.
Celia cogió a la niña y la sostuvo en sus
brazos.
-Y le hemos puesto unas fresas de adorno,
¿verdad? –le siguió el juego. La niña asintió.
-¿Nos vamos a casa? –preguntó Esperanza.
-Sí cariño –concedió María-. Enseguida.
Vuestro padre estará a punto de llegar –se volvió hacia Celia-. Gracias de
nuevo.
Su amiga le sonrió y entonces se dio cuenta
de que algo le rondaba a María por la mente.
-¿Sucede algo? –le preguntó sin irse por las
ramas. Celia no era persona de darle vueltas al asunto, sino de afrontar las
cosas directamente-. Te veo pensativa.
-No es nada –dijo, acomodando a Martín en
sus brazos pues el niño comenzaba a pesar lo suyo-. Es solo que…
-¡Ay María! –se quejó Celia cariñosamente-.
Arráncate ya mujer.
-¿Conoces a Teresa?
-Claro, la mujer de Julio. Se casaron hace
unos meses ¿no? –corroboró su amiga con seriedad-. A ella no la conozco mucho
pero él viene todos los días a venderme el género que pesca. ¿Qué le sucede?
-Pues que hasta hoy era una de mis mejores
alumnas –expuso María con pesar-; pero ha venido esta mañana para decirme que
no puede continuar con las clases porque le quitan tiempo en la casa.
-¿Y cuál es el problema?
-Pues que la conozco y sé que me oculta
algo. Deberías de ver cómo se le iluminan los ojos cada vez que aprende algo
nuevo y con qué entusiasmo hace las cosas; es la primera el llegar y siempre se
queda a ayudarme a recoger las cosas –María no podía ocultar la admiración que
sentía por Teresa, por sus ganas aprender-. Y que ahora me diga que no vuelve
porque… porque no tiene tiempo –se encogió de hombros.
-Sí que resulta extraño –certificó Celia,
entendiendo sus dudas. Miró unos segundos a Esperanza que había vuelto a sus
juegos-. Y si…no. No lo creo.
-¿Qué es lo que no crees? –quiso saber
María.
Celia suspiró.
-Verás –comenzó bajando la voz-. Sabes los
problemas que tuve para abrir el restaurante por ser mujer –le recordó su
amiga. María asintió. Cómo iba a olvidar lo mal que lo pasó Celia al llegar a
Santa Marta, cuando había puesto todas sus ilusiones de establecerse en el
pueblo y lo primero que se encontró en el camino fue la oposición de muchos de
los aldeanos, tan solo porque se negaban a aceptar que una mujer abriese un
negocio, por cuenta propia-. Pues bien… Julio, el esposo de Teresa, fue de los
que se negaron en redondo en hacer tratos conmigo. Es un joven muy… cómo
decirlo… chapado a la antigua y orgulloso; cree que se las sabe todas. Me costó
horrores hacerme respetar y que entendiese que mi condición de mujer no era un
impedimento, y que lo único que lograba con su actitud era perder a un buen
cliente.
María comenzaba a entender adónde quería
llegar Celia
-¿Estás insinuando que si Teresa ha dejado
las clases es por su marido? –expuso la esposa de Gonzalo.
-Solo digo que conociéndole, es una
posibilidad –aclaró su amiga-. No digo que Julio sea mala persona, pero es como
la mayoría de los hombres de por aquí: el sitio de la mujer está en su casa,
haciéndole la comida, remendándole la ropa, criando a sus hijos y calentándole
la cama.
A pesar de conocerla, en ocasiones como
aquella, Celia no dejaba de sorprender a María con su sinceridad ante los
hechos, narrándolos con tanta crudeza.
-¿Pues sabes qué? –María se contagió de la
alegría que desprendía Celia, así como de su fuerza-. No voy a dejar esto así.
Descubriré la verdad. Teresa merece tener la posibilidad de continuar
aprendiendo y si nosotras podemos ayudarla, lo haremos.
Su amiga apoyó su determinación con una
sonrisa cómplice.
-No es necesario que te diga que puedes
contar conmigo.
-Lo sé –afirmó la joven, pues sabía de
antemano que tenía su apoyo incondicional.
En cuanto salieron al restaurante con los
niños, ya para marcharse, Celia detuvo a la joven, asiéndola del brazo.
-No te vuelvas –le murmuró-; Pero cuando
salgas, mira a los cuatro hombres que hay en la mesa del fondo a la izquierda.
El del pelo oscuro, tez muy morena y ojos pequeños… es Julio.
María asintió con el corazón en un puño.
Había visto al marido de Teresa alguna que otra vez, pero nunca se había
detenido a mirarle.
Tras despedirse de Celia, dio media vuelta y
salió del restaurante con Martín en brazos y Esperanza cogida de su mano.
Tal como le había indicado su amiga, miró
con disimulo hacia la mesa donde cuatro hombres hablaban en voz baja, absortos
en su conversación.
María identificó al esposo de Teresa. Sí, le
recordaba, vagamente. Y sabía muy poco del él, tan solo que se dedicaba por
entero a la pesca y que su familia vivía a duras penas de su jornal.
Pasó cerca de ellos y apenas le prestaron
atención, para su fortuna.
-Piénselo –oyó decir a uno de los hombres
que estaban con el pescador.
María no les conocía. De hecho nunca les
había visto por Santa Marta y por ello no les prestó mayor atención.
Pero si hubiese sido Gonzalo quien les
hubiera visto, enseguida habría reconocido a aquellos forasteros puesto que
eran los mismos que le habían pedido trabajar en la finca, esa misma mañana.
CONTINUARÁ...
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