CAPÍTULO 5
El asunto de Teresa se convirtió para María
en un quebradero de cabeza y por más que intentó quitársela de la mente,
manteniéndose ocupada en sus tareas habituales, las palabras de la joven no
dejaban de atormentarla, una y otra vez.
Por más que intentaba entender los motivos
que le había dado para no seguir asistiendo a las clases, María veía tras ellos
solo excusas; y el hecho de rehuirle la mirada cuando se lo dijo, no hacía sino
confirmar sus sospechas. Algo, o más bien alguien, habían obligado a la joven a
tomar aquella decisión. Y la esposa de Gonzalo estada decidida a averiguar la
verdad.
Además, la conversación con Celia le había
hecho pensar que quizá su amiga tuviese razón: tras la decisión de Teresa se
hallaba la mano de Julio, su esposo. De alguna manera, la joven se había visto
abocada a dejar las clases por la presión de su marido. María apenas sabía de
él; tan solo lo poco que contaban los aldeanos de Santa Marta, que se trataba
de un pescador, quizá de los mejores de la zona; que toda su vida se había
dedicado a ello y que pese a su carácter reservado y algo huraño, en el fondo
Julio era una buena persona que tan solo quería sacar adelante a su familia con
su esfuerzo y su trabajo.
Y quizá ese fuese el motivo principal para
no querer que Teresa aprendiese: Julio era el hombre de la casa, el que llevaba
el sustento para su familia y el papel de Teresa consistía en cuidar de su
hogar y de los suyos, sin necesidad de aprender de letras y de números. Hasta
que se casó, la joven había acudido a las clases sin ningún problema; sin
embargo, todo había cambiado desde su casamiento. Si bien era cierto que había
seguido acudiendo a la escuela para mayores, no con la misma asiduidad del
principio, María notó enseguida cierto cambio en su carácter. Había pasado de
ser una joven alegre y dispuesta a todo, a convertirse de pronto en una mujer
reservada y callada. Era como si tras su boda hubiese madurado de golpe,
viviendo una realidad que parecía no hacerla feliz.
María sabía que muchos matrimonios eran
concertados, como el de Teresa, pero por lo que la conocía, la muchacha estaba
enamorada de Julio, y pensó que después de todo sería feliz. Ahora veía que se
había equivocado, y que quizá el pescador fuese como la mayoría de los hombres
de Santa Marta, chapados a la antigua.
Y es que desde su llegada a Cuba, María se
había encontrado con la oposición de muchos lugareños a que abriese la escuela,
ya fuera para niños o para adultos; pues aprender conocimientos lo consideraban
algo absurdo, que no les reportaría ningún beneficio.
Aquellas gentes se habían dedicado toda la
vida a bregar por los suyos, con su trabajo y el sudor de su frente, ya fuera
en el campo o en mar, con sus manos como única herramienta; y aprender a juntar
letras y sumar números no iba a cambiar aquello. Por ello, la llegada de
alguien como la esposa de Gonzalo, cuyo pensamiento consideraban demasiado
adelantado para su tiempo y fantasioso, no era bien vista por muchos de ellos.
Tras terminar las clases de la mañana, en
las que su mente no dejó de darle vueltas al asunto porque no sabía bien cómo
encararlo, María se acercó a casa de Teresa, situada en la parte baja del
pueblo, en el conocido barrio de los pescadores.
Había paseado alguna que otra vez con
Gonzalo por sus estrechas calles, siempre a la caía de la noche cuando las
sombras y la brisa marina se colaba por el laberinto de calles, de tierra seca
y polvorienta, buscando su salida. Pero ese día el sol caía a plomo,
reflejándose sobre las blancas paredes de las pequeñas casas, casi idénticas
unas a otras. Si no fuera por pequeños detalles como alguna maceta en la
ventana o la cortina de la puerta, cualquier persona ajena al lugar podría
perderse fácilmente sin saber si se hallaba frente a una casa que no había
visto, o por el contrario, ya había estado allí con anterioridad.
Y eso le habría pasado a María sino fuera
por las indicaciones que le había dado Celia para que encontrara la casa de
Teresa sin problemas.
Se trataba de una edificación de una sola
planta, similar a las de su alrededor, con la única diferencia del color
azulado de sus ventanas y puerta, mucho más intenso que el del resto.
María tomó aire varias veces antes de
atreverse a llamar. Mientras llegaba hasta allí había estado preguntándose si
era buena idea lo que iba a hacer. Ahora sus dudas se habían disipado: no
perdía nada con intentarlo. Quizá Teresa lo que necesitaba era que alguien
acudiera en su ayuda porque la joven no podía pedirla. Y si no era el caso, la
esposa de Gonzalo daría media vuelta y regresaría a su vida, olvidando lo
ocurrido.
Cogió el llamador de la puerta y tocó tres
veces. Contuvo la respiración, con cierto temor. ¿Y si quien le abría la puerta
no era Teresa sino Julio? ¿Cómo iba a explicar su presencia en el lugar?
Siempre podía decirle que pasaba a saludar a la joven, pensó de repente,
dándose cuenta de lo tonta que resultaba la excusa.
Se escucharon unos pasos al otro lado antes
de que la puerta se abriese lentamente. Para alivio de María, el rostro de
Teresa se vislumbró desde el interior. La joven no pudo reprimir su sorpresa al
ver a la esposa de Gonzalo allí.
-Señora… -musitó, sin dar crédito a lo que
estaba viendo.
María no se acostumbraba a aquel trato.
-Hola Teresa –la saludó con calma-. ¿Puedo…
puedo pasar?
La joven miró un instante al interior, sopesando
si era adecuado.
-Tan solo te molestaré unos segundos
–insistió María, viendo las dudas de la esposa de Julio.
Teresa terminó mostrando una media sonrisa y
le cedió el paso al interior de su casa.
Nada más entrar, María percibió el frescor
del ambiente. Las casas de aquel lugar estaban construidas de tal manera que en
verano conservasen la frescura y en invierno el calor. Además, la ubicación y
la orientación que les habían dado era otro de los factores importantes para
que el hogar fuera confortable.
-Siento mucho el desorden –se disculpó
Teresa quitando un par de camisas que tenía sobre las sillas. María percibió el
azoramiento de la joven-. No tenemos mucho sitio y…
-No te preocupes –le cortó la esposa de
Gonzalo, quitándole importancia-. Es normal –miró a su alrededor unos segundos;
suficientes para hacerse una idea de lo humildemente que vivía aquella familia.
La casa apenas debía de tener tres estancias, el salón donde se encontraban era
pequeño y tan solo albergaba una mesa y cuatro sillas. Las paredes se
descascarillaban por algunas partes y ningún adorno colgaba de ellas. A Teresa
todavía no le había dado tiempo a adornar su casa después de casarse, por lo
que podía verse. La escasa luz se colaba por la única ventana que daba a la
calle y en ese momento un hilo de sol se atisbaba a través de las
contraventanas.
Teresa abrió una para que entrase algo más
de luz y se apresuró a limpiar la mesa con un trapo que llevaba en la mano.
-Puede… sentarse… si lo desea –le ofreció la
joven, cuyas mejillas se tiñeron de rojo.
María aceptó el ofrecimiento y se sintió mal
por ponerla en aquel aprieto porque entendió que su azoramiento era por su
culpa.
-No te molestaré mucho –comenzó a decirle,
con calma-. ¿Estás sola?
La mirada de María se posó en la entrada al
cuarto, oculto tras una cortina de colores vivos, que hacía las veces de
puerta. Se preguntó si Julio estaría allí, pero enseguida desechó aquella idea
ya que si hubiese estado en casa, de seguro ya habría aparecido para ver quién
les visitaba.
-Mi esposo está faenando –corroboró Teresa,
plantada frente a María, con la mirada baja-. Sale muy de mañana al mar y no
regresa hasta después de comer.
María suspiró, aliviada. “Mejor”, se dijo.
Con Julio fuera de escena le sería más fácil sacarle la verdad a Teresa, aunque
por su semblante, la esposa de Gonzalo supo que no le iba a resultar sencillo.
-Te estarás preguntando qué hago aquí.
Verás… me dejaste muy preocupada ayer –le explicó con calma-. Tu decisión de
dejar las clases…
-Ya le dije que me es imposible ir –le
cortó, apretando los labios y alzando la voz más de la cuenta mientras se
retorcía, nerviosa, las manos-. Tengo… tengo mucho trabajo en casa… y por culpa
de las clases estaba dejando mis obligaciones de lado. Creí que sería capaz de
llevar las dos cosas a la vez, pero me he dado cuenta de que no.
Podría haberle dado cualquier excusa más
creíble. Si bien era cierto que para las mujeres del pueblo lo primero era su
hogar, María vio que el de Teresa para nada estaba dado de lado. Era humilde,
sí; pero limpio y a leguas se veía que trabajaba en él todos los días.
Sin pensárselo dos veces, María decidió ir
un paso más allá.
-No te creo –le espetó con calma.
Los pequeños ojos verdes de Teresa se
abrieron, sorprendidos por las palabras de María.
-Es… es la verdad –logró decir, cada vez más
nerviosa-. ¿Por qué iba a mentirle? Como puede ver mi casa es humilde pero
necesita todos los días una mano. Tengo que preparar las comidas, lavar la
ropa, remendar trapos y… Julio necesita que le ayude con las redes. Esta es la
época de mayor trabajo y siempre regresa con las redes destrozadas. No sabe el
tiempo que nos lleva arreglarlas y…
-Todo eso me parece muy bien, Teresa –le
cortó María, consciente del trabajo sacrificado de los pescadores-. Pero por lo
que he ido conociéndote estos meses, eres capaz de llevar todo eso… y más.
-Se equivoca –insistió la esposa de Julio,
dejando el trapo sobre la mesa. Las manos le temblaban y María supo que estaba
mintiendo-. No soy tan fuerte para poder llevarlo todo. Así que no insista. Lo
primero es mi esposo y mi hogar. Lo de las clases era solo… un entretenimiento,
como dice Julio, nosotros no somos gente que tengamos tiempo para perderlo en
esas cosas.
-¿De verdad crees que aprender es perder el
tiempo? –María frunció el ceño, levantándose. Aquellas palabras no eran propias
de Teresa. Mientras la joven se cerrase en banda no había nada a hacer-. Hasta
hace pocos días no pensabas lo mismo. Si no recuerdo mal, tú misma me dijiste
que estabas contenta de todo lo que estabas aprendiendo.
Teresa alzó la mirada. Sus ojos brillaron,
manteniendo las lágrimas; y apretó los puños.
-Eso fue solo… un espejismo –declaró con un
hilo de voz-. Julio tiene razón. ¿De qué va a servirnos a nosotros aprender a
leer y a escribir si nuestro sustento está en el mar? Nosotros somos simples
pescadores que tan solo queremos ganarnos la vida honradamente y para ello ya
tenemos nuestro barco y nuestras redes; no necesitamos de letras y números.
María se mordió el interior del labio. Sabía
que aquel sermón tan bien ensayado era obra de Julio; palabras de alguien que
veía el mundo de diferente manera al suyo. Y la esposa de Gonzalo lo respetaba,
sin embargo, también conocía a Teresa y había visto en ella sus ansias de
querer superarse y tener en sus manos las armas para defenderse en la vida;
algo que no tenía nada que ver con lo que terminaba de decirle.
-Entonces… consideras todo lo que has estado
haciendo estos meses una pérdida de tiempo –razonó María, pendiente de su
reacción-. Pues… yo también siento haber perdido el tiempo… contigo –sus
propias palabras le dolían como aguijones, pero sabía que con ellas, Teresa
podía reaccionar-. Siento haberte molestado. No volveré a hacerlo.
María dio media vuelta con la intención de
marcharse cuando Teresa la detuvo
-Espere… yo…
La joven se volvió hacia la que había sido
su pupila. Era el momento de dejarla hablar.
-No, no quería decir eso –musitó Teresa,
quien no deseaba que María se llevase una impresión errónea, pues al fin y al
cabo le debía mucho a la esposa de Gonzalo-. No piense que soy una
malagradecida. Todo lo que me ha enseñado durante este tiempo ha sido muy
valioso para mí, pero…
-Pero para tu esposo no sirve para nada
–sentenció María, entendiendo-. Y por eso dejas las clases.
Teresa bajó la mirada. Ya no podía seguir
negándolo, más que nada porque María no se lo merecía.
-Y… ¿no habría alguna manera de seguir con
las clases? –insistió la esposa de Gonzalo, que no quería perder a su mejor
alumna-. Quizá más adelante…
-Ya ha escuchado a mi esposa –declaró una
voz fuerte y potente tras María. La joven se volvió a tiempo de ver entrar a un
hombre alto y delgado, de cabellos castaños claros que contrastaban con su tez
morena, curtida por su exposición al sol. Se acercó con pasos firmes hasta
Teresa a quien cogió por el hombro con cierta autoridad antes de volverse hacia
María y clavar en ella sus pequeños ojos. Una mirada dura-. Aquí tiene trabajo
de sobra para andar holgazaneando con los libros. Eso… solo lo pueden hacer los
señoritos de ciudad, los de posibles o los hacendados como usted –miró de
soslayo a su esposa que parecía temblar como una hoja a su lado-; nosotros, los
trabajadores de campo no tenemos tiempo para esos menesteres; tenemos que traer
los cuartos para alimentar a nuestras familias.
María tragó saliva, sintiéndose atacada con
sus palabras hirientes.
-No creo que querer superarse en la vida sea
una pérdida de tiempo, señor… Pérez. Lo único que hago es darle a las personas
las armas para poder valerse por sí mismas, sin tener que depender de nadie –le
retó la joven con la mirada. El esposo de Teresa no era el primer cubano con el
que se encontraba María que tuviese esas ideas tan retrógradas-. Y Teresa…
-Mire, señora Castro…
-Castañeda –le corrigió María, alzando el
mentón y sosteniéndole una mirada retadora.
Julio enarcó una ceja, visiblemente molesto.
La costumbre entre los cubanos era que la
mujer adquiriese el apellido del marido al casarse, mientras que en España no
era así; algo que Julio, como muchos otros compatriotas consideraban una falta de
respeto hacia el esposo. Le echó una mirada despectiva a la joven,
preguntándose cómo su esposo dejaba que actuase con tanta libertad. Jamás
entendería aquella postura.
-Castañeda –repitió el pescador entre
dientes-… Teresa sabe cuál es su sitio y cuáles son sus prioridades. Ella no
necesita ninguna de esas “armas”, como usted las llama. Teresa me tiene a mí
para defenderla y para protegerla; que para algo soy su esposo.
La esposa de Gonzalo desvió la mirada hacia
la joven, buscando quizá algún apoyo, algo a lo que agarrarse para seguir
luchando por ella; pero Teresa tenía la mirada puesta en sus zapatos. María supo
que no lograría nada más de ella. No sabía si su mutismo se debía al respeto
que sentía por Julio, o quizá fuese miedo a rebelarse contra él. El caso era
que Teresa seguiría bajo sus normas, por voluntad propia.
-Está bien –declaró finalmente-. Siento
haberles molestado. No volverá a ocurrir.
El pescador asintió levemente, satisfecho al
comprobar que María se había dado por vencida y comprendía sus razones. Ahora
estaba seguro de que no volvería a molestarles. Por su parte, Teresa le lanzó
una mirada furtiva a María; una mirada cargada de pena y avergonzada por lo
ocurrido.
-Buenas tardes –se despidió María, dando
media vuelta y abandonando la casa de los Pérez.
Una vez en la calle, la joven soltó el aire
que había estado conteniendo. Volvió la mirada hacia la puerta de la casa.
Había perdido aquella batalla pero ahora sabía que existía una pequeña
posibilidad de ayudar a Teresa.
Y María se aferró a esa esperanza para
seguir luchando.
Con la convicción de que tarde o temprano
lograría llegar hasta la joven, retomó el paso, abandonando el barrio de
pescadores y se encaminó hacia su casa, cerca de la salida del pueblo, desde
donde podía otear el mar a lo lejos. Un océano libre, sin límites. Su
pensamiento voló hacia allí. Deseaba llegar a su casa para encontrarse con
Gonzalo y sus hijos: su hogar... su refugio… su libertad.
CONTINUARÁ...
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