viernes, 23 de octubre de 2015

CAPÍTULO 5 
El asunto de Teresa se convirtió para María en un quebradero de cabeza y por más que intentó quitársela de la mente, manteniéndose ocupada en sus tareas habituales, las palabras de la joven no dejaban de atormentarla, una y otra vez.
Por más que intentaba entender los motivos que le había dado para no seguir asistiendo a las clases, María veía tras ellos solo excusas; y el hecho de rehuirle la mirada cuando se lo dijo, no hacía sino confirmar sus sospechas. Algo, o más bien alguien, habían obligado a la joven a tomar aquella decisión. Y la esposa de Gonzalo estada decidida a averiguar la verdad.
Además, la conversación con Celia le había hecho pensar que quizá su amiga tuviese razón: tras la decisión de Teresa se hallaba la mano de Julio, su esposo. De alguna manera, la joven se había visto abocada a dejar las clases por la presión de su marido. María apenas sabía de él; tan solo lo poco que contaban los aldeanos de Santa Marta, que se trataba de un pescador, quizá de los mejores de la zona; que toda su vida se había dedicado a ello y que pese a su carácter reservado y algo huraño, en el fondo Julio era una buena persona que tan solo quería sacar adelante a su familia con su esfuerzo y su trabajo.
Y quizá ese fuese el motivo principal para no querer que Teresa aprendiese: Julio era el hombre de la casa, el que llevaba el sustento para su familia y el papel de Teresa consistía en cuidar de su hogar y de los suyos, sin necesidad de aprender de letras y de números. Hasta que se casó, la joven había acudido a las clases sin ningún problema; sin embargo, todo había cambiado desde su casamiento. Si bien era cierto que había seguido acudiendo a la escuela para mayores, no con la misma asiduidad del principio, María notó enseguida cierto cambio en su carácter. Había pasado de ser una joven alegre y dispuesta a todo, a convertirse de pronto en una mujer reservada y callada. Era como si tras su boda hubiese madurado de golpe, viviendo una realidad que parecía no hacerla feliz.
María sabía que muchos matrimonios eran concertados, como el de Teresa, pero por lo que la conocía, la muchacha estaba enamorada de Julio, y pensó que después de todo sería feliz. Ahora veía que se había equivocado, y que quizá el pescador fuese como la mayoría de los hombres de Santa Marta, chapados a la antigua.
Y es que desde su llegada a Cuba, María se había encontrado con la oposición de muchos lugareños a que abriese la escuela, ya fuera para niños o para adultos; pues aprender conocimientos lo consideraban algo absurdo, que no les reportaría ningún beneficio.
Aquellas gentes se habían dedicado toda la vida a bregar por los suyos, con su trabajo y el sudor de su frente, ya fuera en el campo o en mar, con sus manos como única herramienta; y aprender a juntar letras y sumar números no iba a cambiar aquello. Por ello, la llegada de alguien como la esposa de Gonzalo, cuyo pensamiento consideraban demasiado adelantado para su tiempo y fantasioso, no era bien vista por muchos de ellos.
Tras terminar las clases de la mañana, en las que su mente no dejó de darle vueltas al asunto porque no sabía bien cómo encararlo, María se acercó a casa de Teresa, situada en la parte baja del pueblo, en el conocido barrio de los pescadores.
Había paseado alguna que otra vez con Gonzalo por sus estrechas calles, siempre a la caía de la noche cuando las sombras y la brisa marina se colaba por el laberinto de calles, de tierra seca y polvorienta, buscando su salida. Pero ese día el sol caía a plomo, reflejándose sobre las blancas paredes de las pequeñas casas, casi idénticas unas a otras. Si no fuera por pequeños detalles como alguna maceta en la ventana o la cortina de la puerta, cualquier persona ajena al lugar podría perderse fácilmente sin saber si se hallaba frente a una casa que no había visto, o por el contrario, ya había estado allí con anterioridad.
Y eso le habría pasado a María sino fuera por las indicaciones que le había dado Celia para que encontrara la casa de Teresa sin problemas.
Se trataba de una edificación de una sola planta, similar a las de su alrededor, con la única diferencia del color azulado de sus ventanas y puerta, mucho más intenso que el del resto.
María tomó aire varias veces antes de atreverse a llamar. Mientras llegaba hasta allí había estado preguntándose si era buena idea lo que iba a hacer. Ahora sus dudas se habían disipado: no perdía nada con intentarlo. Quizá Teresa lo que necesitaba era que alguien acudiera en su ayuda porque la joven no podía pedirla. Y si no era el caso, la esposa de Gonzalo daría media vuelta y regresaría a su vida, olvidando lo ocurrido.
Cogió el llamador de la puerta y tocó tres veces. Contuvo la respiración, con cierto temor. ¿Y si quien le abría la puerta no era Teresa sino Julio? ¿Cómo iba a explicar su presencia en el lugar? Siempre podía decirle que pasaba a saludar a la joven, pensó de repente, dándose cuenta de lo tonta que resultaba la excusa.
Se escucharon unos pasos al otro lado antes de que la puerta se abriese lentamente. Para alivio de María, el rostro de Teresa se vislumbró desde el interior. La joven no pudo reprimir su sorpresa al ver a la esposa de Gonzalo allí.
-Señora… -musitó, sin dar crédito a lo que estaba viendo.
María no se acostumbraba a aquel trato.
-Hola Teresa –la saludó con calma-. ¿Puedo… puedo pasar?
La joven miró un instante al interior, sopesando si era adecuado.
-Tan solo te molestaré unos segundos –insistió María, viendo las dudas de la esposa de Julio.
Teresa terminó mostrando una media sonrisa y le cedió el paso al interior de su casa.
Nada más entrar, María percibió el frescor del ambiente. Las casas de aquel lugar estaban construidas de tal manera que en verano conservasen la frescura y en invierno el calor. Además, la ubicación y la orientación que les habían dado era otro de los factores importantes para que el hogar fuera confortable.
-Siento mucho el desorden –se disculpó Teresa quitando un par de camisas que tenía sobre las sillas. María percibió el azoramiento de la joven-. No tenemos mucho sitio y…
-No te preocupes –le cortó la esposa de Gonzalo, quitándole importancia-. Es normal –miró a su alrededor unos segundos; suficientes para hacerse una idea de lo humildemente que vivía aquella familia. La casa apenas debía de tener tres estancias, el salón donde se encontraban era pequeño y tan solo albergaba una mesa y cuatro sillas. Las paredes se descascarillaban por algunas partes y ningún adorno colgaba de ellas. A Teresa todavía no le había dado tiempo a adornar su casa después de casarse, por lo que podía verse. La escasa luz se colaba por la única ventana que daba a la calle y en ese momento un hilo de sol se atisbaba a través de las contraventanas.
Teresa abrió una para que entrase algo más de luz y se apresuró a limpiar la mesa con un trapo que llevaba en la mano.
-Puede… sentarse… si lo desea –le ofreció la joven, cuyas mejillas se tiñeron de rojo.
María aceptó el ofrecimiento y se sintió mal por ponerla en aquel aprieto porque entendió que su azoramiento era por su culpa.
-No te molestaré mucho –comenzó a decirle, con calma-. ¿Estás sola?
La mirada de María se posó en la entrada al cuarto, oculto tras una cortina de colores vivos, que hacía las veces de puerta. Se preguntó si Julio estaría allí, pero enseguida desechó aquella idea ya que si hubiese estado en casa, de seguro ya habría aparecido para ver quién les visitaba.
-Mi esposo está faenando –corroboró Teresa, plantada frente a María, con la mirada baja-. Sale muy de mañana al mar y no regresa hasta después de comer.
María suspiró, aliviada. “Mejor”, se dijo. Con Julio fuera de escena le sería más fácil sacarle la verdad a Teresa, aunque por su semblante, la esposa de Gonzalo supo que no le iba a resultar sencillo.
-Te estarás preguntando qué hago aquí. Verás… me dejaste muy preocupada ayer –le explicó con calma-. Tu decisión de dejar las clases…
-Ya le dije que me es imposible ir –le cortó, apretando los labios y alzando la voz más de la cuenta mientras se retorcía, nerviosa, las manos-. Tengo… tengo mucho trabajo en casa… y por culpa de las clases estaba dejando mis obligaciones de lado. Creí que sería capaz de llevar las dos cosas a la vez, pero me he dado cuenta de que no.
Podría haberle dado cualquier excusa más creíble. Si bien era cierto que para las mujeres del pueblo lo primero era su hogar, María vio que el de Teresa para nada estaba dado de lado. Era humilde, sí; pero limpio y a leguas se veía que trabajaba en él todos los días.
Sin pensárselo dos veces, María decidió ir un paso más allá.
-No te creo –le espetó con calma.
Los pequeños ojos verdes de Teresa se abrieron, sorprendidos por las palabras de María.
-Es… es la verdad –logró decir, cada vez más nerviosa-. ¿Por qué iba a mentirle? Como puede ver mi casa es humilde pero necesita todos los días una mano. Tengo que preparar las comidas, lavar la ropa, remendar trapos y… Julio necesita que le ayude con las redes. Esta es la época de mayor trabajo y siempre regresa con las redes destrozadas. No sabe el tiempo que nos lleva arreglarlas y…
-Todo eso me parece muy bien, Teresa –le cortó María, consciente del trabajo sacrificado de los pescadores-. Pero por lo que he ido conociéndote estos meses, eres capaz de llevar todo eso… y más.
-Se equivoca –insistió la esposa de Julio, dejando el trapo sobre la mesa. Las manos le temblaban y María supo que estaba mintiendo-. No soy tan fuerte para poder llevarlo todo. Así que no insista. Lo primero es mi esposo y mi hogar. Lo de las clases era solo… un entretenimiento, como dice Julio, nosotros no somos gente que tengamos tiempo para perderlo en esas cosas.
-¿De verdad crees que aprender es perder el tiempo? –María frunció el ceño, levantándose. Aquellas palabras no eran propias de Teresa. Mientras la joven se cerrase en banda no había nada a hacer-. Hasta hace pocos días no pensabas lo mismo. Si no recuerdo mal, tú misma me dijiste que estabas contenta de todo lo que estabas aprendiendo.
Teresa alzó la mirada. Sus ojos brillaron, manteniendo las lágrimas; y apretó los puños.
-Eso fue solo… un espejismo –declaró con un hilo de voz-. Julio tiene razón. ¿De qué va a servirnos a nosotros aprender a leer y a escribir si nuestro sustento está en el mar? Nosotros somos simples pescadores que tan solo queremos ganarnos la vida honradamente y para ello ya tenemos nuestro barco y nuestras redes; no necesitamos de letras y números.
María se mordió el interior del labio. Sabía que aquel sermón tan bien ensayado era obra de Julio; palabras de alguien que veía el mundo de diferente manera al suyo. Y la esposa de Gonzalo lo respetaba, sin embargo, también conocía a Teresa y había visto en ella sus ansias de querer superarse y tener en sus manos las armas para defenderse en la vida; algo que no tenía nada que ver con lo que terminaba de decirle.
-Entonces… consideras todo lo que has estado haciendo estos meses una pérdida de tiempo –razonó María, pendiente de su reacción-. Pues… yo también siento haber perdido el tiempo… contigo –sus propias palabras le dolían como aguijones, pero sabía que con ellas, Teresa podía reaccionar-. Siento haberte molestado. No volveré a hacerlo.
María dio media vuelta con la intención de marcharse cuando Teresa la detuvo
-Espere… yo…
La joven se volvió hacia la que había sido su pupila. Era el momento de dejarla hablar.
-No, no quería decir eso –musitó Teresa, quien no deseaba que María se llevase una impresión errónea, pues al fin y al cabo le debía mucho a la esposa de Gonzalo-. No piense que soy una malagradecida. Todo lo que me ha enseñado durante este tiempo ha sido muy valioso para mí, pero…
-Pero para tu esposo no sirve para nada –sentenció María, entendiendo-. Y por eso dejas las clases.
Teresa bajó la mirada. Ya no podía seguir negándolo, más que nada porque María no se lo merecía.
-Y… ¿no habría alguna manera de seguir con las clases? –insistió la esposa de Gonzalo, que no quería perder a su mejor alumna-. Quizá más adelante…
-Ya ha escuchado a mi esposa –declaró una voz fuerte y potente tras María. La joven se volvió a tiempo de ver entrar a un hombre alto y delgado, de cabellos castaños claros que contrastaban con su tez morena, curtida por su exposición al sol. Se acercó con pasos firmes hasta Teresa a quien cogió por el hombro con cierta autoridad antes de volverse hacia María y clavar en ella sus pequeños ojos. Una mirada dura-. Aquí tiene trabajo de sobra para andar holgazaneando con los libros. Eso… solo lo pueden hacer los señoritos de ciudad, los de posibles o los hacendados como usted –miró de soslayo a su esposa que parecía temblar como una hoja a su lado-; nosotros, los trabajadores de campo no tenemos tiempo para esos menesteres; tenemos que traer los cuartos para alimentar a nuestras familias.
María tragó saliva, sintiéndose atacada con sus palabras hirientes.
-No creo que querer superarse en la vida sea una pérdida de tiempo, señor… Pérez. Lo único que hago es darle a las personas las armas para poder valerse por sí mismas, sin tener que depender de nadie –le retó la joven con la mirada. El esposo de Teresa no era el primer cubano con el que se encontraba María que tuviese esas ideas tan retrógradas-. Y Teresa…
-Mire, señora Castro…
-Castañeda –le corrigió María, alzando el mentón y sosteniéndole una mirada retadora.
Julio enarcó una ceja, visiblemente molesto.
La costumbre entre los cubanos era que la mujer adquiriese el apellido del marido al casarse, mientras que en España no era así; algo que Julio, como muchos otros compatriotas consideraban una falta de respeto hacia el esposo. Le echó una mirada despectiva a la joven, preguntándose cómo su esposo dejaba que actuase con tanta libertad. Jamás entendería aquella postura.
-Castañeda –repitió el pescador entre dientes-… Teresa sabe cuál es su sitio y cuáles son sus prioridades. Ella no necesita ninguna de esas “armas”, como usted las llama. Teresa me tiene a mí para defenderla y para protegerla; que para algo soy su esposo.
La esposa de Gonzalo desvió la mirada hacia la joven, buscando quizá algún apoyo, algo a lo que agarrarse para seguir luchando por ella; pero Teresa tenía la mirada puesta en sus zapatos. María supo que no lograría nada más de ella. No sabía si su mutismo se debía al respeto que sentía por Julio, o quizá fuese miedo a rebelarse contra él. El caso era que Teresa seguiría bajo sus normas, por voluntad propia.
-Está bien –declaró finalmente-. Siento haberles molestado. No volverá a ocurrir.
El pescador asintió levemente, satisfecho al comprobar que María se había dado por vencida y comprendía sus razones. Ahora estaba seguro de que no volvería a molestarles. Por su parte, Teresa le lanzó una mirada furtiva a María; una mirada cargada de pena y avergonzada por lo ocurrido.
-Buenas tardes –se despidió María, dando media vuelta y abandonando la casa de los Pérez.
Una vez en la calle, la joven soltó el aire que había estado conteniendo. Volvió la mirada hacia la puerta de la casa. Había perdido aquella batalla pero ahora sabía que existía una pequeña posibilidad de ayudar a Teresa.
Y María se aferró a esa esperanza para seguir luchando.
Con la convicción de que tarde o temprano lograría llegar hasta la joven, retomó el paso, abandonando el barrio de pescadores y se encaminó hacia su casa, cerca de la salida del pueblo, desde donde podía otear el mar a lo lejos. Un océano libre, sin límites. Su pensamiento voló hacia allí. Deseaba llegar a su casa para encontrarse con Gonzalo y sus hijos: su hogar... su refugio… su libertad.


 CONTINUARÁ...


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