domingo, 25 de octubre de 2015

CAPÍTULO 7 
Para Gonzalo, su momento preferido del día era el instante de regresar a casa después de una dura jornada de trabajo; cuando podía dejar de lado las preocupaciones y llegar a su hogar donde María y los niños le recibían con una amplia sonrisa. En ese instante todos los problemas quedaban aparcados en un rincón, porque en casa no tenían cabida.
La imagen de las tres personas que más quería en el mundo, juntas, disfrutando de aquellos instantes de cotidiana felicidad, siempre quedarían guardados en su memoria y suponían el mejor regalo para el joven. Muchas veces se preguntaba qué sería de su vida sin sus tres amores. ¿Cómo podría vivir sin ellos? La respuesta era bien sencilla: no podría. Tan solo el hecho de pensar en ello le producía una desazón impensable.
Aquella tarde, al regresar a casa se encontró a María y a los niños en el salón. Gonzalo se detuvo en la entrada, observándoles en silencio, queriendo retener en su memoria aquella escena. Su esposa estaba sentada entre los dos niños, en el sofá, y tanto Esperanza como Martín atendían embelesados a su madre, que les estaba leyendo un cuento.
-… y Caperucita Roja le dijo: abuelita, abuelita, pero que orejas más grandes tienes… -recitó la joven.
-… son para verte mejor –terminó la frase Gonzalo, llamando la atención de María y sus hijos, quienes sonrieron al verle.
El joven se acercó a ellos.
-Padre –dijo Esperanza con su voz musical, y frunció el ceño-, así no es el cuento.
Gonzalo ladeó la cabeza y se acuclilló para acariciarle el rostro a su hija.
-¿Ah, no? –pareció contrariado-. Entonces… ¿cómo es?
-“Son para oírte mejor” –le rectificó Esperanza con un brillo de inteligencia en sus ojos pardos; y se volvió hacia María-. ¿A qué sí, madre?
La joven sonrió, a la vez que Gonzalo le devolvía a su esposa la misma mirada, cargada de significado; un lenguaje mudo que solo ellos podían entender. Sin necesidad de palabras, ambos tuvieron el mismo pensamiento: habían luchado tanto por vivir momentos como aquel que ahora parecía un sueño. Eran una familia y harían cualquier cosa porque así siguiera siendo.
-Claro que sí, mi niña –María le acarició la cabeza a su hija mientras Gonzalo posó la mano sobre su rodilla en un gesto de complicidad-. Tu padre se ha olvidado de como es el cuento de Caperucita.
-Tendrás que volver a contármelo –le pidió a su esposa con una sonrisa pícara dibujada en sus lábios-… un día de estos. No recuerdo muy bien al final quién se comía a quién.
María sintió su corazón acelerarse ante aquella petición; y terminó ruborizándose.
Gonzalo desvió la mirada hacia el pequeño Martín que le observaba en silencio. Su padre se acercó a él y lo tomó en brazos para sentarse junto a María.
-¿Y qué me cuenta mi pequeño? ¿Te has portado bien? –levantó la mirada hacia su esposa-. ¿Ya han cenado?
-Sí –afirmó ella cerrando el libro de cuentos pero manteniendo el dedo en la página para no perderla-. Esperanza se lo ha comido todo sin rechistar, pero Martín… -observó a su hijo con gesto algo serio y reprobatorio-, no ha querido terminarse la fruta.
Gonzalo meneó la cabeza con disgustó y frunció el ceño.
-Mmmmm –trató de mostrarse serio con el pequeño-. Pues eso no está bien. Hay que comérselo todo si quieres crecer y convertirte en un hombre fuerte como el abuelo Alfonso–le recordó con voz seria y suave. El pequeño Martín al escuchar el nombre de su abuelo abrió los ojos, sorprendido. Gonzalo sabía que con solo nombrar a Alfonso, su hijo reaccionaría; y es que el niño sentía auténtica fascinación por su abuelo materno a quien había conocido hacía unos meses en la última visita que les habían hecho a Cuba, y guardaba la imagen de su abuelo con devoción-. ¿Verdad que la próxima vez te lo comerás todo?
El niño asintió a la vez que una gran sonrisa se dibujaba en su pequeño y pícaro rostro.
Gonzalo le dio un abrazo, contento por ello.
-Así me gusta –certificó el joven, para que su hijo supiera que se sentía orgulloso de él.
-Y a ti, ¿cómo te ha ido el día, cariño? –le preguntó María, viendo el cansancio en su rostro.
-Bien. De momento tenemos sembradas la mitad de las tierras –el gesto de su cara se ensombreció levemente-. Tan solo espero que no se echen a perder con el problema de la salinización. ¿No ha llamado nadie, verdad?
María negó con la cabeza, apretando los labios. Sabía que Gonzalo estaba esperando la llamada de aquel científico que les había visitado meses atrás. Solo aquel hombre podría encontrar la manera de parar aquel posible problema que podía dar al traste con toda la cosecha.
-¿Y por qué no le llamas tú? –inquirió la joven-. Así saldrás de dudas.
Gonzalo suspiró, sin saber qué hacer.
-Me esperaré unos días –le informó finalmente-. Y si no se pone en contacto con nosotros, lo haré yo.
María se alegró de su decisión. Acercó su rostro al de su esposo y le besó dulcemente. Gonzalo cerró los ojos un instante, olvidando con aquel roce todos los problemas.
-Seguro que todo se solucionará, mi vida –declaró ella, dándole ánimos-. Ya lo verás.
-Y sino… siempre me quedarán tus besos y vuestras sonrisas, que sois mis fuerzas para salir adelante y buscar soluciones.
-Por supuesto –corroboró ella con una sonrisa luminosa.
Gonzalo miró el reloj. Se acercaba la hora de la cena y aún tenía que lavarse y cambiarse de ropa.
Le dio un beso en la frente a su hijo y volvió a dejarle en el sofá junto a María, cediéndole de nuevo su sitio.
-Voy a lavarme y a cambiarme.
-Yo termino enseguida con el cuento y los acuesto –le informó María-. Avisaré a Margarita para que sirva la cena.
-Déjalo –le pidió Gonzalo cogiéndole la mano-. Ya paso yo por la cocina y se lo digo. Tú encárgate de los niños.
María asintió, agradecida, a la vez que su esposo se despedía de ella besándole la mano. Luego les dio un beso a sus hijos y acudió a la cocina tal como le había dicho a su esposa. Tras darle las indicaciones pertinentes a la criada, subió al cuarto para asearse y cambiarse la ropa.
Mientras, María terminó de leerles el cuento a los niños. El pequeño Martín no pudo escuchar el final y es que se quedó dormido apoyando su cabecita sobre el costado de madre. La joven le cogió en brazos para llevarlo hasta su cama y dejarle durmiendo.
Por su parte, Esperanza aprovechó para subir al desván donde tenían a Ramita. La niña le dio a su mascota un puñado de pipas y se quedó unos instantes viendo a su lorito comérselas.
-Ya podía preguntarme dónde te habías metido –le recriminó María entrando en el desván-. Esperanza, cariño, es hora de acostarse.
-Ya voy madre –accedió la niña; cuando de pronto pareció pensar algo-. Madre, ¿me dejará mañana bajar a Ramita al jardín para que tome el fresco? Es que encerrado aquí todo el día no debe de ser muy divertido. Mire sus plumas, yo creo que están perdiendo color. ¿Usted no lo cree?
María ladeó la cabeza, pensando en cómo estaba creciendo su hija, capaz de razonar de aquella manera con apenas cuatro años y medio.
-Está bien –le concedió a regañadientes-. Pero solo un ratito. Y… -puntualizó con seriedad-, nada de abrirle la jaula sin que haya un adulto. ¿Estamos?
Esperanza mostró una gran sonrisa y corrió a abrazarla, rodeándole las piernas con sus pequeños bracitos.
-¡Gracias madre! –levantó su carita de ángel hacia ella-. Es usted la mejor madre. Le prometo que no sacaré a Ramita de su jaula.
María cogió a su hija en brazos y le dio un beso en la frente, orgullosa de ella.
Luego bajaron al cuarto, la ayudó a ponerse el pijama y a acostarse en la cama. Tras arroparla y desearle dulces sueños con un beso, Esperanza cerró los ojos, cansada, y se durmió.
María esperó unos minutos, observando a ambos en silencio. Siempre lo hacía cuando les acostaba. Le gustaba saborear aquel momento de paz, mirando a sus dos tesoros; al fruto de su amor por Gonzalo… a sus hijos. Ellos eran el vínculo que siempre les mantendría unidos, reforzando su amor, cada día.
Tras cerciorarse de que ambos niños habían sucumbido ya al sueño, cerró la puerta y bajó al salón, esperando encontrar la mesa puesta; sin embargo, la doncella no había servido la cena.
Ya iba en su busca cuando Margarita llegó.
-¿Y la cena? ¿No ha ido mi esposo a avisarte de que podías servirla?
-Sí, señora –corroboró la doncella, una mujer de mediana edad y de tez morena-. El señor me ha pedido que sirviese la cena en el jardín.
María asintió para encaminarse hacia la parte trasera de la casa donde se hallaba un amplio jardín desde el cual podía divisarse a lo lejos la playa. El sol había comenzado a descender hacía rato y la noche tomaba paso, y con ella llegaba la brisa suave y olorosa del océano.
En un rincón de la derecha, tal como Margarita le había dicho, la cena estaba servida en la mesa. Gonzalo se encontraba sirviendo un par de copas de líquido blanco y espumoso.
-¿Hoy cenamos fuera? –ladeó la cabeza María, situándose a su lado.
-Me ha parecido buena idea –declaró su esposo, tendiéndole una copa.
-¿Champagne? –bebió un sorbo que le produjo cosquillas en la nariz, y es que la joven no se acostumbraría nunca a aquel sabor-.¿Celebramos algo?
Gonzalo bebió de su copa y luego sin previo aviso la besó con dulzura, mezclando las cosquillas de las burbujas con su propio deseo.
-¿Es necesario celebrar algo para que descorche una botella?
-O eso, o que quieres emborracharme, Gonzalo Valbuena –le siguió el juego María-. No sé cuál de las dos opciones me da más miedo.
Su esposo apartó una silla para que ella tomase asiento. Mientras lo hacía, Gonzalo se acercó levemente y bajó la voz.
-¿Es necesario emborracharte, María Castañeda? –le susurró al oído. Ella enrojeció levemente.
-Será mejor que cenemos –declaró tomando otro sorbo de la copa y sintiendo de repente un calor que le invadía todo el cuerpo-. No he comido nada en toda la tarde.
Su esposo sonrió imperceptiblemente y se sentó junto a ella.
-Y… a ti, ¿cómo te ha ido la tarde, María? –inquirió del pronto, cortando el primer trozo de carne.
-Bien –dijo ella, llevándose un bocado a la boca-. No me puedo quejar. La escuela de mayores va cada día mejor. Los pocos alumnos que acuden tienen ganas de superarse y eso me motiva para continuar.
-Me alegro por ellos. Es una lástima que no todo el mundo piense lo mismo –declaró Gonzalo, ambiguamente.
-¿Por… por qué lo dices? –se extrañó su esposa, sin comprender.
-Por Julio Pérez –su semblante se ensombreció, mirando con fijeza a la joven-. Por lo que sé no está muy contento contigo.
María dejó los cubiertos sobre la mesa y se volvió hacia él.
-¿El esposo de Teresa? –se extrañó-. ¿Y cómo sabes tú eso?
-Porque él mismo me lo ha dicho –le explicó con calma-. Me ha abordado esta misma tarde en el restaurante de Celia para exigirme que te mantuviese a raya. Al parecer has hecho algo que no ha debido de gustarle.
María se mordió el interior del labio, preocupada.
-No te enfades conmigo, Gonzalo –fue lo primero que le dijo, pues lo último que quería era tener una pelea con su esposo-. Sé que me avisaste y que no debería meterme en la vida de Teresa pero…
-…pero tu conciencia no te dejaba tranquila –añadió Gonzalo, con calma y suavizando el gesto de su rostro, comprendiendo los motivos de María.  
-Teresa quiere aprender, mi amor. Quiere superarse en la vida y no ser una mujer que dependa de su esposo. ¿Qué tiene eso de malo? No va a dejar de quererle por saber juntar cuatro letras –María fue subiendo la voz, indignada.
-Lo sé, lo sé –trató de tranquilizarla su esposo cogiéndola de la mano-. Pero para alguien como Julio, que su esposa se salga de las normas establecidas por esta sociedad, es un peligro.
-Una sociedad injusta –añadió María con rabia-. Que no entiende que la mujer tiene derecho a valerse por sí misma, sin tener que depender de un hombre.
Gonzalo sonrió.
-¿Qué te hace tanta gracia? –le regañó ella.
-Que ya salió la María luchadora –dijo con orgullo.
-Y… ¿eso es bueno o malo? –preguntó con recelo.
Gonzalo le besó la mano.
-Para mí es un orgullo –sus ojos brillaron sin poder ocultar lo que acababa de certificar con palabras-, que defiendas lo que crees justo. Pero te pido cautela, mi vida; no vayas a meterte en problemas. ¿De acuerdo?
Ella accedió en silencio.
-Y… ¿se puede saber qué te ha dicho el marido de Teresa, exactamente? –inquirió María preocupada, mientras retomaban la cena.
-Que dejarás de meterle pájaros en la cabeza a su esposa… que ellos eran gente humilde y trabajadora que no podían dedicarse a estudiar… ya sabes –volvió a beber otro sorbo de la copa para quitarse el sabor que la carne había dejado en su boca-. Las mismas excusas que ponen siempre.
Los ojos de María se iluminaron de repente. Gonzalo al ver que no respondía, la miró.
-¿En qué estás pensando? –se preocupó él.
-En nada… en concreto –respondió la joven, apartando la mirada, aunque lo cierto era que había tenido una idea, que por el momento prefería guardarse para sí misma y madurarla con calma.
-Miedo me das cuando pones esa mirada, María –declaró su esposo sabiendo que le ocultaba la verdad.
-Tú confía en mí, cariño –le pidió ella-. No voy a hacer nada que nos ponga en un aprieto.
Gonzalo soltó el aire retenido. Confiaba en María y sabía que tomaría las decisiones adecuadas; sin embargo, no podía dejar de preocuparse por ella.
-Y, cambiando de tema –dijo él, de pronto-. ¿Sabes quién me tiene preocupado? –María negó con la cabeza, sin tener ni idea-. Andrés.
-¿Andrés? –se extrañó ella-. ¿Acaso su madre… ha empeorado?
-No, no –se apresuró a sacarla de su error. María suspiró, aliviada y es que pese a no conocerla mucho, doña Gloria siempre les había tratado bien y le tenía un gran cariño-. Es por…
-No me digas más –sonrió su esposa, divertida-… es por Celia, ¿no?
Gonzalo alzó las cejas, contrariado.
-No hay manera de que se lance –dijo él, sin saber cómo ayudar a su amigo-. Y lo peor es que creo que Andrés es justo el hombre que puede hacer feliz a Celia.
María soltó una carcajada.
-¿Qué he dicho? –se sorprendió él.
-Nada, Gonzalo –logró decirle su esposa-. Es que me hace gracia ver esa vena casamentera que tienes. Debes arrastrarla de tu época de sacerdote.
-¿Te estás burlando de mí, cariño? –volvió a insistirle Gonzalo, sin saber a qué atenerse-. Pues bien podías intentar saber cuáles son los sentimientos de Celia para con él; que a este paso me voy a quedar sin capataz, por su mal de amores.
El rostro de María se puso serio de repente. La joven se limpió con la servilleta antes de hablar.
-El problema es que Celia sigue dolida con los hombres –declaró la joven, entendiendo las reticencias de su amiga-. A Andrés no le será fácil llegar hasta su corazón. Tendrá que tener mucha paciencia con ella.
-Paciencia y vencer ese miedo que le tiene a Celia –puntualizó él.
Ambos rieron. Conociendo a la muchacha, sabían que aquella iba a ser una tarea ardua y complicada. Celia era una mujer con un carácter fuerte y su fracaso amoroso le había hecho levantar un muro contra cualquier hombre que pretendiese acercarse a ella.
Sin embargo, María y Gonzalo sabían que si alguien podía derribar aquel muro, era Andrés, un hombre paciente que quería a Celia con sinceridad.
Ambos terminaron de cenar mientras la noche avanzaba lentamente cubriendo de estrellas el cielo y la luna llena asomaba tímidamente en el horizonte del océano, envolviendo el mar en un manto plateado.
María sintió un leve escalofrío al sentir la brisa acariciando su piel.
-¿Tienes frío? –le preguntó Gonzalo, siempre pendiente de ella.
-Un poco –hizo ademán de levantarse-. Voy a por un chal.
-No es necesario –le dijo él, levantándose antes y le tendió la mano para que le siguiera.
María accedió y Gonzalo la guió hacia el centro del jardín, a una zona rodeada de flores olorosas, cerca de una de las hamacas donde solían sentarse por las tardes a contemplar la puesta de sol.
Sin decirle nada, el joven se volvió hacia ella, acercándose para cogerla por la cintura. Los ojos oscuros de María brillaron en la oscuridad, al sentir la cercanía de Gonzalo, que comenzó a danzar lentamente, hacia un lado y hacia el otro, con pasos cortos, sin apartar su mirada de ella. Una mirada cargada de amor, que lograba detener el latido del corazón de su esposa por un instante, acelerándolo en el siguiente.
El rumor de las olas rompiendo contra las rocas les llegaba a lo lejos, amortiguado por el ulular de las aves nocturnas que acompañaban aquella canción que solo la noche conocía.
-Gonzalo… -murmuró María, sin poder apartar la mirada de sus ojos-. ¿Qué se supone que estamos haciendo?
-Bailar –dijo escuetamente y acercó su rostro al de ella, pegando su mejilla a la de María, que sintió la tibieza de su piel y volvió a estremecerse; pero esta vez no era culpa de la brisa, sino de sus propias emociones.
-¿Sin música? –se extrañó ella, divertida; y sintió las manos de Gonzalo acercándola más a su cuerpo.
Separó su rostro, apoyando su frente en la de ella y cerró los ojos.
-¿Es eso un problema? –murmuró, con sus labios a escasos milímetros de los de María, quien tan solo tenía que ladear el rostro para quedar atrapada en un beso.
Estaba a punto de rozar sus labios, deseando sentirlos sobre los suyos, cuando Gonzalo comenzó a tararear una suave melodía, a la vez que depositaba pequeños besos sobre su rostro, que despertaron en ambos la pasión contenida.
Una sonrisa afloró en el rostro de ella, cuyos sentidos se revelaron, entregándose a aquel instante de felicidad. Se abrazó con fuerza a su esposo, queriendo que el tiempo se detuviese, que nunca la soltara y que la amase por toda la eternidad.
Gonzalo le alzó el mentón y sus miradas se encontraron. Pasión y deseo se entrelazaron con hilos de amor.
-Te quiero –musitó él, con el corazón desbocado.
-Te quiero –le devolvió María las mismas palabras, sintiéndolas abrasando todo ser.
Una débil sonrisa se perfiló en sus labios antes de juntarse en el más dulce de los besos. Un beso tranquilo, sin prisas pero cargado de sentimientos sinceros; y robándole al tiempo los segundos para convertirlo en una promesa de amor eterno.
 Siguieron danzando en silencio aquel baile que solo ellos eran capaces de escuchar. Una melodía guiada por sus latidos, que danzaban al mismo compás;  y que la luna contempló, como único testigo.


 CONTINUARÁ...


No hay comentarios:

Publicar un comentario