sábado, 26 de septiembre de 2015

CAPÍTULO 394: PARTE 3
-¿De verdad te encuentras bien? –se extrañó Mariana, tocándole la frente A su sobrina-. Nunca te había visto tan ensombrecida.
-No es la gripe lo que me aflige tía Mariana –le confesó la muchacha con un nudo en la garganta y a punto de echarse a llorar.
-Bueno, ¿entonces qué es? Porque algo grave ha de ser para que tú no alegres la cara ni a la de tres.
-Sí. Es muy grave –murmuró-. Me temo que algo me ha sucedido que ya no puedo remediar y… y que me cambiará la vida para siempre.
-María, me estás asustando –Mariana la conocía tan bien que verla en aquel estado le extrañó-. ¿De qué hablas?
-De que me he enamorado tía Mariana –le confesó al final, liberando su dolor-. De que he encontrado el amor justo donde no debería haberlo hallado.
-Señor, que me estoy temiendo de quién te has prendado –su tía arrugó el ceño. Tendría que enfadarse con María pero no se veía capaz de ello.
-De Gonzalo Valbuena, el hombre más maravilloso que nunca he conocido –declaró María, sintiendo como su corazón explotaba al nombrarle. Una mezcla de dolor y desanimo se apoderó de ella-. Le amo con toda mi alma, tía Mariana. Ahora lo sé.
Las lágrimas invadieron sus ojos, incapaz de contener el llanto por más tiempo. Se levantó de la cama, nerviosa. Mariana, temiendo que alguien pudiese escucharla, cerró la puerta.
-María, cierra la boca si no quieres buscarte la ruina –le pidió, cogiéndola por los hombros-. No es cierto eso que dices. No es amor eso que sientes.
-¿Entonces qué es? –se extrañó la muchacha, sin entender.
-Capricho. Un antojo nada más.
-¿Un antojo? –repuso, sin dar crédito a que Mariana lo denominase así-. ¿Entonces por qué me palpita el corazón como si se me fuera a salir del pecho cada vez que lo veo? ¿Y por qué cuando estoy con él siento tanta dicha y a la vez tanto tormento? Le amo, de eso estoy segura.
-No –insistió Mariana. No podía ser cierto lo que María le estaba contando-. No se puede amar a alguien a quien acabas de conocer.
-Sí. Sí se puede –defendió ella sus sentimientos. Sabía lo que sentía su corazón por Gonzalo, y por mucho que Mariana tratara de hacerla cambiar de opinión, ya era tarde: estaba enamorada del joven diácono, y su corazón lo sabía-. A pesar de todo el dolor que he visto, y de tener tan cerca una enfermedad tan grave… y de padecerla en mis propias carnes, siento que los días que he pasado a su lado en el Jaral han sido los más felices de mi vida.
-Esto es porque estabas delirando a causa de la gripe.
-Le besé tía Mariana –le confesó lo sucedido, aun a sabiendas de que la reñiría por ello-. Le besé y él respondió.
-María, dime que no es cierto –cada palabra de María tan solo hacía que confirmar lo que su tía ya sabía: había ido demasiado lejos en su juego con el sacerdote y ahora…-, ¿le besaste? –no daba crédito a lo sucedido.
-Así me lo pidió el corazón –declaró. Las lágrimas cubrían sus mejillas sonrosadas-. Pero desde entonces, él no se ha atrevido a mirarme a los ojos. Me dijo que lo olvidara. Y ahora actúa como si nada hubiera ocurrido como si no le importara en absoluto. Está claro que no me quiere a su lado. El amor de mi vida no me desea junto a él.
-¿Y qué quieres, eh? –trató de hacerle comprender Mariana, mucho más experimentada que ella en la vida-. Él va a ser cura.
-Siempre pensé que cuando me enamorase me convertiría en la mujer más feliz del mundo –los sueños de María, de encontrar a ese príncipe que la enamorara e hiciera feliz, se rompían en mil pedazos, al darse cuenta que con Gonzalo sería imposible-. Pero ahora ha ocurrido y… y siento que esta asfixia que tengo dentro… me perseguirá toda la vida. Porque es un amor imposible.
-Y tanto que lo es. Cariño, él se debe a Dios.
-Sí. A Dios y no a mí –la rabia por saber que nunca volvería a sentirle tan cerca le partía el alma en dos-. Jamás habrá nada entre nosotros dos por muy especial que me sienta a su lado. Y aunque sepa que él me corresponde en lo más íntimo de su ser… -no pudo continuar, embargada por la tristeza. Comenzó a llorar y Mariana se acercó a consolarla-. ¿Por qué me ha tenido que pasar esto a mí, Mariana? ¿Qué he hecho yo para merecerlo?
Su tía la acunó entre sus brazos, consciente de lo que estaba sufriendo su sobrina.
-Jugar con fuego niña… y te has quemado –murmuró con sabiduría-. Ya está.
Poco después, cuando ya se hubo calmado, María bajó a la sala. Todavía se sentía débil aunque era su alma la que embargada por la tristeza no la dejaba ni sonreír.
Francisca, trató de animarla, creyendo que se trataba de su estado convaleciente y aprovechó para recordarle que había sido ella con su generosidad la que había logrado que los enfermos del Jaral se repusieran; pues había mandado un gran cargamento de medicinas y mantas, gracias a los cuales, la gente había comenzado a mejorar.
Pero ni aquello hizo sonreír a su ahijada. Por ello, Francisca pensó que lo único que lograría sacarla de aquel estado sería la sorpresa que le tenía preparada y salió en su busca.
Mientras, en las cuadras del Jaral, el campamento estaba siendo desmantelado. Rosario y Gonzalo recogían las mantas cuando vieron entrar a Tristán con gesto serio seguido de don Pedro, quien quiso agradecerle, en nombre de todos, lo que había hecho por ellos.
Sin embargo, don Tristán no estaba para agradecimientos y así se lo hizo saber. Lo único que deseaba era volver a su vida de siempre, continuar con su dolor y que le dejasen en paz.
Gonzalo intentó hacerle ver que no estaba solo para combatir su tristeza, pero su padre se negó a escucharle. No quería la ayuda de nadie, y mucho menos la de él. Gonzalo, furioso por su comportamiento le dijo que desalojarían las cuadras cuanto antes y que se marcharían de su vida, tal como él quería. Pero si lo que pretendía era herirle, no lo consiguió. Un corazón tan herido como el de Tristán Castro, ya no era capaz de sentir más dolor.
María, por su parte, al quedarse sola en el salón, no pudo evitar recordar el beso con Gonzalo. Sus labios aun podían sentir la calidez de los de Gonzalo. Había sido su primer beso, lleno de ternura, inexperiencia y… de amor, un amor puro y limpio; porque por más que el diácono lo negase, María había sentido en aquel beso el mismo amor que ocupaba su corazón.
Tan absorta estaba en sus pensamientos que apenas se dio cuenta cuando Francisca entró con su sorpresa: un joven, unos cuantos años mayor que María, rubio, de ojos azules, y muy apuesto.

Su ahijada no le reconoció, hasta que él mismo se presentó: Se trataba de Fernando Mesía.

CONTINUARÁ...

jueves, 24 de septiembre de 2015

Buenos días.
Después de estas semanas de verano, por fin os traigo noticias sobre el nuevo relato que comenzaré a publicar a partir del 5 de Octubre. Comenzaremos con una tanda de 6 minirelatos donde podremos ver lo que les ha ocurrido a Maria y Martin/Gonzalo desde su llegada a Cuba hasta el comienzo del relato: LA HUELLA DEL CORAJE. La relación de minirelatos es la siguiente:
1. NUEVOS HORIZONTES
2. LA SIESTA
3. LA FUENTE DE LA VIDA
4. EL SELLO DEL OBISPO
5. LOS PADRINOS
6. LA SIRENA BLANCA
En ellos podremos conocer a nuevos personajes que vivirán junto a María y Martin/Gonzalo nuevas historias, cargadas de misterio, amistad, superación personal y sobre todo amor. Recuperáremos a otros personajes que se cruzaron en su vida y que dejaron una huella en nuestra pareja. Tan solo espero que disfrutéis de ellos tanto como lo he hecho yo.


martes, 22 de septiembre de 2015

CAPÍTULO 394: PARTE 2
Poco rato después, María y Gonzalo entraban en la Casona. El joven diácono llevaba las cosas de la ahijada de la Montenegro, que suspiró al pisar su casa.
-Hogar, dulce hogar –ironizó María, deteniéndose en la entrada.
Mariana salió del salón y se abalanzó sobre su sobrina.
-¡Niña, qué alegría! –su tía, olvidando cuál era su lugar en la Casona, la besó. Habían pasado unos días preocupados por el estado de salud de la joven, y tenerla de vuelta era lo que todos habían deseado-. ¿Cómo está?
-Estupendamente tita –dijo ella, sin emoción, y aceptando el abrazo de Mariana-. Ni la gripe española puede conmigo.
-Mo me llame así que la tenemos –le recordó con cariño, mirando hacia el despacho donde la señora debía de seguir, ajena al retorno de su ahijada-. Antonia os ha visto llegar por el sendero y ha ido a avisar a Soledad y a su madrina –solo entonces se percató de la presencia de Gonzalo-. Gracias por acompañarla hasta aquí. Espero que no le haya dado mucha guerra.
-Nada más de lo habitual –murmuró él, consciente de que aquellos serían los últimos segundos que pasaría junto a María.
María se volvió hacia él. Su corazón le pedía a gritos que no se separara de Gonzalo. La joven tuvo que hacer un gran esfuerzo para mantenerse y evitar hacerlo.
Justo en ese instante, Soledad llegó del Jardín, como una sombra. Una sombra de la mujer alegre que un día había sido. Gonzalo, al verla, la reconoció enseguida: su tía Soledad. Aquella que jugaba con él cuando era un niño. Aquella que le regaló el soldadito que Tristán había tallado para él. ¿Cómo olvidar a su querida tía?
-Bienvenida a casa, María –la saludó Soledad, sin entusiasmo.
El brillo de sus ojos permanecía apagado, dormido, envuelto en las mismas sombras en las que vivía la hermana de Tristán desde hacía años.
-Soledad –María la cogió de las manos, agradeciendo el recibimiento.
-Soledad Castro –Gonzalo no pudo resistirse. Sus sentimientos le traicionaban al tenerla frente a él después de tantos años. Soledad se quedó mirándole, preguntándose cómo era que aquel joven sabía quién era. La familiaridad con la que la observaba le desconcertó. Solo entonces Gonzalo se dio cuenta de su error y quiso subsanarlo -. Es un placer conocerla, Rosario me habló de usted y de… su estancia hasta hace pocos días en el convento de la Encarnación.
-Bueno… todo se acaba en esta vida, por suerte o por desgracia –declaró ella, incómoda ante la mención del convento-. Supongo que usted es el padre Gonzalo. El invitado de don Anselmo, de quien tanto he oído hablar.
-Así es –le devolvió una sonrisa amable-. Espero haber salido bien parado de esas conversaciones.
-Demasiado bien se me antoja –intervino María, dolida. Por mucho que tratase de hacerse la fuerte, ver que en unos minutos Gonzalo se marcharía, le desgarraba por dentro. No quería separarse de él. No. Por ello, encontró la manera de vengarse de él, lanzándole aquellas indirectas, para que comprendiese lo duro que iba a ser estar lejos de él-. Soledad, sepa que Gonzalo aun no es cura, es diácono. Y según la enciclopedia de mi madrina, no tiene nada que ver una cosa con la otra.
Gonzalo se sorprendió ante la explicación.
-¿Acaso has estado buscando esa diferencia?
-¿Te molestaría que lo hubiera hecho? –le espetó sin avergonzarse de ello. Clavó su mirada en él.
-No –repuso, incómodo-. Soy curioso tan solo.
María apretó los labios, conteniéndose.
-¡Dios de mi corazón! ¡María!
La llegada de la Montenegro volvió a la joven a la realidad.
-¡Ay, madrina! –se quejó, mientras Francisca la abrazaba con fuerza-. No me estruje tanto que me va a descoyuntar.
Soledad, siempre en un segundo plano, aprovechó el momento para subir a su cuarto, sin que se diesen cuenta.
-Déjame que te vea cariño –le alzó ambos brazos para verla mejor-. Estás muy flacucha. Madre mía, que no tienes ni una pizca de carne en estos huesos. ¿Seguro que estás recuperada?
-Seguro, doña Francisca –intervino Gonzalo-. Lo único que necesita ahora su ahijada es reposo y buenos alimentos.
-Vive Dios que aquí los encontrará a espuertas –declaró la Montenegro, feliz con el regreso de su ahijada-. Dame otro abrazo de esos huesudos, hija. Cuanto te he echado de menos.
Volvió a abrazarla.
Gonzalo comprendió que había llegado el momento de despedirse. María ya estaba con los suyos y ya no se requería de su ayuda.
-Las dejo. Si me disculpan, he de volver a mis ocupaciones.
La Montenegro le detuvo.
-Aguarde un instante, padre Gonzalo. Antes de que se marche me gustaría hablar con usted asolas. ¿Sería eso posible?
-Claro –el joven se preguntó que quería su abuela de él.
-Estupendo. Pase a mi despacho –Gonzalo obedeció. Mientras él pasaba al despacho de la señora, María le siguió con la mirada-. Y tú no te me vayas muy lejos, polvorilla –le pidió su madrina-. Que me has de contar, con pelos y señales todo lo que te ha sucedido en estos días.
María se quedó plantada en la entrada, con el corazón en un puño. Necesitaba hablar con alguien, soltar todo lo que llevaba por dentro y que la estaba destrozando.
-Tía Mariana, subamos a mi habitación –le pidió a su tía, pues era la única persona con quien podía hablar.
-María, tengo mucha faena ahora.
-Tita, por favor- le suplicó la muchacha-. Necesito hablar contigo. Es importante.
Mariana comprendió que algo debía de sucederle para hablarle así y accedió. Ambas subieron al cuarto de la joven.
La atención de Gonzalo estaba puesta en la entrada de la casa, ajeno a lo que la Montenegro se traía entre manos.
La señora sacó un fajo de billetes de la caja y se los tendió, en agradecimiento por el cuidado que le había dispensado a María.
Gonzalo rechazó el ofrecimiento. Si había actuado como le había hecho, era porque era su deber, no por dinero. La Montenegro, incapaz de comprender aquel proceder le preguntó si era cierto lo que decían las malas lenguas del pueblo, que pese a haber estado tan en contacto con los enfermos, él no se había visto afectado por la enfermedad y muchos le consideraban ya un santo. El joven diácono sonrió: para nada era un santo. Su buena salud se debía a su sistema inmunológico, curtido en la selva donde las enfermedades eran mucho más peligrosas.
Francisca no veía con buenos ojos que aquel simple sacerdote fuese considerado un santo, pues de ahí a ganarse el apoyo incondicional de los parroquianos, tan solo había un paso.
Sin embargo, volvió a insistir con el pago. Si no lo hacía por él, que lo tomase para la parroquia pues sabía que lo necesitaban. Gonzalo lo aceptó con esa condición. No obstante, antes de marcharse, la Montenegro le pidió que hiciese saber a la gente de quién venía el donativo. El joven, apenas se sorprendió: hasta ese punto llegaba la arrogancia de la señora, incapaz de hacer algo que no fuese en su propio beneficio.
Gonzalo abandonó la Casona y regresó al Jaral donde todavía quedaba mucho por hacer.

CONTINUARÁ...





viernes, 18 de septiembre de 2015

CAPÍTULO 394: PARTE 1
Gonzalo apretó los puños, manteniéndole la mirada a Tristán y tratando de contenerse.
-Dígame quién es de una maldita vez –le exigió su padre-. ¿A qué ese interés por mi familia? ¿A qué esa carta que tiene en sus manos? –sin mediar palabra alguna, Tristán se la arrancó de las manos de malas maneras.
-Si quiere que me explique, tendrá usted que calmarse –dijo Gonzalo, con calma, sorprendiéndose él mismo por tragar la impotencia que le invadía en ese instante-. No pienso entrar en sus provocaciones.
-¿Acaso no me provocó usted con esta carta? –Tristán no razonaba, ni veía otras posibilidades. Para él, aquel cura era tan solo un entrometido.
-Nada más lejos de mi intención.
-Yo diría que esa es precisamente su intención –insistió. Sus ojos brillaron, cargados de rencor. ¿Dónde estaba aquel Tristán capaz de sentir amor por alguien?-. ¿A cuento de qué le escribe usted a mi hija?
-No sabe cuán errado está señor.
-Si estoy errado dígame ahora mismo por qué. Poco me importa que sea usted un enviado de Dios.
En ese instante, María regresó a la sala con las monedas para enviar la carta. Al ver sus rostros, supo que algo no andaba bien.
-¿Pero qué sucede aquí? –inquirió la muchacha.
-Este cura ha tenido la osadía de escribirle a mi hija –expuso Tristán, sin apartar la mirada de Gonzalo.
María bajó sus ojos hasta la mano de su tío, comprendiendo lo que había sucedido.
-Tío Tristán se equivoca –le explicó ella-. Esa carta no es de Gonzalo, es mía.
Tan solo entonces, el gesto de Tristán se suavizó. Miró a su sobrina, sorprendido, como si abriese los ojos por primera vez. ¿La carta era suya, no del sacerdote? Apenas parpadeó, consternado. Su rabia al ver el nombre de su hija en el sobre le había cegado hasta el punto de acusar a un inocente.
-¿Tuya? –murmuró, perplejo.
-Quería escribirle a Aurora como lo hago habitualmente, pero… no me sentía con fuerzas y el padre Gonzalo se ofreció a pergeñarla él a mi dictado –expuso María, con calma-. Si no me cree puede abrirla y leerla. Comprobará que es mía y que no pongo nada fuera de…
-No es necesario –le cortó Tristán, azorado.
Su tío le devolvió el sobre, comprendiendo su error.
-Lo que sí se me antoja necesario es que se disculpe usted con Gonzalo, que el pobre no merecía tanto regaño por su parte –le pidió María con sensatez-. ¿No cree?
Tristán miró a Gonzalo de nuevo. Quizá se merecía una disculpa, pero había algo en el cura que no terminaba de agradarle, como si escondiese un secreto que le impedía mostrarse tal cual era.
-Hace años que no me disculpo ante nadie –le espetó su tío, sin dar su brazo a torcer-. Yo no soy responsable de que este hombre no sepa explicarse.
Sin decir ni una palabra más, Tristán salió del salón, aireado. Su alma, atormentada durante años, le había vuelto el corazón de piedra.
María miró a Gonzalo un instante. Quería pedirle perdón por lo ocurrido, pues en ningún momento había querido ponerle en aquella incómoda situación. Sin embargo no encontró las palabras para ello.
Por su parte, Gonzalo había comprendido que pese a los días que había estado trabajando con Tristán, codo con codo, ayudando a los enfermos; el alma de su padre seguía sangrando de dolor. Y veía que esas heridas difícilmente lograrían sanar.
A la mañana siguiente, María ya estaba completamente restablecida. La fiebre había cesado y las fuerzas regresaban a ella, aunque con lentitud pues la enfermedad que había padecido era de las más virulentas.
Gonzalo, pese a no querer acercarse a ella más que lo estrictamente necesario, no podía apartarla de su pensamiento y su inconsciente le delataba constantemente.
A media mañana, el joven acudió al salón para ver que la evolución de María seguía su curso. Colocó el dorso de su mano sobre la frente de la muchacha y permanecieron en un incómodo silencio hasta que ella lo rompió.
-¿Cómo me ves?
-Yo diría que no queda casi ni rastro de la fiebre. –declaró él. Tomó asiento en el camastro contiguo al de ella, manteniendo cierta distancia y tratando de controlar sus emociones que se revelaban una y otra vez a través de su mirada-. Voy a comprobar si tu pulso sigue siendo regular.
-Espero que así sea –declaró María, con calma-. Aunque creo que el tío Tristán me lo puso del revés tras el rapapolvo que te dedicó ayer.
Cerca de ellos, Rosario había estado replegando las sábanas y mantas del salón. Al escuchar el nombre de Tristán, no pudo contenerse y se acercó a ellos, preocupada.
-¿Qué rapapolvo? –preguntó Rosario, plantándose tras su nieta.
-No tiene importancia, Rosario –se apresuró a decir Gonzalo, que no quería volver a tocar el tema, porque en el fondo le dolía el rechazo de su padre, aunque no supiera quien era él.
-La tiene, y mucha –insistió María, a quien no le parecía bien la actitud de su tío-. Que no puede ir soltando exabruptos a diestra y siniestra por ahí –se volvió hacia Rosario-. Abuela, lo que sucedió es qué… vio que Gonzalo tenía una carta dirigida a Aurora, y pensó que era él quien quería escribir a su chiquilla y no yo.
Rosario entendió lo que habría sucedido. Conociendo a Tristán, aquel hecho le habría afectado sobremanera.
-Y montó en cólera, no me digas más –convino la abuela.
-Y no sabe usted de qué manera –certificó su nieta con gesto serio-. Cuando aparecí estaba a punto de arrearle una tunda a Gonzalo. Y ni siquiera pidió disculpas cuando le hice ver que estaba en un error.
-Es que le cuesta un mundo –le defendió Rosario, pues pese al mal humor de Tristán, le había visto crecer y le quería como a un hijo más. Ver en lo que se había convertido, le dolía demasiado y trataba de justificarlo a pensar de saber que no obraba bien-. Yo lo sé. Tenéis que entender el carácter arisco de Tristán y dispensarle.
Gonzalo se sentía incapaz de decir nada.
-Sí yo no se lo tengo en cuenta, abuela –siguió María-. Pero una cosa es estar afligido por Pepa y otra encararse con quien le salga al paso. ¿No cree? –se volvió hacia Gonzalo; Tristán sería su tío pero no podía defenderle cuando había sido injusto con el sacerdote-. Gonzalo no tenía la culpa de nada.
-No vale la pena ahondar más en ello, María –el joven se levantó, queriendo dar por concluida la conversación-. Sus motivos tendrá para comportarse de ese modo. ¿No es así, Rosario?
-Así es –convino la buena mujer, agradecida porque aquel cura no le tuviese en cuenta a Tristán sus desplantes-. Ha sufrido no pocas desgracias, y hay cosas que por mucho que os explique, no llegaréis a entender.
-Pero haga un esfuerzo abuela, explíquenoslo –María, desde su inocencia, no entendía por qué su tío se comportaba de aquella manera-. ¿Qué es eso tan misterioso que no sabemos de él?
-No voy a hablar de tu tío, María –Rosario le lanzó una severa mirada. Se lo había dicho muchas veces: Tristán había sufrido lo indecible en su vida, y no podían juzgarle, tan solo tratar de comprenderle.
-Pero si no le vamos a decir ni palabra, lo único que queremos es entender por qué actúa así.
-María he dicho que no voy a hablar de él, no quiero meterme en camisas de once varas. Así que… dejemos esto.
-Está en su perfecto derecho, Rosario –Gonzalo salió en su ayuda. Tristán, como cualquier otro ser humano tenía derecho a guardar sus secretos, y ellos no eran nadie para rebuscar en ellos; así que trató de cambiar de tema-. Dígame una cosa, ¿puede encargarse de pedir a los enfermos que vayan recogiendo las cuadras?
-¿Va a levantar el campo ya? –se sorprendió Rosario.
-En efecto –le sonrió él-. Antes les he hecho una visita y… están todos fatigados pero sanos como manzanas. No hay razón para mantenerles recluidos por más tiempo.
Tras ellos, María escuchó las órdenes de Gonzalo sintiendo un nudo en el estómago. Si el campamento era levantado, eso significaba que todos debían regresar a sus casas; incluida ella. Y eso era lo último que María deseaba en ese instante, separarse de Gonzalo.
-Entonces iré a avisarles –convino Rosario.
-Gracias, Rosario.
La abuela salió camino de las cuadras para llevar a cabo las órdenes de Gonzalo. Al ver que se volvían a quedar asolas, el joven diácono tomó aire para afrontar lo que tenía que decirle a María.
-En cuanto a ti… -se volvió hacia ella.
-¿Qué? –saltó la muchacha con la mirada retadora, temiendo que la echara de allí-. ¿También quieres despacharme?
-Ya estás tan restablecida como los demás –Gonzalo se retorció las manos, nervioso, y le mostró una amable y forzada sonrisa, porque pese a que sabía que era lo mejor, que María regresara a la Casona, algo en su interior se revelaba para que la muchacha no se marchase de su lado-. Va siendo hora de que regreses a tu casa.
-Pero aun puedo hacer mucho avío por aquí –insistió ella, miró a su alrededor, buscando la excusa que le permitiese permanecer junto a él, por estúpida que fuese la razón. No quería separarse de Gonzalo, no ahora-. Por lo pronto podría ayudar a levantar los camastros…
-Ni hablar, no tentemos a la suerte que todavía estás en peligro de recaer –le cortó él. No podía dejarla. Sabía que si lograba encontrar la excusa, se vería incapaz de echarla de su lado-. Y por ahí siguen corriendo las miasmas a su libre albedrío. Volverás a la Casona a la voz de ya. Me ocuparé personalmente de ello.
María frunció el ceño, sin poder ocultar su malestar. ¿Por qué se empeñaba Gonzalo en apartarla de su lado.
-¿Y cómo lo harás? –repuso de pronto, retadora-. ¿Llevándome arrastras?
El joven tragó saliva. No quería hacerle daño, pero era lo mejor para ambos. Cuanto menos tiempo pasasen juntos… mejor. Él iba a ser sacerdote y un acercamiento con María tan solo podría hacerles daño a ambos.
-Acompañándote –le explicó con calma-. Espero que con eso sea suficiente.
-Prueba a ver –con descaro, María le tendió la mano. Si quería echarla, tendría que sacarla él mismo de allí.
Pero Gonzalo no cayó en su juego. Tragó saliva.
-En marcha –declaró, dejándola con la mano en alto.
El joven salió de la sala y María se maldijo por no haber sido capaz de convencerle.
Derrotada, se levantó del camastro y siguió sus pasos.

CONTINUARÁ...



lunes, 14 de septiembre de 2015

CAPÍTULO 393: PARTE 3
Tras terminar con la redacción de la carta, Gonzalo la guardó en un sobre donde había escrito las señas del internado donde estaba la hija de Tristán.
El joven se sentía turbado, incapaz de controlar todas las emociones vividas hasta ese momento. María le observó en silencio, sintiendo que evitaba mirarle, y preguntándose si sería por el beso que se habían dado la noche anterior. Quería hablar con él sobre ello, pero no sabía cómo hacerlo.
-Serías tan amable de enviar la carta a correos si no es demasiada molestia –le pidió ella; Gonzalo seguía sin hablarle y eso la tenía en un sin vivir-. ¿Lo es?
-No, en absoluto –se volvió finalmente, tratando de sonreir-. Discúlpame, me he quedado desnortado.
-Natural- convino la joven, sentada en el camastro y casi completamente restablecida-. Son muchos días con sus noches los que llevas aquí luchando contra la adversidad.
-María –le cortó él, incapaz de seguir callando por más tiempo lo que le estaba atormentando. Quería terminar con aquella situación y dejar las cosas claras con la joven-. Pese a haber vivido fatigas desde niño y haber visto la muerte rondándome… hasta ayer noche no había sentido verdadero miedo.
El corazón de María se aceleró al escucharle hablar así. Se levantó del camastro, dispuesta a acercarse a él. Ella también sentía miedo por aquel sentimiento que nunca antes había sentido.
-¿A qué?
-A mis sentimientos María –le confesó con angustia.
-Gonzalo, yo…
-Olvídalo –le pidió él, con la mirada llena de culpa. No podía dejar que el amor hacia una mujer arraigara en él; y estar cerca de María era demasiado peligroso para mantenerse firme en su decisión-. Has de olvidar estos días por el bien de ambos. Y pierde cuidado por la carta que… la echaré al correo.
Sin dejar que ella le expresara lo que sentía, Gonzalo le dio la espalda, evitando mirarla.
Aquella lejanía les dolía a ambos. Pero era lo mejor para evitar tentaciones. Gonzalo era un hombre de Dios y no podía dejarse llevar por sentimientos que le estaban prohibidos. Debía de poner un límite y alejarse de María.
-Agradecida –declaró ella, tratando de mantenerse entera, cuando su corazón sangraba ante las palabras de Gonzalo. Las lágrimas querían huir de sus ojos, pero afortunadamente, María fue capaz de retenerlas-. Espera un instante que voy a por unas monedas para el envío.
Dio media vuelta y solo entonces Gonzalo hizo ademán de detenerla. La lucha interior que mantenía con sus sentimientos le estaba destrozando y no sabía cómo manejar la situación.
Mientras su mente seguía pensando en María, llegó Tristán preguntando por ella.
-¿Y mi sobrina?                                                          
-Yo diría que milagrosamente recuperada –le dijo el diácono, que mantenía el sobre con la carta en sus manos. Tristán enseguida se dio cuenta de ello y al leer a quien iba dirigida la carta su mirada se ensombreció-. Ha ido a coger un…
-Aurora Castro –leyó el tío de María. Su gesto se torció y su mirada se tiñó de rabia-. Esa carta es para mi hija.
-Así es –corroboró Gonzalo, sin darse cuenta del dolor que embargaba a Tristán-. Iba a mandarla en correo para…
-¿Cómo se atreve? –le espetó de mal talante, levantando la voz y encarándose con él-. ¿Cómo se ha enterado de la existencia de mi hija?
-Señor, deje que le explique –Gonzalo comprendió que Tristán andaba errado en sus cavilaciones, y se aturulló en sus explicaciones-. Sé de Aurora porque…
-¡No la nombre! –le exigió su padre, fuera de sí-. ¿Pero quién demonios se cree usted para tomarse tamaña atribución?
Los últimos acontecimientos le hicieron perder los nervios también a Gonzalo. No lo soportaba más; llevaba días callando su verdadera identidad, soportando el mal talante de su padre y luego estaba el beso… demasiado para un alma joven e impetuosa como la suya.
Sin poder evitarlo, Gonzalo se encaró con su padre. Había llegado la hora de hablar claro.
-¿En verdad quiere saber quién soy? –sus ojos se inundaron de rabia; rabia por los años que había crecido alejado de su familia, por regresar a casa y encontrarse con la muerte de su madre, con quien había anhelado encontrarse después de tantos años; pero sobretodo, rabia por no hallar en Tristán al padre que él recordaba-. ¿Quiere saber quién soy, don Tristán?

CONTINUARÁ...


jueves, 10 de septiembre de 2015

CAPÍTULO 393: PARTE 2
Al regresar al Jaral, Gonzalo y Tristán comenzaron a recoger las mantas y otros utensilios que ya no iban a utilizar, pues los infectados por la gripe se estaban recuperando y muchos de ellos volvían a sus casas; en nada las cuadras quedarían vacías de nuevo y se podría levantar el hospital de campaña que habían improvisado en el Jaral.
Tristán aprovechó el momento para confesarle a Gonzalo que debía bajar al pueblo y poner al tanto a Emilia y Alfonso sobre el estado de María. La fiebre ya había remitido pero la joven seguía muy débil y la enfermedad continuaba latente en su cuerpo.
Ambos estaban hablando de ello cuando Mauricio se acercó a agradecerles lo que habían hecho. El alcalde se marchaba a su casa, y pese a su carácter rudo, era consciente de que se había salvado gracias a los cuidados recibidos allí.
Tristán sabía que Mauricio era leal a su madre, y que debía haberle costado un mundo dar aquel paso, y por ello le aceptó el agradecimiento; por ello y por Pepa, pues el viejo capataz de la Casona apreciaba a su difunta esposa por todo lo que había hecho por el malogrado Efrén, a quién Mauricio había querido y criado como un hijo.
Después de despedirse del alcalde, Tristán marchó al pueblo para hablar con su hermana y su cuñado sobre el estado de María. Sin dudarlo ni un segundo, Emilia acudió al Jaral para estar cerca de su hija, quien a pesar de seguir infectada, su semblante había mejorado mucho y ya no tenía fiebre.
Emilia colmó a su hija de besos y abrazos al verla, lo que no impidió que le echase una pequeña regañina  por haberles engañado la primera vez para que la dejasen estar en el Jaral. Pero la muchacha sabía cómo contentar a su madre a quien adoraba pese a haberse criado lejos de ella, y con su habitual zalamería le dijo que era la mejor madre que había en el mundo. A Emilia le bastaban aquellas palabras para olvidar lo lejana que la sentía a veces y recordar que María era su pequeña, su niña.
Aprovechando que María ya se encontraba mejor, su madre la dejó unos instantes para ir a la cocina a ver a su suegra.
En cuanto Emilia salió del salón, María vio llegar a Gonzalo, que hablaba con un aldeano a quien le estaba dando las últimas órdenes.
 -Atiéndalo usted, ahora bajo –le indicó al mozo que se marchó hacia las cuadras. María al ver que se acercaba a ella dio media vuelta en el camastro y se tapó con la manta, tratando de hacerse la dormida. Pero Gonzalo la había pillado-. Sé perfectamente que estás ahí.
-Me cubría de la luz –se excusó, sin atreverse a mirarle a la cara-. Acabas de despertarme.
La joven se incorporó con cierta dificultad. Sabía que tarde o temprano tendría que enfrentarse a Gonzalo después de lo sucedido entre ambos.
El joven diácono, trató de mantener la distancia con ella y se mostró algo serio. No obstante, debía cerciorarse de que María seguía recuperándose y se sentó a su lado para tomarle el pulso. La sobrina de Tristán le tendió la mano.
-Aun tienes el pulso acelerado –se dio cuenta Gonzalo, inmediatamente.
-Estoy bien –le dijo ella, mirándole con fijeza-. ¿Y tú?
Gonzalo clavó sus ojos pardos en ella, una mirada serena y cargada de un sentimiento que no podía ocultar.
-Eras tú la que ayer delirabas.
Sin poder evitarlo, ambos recordaron lo sucedido la noche anterior, cuando sus labios se juntaron en un dulce y anhelado beso. Ninguno había podido evitarlo. Llevaban tiempo tentando al destino, trabajando juntos, admirando el buen hacer del otro y al final se habían dejado llevar por aquel sentimiento que estaba arraigando en sus corazones y que crecía con fuerza, cada día.
Volviendo a la realidad, Gonzalo le soltó la mano. No podía dejar que aquello volviese a ocurrir.
-Quizá quieras ayudarme a escribir una carta –le pidió María, con la excusa de tenerle cerca-. No me encuentro con fuerzas para estar largo rato recostada.
El diácono se levantó para buscar papel y lápiz.
-Claro –le concedió. Ante todo quería seguir manteniendo con ella la cordialidad que había existido hasta ese momento entre ellos. No quería que un simple beso terminase por malograr su amistad; además, no estaba seguro de si la propia María recordaría lo sucedido. Quizá la fiebre había borrado de su memoria aquel beso-. Si me dices para quien es la misiva.
-Para mi prima Aurora. La hija de Tristán.
Al escuchar el nombre de su hermana, Gonzalo se estremeció. Sin embargo no dejó traslucir sus emociones. Aurora. Su medio hermana. Su única familia… y tan lejos de ella.
Sin decir nada más, el joven buscó papel y lápiz para que María le dictara la carta que enviaría a su hermana. Sin saberlo, la joven le había dado uno de los mejores regalos, ya que a través de aquella carta, Gonzalo se sentiría más cerca de Aurora.

CONTINUARÁ...