CAPÍTULO 8
María se mordió el labio inferior,
preocupada.
-¿No está tardando demasiado? –preguntó de
nuevo, mirando el pequeño reloj que estaba sobre la estantería de la trastienda
del restaurante-. ¿Y si… y si no viene? ¿Y si sabe por qué la has llamado?
-Vendrá –la tranquilizó Celia que estaba
ordenando unas cajas-. Tranquila. Tan solo pasan cinco minutos de la hora.
-Ya, pero…
-incapaz de mantenerse calmada, María se levantó de la mesa y comenzó a
dar pequeños pasos-. Ella es muy puntual. Incluso es de llegar antes de tiempo.
Celia suspiró, hastiada.
-Puede que haya tenido algún contratiempo de
última hora –declaró con calma, buscando una justificación coherente-. ¿Quieres
estarte quieta, María? Me estás poniendo de los nervios.
La esposa de Gonzalo apretó los labios y
miró a su amiga con gesto preocupado.
-Lo siento –se disculpó, y volvió a
sentarse-. Es que… ¿Y si me he equivocado? ¿Y si me estoy metiendo dónde no me
llaman?
-¿Quieres hacer el favor de no adelantarte a
los acontecimientos? –se volvió Celia comenzando a perder las formas con ella.
-Tienes razón –convino María, tratando de
calmarse-. Es que estoy nerviosa.
Su amiga ladeó la cabeza y sonrió.
-¿No me digas? –se burló.
María soltó un suspiro a la vez que le
sonreía, aliviando parte de la tensión que la embargaba.
Desde el momento en que se le ocurrió una solución
al asunto de Teresa, no había dejado de darle vueltas. Al principio había
pensado que era una buena idea lo que había pensado, sin embargo, ahora que
llegaba el momento de exponerla, no estaba tan segura de ello. Quizá el esposo
de la joven, Julio, tenía razón y no era asunto suyo meterse en su vida, pero
por otro lado tenía de intentarlo; no quería quedarse con la duda de saber si
Teresa estaba dispuesta a intentar la propuesta que tenía para ella.
-Voy a ver si viene –se ofreció Celia,
encaminándose hacia la puerta-. Así aprovecho y le echo un ojo a Carlitos; no
me fío de como se maneja entre los clientes.
-No seas muy dura con el muchacho –le pidió
María, sabiendo que su amiga estaba exagerando pues Carlitos era un aprendiz
muy eficiente y Celia demasiado exigente con él.
-Solo lo justo –declaró la joven con una
sonrisa pícara.
Se encaminó hacia la puerta cuando ésta se
abrió y entró Teresa. La esposa de Julio miró primero a Celia.
-Buenas tardes –la saludó con una sonrisa
que se congeló al ver que María estaba allí-… Buenas tardes, señora María.
-Hola Teresa –la saludó María, con tiendo
pues no quería asustar a la joven con su presencia, ni que sintiese que había
sido una encerrona; tal como era.
Celia la había hecho llamar con la excusa de
hablar con ella sobre cierta ayuda que necesitaba en el restaurante; y aunque
en parte aquella “excusa” era cierta, el principal motivo era otro: que María
pudiese ofrecerle un trato para que continuase estudiando sin problemas.
Teresa miró a ambas mujeres preguntándose
qué estaba sucediendo allí.
-Pasa, Teresa –le pidió Celia con
amabilidad. La joven accedió a ello y se acercó con pasos dubitativos hacia la
mesa. María se levantó.
-¿Qué está ocurriendo? –preguntó Teresa,
buscando una respuesta en ambas.
Celia le echó una mirada significativa a su
amiga para que tomara la palabra.
-Verás, Teresa –comenzó María. Ahora que la
tenía frente a ella, no sabía bien cómo encarar la situación-. Te hemos hecho
venir porque queríamos proponerte algo.
-Siéntate, por favor –le sugirió Celia,
ofreciéndole una silla-. Será mejor que lo hablemos con calma.
Las tres mujeres tomaron asiento. El recelo
de Teresa era algo que no pasó desapercibido para ninguna de las dos jóvenes que
se miraron de reojo.
-El mozo que mandaste me dijo que se trataba
de una propuesta para hacer unas tareas aquí, en el restaurante –recordó la
esposa de Julio, esperando que se tratase de aquello.
-En parte –habló Celia-. Afortunadamente el
restaurante va muy bien y necesito a alguien que pueda ayudarme con la limpieza
y planchado de los manteles –se volvió hacia la esposa de Gonzalo-. La idea de
que te lo propusiese fue de María. Sabe que necesitáis el dinero y pensó en ti.
-Gracias –musitó Teresa, sin saber bien como
tratarla, pues había pensado que su presencia allí se debía a otra cosa; y
ahora veía que tan solo quería ayudarla. La joven soltó un leve suspiro de
alivio-. El dinero nos vendrá muy bien, y… sí, no creo que ningún haya problema
para que pueda venir a ayudarte con ello.
Celia sonrió levemente.
-Pero hay más –intervino María. La mirada de
Teresa se posó en ella, temerosa-. Si te hemos hecho venir es porque queremos
proponerte otra cosa… mucho más importante.
La joven ladeó la cabeza, sin comprender.
-Después de nuestro último encuentro en tu
casa, me quedé muy mal –se disculpó María-; no quería causarte molestias ni
problemas con tu esposo. Era lo último que pretendía.
-No se preocupe –aceptó sus disculpas-.
Julio tan solo quería protegerme. No es mal hombre; es solo que vela por los
intereses de nuestra familia.
-Y me parece bien –convino María con mirada
seria; tratando de acercarse a la joven-. Entiendo que considere que estudiar no
os beneficiará… a corto plazo. Pero tampoco me parece justo que quiera cortar
tus ilusiones. Sé lo mucho que te gusta venir a las clases y lo que disfrutas
aprendiendo.
Teresa bajó la mirada. Las palabras de
María, certeras, habían llegado hasta su corazón.
-Es cierto que me gustaría continuar con las
clases –declaró finalmente, con un hilo de voz-. Pero no puedo llevarle la
contraria a Julio. Es mi esposo y le debo respeto. ¿Lo entiende?
-Respeto, sí, pero no obediencia ciega –dijo
María con dureza; la joven había recibido una educación diferente a la de muchas
mujeres, por eso ver que no podían actuar con libertad y que se supeditaban a
los deseos de sus maridos, era algo que ella no lograría entender.
Afortunadamente para María, Gonzalo no era de aquella clase de hombres que
querían imponer su voluntad, y respetaba sus decisiones, apoyándola siempre-. ¿Te
ha preguntado alguna vez qué es lo que tú quieres? ¿O toma las decisiones sin
contar contigo?
Teresa abrió los ojos, espantada. ¡Jamás se
le pasaría por la cabeza que su esposo le pidiera opinión para hacer algo!
¡Nunca!
Con su gesto, María comprendió que estaba en
lo cierto.
-Señora –musitó la joven, con la mirada
llena de temor-. Los hombres actúan por su cuenta, sin contar con la opinión de
las mujeres. Siempre ha sido así. Cuando una se casa le debe obediencia al
esposo porque sabe que él hará lo correcto.
-Los hombres también se equivocan –saltó
Celia con vehemencia-. Son tan humanos como nosotras. Y no tienen en su poder
una verdad “única y absoluta”. Cometen errores; muchos, si me apuras.
María le lanzó una mirada pidiéndole a su
amiga que fuese más comedida pues así no iban a lograr nada.
-Verás, Teresa –intervino de nuevo la esposa
de Gonzalo-. Lo que quiero proponerte es bien sencillo –tomó aire y fuerzas-;
¿Qué te parece si seguimos con las clases… pero aquí?
La joven frunció el ceño sin comprender,
mientras una amplia sonrisa se dibujaba en el rostro de Celia.
-¿Aquí? –repitió-. ¿Cómo que aquí?
-Sí –intervino de nuevo Celia, a quien la
idea de María de continuar con las clases de Teresa en la trastienda de su
restaurante le parecía excelente. Se volvió hacia su amiga-. Cuando María me
propuso dejaros el lugar me pareció perfecto.
-Pero no entiendo…
-La idea es que puedas continuar con las
clases… sin que nadie lo sepa –le explicó la esposa de Gonzalo-. Necesitamos
una coartada para que puedas venir y qué mejor que Celia te ofrezca trabajar
unas horas en el restaurante para que puedas venir sin problemas. ¿Comprendes?
Tu esposo jamás sabrá que sigues estudiando pues creerá que estás aquí
trabajando para Celia.
-Pero… eso sería mentirle –Teresa se dio
cuenta de ello; y no estaba dispuesta a hacerlo. El temor de sus ojos lo
reflejaba-. Si llegara a enterarse de que le he desobedecido…
-No lo hará
-María alargó su mano para tranquilizar a la joven.
-¿Cómo puede estar tan segura? –insistió la
esposa del pescador-. ¿Cómo voy a mantener esa farsa sin que se entere? Además,
se supone que si estoy aquí trabajando, tendría que ganarme unos cuartos y
cuando vea que no llevo el dinero a casa, lo descubrirá todo.
-No –le cortó Celia-. Porque el trabajo que
te ofrezco es de verdad. Necesito a alguien que me ayude con las tareas de
limpieza, tal como te he dicho. Lo cierto es que no doy abasto yo sola para
lavar y planchar tantos manteles.
María miró a su amiga y apretó los labios,
conforme a sus palabras.
-Lo único que… tendrías que estar más tiempo
aquí para poder sacar adelante las dos cosas. Dedicarías una hora a planchar
los manteles y la otra la emplearíamos en las clases –le expuso la esposa de
Gonzalo; y la miró con orgullo-. Pero sé que tú eres capaz de eso y de lo que
te propongas. No eches a perder todo lo que has aprendido, Teresa. Estoy segura
que con el tiempo no te arrepentirás de haber continuado con los estudios. ¿Qué
me dices? ¿Aceptas la propuesta?
La joven meditó unos segundos las opciones
que tenía. Llevarle la contraria a su esposo era una de las cosas que Teresa no
quería hacer. Le habían enseñado desde pequeña que había que acatar los deseos
del marido; sin embargo… María le ofrecía retomar las clases, seguir con su
sueño…
-¿Están seguras de que Julio jamás se
enterará? –preguntó, todavía llena de dudas-. Mi esposo viene mucho por aquí,
incluso es uno de sus proveedores –le recordó a Celia-; en cualquier momento
podría descubrirnos y entonces…
-No nos descubrirá –quiso tranquilizarla
Celia-. Conozco a la perfección los horarios de tu esposo. Sé cuándo viene a mi
restaurante. Así que durante ese tiempo tú estarás trabajando –se volvió hacia
la esposa de Gonzalo-; y María nunca aparecerá en esos momentos. Las clases
serán antes de que él regrese de su jornada. Y por el resto de clientes no
tienes que preocuparte –añadió, sabiendo que se le había ocurrido la
posibilidad de que alguien le fuera a su esposo con el chisme-. Vosotras
estaréis aquí –se hizo hacia delante y le lanzó una mirada pícara-, donde nadie
entra sin mi permiso.
Por primera vez aquella tarde, Teresa mostró
una sonrisa. Apenas había cruzado un par de palabras con Celia hasta ese día,
sin embargo sabía quién era. Todo el mundo en Santa Marta conocía a la dueña
del restaurante de la playa. Algunos seguían viéndola con malos ojos pero otros
como Teresa, admiraban su fuerza, su determinación y sobretodo su libertad,
porque la veían una joven que se había hecho respetar en un mundo exclusivo de
hombres.
-¿Eso es un sí? –convino María, al verla
sonreír.
Alentada por las dos mujeres, Teresa
asintió.
-Lo intentaremos –declaró a la vez que sus
mejillas se sonrosaban, avergonzada-. Quiero seguir aprendiendo, aunque sea a
escondidas.
María y Celia le devolvieron la sonrisa,
satisfechas. Su plan había salido bien. Habían logrado convencer a Teresa para
que continuase estudiando.
-Esto hay que celebrarlo –declaró Celia
levantándose. Se acercó a una de las estanterías y cogió una botella de ron y tres
vasos que llenó con el licor.
-Yo… yo no bebo –dijo Teresa, azorada.
Celia le dejó el vaso frente a ella.
-Pues hoy sí –le insistió-. Hoy hay motivo
para hacerlo.
Alzó su vaso con la intención de que María y
Teresa hicieran lo mismo con los suyos.
La esposa de Gonzalo le lanzó una mirada
derrotada a Teresa: era mejor no llevarle la contraria a Celia. Así que ambas
tomaron su propio vaso y brindaron con ella.
-¡Por nuestro secreto! –declaró la joven con
entusiasmo-. ¡Por la decisión de Teresa! Y… ¡Por nosotras! Porque algún día
sabrán cuanto valemos.
Después de entrechocar sus vasos, bebieron
del fuerte licor que les había servido Celia. Teresa se atragantó con el primer
sorbo, comenzando a toser con fuerza mientras que María arrugó la nariz al
sentir la picazón en su garganta.
Pero aquel pacto que habían establecido las
tres mujeres bien valía una celebración como aquella.
CONTINUARÁ...
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