CAPÍTULO 9
Gonzalo llevaba toda la mañana en la finca,
supervisando la siembra de la planta nueva. No quería que se le pasara algo por
alto y que la siembra se echara a perder. Habían invertido gran parte de los
beneficios de la anterior cosecha en la nueva variedad y si algo salía mal, no
solo perderían muchos cuartos sino que también peligraría la contratación de
los jornaleros para el año siguiente.
Junto a él, Andrés daba las órdenes
pertinentes a los trabajadores para que los abonos fuesen esparcidos en las
proporciones indicadas.
A mitad mañana, Gonzalo se acercó a reponer
fuerzas junto a una pequeña mesa situada
bajo un gran árbol.
Mientras saciaba su sed, bebiendo de la
bota, su capataz se reunió con él.
-Esto va bien –declaró con entusiasmo,
secándose el sudor de la frente con el dorso de la mano-. Si todo sigue así, en
unos días tendremos la siembra lista.
Gonzalo le pasó la bota de vino con gesto
serio. No quería ilusionarse antes de tiempo y prefería ser precavido.
-¿Qué sabemos del científico?
Andrés bebió un largo trago antes de
contestar.
-No ha dado señales –le confirmó, arrugando
los labios-. Pero no te preocupes, Gonzalo, ¿no dicen que es uno de los mejores?
Estoy seguro que muy pronto tendremos noticias suyas.
El esposo de María asintió, aunque no estaba
tan convencido como su amigo. Si don Jorge no encontraba la manera de detener
la salinización de las tierras, pronto, todo se vendría abajo. Y puede que a
Gonzalo no le afectase económicamente hablando, pero se sentía responsable del
fracaso y sabía que la falta de beneficios repercutiría en sus empleados, a
quienes no podría seguir manteniendo y tendría que tomar la peor decisión de
todas: prescindir de muchos de ellos para la siguiente temporada de siembra.
Además de sentir que le habría fallado a su hermano.
El joven negó con la cabeza. No quería ni
pensar en aquella posibilidad.
-Y… cambiando de tema –dijo Andrés, de
pronto. Su gesto azorado le delató enseguida a ojos de Gonzalo-. He estado
pensando en lo que hablamos el otro día… sobre… sobre Celia. Y creo que tienes
razón. No pierdo nada intentándolo. Voy a pedirle que venga conmigo a la
verbena de Santa Caridad. ¿Irás con tu esposa? Quizá si vamos con vosotros…
acepte la invitación.
Gonzalo quedó sorprendido ante el cambio que
había sufrido el capataz. ¿Qué era lo que le había hecho cambiar de parecer?
Quizá sus palabras habían surtido mayor efecto de lo que el esposo de María
creía.
-Sí que pensamos ir –afirmó, recordando que
quedaban dos semanas para dicha verbena y que toda Santa Marta ya comenzaba a
prepararla con entusiasmo-. A María le encantan las fiestas patronales y
disfruta mucho del ambiente que se respira. Además, es buena idea, si Celia
sabe que vamos nosotros, te será más sencillo convencerla –hizo una leve
pausa-. Me alegro que hayas decidido arriesgarte –declaró, volviéndose a mirar
a sus trabajadores que continuaban con la siembra-. Celia es una buena mujer
que ha sufrido mucho y se merece ser feliz –miró a su amigo a los ojos con
seriedad-. Y sé que tú podrás hacerlo.
Andrés se rascó la cabeza, azorado. No
estaba acostumbrado a hablar de sus sentimientos con nadie y expresar lo que
sentía le resultaba incómodo.
-Sé… sé que tuvo una mala experiencia –se
atrevió a comentarle a Gonzalo. Si alguien podía explicarle la historia de
Celia, ese era él-. Se rumorea que un hombre la traicionó y que por eso es tan…
arisca. ¿Es cierto?
Gonzalo frunció el ceño.
-El pasado de Celia solo le corresponde a ella contarlo –declaró el
esposo de María con seriedad.
-Lo siento –se arrepintió el joven, enseguida,
de sus palabras-. No quería importunarte.
-Y no lo has hecho –dijo Gonzalo, relajando
el gesto-. Pero creo que es algo muy personal y no debo ser yo quien te lo
cuente.
El capataz asintió.
-Tan solo te diré que esa máscara de mujer
independiente y fuerte que muestra, oculta una gran persona; alguien de buen
corazón, que se merece ser feliz –y frunció el ceño-; así que si me entero que
la haces sufrir tendrás que vértelas conmigo, ¿de acuerdo?
Andrés levantó ambos brazos en señal de
rendición.
-Está bien, está bien –convino-. Por nada
del mundo me arriesgaría a enfrentarme a ti.
-Celia es como una hermana para María –le
explicó Gonzalo-; se conocieron en unas circunstancias… “algo especiales” y
ambas se apoyaron mutuamente en aquel momento –el joven sonrió al recordar cuando
la joven era una simple novicia que le ayudó a entrar en el convento para que
se encontrara con María-. Incluso a mí me ayudó por aquel entonces,
arriesgándose a recibir un castigo.
Andrés no sabía de qué hablaba Gonzalo, pero
prefirió no preguntarle. Quizá algún día su amigo le hablase con mayor
sinceridad; aunque algo le decía que esa parte de su pasado involucraba algún
secreto de Celia y que por ello no hablaba más abiertamente.
Lo cierto era que el capataz apenas sabía
nada de la vida de Gonzalo y María en España; tan solo que habían preferido
quedarse a vivir en Santa Marta, a pesar de echar mucho de menos a sus
familiares. Ningún aldeano sospechaba que ambos jóvenes no podían regresar a su
país de origen por miedo a las represalias de la Montenegro. Un nombre que en
Cuba no significaba nada; afortunadamente para Gonzalo y María.
-Y… otra cosa –declaró Andrés cuyos ojos se
empequeñecieron-. ¿Recuerdas a aquellos tipos que vinieron a pedirnos trabajo y
que luego estaban en el restaurante?
Gonzalo asintió, con gesto serio. Aquellos
hombres no le daban buena espina y cada vez que se les mencionaba tenía la
misma sensación de que tarde o temprano causarían problemas.
-¿Qué ocurre con ellos?
-Pues que han estado pidiendo trabajo en las
fincas vecinas –le explicó el capataz-. Se ve que están muy interesados en
quedarse por la zona. Pero hasta el momento ninguno ha querido contratarlos. La
gente no se fía de ellos.
Aquella información solo hacía que
incrementar los malos presagios de Gonzalo.
-Tendremos que andarnos con cautela y ojo
avizor –le indicó a Andrés-. No me fío de ellos. Algo se traen entre manos.
¿Recuerdas lo que nos dijo Celia, que les había visto merodear por el barrio
viejo? Eso no es buena señal.
-Sí –le confirmó-, y eso no es todo. Tengo a
muchos conocidos del barrio y me han dicho que están frecuentando las tabernas
de peor renombre. Todo el mundo sabe la mala fama que tienen la taberna del
viejo Olivares y la del “Ancla Negra”.
Gonzalo se mordió el interior del labio,
cada vez más preocupado por lo que acababa de escuchar. Aquellos tugurios de
mala muerte solo eran frecuentados por gente de mala reputación, que buscaban
timbas clandestinas, mujeres con las que desfogarse o, simplemente conseguir
dinero rápido mediante trabajos poco recomendados o ilegales.
-Cuando hablamos con Celia dijiste que
podían ser contrabandistas –recordó el esposo de María-. ¿Sabes si hay alguna
manera de saberlo a ciencia cierta?
Andrés se mesó la escasa barba que le crecía
en el mentón, pensativo.
-Tengo un par de conocidos que me deben un
favor y que frecuentan el barrio viejo –declaró en voz alta-; podría pedirles
que traten de averiguar que se traen esos forasteros entre manos.
Gonzalo asintió levemente.
-Sería buena idea. Más que nada para
proteger a Celia. El hecho de que frecuenten tanto su restaurante… no es buena
señal.
Al escuchar los motivos de Gonzalo, su
capataz palideció, comprendiendo que la joven podría ponerse en peligro, y
mucho más conociéndola.
-Hoy mismo hablaré con ellos –se apresuró a
decirle, sin ocultar su preocupación-. Si son contrabandistas y pretenden hacer
negocios en el restaurante…
-Esperemos que no –decretó Gonzalo, tan
preocupado como su amigo. De repente tuvo una idea al recordar con quienes
estaban reunidos los forasteros-. ¿Crees que Julio, el pescador, podría estar
metido en esa clase de negocios? Según tengo entendido el hombre es algo tosco
con la gente pero dicen que es decente y trabajador.
-No he tenido mucho trato con él –reconoció
Andrés, pensativo-. Como bien dices es muy suyo y apenas tiene amigos. Aunque
quienes le han tratado dicen que es un tipo recto y legal.
-Ya… pero si le ofrecen la manera de ganar
dinero fácilmente… -pensó el esposo de María-. Ya sabes que la temporada de
pesca tampoco es muy larga en esta zona, y si se ha casado hace poco… tiene que
mantener a su esposa.
-¿Insinúas que esos tipos están tratando de
meterle en el negocio del contrabando? –comprendió el capataz, viéndolo como
una posibilidad-. Lo cierto es que hay mucha gente honrada que en situaciones
límite son capaces de cualquier cosa; incluso de vender su alma al mismísimo
diablo si con ello logran salvar la situación.
Gonzalo se quedó unos segundos pensativo.
Nada de lo que estaba ocurriendo le gustaba un pelo. Los forasteros rondando
por la zona, a saber con qué intenciones. Luego estaban sus continuas reuniones
con el marido de Teresa… ¿Qué se traerían entre manos? Quizá María podría
decirle en qué situación económica se encontraba aquella pareja y si estaban
pasando apuros para sobrevivir.
Enseguida se dio cuenta de que no podía
quedarse de brazos cruzados viéndolas venir. Deberían averiguar qué estaba
ocurriendo y si ello afectaba a Celia o a su negocio.
-Tú averigua primero lo que puedas sobre esos
forasteros –declaró finalmente con un brillo de determinación en su mirada-;
luego veremos qué hacer.
Su capataz asintió.
-Y volvamos a la faena que aún nos queda un
rato para terminar –añadió, encaminándose hacia los terrenos.
Justo en ese momento, un muchacho de apenas
doce años y de aspecto desaliñado llegó a la carrera.
-¡Don Gonzalo, don Gonzalo! –gritó a media
voz.
El esposo de María le reconoció enseguida.
Se trataba del hijo de Sara, el ama de llaves de la hacienda Casablanca.
Gonzalo esperó a ver qué era lo que el zagal quería mientras Andrés volvía al
trabajo.
-Dime, Demetrio, ¿ocurre algo? –se preocupó
al ver el semblante asustado del muchacho-. ¿Le ha pasado algo a mi esposa o a
mis hijos?
-No, no –se apresuró a sacarle de su error,
a la vez que recuperaba el aliento apoyando sus manos en las rodillas-. Ellos
están bien –tomó aire y se incorporó-. Madre me manda para darle recado de que
han llamado por teléfono desde España preguntando por usted o por la señora
María.
Al escuchar el nombre de su país de origen,
Gonzalo sintió un leve escalofrío. ¿Quién podría llamarles desde allí? ¿Quién,
a parte de sus familiares más cercanos, sabían que estaban en Santa Marta?
-¿Estás seguro que preguntaban por mí o por
mi esposa? –insistió Gonzalo al muchacho, que había recuperado parte de su
color sonrosado.
Demetrio asintió energéticamente.
-Madre ha cogido el recado –repitió el
muchacho-. Dicen que llamarán en diez minutos para hablar con usted. Por eso he
venido a la carrera, para darle aviso.
Gonzalo tragó saliva.
-¿Y… ha dicho quién era? –preguntó, con el
corazón en un puño.
Demetrio negó con la cabeza.
-Madre solo dijo que era voz de hombre –le
aclaró-; y que parecía muy nervioso.
Las últimas palabras conmocionaron al esposo
de María. No podía perder más tiempo.
Después de dejar a Andrés al mando, cogió el
caballo y se dirigió hacia la hacienda. Su mente era un torbellino. No podía
dejar de darle vueltas al asunto. Algo le decía que quien había llamado desde
España era Alfonso, su suegro. Solo él tenía el teléfono de la hacienda.
Normalmente les enviaban carta porque
hacerlo por teléfono era peligroso. De manera que el haberse comunicado
directamente con la hacienda no era buena señal. Y lo peor eran las
apreciaciones de Sara: “parecía nervioso”.
El nerviosismo de Alfonso tan solo podría
deberse a una sola cosa, pensó Gonzalo: la Montenegro había descubierto la
verdad, que María y él estaban vivos y que todo lo acontecido en la Garganta del
Diablo años atrás había sido una trampa para hacerle creer que habían muerto.
Los minutos hasta la hacienda se le hicieron
eternos.
Al llegar, descabalgó rápidamente, dejando a
su caballo, Cerbero en el patio central donde un mozo de cuadras cogió los
estribos mientras veía a Gonzalo entrar en la casa grande con pasos rápidos.
Sara estaba en la entrada.
-Don Gonzalo, menos mal que llega –declaró
la mujer retorciéndose las manos, nerviosa. El esposo de María frunció el
ceño-. Mi Demetrio, ¿le ha dado el recado?
-Sí, Sara –corroboró él, con gesto serio-.
Pero dime, ¿Quién ha llamado? ¿Y qué es lo que ha dicho exactamente?
-Creo que era el padre de la señora María
–declaró al final. Entornó sus oscuros ojos, tratando de recordar algo-. ¡Ay!
Me dijo el nombre pero me puse tan nerviosa que no lo recuerdo.
-¿Alfonso?
-Ese –certificó, aliviada la buena mujer,
que tenía que levantar la cabeza para hablar con Gonzalo-. No le entendí muy
bien porque la línea se cortaba y se escuchaba mal. Preguntó por usted o por su
esposa. Le dije que usted estaba en la finca trabajando y que le mandaba aviso.
Entonces fue cuando me dijo que volvería a llamar en unos diez minutos.
Gonzalo asintió, apretando los labios.
-Gracias, Sara –la tranquilizó aunque los
nervios seguían carcomiéndole por dentro-. Ya me ocupo yo del asunto. Puedes
volver a tus tareas.
La mujer se lo agradeció, ya más relajada.
-Espero que no sea grave, don Gonzalo
–repuso antes de marcharse, con gesto preocupado.
-¿Por qué debería de serlo?
-Porque su señor suegro estaba muy nervioso
–le explicó la buena mujer-. A pesar de escucharle mal, pude comprobar que le
temblaba la voz.
Gonzalo soltó un leve suspiro. Tan solo
esperaba que sus males presagios no se cumplieran.
En ese instante se escuchó el sonido del
teléfono.
Sin esperar ni un segundo, Gonzalo se acercó
a la mesa del escritorio del despacho de su hermano para recibir la llamada.
-¿Dígame? –hubo una pausa mientras escuchaba
a la telefonista decirle el origen de la llamada-. Sí, soy yo. Acepto la
llamada –sus latidos se aceleraron, esperando escuchar la voz de Alfonso al
otro lado. Los segundos se le hicieron eternos ante la espera, hasta que al
final la voz de su suegro resonó por el teléfono.
-¿Gonzalo? ¿Gonzalo eres tú? –preguntó la
voz apremiante de Alfonso.
-Sí, don Alfonso –le certificó-. Soy
Gonzalo. ¿Qué ocurre? –no quiso irse por las ramas, lo que tuviese que contarle
que fuera rápido, por muy malas que fuesen las novedades.
-¡Gracias… al cielo! –se escuchó su voz al
otro lado, lejana pero clara-. Os he… llamado… casa pero nadie lo ha cogido
–Gonzalo comprendió que María estaría en ese momento en la escuela y la criada
no se habría percatado de la llamada-… por eso… llamado a Casablanca.
-Pero… ¿qué ocurre? –le insistió a su
suegro, sintiendo el corazón a punto de desbocársele.
-Verás… no quería decíroslo… carta… -hubo
una pausa que congeló el tiempo, a la espera de que Alfonso terminase la frase-.
Las cosas han cambiado… Francisca… Montenegro… muerto.
CONTINUARÁ...
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