martes, 27 de octubre de 2015

CAPÍTULO 9 
Gonzalo llevaba toda la mañana en la finca, supervisando la siembra de la planta nueva. No quería que se le pasara algo por alto y que la siembra se echara a perder. Habían invertido gran parte de los beneficios de la anterior cosecha en la nueva variedad y si algo salía mal, no solo perderían muchos cuartos sino que también peligraría la contratación de los jornaleros para el año siguiente.
Junto a él, Andrés daba las órdenes pertinentes a los trabajadores para que los abonos fuesen esparcidos en las proporciones indicadas.
A mitad mañana, Gonzalo se acercó a reponer fuerzas  junto a una pequeña mesa situada bajo un gran árbol.
Mientras saciaba su sed, bebiendo de la bota, su capataz se reunió con él.
-Esto va bien –declaró con entusiasmo, secándose el sudor de la frente con el dorso de la mano-. Si todo sigue así, en unos días tendremos la siembra lista.
Gonzalo le pasó la bota de vino con gesto serio. No quería ilusionarse antes de tiempo y prefería ser precavido.
-¿Qué sabemos del científico?
Andrés bebió un largo trago antes de contestar.
-No ha dado señales –le confirmó, arrugando los labios-. Pero no te preocupes, Gonzalo, ¿no dicen que es uno de los mejores? Estoy seguro que muy pronto tendremos noticias suyas.
El esposo de María asintió, aunque no estaba tan convencido como su amigo. Si don Jorge no encontraba la manera de detener la salinización de las tierras, pronto, todo se vendría abajo. Y puede que a Gonzalo no le afectase económicamente hablando, pero se sentía responsable del fracaso y sabía que la falta de beneficios repercutiría en sus empleados, a quienes no podría seguir manteniendo y tendría que tomar la peor decisión de todas: prescindir de muchos de ellos para la siguiente temporada de siembra. Además de sentir que le habría fallado a su hermano.
El joven negó con la cabeza. No quería ni pensar en aquella posibilidad.
-Y… cambiando de tema –dijo Andrés, de pronto. Su gesto azorado le delató enseguida a ojos de Gonzalo-. He estado pensando en lo que hablamos el otro día… sobre… sobre Celia. Y creo que tienes razón. No pierdo nada intentándolo. Voy a pedirle que venga conmigo a la verbena de Santa Caridad. ¿Irás con tu esposa? Quizá si vamos con vosotros… acepte la invitación.
Gonzalo quedó sorprendido ante el cambio que había sufrido el capataz. ¿Qué era lo que le había hecho cambiar de parecer? Quizá sus palabras habían surtido mayor efecto de lo que el esposo de María creía.
-Sí que pensamos ir –afirmó, recordando que quedaban dos semanas para dicha verbena y que toda Santa Marta ya comenzaba a prepararla con entusiasmo-. A María le encantan las fiestas patronales y disfruta mucho del ambiente que se respira. Además, es buena idea, si Celia sabe que vamos nosotros, te será más sencillo convencerla –hizo una leve pausa-. Me alegro que hayas decidido arriesgarte –declaró, volviéndose a mirar a sus trabajadores que continuaban con la siembra-. Celia es una buena mujer que ha sufrido mucho y se merece ser feliz –miró a su amigo a los ojos con seriedad-. Y sé que tú podrás hacerlo.
Andrés se rascó la cabeza, azorado. No estaba acostumbrado a hablar de sus sentimientos con nadie y expresar lo que sentía le resultaba incómodo.
-Sé… sé que tuvo una mala experiencia –se atrevió a comentarle a Gonzalo. Si alguien podía explicarle la historia de Celia, ese era él-. Se rumorea que un hombre la traicionó y que por eso es tan… arisca. ¿Es cierto?
Gonzalo frunció el ceño.
-El pasado de Celia  solo le corresponde a ella contarlo –declaró el esposo de María con seriedad.
-Lo siento –se arrepintió el joven, enseguida, de sus palabras-. No quería importunarte.
-Y no lo has hecho –dijo Gonzalo, relajando el gesto-. Pero creo que es algo muy personal y no debo ser yo quien te lo cuente.
El capataz asintió.
-Tan solo te diré que esa máscara de mujer independiente y fuerte que muestra, oculta una gran persona; alguien de buen corazón, que se merece ser feliz –y frunció el ceño-; así que si me entero que la haces sufrir tendrás que vértelas conmigo, ¿de acuerdo?
Andrés levantó ambos brazos en señal de rendición.
-Está bien, está bien –convino-. Por nada del mundo me arriesgaría a enfrentarme a ti.
-Celia es como una hermana para María –le explicó Gonzalo-; se conocieron en unas circunstancias… “algo especiales” y ambas se apoyaron mutuamente en aquel momento –el joven sonrió al recordar cuando la joven era una simple novicia que le ayudó a entrar en el convento para que se encontrara con María-. Incluso a mí me ayudó por aquel entonces, arriesgándose a recibir un castigo.
Andrés no sabía de qué hablaba Gonzalo, pero prefirió no preguntarle. Quizá algún día su amigo le hablase con mayor sinceridad; aunque algo le decía que esa parte de su pasado involucraba algún secreto de Celia y que por ello no hablaba más abiertamente.
Lo cierto era que el capataz apenas sabía nada de la vida de Gonzalo y María en España; tan solo que habían preferido quedarse a vivir en Santa Marta, a pesar de echar mucho de menos a sus familiares. Ningún aldeano sospechaba que ambos jóvenes no podían regresar a su país de origen por miedo a las represalias de la Montenegro. Un nombre que en Cuba no significaba nada; afortunadamente para Gonzalo y María.
-Y… otra cosa –declaró Andrés cuyos ojos se empequeñecieron-. ¿Recuerdas a aquellos tipos que vinieron a pedirnos trabajo y que luego estaban en el restaurante?
Gonzalo asintió, con gesto serio. Aquellos hombres no le daban buena espina y cada vez que se les mencionaba tenía la misma sensación de que tarde o temprano causarían problemas.
-¿Qué ocurre con ellos?
-Pues que han estado pidiendo trabajo en las fincas vecinas –le explicó el capataz-. Se ve que están muy interesados en quedarse por la zona. Pero hasta el momento ninguno ha querido contratarlos. La gente no se fía de ellos.
Aquella información solo hacía que incrementar los malos presagios de Gonzalo.
-Tendremos que andarnos con cautela y ojo avizor –le indicó a Andrés-. No me fío de ellos. Algo se traen entre manos. ¿Recuerdas lo que nos dijo Celia, que les había visto merodear por el barrio viejo? Eso no es buena señal.
-Sí –le confirmó-, y eso no es todo. Tengo a muchos conocidos del barrio y me han dicho que están frecuentando las tabernas de peor renombre. Todo el mundo sabe la mala fama que tienen la taberna del viejo Olivares y la del “Ancla Negra”.
Gonzalo se mordió el interior del labio, cada vez más preocupado por lo que acababa de escuchar. Aquellos tugurios de mala muerte solo eran frecuentados por gente de mala reputación, que buscaban timbas clandestinas, mujeres con las que desfogarse o, simplemente conseguir dinero rápido mediante trabajos poco recomendados o ilegales.
-Cuando hablamos con Celia dijiste que podían ser contrabandistas –recordó el esposo de María-. ¿Sabes si hay alguna manera de saberlo a ciencia cierta?
Andrés se mesó la escasa barba que le crecía en el mentón, pensativo.
-Tengo un par de conocidos que me deben un favor y que frecuentan el barrio viejo –declaró en voz alta-; podría pedirles que traten de averiguar que se traen esos forasteros entre manos.
Gonzalo asintió levemente.
-Sería buena idea. Más que nada para proteger a Celia. El hecho de que frecuenten tanto su restaurante… no es buena señal.
Al escuchar los motivos de Gonzalo, su capataz palideció, comprendiendo que la joven podría ponerse en peligro, y mucho más conociéndola.
-Hoy mismo hablaré con ellos –se apresuró a decirle, sin ocultar su preocupación-. Si son contrabandistas y pretenden hacer negocios en el restaurante…
-Esperemos que no –decretó Gonzalo, tan preocupado como su amigo. De repente tuvo una idea al recordar con quienes estaban reunidos los forasteros-. ¿Crees que Julio, el pescador, podría estar metido en esa clase de negocios? Según tengo entendido el hombre es algo tosco con la gente pero dicen que es decente y trabajador.
-No he tenido mucho trato con él –reconoció Andrés, pensativo-. Como bien dices es muy suyo y apenas tiene amigos. Aunque quienes le han tratado dicen que es un tipo recto y legal.
-Ya… pero si le ofrecen la manera de ganar dinero fácilmente… -pensó el esposo de María-. Ya sabes que la temporada de pesca tampoco es muy larga en esta zona, y si se ha casado hace poco… tiene que mantener a su esposa.
-¿Insinúas que esos tipos están tratando de meterle en el negocio del contrabando? –comprendió el capataz, viéndolo como una posibilidad-. Lo cierto es que hay mucha gente honrada que en situaciones límite son capaces de cualquier cosa; incluso de vender su alma al mismísimo diablo si con ello logran salvar la situación.
Gonzalo se quedó unos segundos pensativo. Nada de lo que estaba ocurriendo le gustaba un pelo. Los forasteros rondando por la zona, a saber con qué intenciones. Luego estaban sus continuas reuniones con el marido de Teresa… ¿Qué se traerían entre manos? Quizá María podría decirle en qué situación económica se encontraba aquella pareja y si estaban pasando apuros para sobrevivir.
Enseguida se dio cuenta de que no podía quedarse de brazos cruzados viéndolas venir. Deberían averiguar qué estaba ocurriendo y si ello afectaba a Celia o a su negocio.
-Tú averigua primero lo que puedas sobre esos forasteros –declaró finalmente con un brillo de determinación en su mirada-; luego veremos qué hacer.
Su capataz asintió.
-Y volvamos a la faena que aún nos queda un rato para terminar –añadió, encaminándose hacia los terrenos.
Justo en ese momento, un muchacho de apenas doce años y de aspecto desaliñado llegó a la carrera.
-¡Don Gonzalo, don Gonzalo! –gritó a media voz.
El esposo de María le reconoció enseguida. Se trataba del hijo de Sara, el ama de llaves de la hacienda Casablanca. Gonzalo esperó a ver qué era lo que el zagal quería mientras Andrés volvía al trabajo.
-Dime, Demetrio, ¿ocurre algo? –se preocupó al ver el semblante asustado del muchacho-. ¿Le ha pasado algo a mi esposa o a mis hijos?
-No, no –se apresuró a sacarle de su error, a la vez que recuperaba el aliento apoyando sus manos en las rodillas-. Ellos están bien –tomó aire y se incorporó-. Madre me manda para darle recado de que han llamado por teléfono desde España preguntando por usted o por la señora María.
Al escuchar el nombre de su país de origen, Gonzalo sintió un leve escalofrío. ¿Quién podría llamarles desde allí? ¿Quién, a parte de sus familiares más cercanos, sabían que estaban en Santa Marta?
-¿Estás seguro que preguntaban por mí o por mi esposa? –insistió Gonzalo al muchacho, que había recuperado parte de su color sonrosado.
Demetrio asintió energéticamente.
-Madre ha cogido el recado –repitió el muchacho-. Dicen que llamarán en diez minutos para hablar con usted. Por eso he venido a la carrera, para darle aviso.
Gonzalo tragó saliva.
-¿Y… ha dicho quién era? –preguntó, con el corazón en un puño.
Demetrio negó con la cabeza.
-Madre solo dijo que era voz de hombre –le aclaró-; y que parecía muy nervioso.
Las últimas palabras conmocionaron al esposo de María. No podía perder más tiempo.
Después de dejar a Andrés al mando, cogió el caballo y se dirigió hacia la hacienda. Su mente era un torbellino. No podía dejar de darle vueltas al asunto. Algo le decía que quien había llamado desde España era Alfonso, su suegro. Solo él tenía el teléfono de la hacienda.
Normalmente les enviaban carta porque hacerlo por teléfono era peligroso. De manera que el haberse comunicado directamente con la hacienda no era buena señal. Y lo peor eran las apreciaciones de Sara: “parecía nervioso”.
El nerviosismo de Alfonso tan solo podría deberse a una sola cosa, pensó Gonzalo: la Montenegro había descubierto la verdad, que María y él estaban vivos y  que todo lo acontecido en la Garganta del Diablo años atrás había sido una trampa para hacerle creer que habían muerto.
Los minutos hasta la hacienda se le hicieron eternos.
Al llegar, descabalgó rápidamente, dejando a su caballo, Cerbero en el patio central donde un mozo de cuadras cogió los estribos mientras veía a Gonzalo entrar en la casa grande con pasos rápidos.
Sara estaba en la entrada.
-Don Gonzalo, menos mal que llega –declaró la mujer retorciéndose las manos, nerviosa. El esposo de María frunció el ceño-. Mi Demetrio, ¿le ha dado el recado?
-Sí, Sara –corroboró él, con gesto serio-. Pero dime, ¿Quién ha llamado? ¿Y qué es lo que ha dicho exactamente?
-Creo que era el padre de la señora María –declaró al final. Entornó sus oscuros ojos, tratando de recordar algo-. ¡Ay! Me dijo el nombre pero me puse tan nerviosa que no lo recuerdo.
-¿Alfonso?
-Ese –certificó, aliviada la buena mujer, que tenía que levantar la cabeza para hablar con Gonzalo-. No le entendí muy bien porque la línea se cortaba y se escuchaba mal. Preguntó por usted o por su esposa. Le dije que usted estaba en la finca trabajando y que le mandaba aviso. Entonces fue cuando me dijo que volvería a llamar en unos diez minutos.
Gonzalo asintió, apretando los labios.
-Gracias, Sara –la tranquilizó aunque los nervios seguían carcomiéndole por dentro-. Ya me ocupo yo del asunto. Puedes volver a tus tareas.
La mujer se lo agradeció, ya más relajada.
-Espero que no sea grave, don Gonzalo –repuso antes de marcharse, con gesto preocupado.
-¿Por qué debería de serlo?
-Porque su señor suegro estaba muy nervioso –le explicó la buena mujer-. A pesar de escucharle mal, pude comprobar que le temblaba la voz.
Gonzalo soltó un leve suspiro. Tan solo esperaba que sus males presagios no se cumplieran.
En ese instante se escuchó el sonido del teléfono.
Sin esperar ni un segundo, Gonzalo se acercó a la mesa del escritorio del despacho de su hermano para recibir la llamada.
-¿Dígame? –hubo una pausa mientras escuchaba a la telefonista decirle el origen de la llamada-. Sí, soy yo. Acepto la llamada –sus latidos se aceleraron, esperando escuchar la voz de Alfonso al otro lado. Los segundos se le hicieron eternos ante la espera, hasta que al final la voz de su suegro resonó por el teléfono.
-¿Gonzalo? ¿Gonzalo eres tú? –preguntó la voz apremiante de Alfonso.
-Sí, don Alfonso –le certificó-. Soy Gonzalo. ¿Qué ocurre? –no quiso irse por las ramas, lo que tuviese que contarle que fuera rápido, por muy malas que fuesen las novedades.
-¡Gracias… al cielo! –se escuchó su voz al otro lado, lejana pero clara-. Os he… llamado… casa pero nadie lo ha cogido –Gonzalo comprendió que María estaría en ese momento en la escuela y la criada no se habría percatado de la llamada-… por eso… llamado a Casablanca.
-Pero… ¿qué ocurre? –le insistió a su suegro, sintiendo el corazón a punto de desbocársele.

-Verás… no quería decíroslo… carta… -hubo una pausa que congeló el tiempo, a la espera de que Alfonso terminase la frase-. Las cosas han cambiado… Francisca… Montenegro… muerto.
CONTINUARÁ...

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