domingo, 5 de febrero de 2017

UNA ENFERMEDAD SIN CURA

En cuanto el coronel llegó al salón, Simón supo que algo no iba bien.

-Buenos días, Gayarre - saludó  al mayordomo, yendo a sentarse.

-Buenos días, señor -le ayudó a acomodarse en la silla.

- Sírvame el desayuno - ordenó don Arturo con el gesto torcido-. Mi hija no va a desayunar. Se encuentra indispuesta.

Simón le miró alarmado.

-¿No se encuentra  bien Elv... La señorita? -preguntó, sirviéndole el café.

-Dice que tiene el estómago revuelto - negó con la cabeza, contrariado-. Y justo hoy que tenemos la comida en el Casino con los antiguos altos cargos militares y sus esposas. 

-Ahora mismo le prepararé una manzanilla -se ofreció Simón preocupado por ella-. Seguro que le sentará bien.

-Vaya, vaya, Gayarre -le ordenó el coronel-. A ver si consigue el milagro.

El mayordomo obedeció al instante y fue a la cocina donde preparó la manzanilla. Ese día, ni la criada ni la cocinera estaban. Don Arturo les había dado el día libre ya que Elvira y él tenían la comida en el Casino y no iban a necesitar sus servicios.

Simón llamó a la puerta del dormitorio de Elvira antes de entrar. La muchacha estaba recostada en la cama.

-¿Se puede?

Elvira sonrió al verle.

-Te traigo una manzanilla para tu malestar - Simón dejó la bandeja sobre la mesilla de noche-. Tu padre me ha contado que tienes el estómago revuelto. ¿Cómo te encuentras?

La joven se mordió el labio con cierta culpabilidad y se incorporó para sentarse.

-Perfectamente -le confesó, con mirada inocente. Simón perdió el color, sorprendido-. No me mires así. No quiero ir a esa comida con las mujeres de los militares. Solo saben hablar de sus reuniones sociales, de los últimos cotilleos... No te imaginas lo aburridas que son.

Simón quiso reprenderla por su mentira, pero su mirada le pedía comprensión.

-¿Y por qué no se lo has dicho a tu padre en lugar de inventarte que estás enferma?

-Porque ya le conoces -se defendió ella-. Me obligaría a ir sin escucharme.

El mayordomo sabía que aquello era cierto. El coronel Valverde era un hombre demasiado recto y no le concedería a su hija una petición así.

Justo en ese momento el padre de Elvira entró en el cuarto. Simón se hizo a un lado, retomando su posición firme mientras don Arturo les miraba a ambos con dureza.

- ¿Cómo te encuentras? -quiso saber, con gesto serio.

Elvira miró de reojo a Simón temiendo que le contara la verdad a su padre, pues sabía de la rectitud del joven y que no estaba de acuerdo con su mentira. Sin embargo, si le había confiado su secreto era porque su corazón no dudaba en que la protegería.

-Pues... -se recostó de nuevo, cerrando los ojos y arrugando el entrecejo conteniendo un amago de dolor-. Iba a tomarme la manzanilla que Simón ha tenido a bien prepararme.

Su padre se volvió hacia el mayordomo.

-Voy a llamar al doctor - sentenció-. No vaya a tener algo más que una indisposición.

Simón vio la alarma dibujada en la mirada de Elvira. Si el doctor la reconocía, descubriría su farsa y el coronel se pondría furioso.

-Padre, ¿no cree que exagera? Seguro que con la manzanilla mejoraré.

La muchacha comenzó a tomarla a pequeños sorbos, bajo la atenta y escrutadora mirada de su padre.

Simón se dio cuenta de las dudas que rondaban al coronel y decidió intervenir.

-Si me permite, señor, ya me encargo yo de avisar al doctor -los ojos de Elvira se agradaron, aterrada-. Si no sale ya hacía el Casino llegará tarde a la reunión con los antiguos altos cargos militares. Deje que yo me ocupe de todo - miró a Elvira con seriedad-. La señorita estará bien cuidada. Y si el doctor digese que tiene algo más que una simple indisposición le avisaré de inmediato.

El coronel se quedó en silencio unos segundos, sopesando la propuesta de su fiel y eficaz mayordomo.

- Está bien, Gayarre - decretó finalmente, sin percibir el suspiro de alivio que había dejado escapar su hija. Al volverse hacia ella, la joven se terminó la manzanilla-. La dejo a su cuidado. Y en cuanto el doctor la examine me manda recado con el mozo, para quedarme tranquilo.

-Descuide señor -se irguió Simón-. Así lo haré.

Tras echarle un último vistazo a Elvira, el coronel suspiró y salió del cuarto.

Simón y Elvira intercambiaron una mirada antes de que el mayordomo siguiera los pasos de su señor, quien tras darle las últimas instrucciones y quejarse por haberles dado el día libre a las criadas justo cuando su hija se enfermaba, salió camino de la reunión.

-Ya se ha marchado tu padre -le confirmó Simón a la muchacha al volver al cuarto.

Elvira salió de la cama. Llevaba puesto un fino camisón de seda que resbalaba por su cuerpo.

-Gracias por cubrirme, Simón.

-Ya sabes que no me gusta mentirle -le confesó él, molesto. Elvira le acarició los brazos en un gesto de agradecimiento pues sabía lo que le costaba al joven tener que ocultar sus faltas-. Bastante mal me siento ocultándole lo nuestro como para ir añadiendo más mentiras; por pequeñas que sean.

Elvira le acarició el rostro, agradecida.

-Te prometo que no volverá a ocurrir -declaró, sintiéndose culpable por su comportamiento. De repente una sonrisa pícara se dibujó en sus labios-. Pero es que hoy tenía un buen motivo para no ir.

-¿El qué? - enarcó una ceja, incrédulo-. ¿Que esa clase de reuniones te aburren?

Elvira apretó los labios mientras jugaba con las solapas del uniforme de Simón; y negó con la cabeza.

-Que era la ocasión perfecta para quedarnos los dos... Solos -sus ojos brillaron de emoción-. Sin miradas indiscretas, ni temor a ser descubiertos. Anoche, cuando mi padre les dio el día libre a las criadas, supe que no nos veríamos en otra igual.

Simón no pudo reprimir una carcajada ante los ardices de Elvira. Cada día que pasaba, la joven le sorprendía aún más.

-Eres de lo que no hay.

-Me lo tomaré como un cumplido -le rodeó el cuello con sus brazos dispuesta a besarle.

En cuanto sus labios rozaron los de Simón, sintió como su cuerpo era invadido por aquella agradable calidez que aceleraba su pulso hasta límites insospechados. Se dejó rodear por su fuerte abrazo, y allí donde las manos de Simón ejercían más presión, su piel se erizaba.

-Creo que deberías llamar al doctor -declaró de repente Elvira.

Simón se echó hacia atrás.

-¿Te encuentras mal? No habías dicho que...

-He contraído la peor enfermedad de todas -sus ojos ardían intensamente-, me he enamorado perdidamente. Lo malo es que no existe ningún remedio para ello.

Simón mostró una media sonrisa.

-¿Y sabes si es contagiosa? Porque creo que tengo los mismos síntomas.

Elvira sintió su corazón dando saltos de felicidad.

-¿Crees que el doctor sabrá cuál es el remedio adecuado? -le siguió el juego-, porque tengo entendido que en estos casos receta una buena dosis de besos...

No terminó la frase porque sus labios se encontraron en un suave beso. Elvira se abrazó al cuerpo de Simón, queriendo fundirse con él. El joven le devolvió el abrazó dejándose atrapar por el torrente de emociones que Elvira despertaba en él, arrastrándolos lejos de lo que les rodeaba.

Cuando quisieron darse cuenta estaban tumbados sobre la cama, bebiendo de sus besos y perdidos entre dulces caricias que les hizo perder la noción del tiempo.

Simón se detuvo y observó su hermoso rostro, embriagado de pasión. Le acarició la mejilla con la punta de los dedos queriendo retener aquella imagen de Elvira en su memoria para siempre. Vio en sus ojos el mismo amor y entrega que él sentía, las mismas ansias de estar juntos.

Entonces el joven se detuvo.

-Creo que será mejor que no crucemos ciertos límites.

Se levantó de la cama y se colocó bien el uniforme. Elvira hizo lo propio sin entender lo que había sucedido.

- Simón estamos solos, nadie va a venir. No tienes que preocuparte por ello, amor mío -se acercó a abrazarle pero él la detuvo cogiéndole las manos con ternura-. Me prometiste que cuando volvieses del convento...

-Ya lo sé -le cortó él-. No es que no desee estar contigo, todo lo contrario.

-¿Entonces?

-Quiero que estés totalmente segura. Y tenemos todo el tiempo del mundo para que cuando llegue sea especial, y no lo olvidemos nunca -le dedicó una cálida mirada que le hizo comprender que tenía razón. No tenían porque precipitar las cosas.

Si tenía que suceder, sucedería.

 - Está bien, esperaremos -le concedió ella-. Pero... Ya que estamos solos... Quédate conmigo un rato. Solo quiero tenerte cerca y que me abraces.

-Solo un rato - cedió él-. No puedo pasarme todo el día aquí. Sino cuando regrese tu padre encontrará la casa sin orden y a ver qué le digo.

-Que has estado ocupándote de mí - bromeó ella.

Simón sonrió.

- Además, debo pensar que excusa darle cuando sepa que no he llamado al doctor.

-De ese detalle ya me encargaré yo.

Elvira le cogió de la mano, conduciéndole hacia la vera de la cama donde le ayudó a quitarse la chaqueta del uniforme.

-¿No querrás que se te arrugue? -le explicó ella.

Simón frunció el ceño a la vez que se aflojaba el nudo de la corbata.

-Solo un rato - repitió él, sin dejar de sentir remordimientos por dejarse convencer de ello.

Sin embargo, al contemplar la sonrisa de Elvira, soltó un débil suspiro.

Se acomodó en la cama, apoyando la espalda en el cabezal, y esperó a que ella se reunirse con él, cobijándose bajo su brazo.

-Ves que no es tan difícil. ¿Qué hay de malo en querer estar así?

Simón cerró los ojos y aspiró el fresco aroma del cabello suelto de Elvira, que caía en una cascada dorada sobre ella.

-Supongo que nada -le concedió, acariciando sus brazos.

-Entonces solo piensa que llegará un día en que podremos disfrutar de momentos como éste sin temor a que alguien entre por la puerta y nos sorprenda.

Simón bajó la mirada hacia su rostro y Elvira levantó la suya, encontrándose. Le acarició el mentón antes de besarla.

-Te quiero, Simón.

-Y yo a ti, Elvira.

La hija de don Arturo apoyó su cabeza sobre el pecho de Simón, y se dejó arrullar por el latido continuo de su corazón, que vibraba al mismo son que el de ella.






sábado, 28 de enero de 2017

UNA NOCHE DE LUNA LLENA

La noche había caído sobre los tejados de la ciudad dejando un rastro de sombras alargadas bajo la luna llena, que lucía esplendorosa en lo alto del cielo estrellado.

Algunos vecinos de la calle Acacias se habían animado a salir a pasear por la ribera del río para contemplar de primera mano el reguero plateado que la hermosa dama de la noche dejaba a su paso.

Incluso el coronel Valverde había accedido a acompañar a doña Rosina en el paseo, dejando a su hija Elvira sola en la casa.

La joven se asomó a la ventana para ver el primoroso espectáculo, quedándose absorta, unos instantes, perdida en la luminosidad y esplendor de la blanca esfera. ¡Era tan hermosa! Pero aún lo sería más si pudiera compartir aquel  mágico momento con Simón. Soltó un suspiro lleno de resignación. El mayordomo había tenido que viajar hasta el convento para entregar un donativo, y todavía no había vuelto.

Elvira cerró los ojos. ¡Ojalá Simón estuviese allí con ella!

De pronto sintió que unos brazos fuertes la rodeaban, por detrás,  en un delicado abrazo; a la vez que depositaba un dulce beso en su mejilla.

- Simón - murmuró Elvira, manteniendo los ojos cerrados, y entrelazando sus dedos con los de él.

No necesitaba volverse para saber que se trataba del joven. Le había reconocido por su suave aroma y por la manera tan silenciosa de aparecer, así como por la forma tan sutil de rodearla con sus brazos.

-Siento haber tardado, mi vida - le susurró la disculpa al oído.

Elvira se volvi, quedando frente a él. Sus miradas se encontraron, ansiosas, anhelantes.

-Lo importante es que ya estás de vuelta -se abrazó a él-. Te he echado tanto de menos. 

Simón la envolvió en un fuerte abrazo, aspirando el fresco aroma de su cabello suelto.

-Yo también -se separó de ella, cogiéndole el rostro entre sus manos, con mimo-. No veía el momento de volver a tu lado.

Acercó sus labios a los de ella y la besó; sin prisa, bebiendo ambos de aquel roce que avivaba las ansias de estar juntos.

-Has llegado justo a tiempo -dijo Elvira, volviéndose hacia la ventana y apoyando la espalda en el cuerpo de Simón, que la recibió con cariño-. ¿Has visto que luna llena más hermosa luce hoy?

El joven apoyó la barbilla sobre el hombro de Elvira, dejando sus mejillas juntas.

-Eso comentaba la gente en la calle -le explicó él; y volvió lentamente su rostro hacia ella-. Aunque nada comparada contigo.

Elvira sonrió, feliz.

 -Seguro que eso se lo habrás dicho a muchas.

-A ninguna que me importase -le confeso. La hizo girarse hacia él, cuya mirada se volvió seria, pero cálida y limpia-. Elvira, tú eres la única para mí. Sé que las cosas no van a ser sencillas y que deberemos ser fuertes si queremos que esto funcione. Cuando tu padre sepa la verdad...

Elvira le hizo callar.

-Cuando ese momento llegue ambos tendremos que ser fuertes, Simón -declaró con firmeza-. Y si estamos juntos lo lograremos.

Ambos sabían que las cosas no iban a ser tan sencillas, sin embargo el amor que sentían el uno por el otro les daba la fuerza y el valor suficientes para enfrentarse a cualquier obstáculo que se les presentará.

Simón volvió a besarla, perdiéndose los dos en ese pequeño mundo que habían creado solo para ellos; ajenos a esa luna llena cuya  luz plateada reptaba entre los pliegues de las cortinas formando sombras que sirvieron de refugio para Simón y Elvira.
     


  

sábado, 21 de enero de 2017

QUE YO TE QUIERO, PERO TÚ A MÍ TAMBIÉN

La tarde se deslizaba sobre la calle Acacias a su ritmo habitual. Las gentes del lugar aprovechaban las últimas horas del día para pasear y conversar con los vecinos sobre las últimas noticias acaecidas en la ciudad.
Elvira, aprovechando una vez más que su padre había salido a merendar con doña Rosina a la Deliciosa, se escabulló de casa para visitar a Simón en el altillo.
Las visitas al mayordomo se habían vuelto algo ya habitual en los últimos días. La joven se había erigido como su enfermera y no dudaba en acudir a su lado si él lo precisaba.
Y aunque la excusa que les había puesto, tanto al joven y leal mayordomo como a Lolita, para dichas visitas era que se sentía culpable de su estado, la verdad era que esperaba la llegada de aquel ratito solo para estar cerca de él.
Afortunadamente, al llegar encontró el altillo vacío. Las criadas debían estar en las casas de sus señores realizando sus tareas, de manera que tenía el camino libre para entrar al cuarto de Simón sin que nadie la viese.
Aún resonaban en su mente las palabras del día anterior cuando por fin se había atrevido a preguntarle abiertamente qué sentía por ella.
“-¿Me tienes miedo?
-Tengo miedo de mí, Elvira”.
Su nombre, dicho por él sonaba de manera diferente; su voz acariciaba cada sílaba tratándola con delicadeza, como si fuese una hermosa figura de cristal que hubiese que tratar con mimo por miedo a romperla.
Al entrar en el cuarto encontró a Simón haciendo esfuerzos por ponerse el remedio en la espalda. Elvira se acercó y logró convencerle para que la dejara hacerlo a ella ya que le resultaría mucho más sencillo.
Simón se sentó en la silla, apoyando los brazos en el respaldo y dejó que Elvira comenzase con el masaje por su espalda. Sus primeros compases fueron algo torpes, sin saber muy bien cómo debía proceder. Sin embargo, pronto se concentró en lo que estaba haciendo y sus manos se deslizaban con delicadeza, sintiendo el calor y la suavidad que desprendía la piel de Simón. Sin darse cuenta, su corazón comenzó a latir con fuerza al sentir bajo sus manos la respiración agitada del mayordomo, quien de pronto dio un respingo y ella se detuvo, pensando que había hecho algo mal.
-Elvira –se volvió hacia la joven-. ¿En qué quedamos?
-En que debías ponerte bueno –respondió ella, evitando darle la verdadera respuesta.
-No –insistió Simón, poniéndose nervioso-. No en eso sino en…
-¿En…? –repitió ella, divertida por su turbación, sin dejar de mirarle.
-Que no me tocarías de esa forma –susurró a la carrera, avergonzado.
Elvira sonrió para sí misma, complacida por su reacción.
-¿Ni siquiera para darte el ungüento? –se defendió con una cándida sonrisa-. Simón, creo que exageras –ladeó la cabeza y siguió con el masaje-. Deberías agradecerme que te estés recuperando gracias a mis cuidados y mis visitas.
Simón rió, divertido por su contestación.
Elvira pudo ver en sus ojos que, poco a poco, ese muro que siempre mantenía entre los dos iba cayendo, dejando paso al Simón que ella había conocido en aquella azotea semanas atrás y que se había colado en su corazón salvándole la vida.
-Pues la verdad es que sí –terminó reconociendo él-. Nunca nadie me había cuidado. ¿Cómo no lo voy a agradecer?
Sus miradas se cruzaron un instante; suficiente para que Simón supiera que había bajado la guardia con ella, cosa que no se podía permitir.
En los últimos días había descubierto a una Elvira distinta a la señorita caprichosa que él creía que era. Desde el momento en el que la conoció, algo en su interior se despertó; algo que no sabía cómo manejar, o lo que era peor: ocultarlo.
Por mucho que había tratado de mantener las distancias con ella, Elvira se había colado en su corazón con fuerza, como el huracán que era; arrasándolo todo y volviendo su mundo del revés.
Sin embargo, Simón sabía que entre ellos no podía haber nada. Ambos provenían de mundos diferentes. Y volvió a la realidad que les separaba, dando por terminado el masaje.
-Pero te ruego que no sigas haciéndolo –le pidió, vistiéndose.
Elvira no podía dejar de mirarle. Cuanto más se empeñaba Simón en alejarse de ella, la joven más cerca de él se sentía.
-¡Cabezota! –le espetó con cariño-. No hay cosa que me haga más feliz que cuidarte.
Simón abrió más los ojos, sorprendido por su insistencia.
-Pero no puede ser.
-¿Por qué no? –quiso saber ella.
Simón se volvió, quedando uno frente al otro.
-Ya lo sabes –la señaló-. Señorita –y se señaló a sí mismo-. Mayordomo. Lo de siempre.
Pero a ella aquella excusa no le valía.
-Yo soy Elvira. Y tú eres tú, Simón –expuso con determinación y sencillez-. Eso es lo único que importa.
Simón no salía de su asombro y el hecho de que le tomase de la mano no ayudó a mantenerse firme en su determinación de mantener las distancias. Sabía que si Elvira lograba derruir todas las murallas que había levantado para proteger su corazón de caer enamorado del de ella, ya no tendría fuerzas ni valor para dejarla. Simón estaba aprendiendo que una vez se conocía el verdadero amor, era imposible vivir sin él.
-A lo mejor soy una niña malcriada y rebelde –continuó la joven, sin miedo a reconocer sus errores-. Pero lo que siento por ti es verdadero.
El corazón de Simón se rebeló contra su sentido común al escuchar aquella declaración de amor. Quería gritarle que a él le sucedía lo mismo; deseaba besarla y dejarse arrastrar por aquel torrente que recorría su ser llenándolo de vida. Sin embargo, en el último momento algo le detuvo: la sensatez, tan arraigada a su persona.
-¡No, no, no! –se separó de ella, que no entendió su reacción-. ¡Es una locura! Eso es lo que es –quería mantenerse firme en su decisión pero la dulce mirada de Elvira no le ayudaba a ello y buscó excusas para que entendiera sus motivos-. Si tu padre se enterara de que estás aquí… de que has venido a visitarme todos estos días…
-¿Qué?
Simón parpadeó, perplejo. ¿Acaso no se daba cuenta de lo peligroso que era aquel juego para ambos? Elvira parecía no ser consciente de ello y solo había una manera de que lo entendiera.
-Pues que los dos tendríamos serios problemas –concluyó Simón.
-Me da igual –repuso ella, con un brillo de seguridad en los ojos que asustó al mayordomo-. Ya no me importa nada.
-¡A mí sí me importa! –la detuvo, con el corazón a punto de salírsele del pecho-. Quizá tú estés dispuesta a enfrentarte a tu padre, pero yo no quiero hacerlo –y apuntó, convencido: ¡No lo voy a hacer!
Simón soltó su mano, con dolor, dando por terminada la discusión.
-Sal de mi habitación, venga –le pidió él, dándole la espalda, incapaz de mantenerle la mirada.
Elvira no podía creer que Simón se rindiese tan pronto, sin apenas luchar; sin intentarlo siquiera. A él podían importarle las diferencias sociales que les separaban, pensar que no era lo suficientemente bueno para ella, sin embargo Elvira no era de la misma opinión. Había encontrado el amor en Simón y no iba a renunciar a él con tanta facilidad.
-No –declaró la joven finalmente.
Simón se volvió hacia ella, perplejo, quedando atrapado en su mirada. Una mirada distinta, con una fuerza renovada, dispuesta a todo.
-Vas a oírme por mucho miedo que me tengas.
-Yo no tengo miedo de ti –se defendió el mayordomo.
-No –certificó Elvira, quien comprendía mejor que él lo que estaba sintiendo-. De quien tienes miedo es de ti mismo. De lo que sientes por mí.
-¡No! –Simón negó con firmeza, asustado por lo que estaba sintiendo.
Elvira leía demasiado bien en su corazón, y eso le asustaba aún más, porque le volvía vulnerable hacia ella.
-¿Sabes por qué lo sé? –continuó la joven, arrastrada por la fuerza y la valentía que le daban sus sentimientos hacia él-, porque yo siento exactamente lo mismo.
Admitir que Elvira tenía razón era una opción que Simón se negaba a tener en cuenta. Su vida ya era demasiado complicada para añadirle otro problema más. Si se dejaba llevar por el corazón y seguía a Elvira en aquella locura, sabía que no podía terminar bien para ninguno de los dos.
El joven negó con la cabeza. Aquella conversación no les iba a llevar a ninguna parte puesto que no estaba dispuesta a ceder.
-Venga, vete –le suplicó sin fuerzas-. Vete por favor.
-No hasta que no admitas la verdad.
-¡¿Qué verdad?! –saltó él con rabia, perdiendo la serenidad que le caracterizaba.
-Que yo te quiero, pero tú a mí también.
Hay verdades que cuando se dicen en voz alta se vuelven más reales, más auténticas. Y el amor que sentían Elvira y Simón no podía acallarse por mucho que él se negase a admitirlo.
A Elvira solo le quedaba terminar su confesión. Su corazón latía desbocado, sintiendo una emoción que se transformó en lágrimas de felicidad.
-Te amo Simón Gayarre. Te amo con todas mis fuerzas y por todos los poros de mi piel.
 Simón nunca había escuchado palabras tan sentidas y sinceras como aquellas. Elvira le entregaba su corazón con ellas. Y él no tenía ya fuerzas para seguir negando que también la amaba con la misma entrega. Alargó su mano para acariciarle el rostro y sintió como una lágrima se deslizaba entre sus dedos. Tan solo quería unir sus labios a los de ellas y dejarse envolver por aquella maravillosa sensación.
Ambos olvidaron quienes eran en cuanto sus miradas se encontraron, porque tal como decía una antigua leyenda, cada persona nace con un hilo rojo imaginario atado al dedo, y ese hilo le une a otra persona. Solo a una en el mundo: la que debe de ser su pareja. Hay que buscar a quién está al otro lado del hilo y con él hay que casarse.
Elvira y Simón habían encontrado su extremo del hilo rojo.






miércoles, 25 de noviembre de 2015

CAPÍTULO 38 
Habían pasado un par de semanas desde el altercado con los contrabandistas y las aguas volvían a su cauce en Santa Marta, poco a poco.
Andrés había recibido el alta médica y se recuperaba de su herida en casa. Su madre, que hasta entonces era a quien se la cuidaba, había pasado de ser la enferma a enfermera. De manera que ahora era ella la que se ocupaba de cuidar a su hijo, cosa que sorprendió al joven.
Pero no solo doña Gloria se encargaba del capataz, Celia acudía varias veces al día para verle y cerciorarse de que todo estaba bien. La presencia de la joven, a quién más alegró fue a la madre de Andrés, quien veía con buenos ojos la amistad que se había creado entre ambos, y cada vez que Celia entraba en su casa, se le iluminaba el rostro.
-Ya creía que me moriría sin ver a mi Andrés ennoviado –le dijo más de una vez, sacándole los colores a la joven-. Pero ahora ya puedo morir tranquila, sabiendo que no le dejo solo en este mundo, que ha conseguido una buena mujer.
-Madre… -solía reclamarle su hijo, avergonzado ante Celia por el compromiso que llevaban las palabras de doña Gloria-. No corra tanto que…
-No te preocupes, Andrés –le cortaba Celia; agradecida por el recibimiento que le daba la buena mujer-. Si yo la entiendo perfectamente. ¿Quién no querría tenerme como nuera?
Aquel comentario le sacó una gran sonrisa a doña Gloria quien decía de la joven, que era muy apañada y que sabría llevar con rectitud a su hijo. En estos casos, Andrés solía callar, pues veía con satisfacción como su madre y Celia habían congeniado a las mil maravillas. No podía pedirle nada más a la vida.
Además, parte de su alegría se debía al hecho de que Gonzalo le puso al tanto de su conversación con el científico y cómo éste había dado con la solución para que las tierras no se salinizasen.
Durante esas dos semanas, el esposo de María se había dedicado junto al resto de jornaleros a abonar los campos con el compuesto químico que don Jorge le había indicado; incluso los propios trabajadores de la finca se les veía más animados al saber que con aquello salvarían la cosecha y con ello sus puestos de trabajo. De manera que todos pusieron de su parte para que el abono estuviese esparcido por todas las fincas en el menor tiempo posible.
Andrés quiso ayudar desde el primer día, sin embargo, el médico le había recomendado reposo. Un reposo que en cuanto tenía ocasión se saltaba y acudía a la hacienda para estar junto a sus trabajadores. Gonzalo intentó, sin éxito, que el joven regresara a casa pues él solo podía ocuparse de las cuadrillas y de organizarlo todo; sin embargo, su capataz, guiado por su sentido del deber, se negó a ello: su lugar estaba allí, ayudando en lo que pudiese. Así que al esposo de María no le quedó de otra que aceptar la vuelta del capataz antes de tiempo; eso sí, con la condición de que las tareas que iba a realizar no conllevarían ningún esfuerzo físico que pudiese abrirle la herida.
De este modo, Andrés se encargaba del papeleo de la hacienda, de comprar las cantidades de azufre y resto de minerales necesarios para el abono; y Gonzalo era quien salía al campo junto a los jornaleros para supervisar que todo se hiciera según las indicaciones de don Jorge.
Por su parte, María continuaba con las clases en la escuela. La última semana había recibido a tres niños nuevos, llegando a superar ya la veintena. Todos ellos se mostraban ansiosos por aprender, cosa que María podía apreciar en sus miradas, anhelantes de superación y ello la animaba a ella a seguir con su labor educadora. Una labor que continuaba por las tardes, con las clases para adultos. Teresa había vuelto a ellas tal y cómo le había dicho, avanzando a pasos agigantados, y en cuanto la temporada alta de pesca terminase, Julio la acompañaría a las clases. Además, la esposa del pescador no podía quejarse pues aunque la excusa para acudir a las clases con María era su trabajo en el restaurante, Celia se lo había mantenido; y es que una vez a las tabernas más populares del pueblo se les acabó las reservas de ron adquiridas con los traficantes, los clientes regresaron al restaurante de nuevo.
-Debería de cerrarles la puerta en las narices –se quejó Celia cuando su negocio volvió a funcionar como en sus mejores tiempos-. Ahora que no tienen dónde ir… ahora vuelven.
-Bueno… al menos regresan –le hizo ver María, tratando de calmar su genio-. Saben que solo aquí encontrarán la bebida que buscan. Y lo importante es que se dejen los cuartos en tu negocio. El resto… no debería de importante.
-Ya lo sé –confesó su amiga entre dientes-. Y por eso me contengo; sin embargo…
María entendía su reacción, pero lo importante era no dejarse llevar por el rencor y aceptar el regreso de los clientes como si nada hubiese pasado.
Y para celebrar que las cosas volvían a la normalidad, Celia les había invitado a comer al restaurante junto con Andrés y su madre.
Esperanza y Martín correteaban entre las mesas, jugando al escondite, bajo la atenta mirada de doña Gloria que estaba sentada en una de las mesas y veía a los niños jugar, con una sonrisa en los labios. Las arrugas que surcaban el contorno de sus ojos se acentuaron un poco.
-No vas a convencerme de lo contrario, Gonzalo –le dijo Andrés; ambos estaban junto a la barra tomando unos chatos de vino de la cosecha de los Castañeda; un cargamento que había llegado apenas unos días antes-. El doctor Sánchez ya me ha dado el alta definitiva. Me ha dicho que estoy como un roble, así que mañana mismo me uno a las cuadrillas para seguir con el abono.
-Que te haya dado el alta no significa que puedas ponerte a faenar como antes. ¿Y si te resientes del navajazo? –el joven negó con la cabeza, tratando de convencer a su amigo-. Que no. Que lo mejor es que esperes aún unos días. Me apaño muy bien con los jornaleros.
-¡Ni pensarlo! –insistió el capataz-. Llevo dos semanas enclaustrado en el despacho… y ya estoy harto de tanto papel. Eso no es lo mío.
Gonzalo supo que nada le haría cambiar de opinión, así que se dio por vencido.
-Pues no creo que a Celia le haga mucha gracia –hizo un último intento, sabiendo que la joven era la única que podría convencer a Andrés-. Ya sabes el carácter que se gasta.
El capataz se mordió el labio, taciturno. Miró a su alrededor, sobre todo para cerciorarse de que su madre no podía escucharle.
-Verás… -Andrés sacó una pequeña bolsita de tela que llevaba guardada en el bolsillo del pantalón-. En cuanto a Celia… creo que ha llegado el momento.
Gonzalo frunció el ceño sin entender muy bien lo que quería decirle su amigo.
-¿El momento para qué? –bebió otro sorbo de vino.
-Para pedirle que se case conmigo –declaró el joven con una media sonrisa, azorado por ello.
El esposo de María sonrió levemente. Y le dio un apretón en el hombro.
En ese momento, Celia y María salieron de la trastienda portando unas bandejas con la comida.
-¡La comida ya está lista! –gritó Celia, dejando el oloroso asado sobre la barra.
María depositó una bandeja con varios platos de ensalada sobre las dos mesas que habían juntado para comer.
Mientras Andrés se ofreció para ayudar a Celia con la repartición del asado, Gonzalo se acercó a su esposa y tras darle un dulce beso en la mejilla llamó a sus hijos.
-¡Esperanza, Martín! ¡A la mesa!
Los niños se acercaron a la primera orden de su padre. Entre María y él les sentaron en una de las esquinas de la mesa y se dispusieron a darles la comida.
-Qué bien educados los tenéis –comentó la madre de Andrés viéndoles a los cuatro juntos; miró de reojo a su hijo y a Celia-, ojalá Andrés se decida pronto a pedir la mano de Celia y me hagan abuela. No me gustaría morirme sin tener un par de nietos revoloteando entre mis faldas.
-Quien sabe, doña Gloria –le dijo Gonzalo, aguantándose la sonrisa-, quizá sea más pronto que tarde.
-¡Dios te oiga muchacho, Dios te oiga! –suplicó la buena mujer.
Después, los cinco junto a los niños, comenzaron a probar aquel delicioso asado.
La velada transcurría con normalidad, animados por las conversaciones e incluso la propia doña Gloria se atrevió a contarles historias del pasado. Andrés todavía no podía creerse el cambio que había obrado el estado de salud de su madre. Hasta el doctor no encontraba una explicación razonable para ello, tan solo le había dicho que algo en su mente había cambiado; quizá el accidente de su hijo la había hecho reaccionar y darse cuenta que debía luchar contra aquel decaimiento en el que había estado viviendo desde la muerte de su esposo; eso unido a la llegada de Celia, habían obrado el milagro.
Tras la comida, Celia sacó un pastel que ella misma había hecho, para celebrar la recuperación del capataz.
En ese momento, mientras Gonzalo repartía el champagne en las copas, Andrés carraspeó un poco para llamar la atención de todos. Celia que estaba cortando el pastel se detuvo cuando el joven le cogió el cuchillo para que le escuchara.
Gonzalo sabiendo lo que iba a pasar, dejó la botella y se acomodó junto a María, pasando un brazo por sus hombros. Su esposa le miró, preguntándose si sabría qué iba a suceder.
-¿Ocurre algo, Andrés? –le preguntó Celia, sintiendo un pinchazo en el estómago.
-Ocurre que… -apartó la silla y miró a su madre y a sus amigos, con el corazón palpitándole con fuerza-… que he querido que estén todos nuestros seres queridos presentes para hacer esto.
El joven posó una rodilla en el suelo y le cogió la mano a Celia; quien parpadeó, confusa.
Incluso Esperanza y Martín se habían callado y escuchaban, sin entender lo que estaba pasando.
Celia miró a sus amigos, temiendo que lo que estaba pensando era lo que iba a suceder. María le sonrió, dándole ánimos, a la vez que Andrés volvió a sacar la bolsita que le había mostrado a Gonzalo y buscó en su interior para sacar una un sencillo anillo.
Celia palideció al verlo.
-Estas cosas no se me dan nada bien –habló Andrés, azorado-. Así que iré al grano –cogió aire y lo soltó de golpe, mirándola fijamente-. Celia, ¿quieres casarte conmigo?
La joven escuchó la petición a la vez que todo daba vueltas a su alrededor. Aquello que nunca pensó que escucharía, se estaba cumpliendo.
Apretó los labios mientras sus ojos se llenaban de lágrimas… y asintió levemente.
-Sí, sí quiero –musitó con un nudo en la garganta.
Andrés no sabía si había oído bien y miró a Gonzalo y a María, que les sonreían, dichosos de verles juntos. Entonces supo que la respuesta había sido afirmativa. Con manos temblorosas, le colocó el anillo en el dedo y se levantó para abrazarla.
-No sabes dónde te has metido –le soltó Celia, con las lágrimas recorriendo sus mejillas-. Acabas de firmar una sentencia de por vida.
El joven se separó de ella. Sus ojos mostraron una determinación firme.
-No quiero otra cosa –le respondió antes de besarla, sin importarle que no estaban solos.
Gonzalo y María no dejaron de sonreír, felices por sus amigos. Doña Gloria se había sacado un pañuelo y lloraba emocionada.
-Bueno, bueno –se levantó el esposo de María-. Esto merece un brindis.
María se levantó y cogió también su copa.
-¡Por los novios! –dijeron ambos a la vez, alzando sus copas.
Celia y Andrés cogieron las suyas y brindaron con ellos. El joven capataz dio un trago al champagne y se volvió hacia su madre para darle un beso.
-¡Ay hijo, qué feliz acabas de hacerme! –le confesó la buena mujer, abrazada a él; luego miró a Celia-. ¡Ven aquí, hija, que te de un abrazo a ti también! -la joven se acercó y abrazó a su futura suegra-. Ahora solo me faltan los nietos.
-Bueno, bueno, todo se andará –le dijo la joven, viendo cuanto corría la buena mujer, aunque entendía sus ansias.
Andrés volvió a abrazarla, feliz. Unos meses antes ni siquiera se hubiese atrevido a pensar en aquel instante. Celia se le antojaba demasiado lejana para él. Sin embargo, su constancia y buen corazón habían conseguido calar en la joven, quien estaba dispuesta a darle una oportunidad a la vida. Que la hubiesen defraudado una vez no significaba que fuera a ocurrir de nuevo.
Ahora sabía que el destino había obrado de aquella manera porque le tenía deparado algo mejor: una vida llena de felicidad junto a Andrés.
Con la caída de la tarde, Gonzalo y María decidieron dar un paseo por la orilla de la playa. El agua llegaba hasta ellos con mansedumbre, lamiendo sus pies descalzos con mimo. Ambos caminaban cogidos de la mano, disfrutando de su compañía con calma y sin prisa.
Unos metros delante de ellos, Esperanza y Martín corrían con alegría siguiendo a Ramita, que revoloteaba a su alrededor. Después de varias semanas, el ala del loro por fin parecía haber sanado y aunque aleteaba con cierta dificultad, poco a poco iba cogiendo confianza y alzaba el vuelo un poco más alto. Martín, daba pequeños saltos intentando cogerlo, al igual que Esperanza.
Al llegar frente al camino que ascendía hacia su casa se detuvieron para sentarse sobre la arena y descansar un poco antes de volver a su hogar.
-¡No os alejéis mucho! –les gritó María a los niños, viendo que corrían hacia el otro extremo de la playa.
-Déjales, cariño –le pidió Gonzalo, acomodándose junto a ella-. Deja que corran libres.
-Una cosa es que corran libres y otra que se alejen de nuestra vista –repuso ella volviéndose a mirarle-. Hay que tener mil ojos con ellos, Gonzalo.
-Y los tenemos –trató de calmarla, posando una mano sobre su regazo-. No te preocupes, ¿de acuerdo?
El joven le acarició el resto y la besó con dulzura, sintiendo sus cálidos labios.
-Ya veo yo donde tienes los ojos puestos –le regañó ella, devolviéndole la caricia en su mejilla.
-María…
-Está bien, está bien –se dio por vencida, sabiendo que actuaba de manera sobreprotectora con sus hijos; cosa que no podía evitar-. Mejor cambiemos de tema. ¿Qué te ha parecido la pedida?
-¿Qué te ha parecido a ti? –le devolvió la pregunta.
-Pues… que me alegro mucho por los dos –le confesó mirando las olas del mar acercarse a la orilla para acabar rompiendo con calma casi a sus pies-. Creo que ambos van a ser muy felices.
-La que estaba muy contenta es doña Gloria –apuntó Gonzalo-. Creo que ya pensaba que jamás vería casar a su hijo.
-Sí –confirmó María, volviéndose hacia él y posando su mano sobre su pecho-; además, estoy segura que Celia y ella van a llevarse muy bien. Durante estos días que ha estado yendo a su casa para cuidarle, ambas se han cogido mucho cariño.
Gonzalo asintió levemente, apretando la mano de su esposa.
María volvió a mirar hacia el horizonte, soltando un leve suspiro.
-¿Qué sucede, mi amor? –le preguntó él-. ¿A qué viene ese mohín?
-Estaba recordando nuestra pedida.
-¿Nuestra pedida? –se extrañó él-. Pero si nosotros no tuvimos una pedida, dichamente.
-Por eso lo digo –volvió a mirarle-. Porque nosotros siempre hemos tenido momentos… llamémosles “fuera de lo común”. Nuestra pedida, la boda…
-El nacimiento de Esperanza, el de Martín… –enumeró Gonzalo, dándose cuenta de que su esposa tenía razón. Habían pasado por muchas cosas, y a cada cual más inverosímil-, por no hablar de nuestra historia en general.
-Por eso valoramos mucho más lo que tenemos ahora –convino María-. Porque nos ha costado mucho llegar hasta aquí.
Su esposo asintió en silencio.
-Y… -levantó la mirada hacia ella; una de sus miradas que hacían que el corazón de María se detuviese embriagado por el amor que sentía-… estoy seguro de que vendrán muchos más momentos.
-Pero sabremos cómo superarlos –añadió ella-; Juntos, como hacemos siempre.
-Claro que sí, cariño… Juntos –estuvo de acuerdo Gonzalo, acercando su rostro al de María.
Entrelazaron sus dedos y volvieron a besarse.
Sabían que les quedaba mucho por vivir, buenos y malos momentos. Pero mientras se mantuviesen juntos, enfrentarían la vida como uno solo, con ganas de superarse y aprender a solucionar los problemas, como solo ellos sabían hacer.
Esperanza y Martín se habían alejado un poco de la orilla, siguiendo el aleteo de Ramita, que se dirigía hacia el camino que llevaba al barrio bajo de los pescadores.
-¡Amita, Amita! –balbuceaba Martín con su escaso vocabulario.
El pequeño loro se detuvo de pronto, posándose sobre la arena, cansado de revolotear.
Esperanza se arrodilló para cogerlo cuando sintió una presencia a lo lejos. La niña se volvió y vislumbró a escasos metros, la silueta de un niño, de aproximadamente su edad.
Ambos se quedaron unos segundos mirando.
-Hola –le saludó la pequeña, reconociéndole al instante. Se trataba del mismo niño que había llevado a Ramita de vuelta a casa cuando le creían perdido.
El niño avanzó hacia ellos y se detuvo a su lado. Vestía unos simples pantalones blancos y viejos, que resaltaban sus cabellos dorados y alborotados. Sus grandes ojos verdes se iluminaron al ver al animalillo recuperado.
-¿Ya puede volar? –le preguntó él.
Esperanza asintió en silencio, ofreciéndole su mano a Ramita para que se posara sobre ella.
-¿Quieres cogerlo? –se volvió hacia el niño.
-¿Puedo? –su mirada se iluminó de pronto.
La pequeña le pasó al loro, que enseguida se posó sobre la mano del niño, como si la conociera de antes.
-Le gustas –declaró Esperanza, sonriendo, divertida-. Gracias por devolverme a Ramita –le dijo de pronto.
El niño clavó sus ojos verdes en ella. Unos ojos tristes pero que contenían un brillo de esperanza en su interior.
-Te echaba de menos… Esperanza –le dijo.
La niña palideció.
-¿Cómo sabes mi nombre?  -logró preguntarle, abriendo sus grandes ojos pardos.
Él se mordió el labio y le devolvió al loro.
-Porque Ramita no dejaba de repetirlo –le confesó, y sus mejillas se sonrojaron.
“Esperanza, Esperanza” –repitió el loro.
-¡Ha hablado! –se emocionó la niña, pues desde la noche en que Ramita había recobrado la voz, no había vuelto a decir nada más hasta ese momento. Lo que en aquel instante había sido alegría se convirtió en desasosiego por el mutismo del animalillo; y es que no sabían a qué se debía. Lo que sí estaba claro era que su voz no tenía ningún problema y que debía de tratarse de algo más; algo que se escapaba a su comprensión. Ahora solo tendrían que ver si esta vez era la definitiva y Ramita volvía a ser el mismo lorito dicharachero de antaño o sus palabras vendrían con cuentagotas. La niña se volvió hacia su hermano, recobrando de nuevo la alegría-. ¿Le has oído Martín? Ramita vuelve a hablar.
-¡Amita, Amita! –dijo el pequeño, feliz al volver a escuchar a su mascota.
A lo lejos, Gonzalo y María estaban recogiendo las cosas cuando les llamaron.
-¡Esperanza, Martín! ¡Vamos a casa!
Los niños dieron un brinco.
-Padre nos llama –le dijo la pequeña a su hermano.
Con Ramita sobre su mano, ambos dieron media vuelta y salieron corriendo hacia su casa.
Apenas había dado unos pasos cuando Esperanza se detuvo y se volvió hacia el niño.
-¿Cómo te llamas? –le preguntó.
-Jesús –le dijo él, y le sonrió.
-Hasta pronto… Jesús.
Dio media vuelta y corrió tras su hermano para unirse a sus padres que les esperaban junto al camino para regresar a casa.
El pequeño Jesús les observó en silencio. Nadie pudo ver como una sombra de tristeza cruzaba por sus ojos. Una sombra que le acompañaba siempre, aunque tan solo aparecía en momentos como aquel cuando se daba cuenta de la suerte que tenían Esperanza y Martín al tener una familia que se preocupaba y que cuidaba de ellos… algo con lo que Jesús no se atrevía ni a soñar.
El niño dio media vuelta y regresó al barrio bajo, al lugar al que pertenecía… y de donde sabía, no saldría jamás.




martes, 24 de noviembre de 2015

CAPÍTULO 37 
Al entrar en casa, Esperanza corrió hasta la habitación del desván, que solían usar para las tareas comunes de la casa: planchar, guardar viejos trastos y coser.
Sus padres ni siquiera hicieron el esfuerzo para detenerla, pues sabían que sería inútil llamarla; de manera que subieron tras ella. Martín se revolvía en brazos de Gonzalo, queriendo bajar y correr tras su hermana, no fuese a llegar antes que él. Sin embargo, su padre no le dejó ya que había que subir un tramo de escaleras y el niño todavía no estaba tan recuperado para ello.
Esperanza se acercó a la jaula de Ramita y abrió la puerta para sacar al lorito.
-Ten cuidado, Esperanza –le pidió su madre, sabiendo que la niña podía apretar al animalillo más de la cuenta y hacerle daño-. Sabes que aún no está recuperado del todo.
Pero su hija sabía cómo tratar a su mascota y con suavidad sacó al pajarillo. Gonzalo dejó a Martín en el suelo, para alegría del niño que se acercó a ver cómo se guía.
El pequeño ladeó la cabeza y alargó su manita para tocarle el pico. Ramita que les conocía a ambos, apenas se removió un poco cuando Esperanza se lo colocó en el hombro y el lorito apenas se movió de allí.
Gonzalo cogió al animalillo para examinarle el ala. Al parecer ésta sanaba a buen ritmo y en pocos días podría volver a volar sin dificultad alguna.
-Bueno –declaró, volviendo a dejarlo dentro de su jaula-. Ahora es mejor que siga descansando que ya es tarde.
Esperanza arrugó el ceño.
-Padre… solo un ratito más –le suplicó la niña, mirando a su mascota.
-Esperanza, cariño, es tarde –intervino María observando a través de la ventana que la oscuridad de la noche tomaba el relevo del día-. Hay que bañarse y cenar. Además, Ramita también querrá dormir.
La niña observó a su madre sin mucho convencimiento. Pero terminó asintiendo y pasó frente a ella para salir por la puerta y dirigirse hacia su cuarto.
Justo en ese instante, se escuchó un leve sonido, ronco, que detuvo a la pequeña.
“Esperanza”
Todos se volvieron hacia el loro. Llevaba semanas sin emitir sonido alguno y volver a escuchar su canto les había dejado a ellos sin palabra.
“Esperanza” –repitió el animalillo.
La pequeña corrió hacia la jaula y tomó a su mascota.
-¿Lo han escuchado? –les preguntó a sus padres, con sus grandes ojos pardos brillando de emoción-. ¡Ha hablado! ¡Me ha llamado!
Gonzalo y María se miraron, sonriendo. Hasta Ramita volvía a ser el mismo de antes.
-Sí, cariño –se acercó Gonzalo a su hija y acarició el plumaje suave del loro-. Parece ser que por fin tiene ganas de hablar. Pero ahora hay que dejar que descanse, ¿de acuerdo?
Esperanza asintió, feliz y salió del desván corriendo hacia su cuarto.
El pequeño Martín aprovechó entonces para acercarse a la jaula y meter su dedito entre los barrotes. Ramita se lo mordisqueó con ternura y el niño rió, divertido. El pequeño también había entendido que al fin su mascota volvía a ser la de antes.
Su madre se acercó a él y lo levantó del suelo.
-Lo del baño y la cena también va por ti –le dijo la joven, mientras su hijo se revolvía para que le dejase en el suelo-. Ni creas por un instante que te vas a librar.
Martín emitió un pequeño gruñido de desacuerdo pero María no cedió y salió con él del cuarto, seguida, momentos después por Gonzalo, quien aprovechó para ponerle agua al animal.
Mientras María preparaba a los niños para el baño, su esposo bajó a la cocina y le indicó a Margarita que preparase la cena para sus hijos pues seguro que saldrían del baño con hambre. La buena mujer obedeció al instante.
Gonzalo ya salía de la cocina cuando se detuvo.
-Y… Margarita, sirve nuestra cena en el jardín –le pidió él.
-¿La de usted y la señora? –repitió la doncella.
Gonzalo asintió.
-No se preocupe, señor –dijo Margarita, sonriéndole en complicidad-. Estará lista… como a ustedes les gusta.
El joven se acercó a la doncella y le agradeció posando su mano en el hombro de la buena mujer.
-Gracias. Después puedes retirarte a descansar.
Ella asintió, comprendiendo.
Cuando Gonzalo regresó al cuarto de los niños, María tenía a los dos dentro de la bañera, enjabonados.
-Justo a tiempo –declaró su esposo, sabiendo que la peor parte del baño era cuando había que quitarles la espuma pues lo ponían todo perdido-. Deja que termine yo con ellos.
-No es necesario, Gonzalo –declaró María, que ya estaba acostumbrada a aquello-. Te van a poner perdido –se miró el delantal, que solía usar para que su vestido no se viese afectado, salpicado de agua por todos lados-. Esto es peor que ir a la guerra, ya lo sabes.
De pronto un fuerte chapoteo de Martín hizo que el agua saliera disparada en todas las direcciones.
Gonzalo se hizo hacia atrás a tiempo, pero aun así algo de agua le llegó. María no corrió la misma suerte, pues estaba arrodillada frente a la bañera y las gotas de agua llegaron hasta su rostro.
-¿Qué es lo que te he dicho? –repitió ella, tomándoselo con humor.
Su esposo le acercó una toalla con la que secarse la cara.
-Mejor te dejo a ti esta batalla –declaró él, sabiendo que si le ayudaba, terminaría como ella-. Voy a encargarme de que su cena esté lista para cuando termines con ellos.
De manera que mientras Gonzalo volvía a la cocina para recoger la cena de los niños y sacarla al salón, María terminó con el baño y les puso el pijama.
Al bajar a la sala, los platos ya estaban sobre la mesa. María sentó a Martín en su silla alta y Gonzalo se encargó de Esperanza. Normalmente ellos también cenaban con los niños, pero esa noche habían preferido que sus hijos cenasen antes y así ellos podrían cenar con cierta tranquilidad después de los últimos días.
Afortunadamente, el paseo les había abierto el apetito y tanto Esperanza como Martín se comieron todo sin apenas rechistar.
Después los subieron a su cuarto y tras leerles un cuento corto, ambos cayeron rendidos en sus respectivas camas, felices por la recuperación absoluta de su mascota por quien tanto habían temido.
-Qué angelitos –comentó María, después de haberles dado un beso de buenas noches.
-Parece que nunca hubiesen roto un plato –dijo Gonzalo, acercándose a ella para observarles juntos desde la puerta del dormitorio. Un dormitorio en el que se respiraba tranquilidad y paz. El joven la rodeó con sus brazos por detrás y permanecieron un instante en silencio.
-No nos quejemos, mi amor –le reprochó ella-. Que son niños, y ya sabemos lo que cuesta educarlos.
-Por supuesto –estuvo de acuerdo él-. Si no lo digo como una queja, sino todo lo contrario. No querría que fuesen de otra manera. Su vitalidad y alegría son lo que nos ayuda en los malos momentos a seguir adelante. Podremos tener problemas, pero siempre vuelves a casa y sus sonrisas borran todo mal pensamiento.
María asintió en silencio, mostrando una débil sonrisa.
-Somos muy afortunados, Gonzalo –musitó ella-. No cambiaría nada de lo que tenemos.
-Ni yo –convino él, dándole un suave beso en el cuello-. Nos ha costado mucho llegar hasta aquí, pero lo hemos conseguido.
Su esposa no dijo nada. Se quedaron un momento más en silencio antes de abandonar la estancia y bajar a cenar.
Al llegar al salón, la joven se detuvo frente a la mesa: estaba vacía.
-¿Y la cena? –se extrañó-. Qué raro que Margarita no la haya puesto ya –se volvió hacia Gonzalo-. ¿La avisaste?
Su esposo no respondió, le tendió la mano y le mostró una sonrisa pícara, que María supo interpretar al instante.
-¿Qué has hecho, Gonzalo?
-Nada, mujer –declaró él, mientras se encaminaban hacia el jardín-. ¿Por qué siempre tengo que hacer algo malo?
-Malo no –le rectificó ella, avanzando en la penumbra del pasillo-. Pero miedo me das.
Al salir al jardín, la joven se detuvo en la puerta, observando, sorprendida las velas que iluminaban el lugar, creando un ambiente cálido e íntimo. La cena estaba servida en la mesa, donde un par de velas lo iluminaba todo.
El recuerdo de algo similar volvió a la mente de María. Una noche lejana, cuando creía que su boda con Gonzalo tendría que ser pospuesta… todos los vecinos habían ayudado para que no fuese así. La imagen de la plaza de su amado Puente Viejo, iluminada con cientos de velas, inundó su mente. Una noche mágica que jamás olvidaría.
Gonzalo la condujo hasta la mesa y apartó la silla para que se sentase.
-Espero que todo esté a tu gusto –le dijo él, tomando asiento a su lado.
La mirada de María brilló, llena de ilusión. Le tendió la mano para cogerle la suya.
-Contigo a mi lado siempre está todo perfecto –declaró ella mientras su esposo le besaba la mano, con devoción.
Ambos se sonrieron antes de comenzar a cenar. El sonido de las olas del mar llegaba hasta ellos, transportados por la suave brisa de la noche. Esa noche, la oscuridad cubría el cielo estrellado. La luna estaba en fase nueva y su luz no iluminaría como hacía otras noches.
-No has dicho nada de lo ocurrido con Julio –habló María, quien había esperado el momento oportuno para sacar el tema-. ¿Qué… qué te ha parecido?
Gonzalo terminó de tragar el trozo de pescado para responderle.
-¿Qué me va a parecer? Me ha dejado tan sorprendido como a todos. Está claro que lo sucedido con el falso contrato ha debido de afectarle en gordo para cambiar de opinión de este modo.
-Bueno… dijo que tú tenías algo que ver –recordó ella, preguntándose qué le habría dicho- ¿Hablaste con él?
-Tan solo le dije que pensara en la suerte que tenía de tener a Teresa junto a él, que la valorase más… pero nunca imaginé que hasta él querría ir a tus clases.
-Eso sí que ha sido toda una sorpresa, mi amor –María tomó un sorbo de vino-. Si hace unos días me hubiesen dicho que Julio iba a decirme tal cosa, habría creído que estaban chanceándose de mí.
-Bueno… eso es porque sabe que eres la mejor.
-Gonzalo, no te burles –le pidió su esposa-. Debe de haber sido muy duro para él reconocer sus equivocaciones y… y venir a pedirme disculpas… es un gesto que le honra.
-A la gente de buen corazón no se le caen los anillos por pedir perdón, ni por saber reconocer sus errores –declaró Gonzalo, tomando otro trozo de pescado.
-La verdad es que han tenido mucha suerte –pensó ella, hablando en voz alta-. Podrían haberlo perdido todo si llega a aparecer ese maldito contrato. Menos mal que se perdió en el mar y Julio fue lo bastante sensato para ocultar el suyo.
Gonzalo tragó saliva. No le había contado a nadie la verdad. Esa verdad que solo él sabía, y que de salir a la luz podría traerle problemas. Todavía conservaba el documento y pronto tendría que deshacerse de él. Cuanto antes lo destruyera, mejor que mejor.
Pero antes tenía que hacer algo.
-María… -comenzó él, con gesto serio-. Verás… en cuanto a ese tema…
-¿Qué? –se preocupó ella.
-Las cosas no son como los civiles creen. Ese contrato no se perdió en el mar… ese documento lo tengo yo.
La joven dejó el cubierto sobre la mesa, sin comprender exactamente lo que su esposo le estaba diciendo.
-¿Cómo? –parpadeó varias veces-. Gonzalo explícate.
Su esposo tomó aire para contarle lo que había hecho.
-La noche en que esos contrabandistas fueron detenidos, cuando Andrés y yo entramos en la trastienda de aquel lugar, encontramos un montón de cajas repletas de botellas de ron y… sobre una de ellas había un montón de papeles. La mayoría eran albaranes pero entre esos papeles encontré el contrato de Julio… y me lo llevé.
La joven apretó los labios, sin saber cómo reaccionar.
-¿Qué te lo llevaste? –repitió ella, sin dar crédito-. Pero Gonzalo eso es…
-Ya lo sé –le cortó él. En su mirada había un destello de culpa por haber incurrido en un delito; sin embargo, sabía que había actuado correctamente, salvando a unos inocentes-. Y créeme si te digo que no estoy orgulloso de ello, pero sabes lo que ese papel significaría para Teresa y Julio.
María lo sabía: sería la ruina de ambos.
-¿Y… qué has hecho con él? –le preguntó, sin querer saber la respuesta.
Gonzalo sacó el papel, doblado y se lo tendió. La joven lo desdobló, con manos temblorosas y leyó su contenido. Efectivamente se trataba del mismo contrato que ya había leído.
-Si te lo cuento es porque no quiero que hayan secretos entre nosotros. Nunca los ha habido y no voy a empezar ahora a ocultarte las cosas.
Su esposa levantó la mirada hacia él. Sabía que cogiendo aquel contrato infringían varias leyes, y que de saberse, estarían en problemas. Sin embargo, apoyaba su acción.
-Esto no debe de saberlo nadie más –declaró María, con seriedad-. Jamás lo sabrán -Gonzalo asintió-. Debería de estar enfadada contigo… -alargó la mano para coger la de él, y le miró con cariño-, pero lo que estoy es orgullosa.
El joven sonrió débilmente.
-Gracias por comprenderlo.
-Supongo que yo habría hecho lo mismo. En ocasiones así, saltarse la ley es la única solución.
-Ahora tan solo hay que terminar con esto –dijo Gonzalo, acercando uno de los platos vacíos y tomando la vela de la mesa-. Lo mejor que podemos hacer es no dejar “pruebas”.
María estuvo de acuerdo en aquella parte. Tenían que quemar aquel papel que tan solo podría traerles problemas.
El fuego comenzó a devorar el documento por las esquinas, ennegreciéndolas. En pocos minutos quedó reducido a cenizas humeantes que terminaron de consumirse en el plato. Ambos suspiraron aliviados. La prueba había dejado de existir.
-Este secreto quedará entre nosotros –dijo Gonzalo, pues confiaba en María como en ninguna otra persona-. Nunca nadie sabrá lo que hemos hecho.
-Jamás –repitió ella, apretando su mano.
Gonzalo se levantó y ella hizo lo mismo.
-Ven, quiero enseñarte algo.
-¿Otro secreto más? –preguntó su esposa con reticencias-. Mira que por hoy ya he tenido suficiente.
Se acercaron hasta uno de los rincones del jardín donde las plantas crecían altas. Gonzalo apartó unas cuantas y le pidió que se acercase a mirar en el pequeño hueco que había bajo uno de los árboles.
María observó, maravillada, las flores blancas que crecían en aquella penumbra. Un lugar idóneo donde los rayos del sol llegaban lo suficiente para que brotase aquella flor.
-Nuestro pequeño jardín de azucenas –le explicó su esposo, feliz de ver su rostro iluminado por la sorpresa.
-¿Aquí ha sido donde las estabas cultivando? –inquirió ella, sorprendida por no haberse dado cuenta.
-Así es –le confirmó él.
María se acercó y le abrazó con fuerza. Un abrazo que Gonzalo le devolvió con la misma intensidad, aspirando su dulce aroma.
-Gracias –musitó ella, apartándose levemente para darle un suave beso en los labios-. Gracias por todo, cariño.
-No, gracias a ti –le dijo él. La luz amarillenta de las velas cruzaron por su mirada un instante, suficiente para comprobar que le estaba hablando con el corazón-. Gracias por todo, por estar ahí, día tras día, por escucharme, por…
María le hizo callar posando un dedo sobre sus labios.
-Ya sabes que no es necesario que me agradezcas nada –murmuró ella-. Desde hace mucho tiempo, tú y yo somos solo uno; lo que sufre uno, lo sufre el otro. Cuando tú sonríes, yo también sonrío. Si algo te preocupa, se convierte en mi preocupación.
Gonzalo no supo que responderle, pues María estaba en lo cierto. Sus caminos se habían unido de tal manera que eran solo uno; y lo que a uno le pasaba, al otro le afectaba de igual manera.
Volvieron a besarse, envueltos en aquella atmósfera cálida y delicada; como su amor. Un amor que crecía día a día, y que disfrutaban juntos.
Gonzalo la cogió en brazos sin dejar de besarla. Sus labios hablaron en silencio el idioma que ellos mismos habían creado.
Entró con ella en brazos y se dirigió hacia su alcoba; testigo muda de esa noche, cuando Gonzalo y María se entregaron el uno al otro, volviéndose un solo ser.

CONTINUARÁ...