CAPÍTULO 14
Era
la última hora del día cuando Gonzalo y Andrés se dispusieron a hacer su
habitual ronda por la finca, para cerciorarse de que todo estaba en orden.
En
los dos últimos días, habían inspeccionado los campos más cercanos al río y
que, en un principio habían creído que estaban a salvo de la salinización, pero
que en el último análisis habían dado una elevada concentración de sodio. La
cantidad no era alarmante y todavía estaba dentro de los límites en los que se
podía sembrar sin causar grandes males a la planta. Sin embargo, Gonzalo seguía
preocupado por las posibles consecuencias que acarrearía la pérdida de aquellos
terrenos si la cosecha se echaba a perder.
El
joven se apeó de su caballo al llegar al linde del campo con el río, y se quedó
mirando el bancal con gesto sombrío.
Andrés
detuvo su caballo y se acercó a Gonzalo. Sin necesidad de que el esposo de
María le dijese nada, entendió su mirada, y su extrema preocupación. No solo
eran los campos, las cosechas y el destino de los trabajadores de la hacienda
lo que le rondaba por la cabeza, sino el hecho de decepcionar a su hermano.
Tristán había depositado en él su confianza, dejándole a cargo de su hacienda y
de sus negocios. El joven tan solo quería devolverle su apoyo con buenos
resultados; y si las cosas no salían según lo previsto, Gonzalo jamás se lo
perdonaría.
-No
te preocupes, Gonzalo –el capataz le mostró su apoyo, situándose a su lado,
poniendo los brazos en jarra-. No dejaremos que todo el trabajo que hemos hecho
en las fincas se vaya al garete. Don Tristán confía en nosotros y no le
defraudaremos.
El
capataz posó la mano sobre el hombro del joven; gesto que Gonzalo agradeció.
Estaban juntos en aquella empresa, y juntos la sacarían adelante.
-Ya
verás cómo de aquí a unos meses estaremos cosechando la mejor variedad de caña
de azúcar que hayan visto por estos lares, hasta ahora. Los compradores harán
cola para adquirirla.
Por
primera vez aquella tarde, Gonzalo mostró una débil sonrisa. El entusiasmo de
Andrés le devolvió parte de las esperanzas que se esfumaban cuando los malos
presagios llegaban a su mente.
-Admiro
tu capacidad para levantar los ánimos, Andrés –se volvió hacia él, con renovada
vitalidad-. Tienes ese don de ver la parte buena de las cosas; y en situaciones
como ésta es de agradecer.
-Mi
abuela Graciela, que Dios la tenga en su gloria, siempre decía: “Siempre que
llueve, escampa”; es decir, por muy mal que veas las cosas, al final solo
pueden mejorar, siempre hay una luz al final del camino.
-Sabia
tu abuela –convino Gonzalo-. Deberíamos vivir con esa mentalidad. Nos
ahorraríamos preocuparnos por las cosas antes de que sucedan.
-Sí,
aunque reconozco que no es sencillo –movió la cabeza a ambos lados, casi
imperceptiblemente-. Fíjate en mí, sino. Mucho dar consejos pero a la hora de
la verdad… me ha costado un mundo acercarme a Celia e invitarla a la verbena.
-Pero
lo has hecho, que es lo que realmente importa –le recordó Gonzalo, con cierto
orgullo al ver a su amigo tan ilusionado-. Te arriesgaste y saliste ganando.
¿Quién iba a decirnos que mañana vamos a ir los cuatro juntos a la verbena:
Celia, María, tú y yo? Me alegro mucho por vosotros.
Andrés
sonrió, avergonzado.
-Ni…
ni yo me lo creo aún que aceptara –confesó, parpadeando varias veces-. He… he
pensado llevarle un ramillete de flores, tú que la conoces mejor, ¿crees que le
gustará o…?
-Supongo
que sí –le confirmó Gonzalo, sonriendo para sus adentros-. A todas las mujeres
les gustan las flores; Celia no va a ser
menos –el joven pudo ver cierta preocupación en la mirada del capataz. A leguas
se veía que andaba preocupado porque las cosas salieran bien; así que Gonzalo
solo podía darle su apoyo en aquel asunto-. Seguro que todo irá bien.
Tranquilo.
-¿Tú
también le regalaste flores a María en vuestra primera cita? –le preguntó de
pronto Andrés, que apenas sabía nada de ellos.
Gonzalo
volvió la mirada al frente. Era la segunda vez en menos de veinticuatros horas
que le recordaban “su primera cita” con María. El joven suspiró, rememorando
aquellos viejos tiempos que se le antojaban tan lejanos; en los que María y él
tenían que conformarse con una simple mirada, roce o cuando buscaban cualquier
excusa para pasar el tiempo juntos.
-María
y yo no podemos decir que tuviésemos una primera cita –declaró finalmente, con
ambigüedad.
-Lo
siento –se apresuró a decir Andrés, malinterpretando sus palabras-. No quería
ser indiscreto.
-Y
no lo has sido –le tranquilizó Gonzalo, volviéndose hacia él y posando de nuevo
la mano sobre su hombro, en un gesto amigable-. Es solo que… nuestra situación
por aquel entonces era complicada. Muy complicada.
Hasta
ese momento, tan solo Tristán, su esposa Clara y Celia conocían la historia de
María y Gonzalo al completo. Ambos jóvenes habían decidido no contar a nadie
más la verdad para salvaguardar su protección y la de sus hijos, sobre todo.
Nunca se sabía dónde podían hallarse los secuaces de la Montenegro, dispuestos
a venderse por unas pocas monedas; y bastante habían luchado para ocultar que
seguían vivos como para dejar que unas simples palabras los descubriesen.
Sin
embargo, ahora, la Montenegro estaba muerta y sus tentáculos ya no podían
llegar hasta ellos. Además, Andrés había demostrado ser un buen amigo, un
hombre de fiar; y Gonzalo necesitaba gente como él a su lado.
-Verás…
supongo que te habrás preguntado, más de una vez, cómo vinimos a parar aquí, y
si teniendo familia en España por qué nos quedamos a vivir en Santa Marta
–Andrés frunció el ceño, atento a la historia de Gonzalo-. Mi abuela, o más
bien, la madre del hombre a quien siempre he querido como un padre, y que
además crió a María… me odiaba por ser hijo de la mujer que ella consideraba
que le arrebató al suyo. Doña Francisca Montenegro, una de las mujeres más
poderosas de aquellos lares. Temida y odiada a partes iguales. No aceptó mi
relación con María y trató… trató de terminar con mi vida cuando vine por
primera vez a Cuba en busca de mi hermano Tristán. La señora contrató a un
matón a sueldo para que me matara –tragó saliva. Los viejos recuerdos, amargos
de aquella época, sabían a bilis-. Y ese mismo matarife se personó en Puente
Viejo con un ataúd, diciéndoles a todos que yo había muerto aquí, víctima de
una terrible enfermedad –el capataz no podía dar crédito a lo que estaba
escuchando-. Afortunadamente, María se dio cuenta de que aquel hombre ocultaba
algo y le desenmascaró frente a todos.
-¿Y…
tú? –se atrevió a preguntarle-, ¿qué pasó contigo?
-En
pocas palabras, para no hacerlo largo: me encontré con Tristán, que me salvó de
una muerte segura y me ayudó a regresar a España a por María y Esperanza.
Juntos huimos aquí, lejos de los tentáculos de esa mujer, haciéndole creer que
los tres habíamos muerto. Por eso nuestro mutismo –se volvió hacia él-.
Francisca Montenegro tiene ojos en todas partes… y nunca hemos estado a salvo
del todo, hasta ahora. Ahora que sabemos que ha muerto.
Andrés
no supo que decirle. Jamás hubiese imaginado algo así.
-Entiendo
que vuestra historia haya sido complicada teniendo a… a esta mujer en vuestra
contra –declaró finalmente.
-Nuestra historia fue complicada porque cuando
nos conocimos, yo no era un hombre libre –decretó Gonzalo-. Durante dieciséis años
viví alejado de mi familia; una perturbada me alejó de ellos llevándome al
Amazonas con tan solo seis años. Solo cuando pude librarme de ella, regresé a
Puente Viejo para reencontrarme con mis padres. Y fue entonces cuando conocí a
María, la hija de la mejor amiga de mi difunta madre.
-Y…
dices que no eras un hombre libre, ¿acaso estuviste casado antes de conocer a
María? –se extrañó su amigo.
La
mirada de Gonzalo se posó en la fina línea del horizonte, donde el sol
comenzaba a decaer.
-Casado
con la iglesia –dijo, escuetamente-. Era diacono, a punto de profesar los
votos.
Andrés
abrió los ojos, desconcertado. Podía haberse imaginado cualquier respuesta
menos aquella.
-¿Eras…
cura?
Gonzalo
sonrió, como si le hubiesen contado una broma. Resultaba irónico pensar en lo
caprichoso que era el destino. Él que siempre había sabido que quería ser
sacerdote, vio como esa determinación se tambaleó al conocer a María.
-Sí,
lo fui. Durante un tiempo… lo fui. Creí que mi fe en Dios lograría ayudarme a
superar el amor que sentía por María, pero… no fue así. La quería demasiado.
-Y
dejaste el sacerdocio por ella.
Gonzalo
asintió.
-Pero
era demasiado tarde. María se había casado con un ser despreciable que… -negó
con la cabeza queriendo apartar aquellos recuerdos-. Mejor dejarlo. Digamos que
finalmente conseguimos que nuestro amor triunfara y ahora somos felices –soltó
un leve suspiro-. Por eso digo que nunca tuvimos una primera cita, en sí. Lo
que sí puedo contarte es la primera vez que la vi –sus ojos brillaron de
emoción al recordar la imagen de María, aquella tarde en la plaza del pueblo,
cuando Gonzalo pisó Puente Viejo de nuevo, después de tantos años-. Deberías
haberla visto… era la muchacha más orgullosa y engreída que me había cruzado
nunca. Sin embargo su mirada llena de pureza y alegría se metió en mi corazón y
ya no lo abandonó nunca. Nuestros primeros encuentros estuvieron marcados por
pequeñas desavenencias. Ella defendía a la Montenegro a capa y espada; y yo
sabía quién era mi querida abuelita. Pero luego… llegó la gripe española, que
azotó el pueblo con virulencia y ahí conocí a la verdadera María, la valiente,
la que es capaz de todo con tal de ayudar a la gente –los ojos de Gonzalo se
volvieron cristalinos, bañados por la emoción-. Incluso nos engañó a todos,
haciéndonos creer que ella también había enfermado para que la trasladásemos
junto al resto de enfermos y así poder ayudarnos en sus cuidados. Era un
torbellino y nada la detenía.
-Cómo
Celia –le interrumpió Andrés-. Ahora comprendo porque son tan amigas. Las dos
tienen esa fuerza que las hace tan especiales.
-Así
es, amigo. Y ya sabes… no dejes escapar a alguien así. Ambas son oro molido
–convino Gonzalo, sin poder ocultar la devoción que sentía por su esposa. Tragó
el nudo de emoción que se le había instalado en la garganta y se serenó-. Y…
cambiando de tema. ¿Has averiguado algo más sobre los forasteros?
-Pues…
desgraciadamente, lo que nos temíamos –sentenció Andrés, arrugando la nariz-.
No traen buenas intenciones. Nadie dice nada en concreto, pero se les ha visto
rondar por las fondas donde se sabe que se vende ron de contrabando. En asuntos
así, la gente calla. Saben lo peligroso que es irse de la lengua.
Gonzalo
se mesó la barba, pensativo. Aquella noticia no era nueva para él, sin embargo,
no veía cómo podía afectar al negocio de Celia. La muchacha jamás accedería a
tener tratos con ellos, de eso estaba seguro.
-¿Y
Julio, el pescador? –inquirió de repente-. ¿Qué crees que se trae con ellos? No
lo veo un hombre de dedicarse al contrabando de ron. Sin embargo… si su familia
está pasando apuros económicos, quizá…
-Julio
es muy suyo –dijo Andrés, que apenas conocía al marido de Teresa-. Pero por lo
que la gente cuenta de él, es honrado hasta la médula. Aunque como bien dices,
cuando uno está en una situación extrema… nunca se sabe.
-Tendríamos
que enterarnos. No quiero sobresaltos. No me gustaría que este tema salpicara a
Celia –opinó Gonzalo en voz alta. Volvió a mirar el horizonte por donde el sol
acababa de ponerse-. Creo que por hoy ya es suficiente. Volvamos a casa que ya
es hora.
Andrés
no puso inconvenientes. Ambos montaron en sus respectivos caballos y regresaron
a la hacienda Casablanca para dejar a los animales en las cuadras.
Al
despedirse, Andrés se detuvo, cayendo en la cuenta de algo.
-¿Qué
sucede? –le preguntó Gonzalo, viendo el gesto lívido de su rostro.
-¡Dónde
tendré la cabeza! –rezongó el capataz, enfadado-. Acabo de darme cuenta de que
con los nervios de invitar a Celia, no quedé con ella en una hora. No sé si
esperará que vaya a buscarla a su casa, al restaurante o… o si prefiere que nos
encontremos en el pueblo.
El
esposo de María sonrió, divertido, al ver el azoramiento de su amigo.
-Pues…
-Todavía
me da tiempo a pasar por el restaurante antes de que cierre y preguntarle, ¿no
crees? –no esperó contestación por parte de Gonzalo que le vio salir disparado
hacia la parte baja, camino de la playa.
En
cuanto llegó a casa, Gonzalo subió al cuarto donde encontró a María leyéndoles
unos cuentos a Esperanza y Martín, que ya estaban metidos en la cama, arropados
y a punto de quedarse dormidos.
-¡Padre!
–gritó la niña, que salió de la cama para echarse en los brazos de Gonzalo,
quien la recibió con un abrazo y un beso-. Madre nos estaba leyendo. Venga con
nosotros.
Esperanza
cogió a su padre con su pequeña manita y le condujo hasta donde estaban María y
el pequeño Martín, que se había quedado ya dormido en la cama de su hermana,
pues al niño le daba miedo dormir solo.
Gonzalo
se acercó a su esposa y le dio un leve beso de bienvenida, sentándose en una
esquina de la cama, frente a ella, mientras la cogió de la mano.
Esperanza
regresó a sitio, colocándose ella misma la sábana sobre su cuerpito.
-Así
que estabais leyendo –certificó Gonzalo-. ¿Puedo?
Tendió
la mano para que María le pasara el libro. Su esposa se lo dio, sabiendo cuánto
le gustaba a Gonzalo terminar de narrar las historias. Historias que él mismo
recordaba de pequeño, cuando aún vivía en la Casona y Tristán, Mariana o la
propia Pepa, se colaban en su cuarto para leerle, a escondidas de Francisca.
Con
la apaciguada voz de Gonzalo narrando el final de aquel cuento de piratas y
héroes que lograban vencer a los malvados después de una gran batalla, Esperanza
cayó dormida al instante.
María
escuchó, embelesada la historia. La había oído cientos de veces, pues el pirata
Barbanegra era uno de los favoritos de sus hijos, pero escuchar la historia por
boca de su esposa, la llenaba de tranquilidad.
Gonzalo
cerró el libro en cuanto terminó y cogió al pequeño Martín para trasladarlo a
su cama, pegada a la ventana. Normalmente el niño no despertaba ya en toda la
noche. Le dio un suave beso en la frente, le hizo la señal de la cruz con sus
dedos, bendiciéndole; a la vez que María terminaba de arropar a Esperanza.
Luego se intercambiaron para despedirse ella de Martín y Gonzalo de la niña.
-¡Qué
tranquilidad se respira! –comentó en un suspiro Gonzalo, mientras volvían al
salón.
María
le acarició el rostro.
-Sigues
preocupado, ¿no es así? –le preguntó, con gesto sombrío.
-Sí.
Pero no quiero hablar de eso –le pidió; y la atrajo para besarla. Necesitaba
sentir que ella estaba allí, que era su bálsamo para apartar de su mente los
problemas-. Así mucho mejor –le susurró al oído mientras la abrazaba con
fuerza.
-Ven
–le pidió María-. Sentémonos. La cena estará enseguida.
Ambos
se sentaron en el sofá. La joven le recolocó el pelo, acariciándole la cabeza.
-¿Sabes
que he hablado con Celia? –le dijo María, mirándole fijamente y con seriedad-.
Y menos mal que lo he hecho, sino…
-Sino,
¿Qué? –preguntó, extrañado.
Su
esposa le contó lo ocurrido. Cómo todo había sido un malentendido y que Celia
no sabía que había aceptado una invitación de Andrés para la verbena.
-Pero
menos mal que he logrado convencerla de que vaya, y le dé una oportunidad
–terminó ella-. No creo que sea tan mala idea, ¿verdad? Tú que le conoces más…
¿Andrés es tan buen muchacho como aparenta?
-El
tiempo que llevo trabajando con él me ha hecho conocerle mejor –le explicó,
acariciando su mano con el dorso de la suya-. Es un hombre de fiar, alguien con
quien puedes contar, tanto en los buenos, como malos momentos. Y… lo que siente
por Celia es sincero. De eso puedes estar segura. Tenías que ver con qué
emoción me hablaba de mañana. No sabía si iban a gustarle las flores o no.
María
sonrió, contenta. Su amiga se merecía ser feliz y si la persona que podía
conseguirlo era Andrés, bien merecía la pena intentarlo.
-Esperemos
que salga bien –declaró ella-. Ya sabemos lo reticente que es Celia para estas
cosas.
Gonzalo
le cogió el mentón y la miró intensamente.
-Saldrá
bien, seguro –dijo con seguridad antes de volver a besarla.
Mientras,
Andrés había llegado al restaurante justo cuando Celia iba a cerrar la puerta.
-¡Está
cerrado! –gritó ella limpiando la barra con un paño mojado, sin volverse, y al
escuchar que la puerta se abría-. ¿Acaso no sabe leer?
Andrés
titubeó al escucharla.
-Celia…
-musitó.
La
muchacha se volvió de golpe, asustada al reconocer la voz del capataz.
-Hola
–logró decirle. Después de la conversación con María, y saber que tenía una
cita con él, no sabía bien cómo tratarlo-. Perdona… no sabía…
-No
–le cortó él, dando un paso hacia ella, cohibido-. La culpa es mía por llegar
así, pero es que…
Celia
sintió la boca seca y los nervios comenzaban a actuar. ¿Qué había cambiado para
no saber cómo comportarse con él?
-¿Pasa
algo? –le preguntó suavizando la voz-. ¿Es por… por lo de mañana? –sus mejillas
se tiñeron de rojo suavemente.
-Es
solo que… pues con los nervios del otro día no te pregunté dónde querías que te
recogiese mañana para ir a la verbena –soltó de golpe. Y suspiró, aliviado.
-Ah…
era eso –dijo sintiendo como el nudo del pecho aflojaba-. Pues… no sé –retorció
el paño húmedo entre sus manos, nerviosa.
-¿Quieres
que… que quedemos en el pueblo? –y se apresuró a decir-: Gonzalo y María
también estarán.
-Sí,
lo sé –confirmó, mostrando una media sonrisa-. María me lo ha dicho –dio un
paso hacia él-. Verás Andrés… -alzó la mirada y se encontró con sus pequeños ojos
oscuros, iluminados por un brillo especial, ilusionado-. Hay un pequeño
problema, que no te conté el otro día. Y es que cuando me pediste que fuésemos
juntos a la verbena, no caí en que voy a poner un puesto para los aldeanos,
como el año pasado –Andrés asintió-. El caso es que tendré que estar atendiendo
a la gente y…
-…Vamos,
que no podrás ir conmigo –terminó el joven, visiblemente decepcionado. Sus ojos
perdieron aquel brillo y Celia no pudo soportarlo.
-No
es eso –dijo rápidamente ella. El joven parpadeó varias veces, incrédulo-. Solo
que no podré estar contigo durante la jornada pero si la invitación sigue en
pie… por la noche, durante el baile… podemos…
-Te
esperaré –declaró al instante, sin poder evitar sonreír, entusiasmado porque
ella no se había echado para atrás-. No hay problema.
Celia
se mordió el labio inferior, y asintió.
-Bueno…
-Andrés se dio cuenta de que se había hecho tarde y tenía que regresar a casa-.
Si quieres te espero y te acompaño a casa…
Celia
negó, mostrándole una amigable sonrisa.
-No
te preocupes. Todavía me queda limpiar la trastienda. Pero gracias.
El
joven asintió.
-Pues…
hasta mañana.
-Hasta
mañana… Andrés –se despidió.
El
capataz dio media vuelta, cerró los ojos y sonrió, feliz, antes de salir del
restaurante con los ánimos renovados.
Celia
se quedó unos segundos mirando en su dirección. Su corazón volvía a latir con
normalidad, no desbocado como hacía unos minutos. ¿Qué había pasado para que
hubiese reaccionado de aquella manera?
Conocía
a Andrés desde hacía meses y solo ahora comenzaba a verle como el hombre que
era… algo que le asustaba pues la volvía vulnerable frente a él, y frente al
resto del mundo.
CONTINUARÁ...
CONTINUARÁ...
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