domingo, 1 de noviembre de 2015

CAPÍTULO 14 
Era la última hora del día cuando Gonzalo y Andrés se dispusieron a hacer su habitual ronda por la finca, para cerciorarse de que todo estaba en orden.
En los dos últimos días, habían inspeccionado los campos más cercanos al río y que, en un principio habían creído que estaban a salvo de la salinización, pero que en el último análisis habían dado una elevada concentración de sodio. La cantidad no era alarmante y todavía estaba dentro de los límites en los que se podía sembrar sin causar grandes males a la planta. Sin embargo, Gonzalo seguía preocupado por las posibles consecuencias que acarrearía la pérdida de aquellos terrenos si la cosecha se echaba a perder.
El joven se apeó de su caballo al llegar al linde del campo con el río, y se quedó mirando el bancal con gesto sombrío.
Andrés detuvo su caballo y se acercó a Gonzalo. Sin necesidad de que el esposo de María le dijese nada, entendió su mirada, y su extrema preocupación. No solo eran los campos, las cosechas y el destino de los trabajadores de la hacienda lo que le rondaba por la cabeza, sino el hecho de decepcionar a su hermano. Tristán había depositado en él su confianza, dejándole a cargo de su hacienda y de sus negocios. El joven tan solo quería devolverle su apoyo con buenos resultados; y si las cosas no salían según lo previsto, Gonzalo jamás se lo perdonaría.
-No te preocupes, Gonzalo –el capataz le mostró su apoyo, situándose a su lado, poniendo los brazos en jarra-. No dejaremos que todo el trabajo que hemos hecho en las fincas se vaya al garete. Don Tristán confía en nosotros y no le defraudaremos.
El capataz posó la mano sobre el hombro del joven; gesto que Gonzalo agradeció. Estaban juntos en aquella empresa, y juntos la sacarían adelante.
-Ya verás cómo de aquí a unos meses estaremos cosechando la mejor variedad de caña de azúcar que hayan visto por estos lares, hasta ahora. Los compradores harán cola para adquirirla.
Por primera vez aquella tarde, Gonzalo mostró una débil sonrisa. El entusiasmo de Andrés le devolvió parte de las esperanzas que se esfumaban cuando los malos presagios llegaban a su mente.
-Admiro tu capacidad para levantar los ánimos, Andrés –se volvió hacia él, con renovada vitalidad-. Tienes ese don de ver la parte buena de las cosas; y en situaciones como ésta es de agradecer.
-Mi abuela Graciela, que Dios la tenga en su gloria, siempre decía: “Siempre que llueve, escampa”; es decir, por muy mal que veas las cosas, al final solo pueden mejorar, siempre hay una luz al final del camino.
-Sabia tu abuela –convino Gonzalo-. Deberíamos vivir con esa mentalidad. Nos ahorraríamos preocuparnos por las cosas antes de que sucedan.
-Sí, aunque reconozco que no es sencillo –movió la cabeza a ambos lados, casi imperceptiblemente-. Fíjate en mí, sino. Mucho dar consejos pero a la hora de la verdad… me ha costado un mundo acercarme a Celia e invitarla a la verbena.
-Pero lo has hecho, que es lo que realmente importa –le recordó Gonzalo, con cierto orgullo al ver a su amigo tan ilusionado-. Te arriesgaste y saliste ganando. ¿Quién iba a decirnos que mañana vamos a ir los cuatro juntos a la verbena: Celia, María, tú y yo? Me alegro mucho por vosotros.
Andrés sonrió, avergonzado.
-Ni… ni yo me lo creo aún que aceptara –confesó, parpadeando varias veces-. He… he pensado llevarle un ramillete de flores, tú que la conoces mejor, ¿crees que le gustará o…?
-Supongo que sí –le confirmó Gonzalo, sonriendo para sus adentros-. A todas las mujeres les gustan las flores; Celia no va  a ser menos –el joven pudo ver cierta preocupación en la mirada del capataz. A leguas se veía que andaba preocupado porque las cosas salieran bien; así que Gonzalo solo podía darle su apoyo en aquel asunto-. Seguro que todo irá bien. Tranquilo.
-¿Tú también le regalaste flores a María en vuestra primera cita? –le preguntó de pronto Andrés, que apenas sabía nada de ellos.
Gonzalo volvió la mirada al frente. Era la segunda vez en menos de veinticuatros horas que le recordaban “su primera cita” con María. El joven suspiró, rememorando aquellos viejos tiempos que se le antojaban tan lejanos; en los que María y él tenían que conformarse con una simple mirada, roce o cuando buscaban cualquier excusa para pasar el tiempo juntos.
-María y yo no podemos decir que tuviésemos una primera cita –declaró finalmente, con ambigüedad.
-Lo siento –se apresuró a decir Andrés, malinterpretando sus palabras-. No quería ser indiscreto.
-Y no lo has sido –le tranquilizó Gonzalo, volviéndose hacia él y posando de nuevo la mano sobre su hombro, en un gesto amigable-. Es solo que… nuestra situación por aquel entonces era complicada. Muy complicada.
Hasta ese momento, tan solo Tristán, su esposa Clara y Celia conocían la historia de María y Gonzalo al completo. Ambos jóvenes habían decidido no contar a nadie más la verdad para salvaguardar su protección y la de sus hijos, sobre todo. Nunca se sabía dónde podían hallarse los secuaces de la Montenegro, dispuestos a venderse por unas pocas monedas; y bastante habían luchado para ocultar que seguían vivos como para dejar que unas simples palabras los descubriesen.
Sin embargo, ahora, la Montenegro estaba muerta y sus tentáculos ya no podían llegar hasta ellos. Además, Andrés había demostrado ser un buen amigo, un hombre de fiar; y Gonzalo necesitaba gente como él a su lado.
-Verás… supongo que te habrás preguntado, más de una vez, cómo vinimos a parar aquí, y si teniendo familia en España por qué nos quedamos a vivir en Santa Marta –Andrés frunció el ceño, atento a la historia de Gonzalo-. Mi abuela, o más bien, la madre del hombre a quien siempre he querido como un padre, y que además crió a María… me odiaba por ser hijo de la mujer que ella consideraba que le arrebató al suyo. Doña Francisca Montenegro, una de las mujeres más poderosas de aquellos lares. Temida y odiada a partes iguales. No aceptó mi relación con María y trató… trató de terminar con mi vida cuando vine por primera vez a Cuba en busca de mi hermano Tristán. La señora contrató a un matón a sueldo para que me matara –tragó saliva. Los viejos recuerdos, amargos de aquella época, sabían a bilis-. Y ese mismo matarife se personó en Puente Viejo con un ataúd, diciéndoles a todos que yo había muerto aquí, víctima de una terrible enfermedad –el capataz no podía dar crédito a lo que estaba escuchando-. Afortunadamente, María se dio cuenta de que aquel hombre ocultaba algo y le desenmascaró frente a todos.
-¿Y… tú? –se atrevió a preguntarle-, ¿qué pasó contigo?
-En pocas palabras, para no hacerlo largo: me encontré con Tristán, que me salvó de una muerte segura y me ayudó a regresar a España a por María y Esperanza. Juntos huimos aquí, lejos de los tentáculos de esa mujer, haciéndole creer que los tres habíamos muerto. Por eso nuestro mutismo –se volvió hacia él-. Francisca Montenegro tiene ojos en todas partes… y nunca hemos estado a salvo del todo, hasta ahora. Ahora que sabemos que ha muerto.
Andrés no supo que decirle. Jamás hubiese imaginado algo así.
-Entiendo que vuestra historia haya sido complicada teniendo a… a esta mujer en vuestra contra –declaró finalmente.
 -Nuestra historia fue complicada porque cuando nos conocimos, yo no era un hombre libre –decretó Gonzalo-. Durante dieciséis años viví alejado de mi familia; una perturbada me alejó de ellos llevándome al Amazonas con tan solo seis años. Solo cuando pude librarme de ella, regresé a Puente Viejo para reencontrarme con mis padres. Y fue entonces cuando conocí a María, la hija de la mejor amiga de mi difunta madre.
-Y… dices que no eras un hombre libre, ¿acaso estuviste casado antes de conocer a María? –se extrañó su amigo.
La mirada de Gonzalo se posó en la fina línea del horizonte, donde el sol comenzaba a decaer.
-Casado con la iglesia –dijo, escuetamente-. Era diacono, a punto de profesar los votos.
Andrés abrió los ojos, desconcertado. Podía haberse imaginado cualquier respuesta menos aquella.
-¿Eras… cura?
Gonzalo sonrió, como si le hubiesen contado una broma. Resultaba irónico pensar en lo caprichoso que era el destino. Él que siempre había sabido que quería ser sacerdote, vio como esa determinación se tambaleó al conocer a María.
-Sí, lo fui. Durante un tiempo… lo fui. Creí que mi fe en Dios lograría ayudarme a superar el amor que sentía por María, pero… no fue así. La quería demasiado.
-Y dejaste el sacerdocio por ella.
Gonzalo asintió.
-Pero era demasiado tarde. María se había casado con un ser despreciable que… -negó con la cabeza queriendo apartar aquellos recuerdos-. Mejor dejarlo. Digamos que finalmente conseguimos que nuestro amor triunfara y ahora somos felices –soltó un leve suspiro-. Por eso digo que nunca tuvimos una primera cita, en sí. Lo que sí puedo contarte es la primera vez que la vi –sus ojos brillaron de emoción al recordar la imagen de María, aquella tarde en la plaza del pueblo, cuando Gonzalo pisó Puente Viejo de nuevo, después de tantos años-. Deberías haberla visto… era la muchacha más orgullosa y engreída que me había cruzado nunca. Sin embargo su mirada llena de pureza y alegría se metió en mi corazón y ya no lo abandonó nunca. Nuestros primeros encuentros estuvieron marcados por pequeñas desavenencias. Ella defendía a la Montenegro a capa y espada; y yo sabía quién era mi querida abuelita. Pero luego… llegó la gripe española, que azotó el pueblo con virulencia y ahí conocí a la verdadera María, la valiente, la que es capaz de todo con tal de ayudar a la gente –los ojos de Gonzalo se volvieron cristalinos, bañados por la emoción-. Incluso nos engañó a todos, haciéndonos creer que ella también había enfermado para que la trasladásemos junto al resto de enfermos y así poder ayudarnos en sus cuidados. Era un torbellino y nada la detenía.
-Cómo Celia –le interrumpió Andrés-. Ahora comprendo porque son tan amigas. Las dos tienen esa fuerza que las hace tan especiales.
-Así es, amigo. Y ya sabes… no dejes escapar a alguien así. Ambas son oro molido –convino Gonzalo, sin poder ocultar la devoción que sentía por su esposa. Tragó el nudo de emoción que se le había instalado en la garganta y se serenó-. Y… cambiando de tema. ¿Has averiguado algo más sobre los forasteros?
-Pues… desgraciadamente, lo que nos temíamos –sentenció Andrés, arrugando la nariz-. No traen buenas intenciones. Nadie dice nada en concreto, pero se les ha visto rondar por las fondas donde se sabe que se vende ron de contrabando. En asuntos así, la gente calla. Saben lo peligroso que es irse de la lengua.
Gonzalo se mesó la barba, pensativo. Aquella noticia no era nueva para él, sin embargo, no veía cómo podía afectar al negocio de Celia. La muchacha jamás accedería a tener tratos con ellos, de eso estaba seguro.
-¿Y Julio, el pescador? –inquirió de repente-. ¿Qué crees que se trae con ellos? No lo veo un hombre de dedicarse al contrabando de ron. Sin embargo… si su familia está pasando apuros económicos, quizá…
-Julio es muy suyo –dijo Andrés, que apenas conocía al marido de Teresa-. Pero por lo que la gente cuenta de él, es honrado hasta la médula. Aunque como bien dices, cuando uno está en una situación extrema… nunca se sabe.
-Tendríamos que enterarnos. No quiero sobresaltos. No me gustaría que este tema salpicara a Celia –opinó Gonzalo en voz alta. Volvió a mirar el horizonte por donde el sol acababa de ponerse-. Creo que por hoy ya es suficiente. Volvamos a casa que ya es hora.
Andrés no puso inconvenientes. Ambos montaron en sus respectivos caballos y regresaron a la hacienda Casablanca para dejar a los animales en las cuadras.
Al despedirse, Andrés se detuvo, cayendo en la cuenta de algo.
-¿Qué sucede? –le preguntó Gonzalo, viendo el gesto lívido de su rostro.
-¡Dónde tendré la cabeza! –rezongó el capataz, enfadado-. Acabo de darme cuenta de que con los nervios de invitar a Celia, no quedé con ella en una hora. No sé si esperará que vaya a buscarla a su casa, al restaurante o… o si prefiere que nos encontremos en el pueblo.
El esposo de María sonrió, divertido, al ver el azoramiento de su amigo.
-Pues…
-Todavía me da tiempo a pasar por el restaurante antes de que cierre y preguntarle, ¿no crees? –no esperó contestación por parte de Gonzalo que le vio salir disparado hacia la parte baja, camino de la playa.
En cuanto llegó a casa, Gonzalo subió al cuarto donde encontró a María leyéndoles unos cuentos a Esperanza y Martín, que ya estaban metidos en la cama, arropados y a punto de quedarse dormidos.
-¡Padre! –gritó la niña, que salió de la cama para echarse en los brazos de Gonzalo, quien la recibió con un abrazo y un beso-. Madre nos estaba leyendo. Venga con nosotros.
Esperanza cogió a su padre con su pequeña manita y le condujo hasta donde estaban María y el pequeño Martín, que se había quedado ya dormido en la cama de su hermana, pues al niño le daba miedo dormir solo.
Gonzalo se acercó a su esposa y le dio un leve beso de bienvenida, sentándose en una esquina de la cama, frente a ella, mientras la cogió de la mano.
Esperanza regresó a sitio, colocándose ella misma la sábana sobre su cuerpito.
-Así que estabais leyendo –certificó Gonzalo-. ¿Puedo?
Tendió la mano para que María le pasara el libro. Su esposa se lo dio, sabiendo cuánto le gustaba a Gonzalo terminar de narrar las historias. Historias que él mismo recordaba de pequeño, cuando aún vivía en la Casona y Tristán, Mariana o la propia Pepa, se colaban en su cuarto para leerle, a escondidas de Francisca.
Con la apaciguada voz de Gonzalo narrando el final de aquel cuento de piratas y héroes que lograban vencer a los malvados después de una gran batalla, Esperanza cayó dormida al instante.
María escuchó, embelesada la historia. La había oído cientos de veces, pues el pirata Barbanegra era uno de los favoritos de sus hijos, pero escuchar la historia por boca de su esposa, la llenaba de tranquilidad.
Gonzalo cerró el libro en cuanto terminó y cogió al pequeño Martín para trasladarlo a su cama, pegada a la ventana. Normalmente el niño no despertaba ya en toda la noche. Le dio un suave beso en la frente, le hizo la señal de la cruz con sus dedos, bendiciéndole; a la vez que María terminaba de arropar a Esperanza. Luego se intercambiaron para despedirse ella de Martín y Gonzalo de la niña.
-¡Qué tranquilidad se respira! –comentó en un suspiro Gonzalo, mientras volvían al salón.
María le acarició el rostro.
-Sigues preocupado, ¿no es así? –le preguntó, con gesto sombrío.
-Sí. Pero no quiero hablar de eso –le pidió; y la atrajo para besarla. Necesitaba sentir que ella estaba allí, que era su bálsamo para apartar de su mente los problemas-. Así mucho mejor –le susurró al oído mientras la abrazaba con fuerza.
-Ven –le pidió María-. Sentémonos. La cena estará enseguida.
Ambos se sentaron en el sofá. La joven le recolocó el pelo, acariciándole la cabeza.
-¿Sabes que he hablado con Celia? –le dijo María, mirándole fijamente y con seriedad-. Y menos mal que lo he hecho, sino…
-Sino, ¿Qué? –preguntó, extrañado.
Su esposa le contó lo ocurrido. Cómo todo había sido un malentendido y que Celia no sabía que había aceptado una invitación de Andrés para la verbena.
-Pero menos mal que he logrado convencerla de que vaya, y le dé una oportunidad –terminó ella-. No creo que sea tan mala idea, ¿verdad? Tú que le conoces más… ¿Andrés es tan buen muchacho como aparenta?
-El tiempo que llevo trabajando con él me ha hecho conocerle mejor –le explicó, acariciando su mano con el dorso de la suya-. Es un hombre de fiar, alguien con quien puedes contar, tanto en los buenos, como malos momentos. Y… lo que siente por Celia es sincero. De eso puedes estar segura. Tenías que ver con qué emoción me hablaba de mañana. No sabía si iban a gustarle las flores o no.
María sonrió, contenta. Su amiga se merecía ser feliz y si la persona que podía conseguirlo era Andrés, bien merecía la pena intentarlo.
-Esperemos que salga bien –declaró ella-. Ya sabemos lo reticente que es Celia para estas cosas.
Gonzalo le cogió el mentón y la miró intensamente.
-Saldrá bien, seguro –dijo con seguridad antes de volver a besarla.
Mientras, Andrés había llegado al restaurante justo cuando Celia iba a cerrar la puerta.
-¡Está cerrado! –gritó ella limpiando la barra con un paño mojado, sin volverse, y al escuchar que la puerta se abría-. ¿Acaso no sabe leer?
Andrés titubeó al escucharla.
-Celia… -musitó.
La muchacha se volvió de golpe, asustada al reconocer la voz del capataz.
-Hola –logró decirle. Después de la conversación con María, y saber que tenía una cita con él, no sabía bien cómo tratarlo-. Perdona… no sabía…
-No –le cortó él, dando un paso hacia ella, cohibido-. La culpa es mía por llegar así, pero es que…
Celia sintió la boca seca y los nervios comenzaban a actuar. ¿Qué había cambiado para no saber cómo comportarse con él?
-¿Pasa algo? –le preguntó suavizando la voz-. ¿Es por… por lo de mañana? –sus mejillas se tiñeron de rojo suavemente.
-Es solo que… pues con los nervios del otro día no te pregunté dónde querías que te recogiese mañana para ir a la verbena –soltó de golpe. Y suspiró, aliviado.
-Ah… era eso –dijo sintiendo como el nudo del pecho aflojaba-. Pues… no sé –retorció el paño húmedo entre sus manos, nerviosa.
-¿Quieres que… que quedemos en el pueblo? –y se apresuró a decir-: Gonzalo y María también estarán.
-Sí, lo sé –confirmó, mostrando una media sonrisa-. María me lo ha dicho –dio un paso hacia él-. Verás Andrés… -alzó la mirada y se encontró con sus pequeños ojos oscuros, iluminados por un brillo especial, ilusionado-. Hay un pequeño problema, que no te conté el otro día. Y es que cuando me pediste que fuésemos juntos a la verbena, no caí en que voy a poner un puesto para los aldeanos, como el año pasado –Andrés asintió-. El caso es que tendré que estar atendiendo a la gente y…
-…Vamos, que no podrás ir conmigo –terminó el joven, visiblemente decepcionado. Sus ojos perdieron aquel brillo y Celia no pudo soportarlo.
-No es eso –dijo rápidamente ella. El joven parpadeó varias veces, incrédulo-. Solo que no podré estar contigo durante la jornada pero si la invitación sigue en pie… por la noche, durante el baile… podemos…
-Te esperaré –declaró al instante, sin poder evitar sonreír, entusiasmado porque ella no se había echado para atrás-. No hay problema.
Celia se mordió el labio inferior, y asintió.
-Bueno… -Andrés se dio cuenta de que se había hecho tarde y tenía que regresar a casa-. Si quieres te espero y te acompaño a casa…
Celia negó, mostrándole una amigable sonrisa.
-No te preocupes. Todavía me queda limpiar la trastienda. Pero gracias.
El joven asintió.
-Pues… hasta mañana.
-Hasta mañana… Andrés –se despidió.
El capataz dio media vuelta, cerró los ojos y sonrió, feliz, antes de salir del restaurante con los ánimos renovados.
Celia se quedó unos segundos mirando en su dirección. Su corazón volvía a latir con normalidad, no desbocado como hacía unos minutos. ¿Qué había pasado para que hubiese reaccionado de aquella manera?
Conocía a Andrés desde hacía meses y solo ahora comenzaba a verle como el hombre que era… algo que le asustaba pues la volvía vulnerable frente a él, y frente al resto del mundo.

CONTINUARÁ...



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