miércoles, 21 de octubre de 2015

CAPÍTULO 3 
El sol caía sin clemencia en las horas centrales del día, volviendo el aire pesado y algo irrespirable. Un aire que trasportaba el aroma salado del océano. Las gentes del lugar ya estaban acostumbradas a bregar con el calor asfixiante que se asentaba en la isla durante la mayor parte del tiempo; pero aun así aprovechaban esas horas para resguardase en sus casas hasta que les diese una pequeña tregua.
 Los veranos en Cuba eran más cálidos que en España, y María comenzaba a acostumbrarse a ellos pues la brisa del mar le llegaba en forma de aroma salado y húmedo, quedando adherido a su piel.
La joven caminaba por un sendero en dirección al río, acompañada tan solo por el zumbido de los insectos y algún que otro trino lejano de los pájaros mientras las copas de los árboles más cercanos se mecían con suavidad.
Aquella parte del pueblo de Santa Marta era la que más le recordaba a Puente Viejo, por la espesa vegetación que crecía cerca de la ribera del río y que le aportaba frescura al ambiente.
La joven soltó un leve suspiro en cuanto se cobijó bajo la primera sombra, bajo un frondoso árbol, dejándose acariciar por la tregua que daba el calor. Se detuvo un instante y se secó el sudor de la frente. Comenzaba a arrepentirse de no haberse quedado en casa, al resguardo fresco del hogar; pero ahora ya era demasiado tarde para echarse atrás.
Se volvió para otear el interior del bosque y retomó sus pasos por el estrecho sendero, apenas irreconocible, que la conducía hacia el lugar indicado. Durante el trayecto le acompañó el cercano rumor del agua que circulaba con calma por aquella parte final de su recorrido, y que en algunas zonas más amplias se acumulaba creando pozas naturales que invitaban a darse un baño bajo aquel marco tan hermoso y tranquilo.
Se estaba acercando a su destino cuando escuchó un débil crujido que la hizo detenerse de golpe. ¿Qué había sido aquello? ¿Una pisada? ¿Una rama rota?
Su respiración se detuvo, escuchando atentamente cualquier leve sonido, pero tan solo percibió los ruidos típicos de la naturaleza que la envolvía.
María soltó el aire contenido. Debía de tratarse de algún animalillo que iba a resguardarse a su madriguera. Tan solo eso.
Reemprendió el paso con ese pensamiento en la mente cuando, sin previo aviso, alguien la retuvo por detrás, tapándole los ojos.
El corazón de María se detuvo un instante, sintiendo un cosquilleo al percibir el aliento del captor sobre la piel de su cuello, cerca de su oído.
-¿Sabes lo peligroso que es para una muchacha tan hermosa como tú pasear sola por estos parajes? –le preguntó con voz susurrante su captor.
Una débil sonrisa se dibujó en los labios de la joven al reconocer la voz.
-Y… ¿Quién dice que esté sola? –logró decir ella-. Quizá esté muy cerca un apuesto muchacho que me proteja de los bandidos que rondan estos parajes.
Su captor la soltó y María se volvió hacia él.
-¿Muchacho? –repitió Gonzalo, siguiéndole el juego y recordando que no era la primera vez que le llamaba así.
María ladeó la cabeza.
-Sí, muchacho –repitió, divertida-, porque un auténtico caballero no asustaría a una dama como yo.
Gonzalo se mordió el interior del labio y clavó sus ojos pardos en ella, que tembló, a pesar del calor que hacía, al sentir la intensidad de su mirada. El joven dio un paso hacia María cogiéndola por la cintura y atrayéndola hacia él.
Sin mediar palabra alguna acercó sus labios a los de ella y la besó con intensidad. María sintió una explosión en su pecho; una mezcla de deseo y calidez que inundó su cuerpo de golpe, adueñándose de sus sentidos, que la hicieron perder la noción de dónde estaba y de lo que les rodeaba. Tan solo era capaz de sentir el calor que provocaban las manos de Gonzalo al recorrer su espalda con suavidad.
Al separarse de ella, sus respiraciones seguían alteradas. Gonzalo le acarició el mentón con la yema de los dedos, observándola en silencio mientras María continuaba con los ojos cerrados.
-¿Te sigo pareciendo un muchacho? –le preguntó de repente él-.O… -ladeó la cabeza, ligeramente-, si quieres puedo seguir intentando subir de categoría.
María abrió los ojos, volviendo a la realidad. Sus mejillas se tiñeron levemente de rojo, avergonzada.
-Ehh… -sintió la boca seca y sus sentidos parecían no reaccionar-. No.
-¿No qué? –insistió Gonzalo sin dejarla ir; disfrutando del azoramiento de su esposa-. Que no te sigo pareciendo un muchacho o…
-… que no es necesario –le cortó la joven cuyas mejillas ardían-. Ya me lo has demostrado.
Gonzalo le alzó el mentón obligándola a mirarle a los ojos.
-¿Te he dicho alguna vez que me encanta cuando te pones así? –le susurró, acariciándole la mejilla y deseando besarla de nuevo.
-Ya –declaró ella sin ocultar sus nervios-, te gusta ponerme nerviosa.
Gonzalo acercó sus labios a los de ella, quedando a tan solo unos milímetros, casi rozándolos.
-No –murmuró con cierta seriedad-. Me gusta ver cómo te ruborizas cuando te miro –le recolocó un mechón de pelo tras la oreja, con suavidad-, cuando te acaricio –rozó levemente sus labios con los suyos-… cuando te beso.
-Gonzalo… –logró articular María, sintiendo la boca seca.
Su esposo se separó de ella.
-Está bien –le concedió, sabiendo lo que iba a decirle-. Seré paciente.
La joven asintió, agradecida. No hacían falta las palabras para que Gonzalo supiese lo que pasaba por su mente en ese instante: era la hora de la comida y para eso habían quedado en aquel lugar.
-Ven –la cogió de la mano y la condujo hacia un claro del bosque donde había depositado un mantel sobre la hierba. Sobre él se hallaba preparada la comida para los dos-. No es el mejor restaurante de La Habana… pero espero que sirva.
María paseó su mirada, sorprendida, por el pequeño ágape que su esposo le había preparado. Había dos platos con sus respectivos cubiertos y en el centro una botella de vino de la cosecha de los Castañeda que Alfonso les hacía llegar desde España cada cierto tiempo.
-Ah, lo olvidaba –dijo Gonzalo de pronto-. Falta esto.
El joven le tendió un ramillete de flores silvestres que él mismo había recogido. María las tomó entre sus manos y aspiró su aroma.
-Gracias, mi amor –declaró, acariciándole el brazo-. No falta detalle.
La joven se dio cuenta de que muy cerca, atado a un árbol y comiendo la hierba de alrededor estaba el caballo de Gonzalo; Cerbero, uno de los mejores corceles que poseía Tristán y que le había regalado a su hermano por su último cumpleaños.
-Hoy no podía faltar de nada –le recordó él mientras se sentaban para comenzar a comer-. Hace tres años que me pediste que nos casáramos.
-Cómo olvidarlo –recordó María-. Tenía tanto miedo a que el tribunal eclesiástico denegase mi petición y…
-Eh, eh –le cortó Gonzalo pasándole un vaso de vino-. No es momento de recordar los malos momentos sino de brindar por los buenos.
-Tienes razón –corroboró ella, brindando con su esposo-. Por todos los momentos felices que hemos pasado juntos…
-… y por los que vendrán –terminó Gonzalo la frase antes de llevarse el vaso a la boca y beber, saciando así la sed que tenía.
María siguió su ejemplo y tomó otro sorbo.
-¿Y qué tal ha ido la mañana? –le preguntó él a la vez que le servía un trozo de empanada que le habían preparado en el restaurante de la playa para la ocasión.
-Bien. Los niños van aprendiendo a buen ritmo –le explicó sin ocultar su entusiasmo-. Deberías ver cómo se les ilumina el rostro cada vez que aprenden algo nuevo, es… maravilloso.
-No me extraña que estén deseosos de aprender teniéndote como maestra –le piropeó su esposo llevándose un trozo de empanada a la boca.
-Yo solo hago mi trabajo –le rebatió María, cortándose un trocito más pequeño antes de comérselo-. Nunca pensé que ayudar a esos niños me haría tan bien. ¡Ah! Y no solo a ellos –recordó de pronto-. También a los mayores. Estas gentes necesitan saber que pueden aprender lo que se propongan.
-La verdad es que fue muy buena idea la de abrir la escuela para niños y para adultos –convino su esposo, orgulloso de ella-. Aquí en Cuba es difícil que las gentes puedan acceder a una educación. Recuerdo que en las misiones tratábamos de enseñar a los indígenas a leer y a escribir pero… era complicado. Diferentes puntos de vista. Para aquellos indígenas las letras y los números no iban a ayudarles a conseguir víveres ni a sobrevivir en la selva.
-Es comprensible, Gonzalo –le apoyó María tomando otro sorbo de vino-. No es lo mismo vivir en un pueblo o una aldea que… en mitad de la selva. Tú mismo lo has dicho, son diferentes culturas; y tenemos que saber respetarlas.
El joven apretó los labios. María tenía razón. Había que saber aceptar que no siempre podrían acceder a todo el mundo. No todos estaban dispuestos a cambiar sus costumbres y maneras de pensar.
Levantó la mirada hacia ella y entonces percibió cierta tristeza en su mirada.
-¿Pasa algo? –se preocupó él.
-Nada –María tragó saliva-. Tan solo estaba pensando… ¿Sabes quién ha venido a verme justo antes de venir aquí?
-¿Quién? –Gonzalo frunció el ceño extrañado.
-Teresa. La esposa de Julio el pescador. Ha venido a decirme que dejaba las clases porque no puede seguir viniendo.
-¿Y eso? –su esposo sabía, por ella, que Teresa era una de las mejores alumnas que María tenía en sus clases para adultos; y le extrañaba su decisión.
María se encogió de hombros, pensativa.
-Yo creo que oculta algo –le confesó la joven limpiándose los restos de pan que se le habían quedado en la comisura de los labios-. No me creo que de la noche a la mañana abandone las clases por falta de tiempo… además… -negó con la cabeza-; había algo más, lo sé.
Gonzalo alargó la mano para coger la suya y tranquilizarla.
-Lo siento –la apoyó. María le devolvió una media sonrisa-. Sé lo que Teresa significa para ti.
-Gonzalo, esa muchacha es oro molido. Merece tener la opción de aprender si quiere –hizo una pausa recordando el instante en que Teresa le había dicho que abandonaba las clases-. Lo vi en su mirada. Algo la estaba empujando a dejarlo, algo… la obligaba.
-Bueno –trató de tranquilizarla-; ya sabes que los lugareños son un poco especiales para estas cosas. Estoy seguro de que si de verdad quiere continuar aprendiendo, recapacitará y tarde o temprano volverá a las clases. Ya lo verás.
-Ojalá, mi amor. Ojalá tengas razón y esto tan solo sea un pequeño contratiempo –suspiró María, agradeciendo las palabras de ánimo de Gonzalo; siempre sabía cómo lograr que viese las cosas de otro modo; y le sonrió por su apoyo-: Pero dime –cambió del tema-. ¿Cómo te ha ido a ti con la siembra de la nueva variedad?
Gonzalo dejó la servilleta sobre el mantel.
-Bien, no nos podemos quejar –declaró con una medio sonrisa que no pasó desapercibida para su esposa.
-¿Qué pasa? –ladeó la cabeza ella-. ¿Hay problemas y no me los quieres contar?
-No, no es eso –se apresuró a sacarla de su error-. Estamos teniendo algunos imprevistos que… afortunadamente gracias al buen hacer de Andrés iremos solucionando.
-Espero que nada grave.
-Lo de siempre –trató de quitarle importancia él-. Ya sabes los problemas que estamos teniendo con la salinización del terreno. Contábamos con unas tierras que pensábamos sembrar, pero Andrés piensa que no deberíamos hacerlo porque la marea puede llegar a afectar a la cosecha.
-¿Y no sabemos nada del científico que os visitó? –inquirió María preocupada.
-De momento no –se quejó Gonzalo a media voz-. Lo último que nos dijo era que iba por buen camino y que esperaba tener buenos resultados dentro de poco, pero… desde entonces no hemos vuelto a saber nada.
Meses atrás, preocupados por la posible salinización de las tierras de cultivo, Tristán había mandado llamar a un respetable científico, don Jorge Ramírez Sendoya, especialista en el tema. Don Jorge estudió el terreno y quedó de darles una solución. Pero ésta todavía no había llegado.
-Bueno, esperemos que pronto se solucione –ahora fue María quien trató de animar a su esposo-. Al menos las tierras cultivadas no están en peligro.
Gonzalo asintió.
-Pero hay algo más que te inquieta, ¿no es así? –le preguntó la joven, conociéndole perfectamente-. Porque con el problema de la salinización ya contabas, y esa mirada de preocupación es por otra cosa.
-No se te puede ocultar nada –sonrió Gonzalo antes de responderle-. No tiene que ver exactamente con las tierras. Esta mañana nos han visitado unos forasteros que venían en busca de trabajo.
-¿Y cuál es el problema? La finca siempre da trabajo a temporeros que visitan la zona.
-Pero no a esta clase. Sabes que no soy hombre de dejarme llevar por las apariencias, sin embargo esos forasteros…
-… no te gustaron –terminó la frase María.
-No me fié de sus “buenas intenciones”. Ni yo, ni Andrés –puntualizó-. A ninguno nos hizo la menor gracia. Parecían más bien gente que buscaba pelea.
-¿Y les denegasteis el trabajo?
Gonzalo asintió.
-Me siento mal por ello –le confesó él, avergonzado por su actitud-. Pero a la vez, algo me dice que he hecho bien. Que esos forasteros solo traerán problemas.
-Pues entonces no le des más vueltas, Gonzalo –María apoyó su decisión cogiéndole la mano de nuevo-. Has hecho lo que debías.
Su esposo tragó saliva, aliviado de que María no censurase su acción.
-¿Qué haría yo sin tus sabios consejos? –le preguntó de pronto, iluminándose su mirada.
-Poca cosa, la verdad –se burló ella.
Gonzalo se acercó para besarla. Un simple roce que calmó parte del deseo que sentían ambos.
-Nos falta el postre –le recordó ella, apoyando su frente en la de él y sintiendo como el corazón de su esposo latía desbocado bajo su mano-. ¿Qué has traído?
Gonzalo soltó el aire contenido y abrió los ojos.
-¿Tanta hambre tienes?
-Lo digo por la hora –se excusó ella-. En un rato tendremos que volver a nuestros quehaceres y…
-Si ese es el problema, tiene fácil solución –le cortó él con una sonrisa pícara.
-Gonzalo que te conozco –enrojeció levemente-. Y no podemos dejar nuestras obligaciones así como así. Tú debes ir a supervisar la finca y yo a por Esperanza y Martín.
Su esposo negó con la cabeza.
-Menuda mujer más responsable que me he buscado –se burló mientras se levantaba.
-¿Dónde vas? –se extrañó María.
Él le tendió la mano para que le siguiese y ella accedió.
Muy cerca de donde estaban se escuchaba el rumor del río y hasta allí la condujo Gonzalo. Un pequeño recodo oculto por la vegetación y rodeado de Ceibas cuyas copas tapaban el cielo creando un ambiente fresco en su interior.
-Encontré este sitio el otro día –le explicó Gonzalo observando su reacción-. Y creo que es el lugar perfecto.
El río formaba una pequeña cascada cerca de la orilla y en aquella zona tenía cierta profundidad.
-Sí que es perfecto –comentó María sin dejar de mirar como el agua caía sin prisas por la cascada dejando un rastro blanco y espumoso.
Gonzalo se acercó a ella por detrás y la abrazó con suavidad, colocando su rostro cerca de su oreja. María cerró los ojos y disfrutó del momento: los brazos de su esposo eran su refugio, su hogar… el lugar en el que quería permanecer siempre.
Sin decirle nada, el joven comenzó a depositar pequeños besos sobre su cuello, provocándole una mezcla de cosquillas y despertando en ella el deseo.
María quería decirle que se detuviera, que no era el momento y que alguien podía llegarse hasta allí y verles; sin embargo sus sentidos se rebelaron contra su parte racional y dejó que continuase.
Gonzalo tomó su silencio por una aceptación muda de que deseaba lo mismo que él y con suavidad comenzó a bajar la cremallera del vestido, dejando su espalda desnuda. Cuando rozó, con la punta de sus dedos la piel de María, la joven sintió como una descarga eléctrica que incendió su cuerpo.
Lentamente se volvió hacia él y Gonzalo pudo ver en sus ojos el mismo deseo que él sentía por ella. Bajó la mirada hacia los labios húmedos de María, que anhelaban ser besados para saciar la sed que en ese instante sentía de los de su esposo. En cuanto se fundieron en aquel beso, sus cuerpos sintieron una explosión descontrolada de sensaciones.
-Mi amor… -logró balbucear María, incapaz de controlar los latidos desbocados de su corazón.
-Te deseo… mi vida –declaró Gonzalo cuya mirada irradiaba una luz especial, ansiosa.
Su esposa le ayudó a despojarse de la ropa, quedando tan solo cubiertos por la ropa interior.
Gonzalo le tendió una mano con la intención de entrar en el río. En otra ocasión, María se habría negado, pero en ese momento se veía incapaz de negarle nada; así que le siguió hasta el centro, donde el agua cubría hasta más arriba de la cintura.
Afortunadamente, el agua discurría tibia y era agradable bañarse en aquel pequeño oasis en medio del calor sofocante que envolvía el lugar.
Gonzalo observó unos instantes como las gotas de agua se adherían al cuerpo casi desnudo de María, como si brillase con luz propia. La joven se ruborizó al sentir su mirada en ella.
-Eres… tan hermosa –dio un paso hacia ella y recogió una gota que tenía sobre su mejilla-. Nunca en mi vida he visto a un ángel como tú. Mi ángel.
María frunció el ceño, recordando, de repente, algo.
-¿Ah, no? –inquirió ella, echándose hacia atrás-. Si no recuerdo mal cuando nos conocimos me contaste la historia de la “hermosa Yara”, aquella mujer que solía bañarse en el río las noches de luna nueva y que su sola presencia embrujaba a los hombres. ¿Acaso ya no la recuerdas?
Gonzalo rió por lo bajo, divertido por los celos de María.
-Debo de reconocer que aquella historia fue una pequeña invención para saciar la curiosidad de Fernando… y de paso ponerte celosa. Cosa que veo conseguí.
-Debería estar enfadada contigo, Gonzalo –declaró María, apuntándole con el dedo sobre el pecho, varias veces-… por mentirme, por engañarme adrede para que pensara que había habido una mujer en tu vida antes.
-Ya te confesé hace tiempo que tú fuiste mi primer amor –le recordó él, levantándole el mentón-. El primero… y el único.
María sonrió, contenta de escuchar aquellas palabras que la llenaban de dicha.
-¿Entonces… la tal Yara…? –insistió ella.
-Si alguna vez existió, yo nunca la vi –le confesó su esposo-. Aunque creo que ahora mismo debo de tener frente a mí a su reencarnación –María ladeó la cabeza-; si es cierto lo que cuentan las leyendas… que hablan de que era la mujer más hermosa y que su sola presencia podía enloquecer a un hombre, creo que yo acabo de volverme loco.
Sin dejar que la joven respondiese, acercó su rostro mojado y la besó con calma, saboreando sus labios y bebiendo del deseo que desprendía el sabor de su boca.

En aquel rincón apartado de la civilización y con la naturaleza como único testigo, María y Gonzalo se entregaron el uno al otro, fundiéndose en un solo ser y disfrutando de su amor. Un amor que había logrado superar cualquier adversidad y que crecía, día a día, alimentado por instantes de complicidad e intimidad como aquel.

CONTINUARÁ...

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