CAPÍTULO 3
El sol caía sin clemencia en las horas
centrales del día, volviendo el aire pesado y algo irrespirable. Un aire que
trasportaba el aroma salado del océano. Las gentes del lugar ya estaban
acostumbradas a bregar con el calor asfixiante que se asentaba en la isla
durante la mayor parte del tiempo; pero aun así aprovechaban esas horas para
resguardase en sus casas hasta que les diese una pequeña tregua.
Los
veranos en Cuba eran más cálidos que en España, y María comenzaba a
acostumbrarse a ellos pues la brisa del mar le llegaba en forma de aroma salado
y húmedo, quedando adherido a su piel.
La joven caminaba por un sendero en
dirección al río, acompañada tan solo por el zumbido de los insectos y algún
que otro trino lejano de los pájaros mientras las copas de los árboles más
cercanos se mecían con suavidad.
Aquella parte del pueblo de Santa Marta era
la que más le recordaba a Puente Viejo, por la espesa vegetación que crecía
cerca de la ribera del río y que le aportaba frescura al ambiente.
La joven soltó un leve suspiro en cuanto se
cobijó bajo la primera sombra, bajo un frondoso árbol, dejándose acariciar por
la tregua que daba el calor. Se detuvo un instante y se secó el sudor de la
frente. Comenzaba a arrepentirse de no haberse quedado en casa, al resguardo
fresco del hogar; pero ahora ya era demasiado tarde para echarse atrás.
Se volvió para otear el interior del bosque
y retomó sus pasos por el estrecho sendero, apenas irreconocible, que la
conducía hacia el lugar indicado. Durante el trayecto le acompañó el cercano
rumor del agua que circulaba con calma por aquella parte final de su recorrido,
y que en algunas zonas más amplias se acumulaba creando pozas naturales que
invitaban a darse un baño bajo aquel marco tan hermoso y tranquilo.
Se estaba acercando a su destino cuando
escuchó un débil crujido que la hizo detenerse de golpe. ¿Qué había sido
aquello? ¿Una pisada? ¿Una rama rota?
Su respiración se detuvo, escuchando
atentamente cualquier leve sonido, pero tan solo percibió los ruidos típicos de
la naturaleza que la envolvía.
María soltó el aire contenido. Debía de
tratarse de algún animalillo que iba a resguardarse a su madriguera. Tan solo
eso.
Reemprendió el paso con ese pensamiento en
la mente cuando, sin previo aviso, alguien la retuvo por detrás, tapándole los
ojos.
El corazón de María se detuvo un instante,
sintiendo un cosquilleo al percibir el aliento del captor sobre la piel de su
cuello, cerca de su oído.
-¿Sabes lo peligroso que es para una
muchacha tan hermosa como tú pasear sola por estos parajes? –le preguntó con
voz susurrante su captor.
Una débil sonrisa se dibujó en los labios de
la joven al reconocer la voz.
-Y… ¿Quién dice que esté sola? –logró decir
ella-. Quizá esté muy cerca un apuesto muchacho que me proteja de los bandidos
que rondan estos parajes.
Su captor la soltó y María se volvió hacia
él.
-¿Muchacho? –repitió Gonzalo, siguiéndole el
juego y recordando que no era la primera vez que le llamaba así.
María ladeó la cabeza.
-Sí, muchacho –repitió, divertida-, porque
un auténtico caballero no asustaría a una dama como yo.
Gonzalo se mordió el interior del labio y
clavó sus ojos pardos en ella, que tembló, a pesar del calor que hacía, al
sentir la intensidad de su mirada. El joven dio un paso hacia María cogiéndola
por la cintura y atrayéndola hacia él.
Sin mediar palabra alguna acercó sus labios
a los de ella y la besó con intensidad. María sintió una explosión en su pecho;
una mezcla de deseo y calidez que inundó su cuerpo de golpe, adueñándose de sus
sentidos, que la hicieron perder la noción de dónde estaba y de lo que les
rodeaba. Tan solo era capaz de sentir el calor que provocaban las manos de
Gonzalo al recorrer su espalda con suavidad.
Al separarse de ella, sus respiraciones
seguían alteradas. Gonzalo le acarició el mentón con la yema de los dedos,
observándola en silencio mientras María continuaba con los ojos cerrados.
-¿Te sigo pareciendo un muchacho? –le
preguntó de repente él-.O… -ladeó la cabeza, ligeramente-, si quieres puedo
seguir intentando subir de categoría.
María abrió los ojos, volviendo a la
realidad. Sus mejillas se tiñeron levemente de rojo, avergonzada.
-Ehh… -sintió la boca seca y sus sentidos
parecían no reaccionar-. No.
-¿No qué? –insistió Gonzalo sin dejarla ir;
disfrutando del azoramiento de su esposa-. Que no te sigo pareciendo un muchacho
o…
-… que no es necesario –le cortó la joven
cuyas mejillas ardían-. Ya me lo has demostrado.
Gonzalo le alzó el mentón obligándola a
mirarle a los ojos.
-¿Te he dicho alguna vez que me encanta
cuando te pones así? –le susurró, acariciándole la mejilla y deseando besarla
de nuevo.
-Ya –declaró ella sin ocultar sus nervios-,
te gusta ponerme nerviosa.
Gonzalo acercó sus labios a los de ella,
quedando a tan solo unos milímetros, casi rozándolos.
-No –murmuró con cierta seriedad-. Me gusta
ver cómo te ruborizas cuando te miro –le recolocó un mechón de pelo tras la
oreja, con suavidad-, cuando te acaricio –rozó levemente sus labios con los
suyos-… cuando te beso.
-Gonzalo… –logró articular María, sintiendo
la boca seca.
Su esposo se separó de ella.
-Está bien –le concedió, sabiendo lo que iba
a decirle-. Seré paciente.
La joven asintió, agradecida. No hacían
falta las palabras para que Gonzalo supiese lo que pasaba por su mente en ese
instante: era la hora de la comida y para eso habían quedado en aquel lugar.
-Ven –la cogió de la mano y la condujo hacia
un claro del bosque donde había depositado un mantel sobre la hierba. Sobre él
se hallaba preparada la comida para los dos-. No es el mejor restaurante de La
Habana… pero espero que sirva.
María paseó su mirada, sorprendida, por el
pequeño ágape que su esposo le había preparado. Había dos platos con sus
respectivos cubiertos y en el centro una botella de vino de la cosecha de los
Castañeda que Alfonso les hacía llegar desde España cada cierto tiempo.
-Ah, lo olvidaba –dijo Gonzalo de pronto-.
Falta esto.
El joven le tendió un ramillete de flores
silvestres que él mismo había recogido. María las tomó entre sus manos y aspiró
su aroma.
-Gracias, mi amor –declaró, acariciándole el
brazo-. No falta detalle.
La joven se dio cuenta de que muy cerca,
atado a un árbol y comiendo la hierba de alrededor estaba el caballo de
Gonzalo; Cerbero, uno de los mejores corceles que poseía Tristán y que le había
regalado a su hermano por su último cumpleaños.
-Hoy no podía faltar de nada –le recordó él
mientras se sentaban para comenzar a comer-. Hace tres años que me pediste que
nos casáramos.
-Cómo olvidarlo –recordó María-. Tenía tanto
miedo a que el tribunal eclesiástico denegase mi petición y…
-Eh, eh –le cortó Gonzalo pasándole un vaso
de vino-. No es momento de recordar los malos momentos sino de brindar por los
buenos.
-Tienes razón –corroboró ella, brindando con
su esposo-. Por todos los momentos felices que hemos pasado juntos…
-… y por los que vendrán –terminó Gonzalo la
frase antes de llevarse el vaso a la boca y beber, saciando así la sed que
tenía.
María siguió su ejemplo y tomó otro sorbo.
-¿Y qué tal ha ido la mañana? –le preguntó
él a la vez que le servía un trozo de empanada que le habían preparado en el
restaurante de la playa para la ocasión.
-Bien. Los niños van aprendiendo a buen
ritmo –le explicó sin ocultar su entusiasmo-. Deberías ver cómo se les ilumina
el rostro cada vez que aprenden algo nuevo, es… maravilloso.
-No me extraña que estén deseosos de
aprender teniéndote como maestra –le piropeó su esposo llevándose un trozo de
empanada a la boca.
-Yo solo hago mi trabajo –le rebatió María,
cortándose un trocito más pequeño antes de comérselo-. Nunca pensé que ayudar a
esos niños me haría tan bien. ¡Ah! Y no solo a ellos –recordó de pronto-.
También a los mayores. Estas gentes necesitan saber que pueden aprender lo que
se propongan.
-La verdad es que fue muy buena idea la de
abrir la escuela para niños y para adultos –convino su esposo, orgulloso de
ella-. Aquí en Cuba es difícil que las gentes puedan acceder a una educación.
Recuerdo que en las misiones tratábamos de enseñar a los indígenas a leer y a
escribir pero… era complicado. Diferentes puntos de vista. Para aquellos
indígenas las letras y los números no iban a ayudarles a conseguir víveres ni a
sobrevivir en la selva.
-Es comprensible, Gonzalo –le apoyó María
tomando otro sorbo de vino-. No es lo mismo vivir en un pueblo o una aldea que…
en mitad de la selva. Tú mismo lo has dicho, son diferentes culturas; y tenemos
que saber respetarlas.
El joven apretó los labios. María tenía
razón. Había que saber aceptar que no siempre podrían acceder a todo el mundo.
No todos estaban dispuestos a cambiar sus costumbres y maneras de pensar.
Levantó la mirada hacia ella y entonces
percibió cierta tristeza en su mirada.
-¿Pasa algo? –se preocupó él.
-Nada –María tragó saliva-. Tan solo estaba
pensando… ¿Sabes quién ha venido a verme justo antes de venir aquí?
-¿Quién? –Gonzalo frunció el ceño extrañado.
-Teresa. La esposa de Julio el pescador. Ha
venido a decirme que dejaba las clases porque no puede seguir viniendo.
-¿Y eso? –su esposo sabía, por ella, que
Teresa era una de las mejores alumnas que María tenía en sus clases para
adultos; y le extrañaba su decisión.
María se encogió de hombros, pensativa.
-Yo creo que oculta algo –le confesó la
joven limpiándose los restos de pan que se le habían quedado en la comisura de
los labios-. No me creo que de la noche a la mañana abandone las clases por falta
de tiempo… además… -negó con la cabeza-; había algo más, lo sé.
Gonzalo alargó la mano para coger la suya y
tranquilizarla.
-Lo siento –la apoyó. María le devolvió una
media sonrisa-. Sé lo que Teresa significa para ti.
-Gonzalo, esa muchacha es oro molido. Merece
tener la opción de aprender si quiere –hizo una pausa recordando el instante en
que Teresa le había dicho que abandonaba las clases-. Lo vi en su mirada. Algo
la estaba empujando a dejarlo, algo… la obligaba.
-Bueno –trató de tranquilizarla-; ya sabes
que los lugareños son un poco especiales para estas cosas. Estoy seguro de que
si de verdad quiere continuar aprendiendo, recapacitará y tarde o temprano
volverá a las clases. Ya lo verás.
-Ojalá, mi amor. Ojalá tengas razón y esto
tan solo sea un pequeño contratiempo –suspiró María, agradeciendo las palabras
de ánimo de Gonzalo; siempre sabía cómo lograr que viese las cosas de otro
modo; y le sonrió por su apoyo-: Pero dime –cambió del tema-. ¿Cómo te ha ido a
ti con la siembra de la nueva variedad?
Gonzalo dejó la servilleta sobre el mantel.
-Bien, no nos podemos quejar –declaró con
una medio sonrisa que no pasó desapercibida para su esposa.
-¿Qué pasa? –ladeó la cabeza ella-. ¿Hay
problemas y no me los quieres contar?
-No, no es eso –se apresuró a sacarla de su
error-. Estamos teniendo algunos imprevistos que… afortunadamente gracias al
buen hacer de Andrés iremos solucionando.
-Espero que nada grave.
-Lo de siempre –trató de quitarle
importancia él-. Ya sabes los problemas que estamos teniendo con la
salinización del terreno. Contábamos con unas tierras que pensábamos sembrar,
pero Andrés piensa que no deberíamos hacerlo porque la marea puede llegar a
afectar a la cosecha.
-¿Y no sabemos nada del científico que os
visitó? –inquirió María preocupada.
-De momento no –se quejó Gonzalo a media
voz-. Lo último que nos dijo era que iba por buen camino y que esperaba tener
buenos resultados dentro de poco, pero… desde entonces no hemos vuelto a saber
nada.
Meses atrás, preocupados por la posible
salinización de las tierras de cultivo, Tristán había mandado llamar a un
respetable científico, don Jorge Ramírez Sendoya, especialista en el tema. Don
Jorge estudió el terreno y quedó de darles una solución. Pero ésta todavía no
había llegado.
-Bueno, esperemos que pronto se solucione
–ahora fue María quien trató de animar a su esposo-. Al menos las tierras
cultivadas no están en peligro.
Gonzalo asintió.
-Pero hay algo más que te inquieta, ¿no es
así? –le preguntó la joven, conociéndole perfectamente-. Porque con el problema
de la salinización ya contabas, y esa mirada de preocupación es por otra cosa.
-No se te puede ocultar nada –sonrió Gonzalo
antes de responderle-. No tiene que ver exactamente con las tierras. Esta
mañana nos han visitado unos forasteros que venían en busca de trabajo.
-¿Y cuál es el problema? La finca siempre da
trabajo a temporeros que visitan la zona.
-Pero no a esta clase. Sabes que no soy
hombre de dejarme llevar por las apariencias, sin embargo esos forasteros…
-… no te gustaron –terminó la frase María.
-No me fié de sus “buenas intenciones”. Ni
yo, ni Andrés –puntualizó-. A ninguno nos hizo la menor gracia. Parecían más
bien gente que buscaba pelea.
-¿Y les denegasteis el trabajo?
Gonzalo asintió.
-Me siento mal por ello –le confesó él,
avergonzado por su actitud-. Pero a la vez, algo me dice que he hecho bien. Que
esos forasteros solo traerán problemas.
-Pues entonces no le des más vueltas,
Gonzalo –María apoyó su decisión cogiéndole la mano de nuevo-. Has hecho lo que
debías.
Su esposo tragó saliva, aliviado de que
María no censurase su acción.
-¿Qué haría yo sin tus sabios consejos? –le
preguntó de pronto, iluminándose su mirada.
-Poca cosa, la verdad –se burló ella.
Gonzalo se acercó para besarla. Un simple
roce que calmó parte del deseo que sentían ambos.
-Nos falta el postre –le recordó ella,
apoyando su frente en la de él y sintiendo como el corazón de su esposo latía
desbocado bajo su mano-. ¿Qué has traído?
Gonzalo soltó el aire contenido y abrió los
ojos.
-¿Tanta hambre tienes?
-Lo digo por la hora –se excusó ella-. En un
rato tendremos que volver a nuestros quehaceres y…
-Si ese es el problema, tiene fácil solución
–le cortó él con una sonrisa pícara.
-Gonzalo que te conozco –enrojeció
levemente-. Y no podemos dejar nuestras obligaciones así como así. Tú debes ir
a supervisar la finca y yo a por Esperanza y Martín.
Su esposo negó con la cabeza.
-Menuda mujer más responsable que me he
buscado –se burló mientras se levantaba.
-¿Dónde vas? –se extrañó María.
Él le tendió la mano para que le siguiese y
ella accedió.
Muy cerca de donde estaban se escuchaba el
rumor del río y hasta allí la condujo Gonzalo. Un pequeño recodo oculto por la
vegetación y rodeado de Ceibas cuyas copas tapaban el cielo creando un ambiente
fresco en su interior.
-Encontré este sitio el otro día –le explicó
Gonzalo observando su reacción-. Y creo que es el lugar perfecto.
El río formaba una pequeña cascada cerca de
la orilla y en aquella zona tenía cierta profundidad.
-Sí que es perfecto –comentó María sin dejar
de mirar como el agua caía sin prisas por la cascada dejando un rastro blanco y
espumoso.
Gonzalo se acercó a ella por detrás y la
abrazó con suavidad, colocando su rostro cerca de su oreja. María cerró los
ojos y disfrutó del momento: los brazos de su esposo eran su refugio, su hogar…
el lugar en el que quería permanecer siempre.
Sin decirle nada, el joven comenzó a
depositar pequeños besos sobre su cuello, provocándole una mezcla de cosquillas
y despertando en ella el deseo.
María quería decirle que se detuviera, que
no era el momento y que alguien podía llegarse hasta allí y verles; sin embargo
sus sentidos se rebelaron contra su parte racional y dejó que continuase.
Gonzalo tomó su silencio por una aceptación
muda de que deseaba lo mismo que él y con suavidad comenzó a bajar la
cremallera del vestido, dejando su espalda desnuda. Cuando rozó, con la punta
de sus dedos la piel de María, la joven sintió como una descarga eléctrica que
incendió su cuerpo.
Lentamente se volvió hacia él y Gonzalo pudo
ver en sus ojos el mismo deseo que él sentía por ella. Bajó la mirada hacia los
labios húmedos de María, que anhelaban ser besados para saciar la sed que en
ese instante sentía de los de su esposo. En cuanto se fundieron en aquel beso,
sus cuerpos sintieron una explosión descontrolada de sensaciones.
-Mi amor… -logró balbucear María, incapaz de
controlar los latidos desbocados de su corazón.
-Te deseo… mi vida –declaró Gonzalo cuya
mirada irradiaba una luz especial, ansiosa.
Su esposa le ayudó a despojarse de la ropa,
quedando tan solo cubiertos por la ropa interior.
Gonzalo le tendió una mano con la intención
de entrar en el río. En otra ocasión, María se habría negado, pero en ese
momento se veía incapaz de negarle nada; así que le siguió hasta el centro,
donde el agua cubría hasta más arriba de la cintura.
Afortunadamente, el agua discurría tibia y
era agradable bañarse en aquel pequeño oasis en medio del calor sofocante que
envolvía el lugar.
Gonzalo observó unos instantes como las
gotas de agua se adherían al cuerpo casi desnudo de María, como si brillase con
luz propia. La joven se ruborizó al sentir su mirada en ella.
-Eres… tan hermosa –dio un paso hacia ella y
recogió una gota que tenía sobre su mejilla-. Nunca en mi vida he visto a un
ángel como tú. Mi ángel.
María frunció el ceño, recordando, de
repente, algo.
-¿Ah, no? –inquirió ella, echándose hacia
atrás-. Si no recuerdo mal cuando nos conocimos me contaste la historia de la
“hermosa Yara”, aquella mujer que solía bañarse en el río las noches de luna
nueva y que su sola presencia embrujaba a los hombres. ¿Acaso ya no la
recuerdas?
Gonzalo rió por lo bajo, divertido por los
celos de María.
-Debo de reconocer que aquella historia fue
una pequeña invención para saciar la curiosidad de Fernando… y de paso ponerte
celosa. Cosa que veo conseguí.
-Debería estar enfadada contigo, Gonzalo
–declaró María, apuntándole con el dedo sobre el pecho, varias veces-… por
mentirme, por engañarme adrede para que pensara que había habido una mujer en
tu vida antes.
-Ya te confesé hace tiempo que tú fuiste mi
primer amor –le recordó él, levantándole el mentón-. El primero… y el único.
María sonrió, contenta de escuchar aquellas
palabras que la llenaban de dicha.
-¿Entonces… la tal Yara…? –insistió ella.
-Si alguna vez existió, yo nunca la vi –le confesó
su esposo-. Aunque creo que ahora mismo debo de tener frente a mí a su
reencarnación –María ladeó la cabeza-; si es cierto lo que cuentan las leyendas…
que hablan de que era la mujer más hermosa y que su sola presencia podía enloquecer
a un hombre, creo que yo acabo de volverme loco.
Sin dejar que la joven respondiese, acercó
su rostro mojado y la besó con calma, saboreando sus labios y bebiendo del
deseo que desprendía el sabor de su boca.
En aquel rincón apartado de la civilización
y con la naturaleza como único testigo, María y Gonzalo se entregaron el uno al
otro, fundiéndose en un solo ser y disfrutando de su amor. Un amor que había
logrado superar cualquier adversidad y que crecía, día a día, alimentado por
instantes de complicidad e intimidad como aquel.
CONTINUARÁ...
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