sábado, 28 de enero de 2017

UNA NOCHE DE LUNA LLENA

La noche había caído sobre los tejados de la ciudad dejando un rastro de sombras alargadas bajo la luna llena, que lucía esplendorosa en lo alto del cielo estrellado.

Algunos vecinos de la calle Acacias se habían animado a salir a pasear por la ribera del río para contemplar de primera mano el reguero plateado que la hermosa dama de la noche dejaba a su paso.

Incluso el coronel Valverde había accedido a acompañar a doña Rosina en el paseo, dejando a su hija Elvira sola en la casa.

La joven se asomó a la ventana para ver el primoroso espectáculo, quedándose absorta, unos instantes, perdida en la luminosidad y esplendor de la blanca esfera. ¡Era tan hermosa! Pero aún lo sería más si pudiera compartir aquel  mágico momento con Simón. Soltó un suspiro lleno de resignación. El mayordomo había tenido que viajar hasta el convento para entregar un donativo, y todavía no había vuelto.

Elvira cerró los ojos. ¡Ojalá Simón estuviese allí con ella!

De pronto sintió que unos brazos fuertes la rodeaban, por detrás,  en un delicado abrazo; a la vez que depositaba un dulce beso en su mejilla.

- Simón - murmuró Elvira, manteniendo los ojos cerrados, y entrelazando sus dedos con los de él.

No necesitaba volverse para saber que se trataba del joven. Le había reconocido por su suave aroma y por la manera tan silenciosa de aparecer, así como por la forma tan sutil de rodearla con sus brazos.

-Siento haber tardado, mi vida - le susurró la disculpa al oído.

Elvira se volvi, quedando frente a él. Sus miradas se encontraron, ansiosas, anhelantes.

-Lo importante es que ya estás de vuelta -se abrazó a él-. Te he echado tanto de menos. 

Simón la envolvió en un fuerte abrazo, aspirando el fresco aroma de su cabello suelto.

-Yo también -se separó de ella, cogiéndole el rostro entre sus manos, con mimo-. No veía el momento de volver a tu lado.

Acercó sus labios a los de ella y la besó; sin prisa, bebiendo ambos de aquel roce que avivaba las ansias de estar juntos.

-Has llegado justo a tiempo -dijo Elvira, volviéndose hacia la ventana y apoyando la espalda en el cuerpo de Simón, que la recibió con cariño-. ¿Has visto que luna llena más hermosa luce hoy?

El joven apoyó la barbilla sobre el hombro de Elvira, dejando sus mejillas juntas.

-Eso comentaba la gente en la calle -le explicó él; y volvió lentamente su rostro hacia ella-. Aunque nada comparada contigo.

Elvira sonrió, feliz.

 -Seguro que eso se lo habrás dicho a muchas.

-A ninguna que me importase -le confeso. La hizo girarse hacia él, cuya mirada se volvió seria, pero cálida y limpia-. Elvira, tú eres la única para mí. Sé que las cosas no van a ser sencillas y que deberemos ser fuertes si queremos que esto funcione. Cuando tu padre sepa la verdad...

Elvira le hizo callar.

-Cuando ese momento llegue ambos tendremos que ser fuertes, Simón -declaró con firmeza-. Y si estamos juntos lo lograremos.

Ambos sabían que las cosas no iban a ser tan sencillas, sin embargo el amor que sentían el uno por el otro les daba la fuerza y el valor suficientes para enfrentarse a cualquier obstáculo que se les presentará.

Simón volvió a besarla, perdiéndose los dos en ese pequeño mundo que habían creado solo para ellos; ajenos a esa luna llena cuya  luz plateada reptaba entre los pliegues de las cortinas formando sombras que sirvieron de refugio para Simón y Elvira.
     


  

sábado, 21 de enero de 2017

QUE YO TE QUIERO, PERO TÚ A MÍ TAMBIÉN

La tarde se deslizaba sobre la calle Acacias a su ritmo habitual. Las gentes del lugar aprovechaban las últimas horas del día para pasear y conversar con los vecinos sobre las últimas noticias acaecidas en la ciudad.
Elvira, aprovechando una vez más que su padre había salido a merendar con doña Rosina a la Deliciosa, se escabulló de casa para visitar a Simón en el altillo.
Las visitas al mayordomo se habían vuelto algo ya habitual en los últimos días. La joven se había erigido como su enfermera y no dudaba en acudir a su lado si él lo precisaba.
Y aunque la excusa que les había puesto, tanto al joven y leal mayordomo como a Lolita, para dichas visitas era que se sentía culpable de su estado, la verdad era que esperaba la llegada de aquel ratito solo para estar cerca de él.
Afortunadamente, al llegar encontró el altillo vacío. Las criadas debían estar en las casas de sus señores realizando sus tareas, de manera que tenía el camino libre para entrar al cuarto de Simón sin que nadie la viese.
Aún resonaban en su mente las palabras del día anterior cuando por fin se había atrevido a preguntarle abiertamente qué sentía por ella.
“-¿Me tienes miedo?
-Tengo miedo de mí, Elvira”.
Su nombre, dicho por él sonaba de manera diferente; su voz acariciaba cada sílaba tratándola con delicadeza, como si fuese una hermosa figura de cristal que hubiese que tratar con mimo por miedo a romperla.
Al entrar en el cuarto encontró a Simón haciendo esfuerzos por ponerse el remedio en la espalda. Elvira se acercó y logró convencerle para que la dejara hacerlo a ella ya que le resultaría mucho más sencillo.
Simón se sentó en la silla, apoyando los brazos en el respaldo y dejó que Elvira comenzase con el masaje por su espalda. Sus primeros compases fueron algo torpes, sin saber muy bien cómo debía proceder. Sin embargo, pronto se concentró en lo que estaba haciendo y sus manos se deslizaban con delicadeza, sintiendo el calor y la suavidad que desprendía la piel de Simón. Sin darse cuenta, su corazón comenzó a latir con fuerza al sentir bajo sus manos la respiración agitada del mayordomo, quien de pronto dio un respingo y ella se detuvo, pensando que había hecho algo mal.
-Elvira –se volvió hacia la joven-. ¿En qué quedamos?
-En que debías ponerte bueno –respondió ella, evitando darle la verdadera respuesta.
-No –insistió Simón, poniéndose nervioso-. No en eso sino en…
-¿En…? –repitió ella, divertida por su turbación, sin dejar de mirarle.
-Que no me tocarías de esa forma –susurró a la carrera, avergonzado.
Elvira sonrió para sí misma, complacida por su reacción.
-¿Ni siquiera para darte el ungüento? –se defendió con una cándida sonrisa-. Simón, creo que exageras –ladeó la cabeza y siguió con el masaje-. Deberías agradecerme que te estés recuperando gracias a mis cuidados y mis visitas.
Simón rió, divertido por su contestación.
Elvira pudo ver en sus ojos que, poco a poco, ese muro que siempre mantenía entre los dos iba cayendo, dejando paso al Simón que ella había conocido en aquella azotea semanas atrás y que se había colado en su corazón salvándole la vida.
-Pues la verdad es que sí –terminó reconociendo él-. Nunca nadie me había cuidado. ¿Cómo no lo voy a agradecer?
Sus miradas se cruzaron un instante; suficiente para que Simón supiera que había bajado la guardia con ella, cosa que no se podía permitir.
En los últimos días había descubierto a una Elvira distinta a la señorita caprichosa que él creía que era. Desde el momento en el que la conoció, algo en su interior se despertó; algo que no sabía cómo manejar, o lo que era peor: ocultarlo.
Por mucho que había tratado de mantener las distancias con ella, Elvira se había colado en su corazón con fuerza, como el huracán que era; arrasándolo todo y volviendo su mundo del revés.
Sin embargo, Simón sabía que entre ellos no podía haber nada. Ambos provenían de mundos diferentes. Y volvió a la realidad que les separaba, dando por terminado el masaje.
-Pero te ruego que no sigas haciéndolo –le pidió, vistiéndose.
Elvira no podía dejar de mirarle. Cuanto más se empeñaba Simón en alejarse de ella, la joven más cerca de él se sentía.
-¡Cabezota! –le espetó con cariño-. No hay cosa que me haga más feliz que cuidarte.
Simón abrió más los ojos, sorprendido por su insistencia.
-Pero no puede ser.
-¿Por qué no? –quiso saber ella.
Simón se volvió, quedando uno frente al otro.
-Ya lo sabes –la señaló-. Señorita –y se señaló a sí mismo-. Mayordomo. Lo de siempre.
Pero a ella aquella excusa no le valía.
-Yo soy Elvira. Y tú eres tú, Simón –expuso con determinación y sencillez-. Eso es lo único que importa.
Simón no salía de su asombro y el hecho de que le tomase de la mano no ayudó a mantenerse firme en su determinación de mantener las distancias. Sabía que si Elvira lograba derruir todas las murallas que había levantado para proteger su corazón de caer enamorado del de ella, ya no tendría fuerzas ni valor para dejarla. Simón estaba aprendiendo que una vez se conocía el verdadero amor, era imposible vivir sin él.
-A lo mejor soy una niña malcriada y rebelde –continuó la joven, sin miedo a reconocer sus errores-. Pero lo que siento por ti es verdadero.
El corazón de Simón se rebeló contra su sentido común al escuchar aquella declaración de amor. Quería gritarle que a él le sucedía lo mismo; deseaba besarla y dejarse arrastrar por aquel torrente que recorría su ser llenándolo de vida. Sin embargo, en el último momento algo le detuvo: la sensatez, tan arraigada a su persona.
-¡No, no, no! –se separó de ella, que no entendió su reacción-. ¡Es una locura! Eso es lo que es –quería mantenerse firme en su decisión pero la dulce mirada de Elvira no le ayudaba a ello y buscó excusas para que entendiera sus motivos-. Si tu padre se enterara de que estás aquí… de que has venido a visitarme todos estos días…
-¿Qué?
Simón parpadeó, perplejo. ¿Acaso no se daba cuenta de lo peligroso que era aquel juego para ambos? Elvira parecía no ser consciente de ello y solo había una manera de que lo entendiera.
-Pues que los dos tendríamos serios problemas –concluyó Simón.
-Me da igual –repuso ella, con un brillo de seguridad en los ojos que asustó al mayordomo-. Ya no me importa nada.
-¡A mí sí me importa! –la detuvo, con el corazón a punto de salírsele del pecho-. Quizá tú estés dispuesta a enfrentarte a tu padre, pero yo no quiero hacerlo –y apuntó, convencido: ¡No lo voy a hacer!
Simón soltó su mano, con dolor, dando por terminada la discusión.
-Sal de mi habitación, venga –le pidió él, dándole la espalda, incapaz de mantenerle la mirada.
Elvira no podía creer que Simón se rindiese tan pronto, sin apenas luchar; sin intentarlo siquiera. A él podían importarle las diferencias sociales que les separaban, pensar que no era lo suficientemente bueno para ella, sin embargo Elvira no era de la misma opinión. Había encontrado el amor en Simón y no iba a renunciar a él con tanta facilidad.
-No –declaró la joven finalmente.
Simón se volvió hacia ella, perplejo, quedando atrapado en su mirada. Una mirada distinta, con una fuerza renovada, dispuesta a todo.
-Vas a oírme por mucho miedo que me tengas.
-Yo no tengo miedo de ti –se defendió el mayordomo.
-No –certificó Elvira, quien comprendía mejor que él lo que estaba sintiendo-. De quien tienes miedo es de ti mismo. De lo que sientes por mí.
-¡No! –Simón negó con firmeza, asustado por lo que estaba sintiendo.
Elvira leía demasiado bien en su corazón, y eso le asustaba aún más, porque le volvía vulnerable hacia ella.
-¿Sabes por qué lo sé? –continuó la joven, arrastrada por la fuerza y la valentía que le daban sus sentimientos hacia él-, porque yo siento exactamente lo mismo.
Admitir que Elvira tenía razón era una opción que Simón se negaba a tener en cuenta. Su vida ya era demasiado complicada para añadirle otro problema más. Si se dejaba llevar por el corazón y seguía a Elvira en aquella locura, sabía que no podía terminar bien para ninguno de los dos.
El joven negó con la cabeza. Aquella conversación no les iba a llevar a ninguna parte puesto que no estaba dispuesta a ceder.
-Venga, vete –le suplicó sin fuerzas-. Vete por favor.
-No hasta que no admitas la verdad.
-¡¿Qué verdad?! –saltó él con rabia, perdiendo la serenidad que le caracterizaba.
-Que yo te quiero, pero tú a mí también.
Hay verdades que cuando se dicen en voz alta se vuelven más reales, más auténticas. Y el amor que sentían Elvira y Simón no podía acallarse por mucho que él se negase a admitirlo.
A Elvira solo le quedaba terminar su confesión. Su corazón latía desbocado, sintiendo una emoción que se transformó en lágrimas de felicidad.
-Te amo Simón Gayarre. Te amo con todas mis fuerzas y por todos los poros de mi piel.
 Simón nunca había escuchado palabras tan sentidas y sinceras como aquellas. Elvira le entregaba su corazón con ellas. Y él no tenía ya fuerzas para seguir negando que también la amaba con la misma entrega. Alargó su mano para acariciarle el rostro y sintió como una lágrima se deslizaba entre sus dedos. Tan solo quería unir sus labios a los de ellas y dejarse envolver por aquella maravillosa sensación.
Ambos olvidaron quienes eran en cuanto sus miradas se encontraron, porque tal como decía una antigua leyenda, cada persona nace con un hilo rojo imaginario atado al dedo, y ese hilo le une a otra persona. Solo a una en el mundo: la que debe de ser su pareja. Hay que buscar a quién está al otro lado del hilo y con él hay que casarse.
Elvira y Simón habían encontrado su extremo del hilo rojo.