QUE YO TE
QUIERO, PERO TÚ A MÍ TAMBIÉN
La tarde se deslizaba sobre la calle Acacias a su
ritmo habitual. Las gentes del lugar aprovechaban las últimas horas del día
para pasear y conversar con los vecinos sobre las últimas noticias acaecidas en
la ciudad.
Elvira, aprovechando una vez más que su padre
había salido a merendar con doña Rosina a la Deliciosa, se escabulló de casa
para visitar a Simón en el altillo.
Las visitas al mayordomo se habían vuelto algo ya
habitual en los últimos días. La joven se había erigido como su enfermera y no
dudaba en acudir a su lado si él lo precisaba.
Y aunque la excusa que les había puesto, tanto al
joven y leal mayordomo como a Lolita, para dichas visitas era que se sentía
culpable de su estado, la verdad era que esperaba la llegada de aquel ratito
solo para estar cerca de él.
Afortunadamente, al llegar encontró el altillo
vacío. Las criadas debían estar en las casas de sus señores realizando sus
tareas, de manera que tenía el camino libre para entrar al cuarto de Simón sin que
nadie la viese.
Aún resonaban en su mente las palabras del día
anterior cuando por fin se había atrevido a preguntarle abiertamente qué sentía
por ella.
“-¿Me tienes miedo?
-Tengo miedo de mí, Elvira”.
Su nombre, dicho por él sonaba de manera diferente;
su voz acariciaba cada sílaba tratándola con delicadeza, como si fuese una
hermosa figura de cristal que hubiese que tratar con mimo por miedo a romperla.
Al entrar en el cuarto encontró a Simón haciendo
esfuerzos por ponerse el remedio en la espalda. Elvira se acercó y logró
convencerle para que la dejara hacerlo a ella ya que le resultaría mucho más
sencillo.
Simón se sentó en la silla, apoyando los brazos en
el respaldo y dejó que Elvira comenzase con el masaje por su espalda. Sus
primeros compases fueron algo torpes, sin saber muy bien cómo debía proceder.
Sin embargo, pronto se concentró en lo que estaba haciendo y sus manos se
deslizaban con delicadeza, sintiendo el calor y la suavidad que desprendía la
piel de Simón. Sin darse cuenta, su corazón comenzó a latir con fuerza al
sentir bajo sus manos la respiración agitada del mayordomo, quien de pronto dio
un respingo y ella se detuvo, pensando que había hecho algo mal.
-Elvira –se volvió hacia la joven-. ¿En qué
quedamos?
-En que debías ponerte bueno –respondió ella,
evitando darle la verdadera respuesta.
-No –insistió Simón, poniéndose nervioso-. No en
eso sino en…
-¿En…? –repitió ella, divertida por su turbación,
sin dejar de mirarle.
-Que no me tocarías de esa forma –susurró a la
carrera, avergonzado.
Elvira sonrió para sí misma, complacida por su
reacción.
-¿Ni siquiera para darte el ungüento? –se defendió
con una cándida sonrisa-. Simón, creo que exageras –ladeó la cabeza y siguió
con el masaje-. Deberías agradecerme que te estés recuperando gracias a mis
cuidados y mis visitas.
Simón rió, divertido por su contestación.
Elvira pudo ver en sus ojos que, poco a poco, ese
muro que siempre mantenía entre los dos iba cayendo, dejando paso al Simón que
ella había conocido en aquella azotea semanas atrás y que se había colado en su
corazón salvándole la vida.
-Pues la verdad es que sí –terminó reconociendo
él-. Nunca nadie me había cuidado. ¿Cómo no lo voy a agradecer?
Sus miradas se cruzaron un instante; suficiente
para que Simón supiera que había bajado la guardia con ella, cosa que no se
podía permitir.
En los últimos días había descubierto a una Elvira
distinta a la señorita caprichosa que él creía que era. Desde el momento en el
que la conoció, algo en su interior se despertó; algo que no sabía cómo manejar,
o lo que era peor: ocultarlo.
Por mucho que había tratado de mantener las
distancias con ella, Elvira se había colado en su corazón con fuerza, como el
huracán que era; arrasándolo todo y volviendo su mundo del revés.
Sin embargo, Simón sabía que entre ellos no podía
haber nada. Ambos provenían de mundos diferentes. Y volvió a la realidad que
les separaba, dando por terminado el masaje.
-Pero te ruego que no sigas haciéndolo –le pidió,
vistiéndose.
Elvira no podía dejar de mirarle. Cuanto más se
empeñaba Simón en alejarse de ella, la joven más cerca de él se sentía.
-¡Cabezota! –le espetó con cariño-. No hay cosa
que me haga más feliz que cuidarte.
Simón abrió más los ojos, sorprendido por su
insistencia.
-Pero no puede ser.
-¿Por qué no? –quiso saber ella.
Simón se volvió, quedando uno frente al otro.
-Ya lo sabes –la señaló-. Señorita –y se señaló a
sí mismo-. Mayordomo. Lo de siempre.
Pero a ella aquella excusa no le valía.
-Yo soy Elvira. Y tú eres tú, Simón –expuso con
determinación y sencillez-. Eso es lo único que importa.
Simón no salía de su asombro y el hecho de que le
tomase de la mano no ayudó a mantenerse firme en su determinación de mantener
las distancias. Sabía que si Elvira lograba derruir todas las murallas que
había levantado para proteger su corazón de caer enamorado del de ella, ya no
tendría fuerzas ni valor para dejarla. Simón estaba aprendiendo que una vez se
conocía el verdadero amor, era imposible vivir sin él.
-A lo mejor soy una niña malcriada y rebelde
–continuó la joven, sin miedo a reconocer sus errores-. Pero lo que siento por
ti es verdadero.
El corazón de Simón se rebeló contra su sentido
común al escuchar aquella declaración de amor. Quería gritarle que a él le
sucedía lo mismo; deseaba besarla y dejarse arrastrar por aquel torrente que
recorría su ser llenándolo de vida. Sin embargo, en el último momento algo le
detuvo: la sensatez, tan arraigada a su persona.
-¡No, no, no! –se separó de ella, que no entendió
su reacción-. ¡Es una locura! Eso es lo que es –quería mantenerse firme en su
decisión pero la dulce mirada de Elvira no le ayudaba a ello y buscó excusas
para que entendiera sus motivos-. Si tu padre se enterara de que estás aquí… de
que has venido a visitarme todos estos días…
-¿Qué?
Simón parpadeó, perplejo. ¿Acaso no se daba cuenta
de lo peligroso que era aquel juego para ambos? Elvira parecía no ser
consciente de ello y solo había una manera de que lo entendiera.
-Pues que los dos tendríamos serios problemas
–concluyó Simón.
-Me da igual –repuso ella, con un brillo de
seguridad en los ojos que asustó al mayordomo-. Ya no me importa nada.
-¡A mí sí me importa! –la detuvo, con el corazón a
punto de salírsele del pecho-. Quizá tú estés dispuesta a enfrentarte a tu
padre, pero yo no quiero hacerlo –y apuntó, convencido: ¡No lo voy a hacer!
Simón soltó su mano, con dolor, dando por
terminada la discusión.
-Sal de mi habitación, venga –le pidió él, dándole
la espalda, incapaz de mantenerle la mirada.
Elvira no podía creer que Simón se rindiese tan
pronto, sin apenas luchar; sin intentarlo siquiera. A él podían importarle las
diferencias sociales que les separaban, pensar que no era lo suficientemente
bueno para ella, sin embargo Elvira no era de la misma opinión. Había
encontrado el amor en Simón y no iba a renunciar a él con tanta facilidad.
-No –declaró la joven finalmente.
Simón se volvió hacia ella, perplejo, quedando
atrapado en su mirada. Una mirada distinta, con una fuerza renovada, dispuesta
a todo.
-Vas a oírme por mucho miedo que me tengas.
-Yo no tengo miedo de ti –se defendió el
mayordomo.
-No –certificó Elvira, quien comprendía mejor que
él lo que estaba sintiendo-. De quien tienes miedo es de ti mismo. De lo que
sientes por mí.
-¡No! –Simón negó con firmeza, asustado por lo que
estaba sintiendo.
Elvira leía demasiado bien en su corazón, y eso le
asustaba aún más, porque le volvía vulnerable hacia ella.
-¿Sabes por qué lo sé? –continuó la joven,
arrastrada por la fuerza y la valentía que le daban sus sentimientos hacia él-,
porque yo siento exactamente lo mismo.
Admitir que Elvira tenía razón era una opción que
Simón se negaba a tener en cuenta. Su vida ya era demasiado complicada para
añadirle otro problema más. Si se dejaba llevar por el corazón y seguía a
Elvira en aquella locura, sabía que no podía terminar bien para ninguno de los
dos.
El joven negó con la cabeza. Aquella conversación
no les iba a llevar a ninguna parte puesto que no estaba dispuesta a ceder.
-Venga, vete –le suplicó sin fuerzas-. Vete por
favor.
-No hasta que no admitas la verdad.
-¡¿Qué verdad?! –saltó él con rabia, perdiendo la
serenidad que le caracterizaba.
-Que yo te quiero, pero tú a mí también.
Hay verdades que cuando se dicen en voz alta se
vuelven más reales, más auténticas. Y el amor que sentían Elvira y Simón no
podía acallarse por mucho que él se negase a admitirlo.
A Elvira solo le quedaba terminar su confesión. Su
corazón latía desbocado, sintiendo una emoción que se transformó en lágrimas de
felicidad.
-Te amo Simón Gayarre. Te amo con todas mis
fuerzas y por todos los poros de mi piel.
Simón nunca
había escuchado palabras tan sentidas y sinceras como aquellas. Elvira le
entregaba su corazón con ellas. Y él no tenía ya fuerzas para seguir negando
que también la amaba con la misma entrega. Alargó su mano para acariciarle el rostro
y sintió como una lágrima se deslizaba entre sus dedos. Tan solo quería unir
sus labios a los de ellas y dejarse envolver por aquella maravillosa sensación.
Ambos olvidaron quienes eran en cuanto sus miradas
se encontraron, porque tal como decía una antigua leyenda, cada persona nace
con un hilo rojo imaginario atado al dedo, y ese hilo le une a otra persona.
Solo a una en el mundo: la que debe de ser su pareja. Hay que buscar a quién
está al otro lado del hilo y con él hay que casarse.
Elvira y Simón habían encontrado su extremo del
hilo rojo.