LA SIESTA (PARTE 2)
Terminaron de comer y mientras María recogía
los platos y los llevaba a la cocina, Gonzalo acudió al cuarto de Esperanza. La
niña seguía durmiendo plácidamente, así que su padre se quedó mirando la estancia unos segundos;
dejando volar su mente. Esperaba que algún día, aquella alcoba, su hija la
compartiera con sus hermanos. ¡Cinco! María se lo había confesado tiempo atrás,
quería tener cinco hijos. En aquel momento Gonzalo sintió pánico al escuchar
los planes de su esposa. ¿Cómo iba a ser capaz de criar a tantos hijos? Sin
embargo ahora la idea no le parecía tan descabellada. Él había crecido solo,
lejos de su familia, y reencontrarse con su hermana Aurora había sido uno de
los momentos más esperados de su vida. Además estaba Bosco; la noticia de que
también era su hermano le sorprendió en gordo y todavía no la asimilaba. Quizá
en un futuro llegaran a entenderse y a tratarse como hermanos. Y no podía
olvidar a Tristán, quien, aunque no fueran hermanos de sangre, le había
recibido sin reservas, ofreciéndoles a él, a María y a Esperanza un lugar en el
que refugiarse. A él le debía aquella tercera oportunidad que le daba la vida
para ser feliz junto a su esposa y a su hija.
Por eso sabía que Esperanza no podía crecer
sin hermanos, pues la compañía de estos forjaría el carácter de su hija.
Se acercó a la niña y le dio un suave beso
en la frente antes de salir del cuarto.
La casa estaba en silencio. El joven se
preguntó su María seguiría en la cocina, así que decidió ir a buscarla allí.
Sin embargo, el lugar estaba vacío. Los platos habían sido lavados y ya estaban
colocados de nuevo en su sitio.
¿Dónde se habría metido su esposa?
Salió al jardín de detrás de la casa, desde
donde podía divisarse la fina línea del horizonte sobre el inmenso mar. No
hacía ni una semana que había plantado las primeras flores y ya se adivinaban
algunos brotes. Pronto el lugar se llenaría de hermosos colores y aromas. Un
lugar para descansar y disfrutar en familia.
Regresó al interior, cada vez más preocupado
por María. Subió arriba y entró en el cuarto que había al final del pasillo: su
alcoba.
Y allí estaba. Su esposa descansaba sobre la
cama adoselada que esa misma mañana había acabado de colocar. Gonzalo cerró la
puerta con cuidado y se acercó a la ventana para abrirla y dejar que la brisa
del mar llegara hasta allí; aunque corrió las finas cortinas evitando así la
entrada de molestos insectos que revoloteaban entre las plantas y árboles del
jardín.
Se volvió hacia María quien respiraba
acompasadamente, tumbada sobre la cama, y bordeó sus pies para sentarse por el
otro lado.
Apartó a un lado la fina tela transparente que
rodeaba la cama y se sentó en el lado vacío, apoyando una mano en el mullido
colchón para poder contemplar mejor a María.
La joven tenía los ojos cerrados y su rostro
reflejaba una gran paz. Debía de haberse quedado dormida en el acto, pensó
Gonzalo; le apartó un poco el cabello y la besó en la mejilla suavemente, con
cuidado de no despertarla.
-Descansa, amor mío –susurró, observándola.
Durante mucho tiempo llegó a pensar que
vivir momentos como aquel sería algo imposible. Tenerla a su vera, poder velar
su sueño, acariciarla sin temor… resultaba un sueño demasiado hermoso para ser
cierto. Y sin embargo, se había hecho realidad.
María sonrió, aún con los ojos cerrados.
-Contigo a mi lado… seguro –murmuró ella,
volviéndose lentamente para tenerle de cara. Entonces abrió los ojos.
-María, creía que estabas durmiendo –le
confesó su esposo, tumbándose junto a ella y apoyándose sobre su codo para
estar más cómodo-. No quería despertarte.
-Y no lo has hecho –le dijo acercándose a él
y rozando sus labios con los suyos, con suavidad. Acaricio su rostro con mimo
sintiendo como sus latidos se aceleraban al tenerle tan cerca-. Te estaba
esperando.
-¿Para hacer la siesta? –le preguntó él en
tono burlón, atrayéndola hacia sí.
Sus rostros estaban tan cerca el uno del
otro que apenas hacía falta un leve movimiento para que sus labios volviesen a
rozarse. De una manera desconcertante, ambos sentían la urgencia de hacerlo;
sin embargo se contuvieron.
Sus miradas se encontraron y sus corazones
latieron al mismo ritmo, leyendo una partitura que los dos conocían a la
perfección, pues era la que guiaba sus sentimientos desde el mismo instante en
que se conocieron aquella lejana tarde de verano en la plaza de Puente Viejo.
-¿Sabes? –María rompió aquel silencio, casi
mágico-. Me parece mentira que al fin podamos estar así –bajó la mano hasta su
pecho, percibiendo sus latidos.
-¿Así cómo? –susurró Gonzalo, entrecerrando
los ojos y relajando el gesto de su rostro.
-Tú y yo… bueno, y Esperanza –declaró
subiendo sus dedos por el cuello de su esposo, que se estremeció de gusto-. Me
refiero a que… estamos solos, en nuestra casa. No me malinterpretes –añadió con
rapidez-; no quiero decir que no me guste estar con Tristán y Clara; que tan
bien se han portado con nosotros. Es solo que…
-… que es la primera vez que tenemos nuestra
propia casa –terminó él la frase, comprendiendo lo que quería decir porque
sentía lo mismo que ella. Pasó la yema del dedo por el lóbulo de su oreja-. Te
entiendo, mi vida.
-Hasta ahora siempre habíamos estado
rodeados de nuestros seres queridos. Incluso en el Jaral, con la abuela
Rosario, Candela y Aurora. No es hasta hoy que estamos los tres solos… en
nuestra casa –María jugueteó con el cabello de su esposo, enredándolo entre sus
dedos-; sin contar con los días que pasamos en aquella cabaña en los alrededor
de Puente Viejo.
-Bueno… -Gonzalo se inclinó un poco y le dio
un dulce beso en el cuello que la hizo estremecer-. No se está tan mal, ¿no?
La joven sonrió, negando con la cabeza antes
de acercar su rostro al de él y dejar que sus labios sintieran la calidez de
los de Gonzalo. Cada vez que la besaba era como si fuese la primera vez. El
cosquilleo en el estómago al pensar que simplemente rozase sus labios con los
de él provocaba que un deseo incontrolable se extendiese por todo su ser, en
busca de una salida para no quemarla por dentro.
De repente, María escuchó un extraño sonido
y se apartó de Gonzalo con brusquedad.
-¿Qué pasa? –le preguntó su esposo sin
entender.
La joven se incorporó.
-¿No has oído eso? –se volvió hacia la
ventada donde las cortinas se alzaban en vuelo movidas ligeramente por el aire.
Gonzalo aguzó el oído, queriendo escuchar
aquello que había despertado el temor de María, pero solo escuchó el sonido
lejano de las ramas que eran mecidas con pausa por la brisa.
-Yo no oigo nada, María –se incorporó un
poco, tan solo para recostarla de nuevo junto a él-. Ha debido de ser el
crujido de una rama, solo eso.
Su esposa pareció aceptar aquella
explicación y se relajó, volviendo a caer bajo el influjo de su intensa mirada.
-¿En qué…?
Gonzalo posó un dedo sobre sus labios para
que no continuase.
Hacía tiempo que las palabras sobraban entre
ellos. Con una sola mirada sabían lo que el otro deseaba.
El joven comenzó a desabrocharle con
delicadeza los botones de su fina blusa, mientras sus ojos se buscaron,
perdiéndose en el infinito mar de sensaciones que destilaban por ella. Sus
manos acariciaron su piel, despertando en María, de nuevo, ese fuego que
palpitaba como un volcán dormido y que solo Gonzalo poseía la llave para
despertarlo.
Con la misma calma con la que él había
procedido, María hizo lo propio con su camisa, dejando al descubierto su torso.
“Entre tus brazos me siento invencible”, le
había confesado una vez. Y así era, porque rodeada por ellos era como si
llevase un escudo capaz de repeler todo aquello que quería separarles.
En ese instante, Gonzalo leyó en sus ojos la
pasión que se escondía tras su mirada. La misma pasión que le arrastraba a él a
amarla. Observó su rostro, queriendo grabarlo a fuego en su mente. Sus ojos se
detuvieron en sus labios, húmedos… que pedían ser besados para calmar su sed.
Sin más dilación, se besaron. Primero con
calma, saboreando el momento, queriendo alargarlo todo lo posible. Sin embargo,
el torrente de emociones que les atravesaba todo el cuerpo, tomó el mando y se
entregaron el uno al otro, sin importar el tiempo, porque en ese momento se
volvieron un solo ser, hecho del amor más puro y sincero que podía existir.
†
Gonzalo sabía que era hora de levantarse. El
tiempo que normalmente se dedicaba a la siesta por aquellos lares había tocado
a su fin hacía unos minutos. Además, Tristán le esperaba en la hacienda en
media hora. Sin embargo…
Bajó la mirada y observó a María, quien
dormitaba abrazada a él, con la cabeza apoyada sobre su pecho y su cuerpo
desnudo pegado a su piel, sintiendo su calor.
El joven sonrió levemente, acariciándole su
espalda desnuda con delicadeza. Debía despertarla, su parte racional se lo
estaba diciendo; pero su corazón se rebelaba a ello, a romper aquella burbuja
mágica que les envolvía en ese momento. Deseaba poder quedarse allí con ella,
con su ángel, velando aquel tranquilo sueño.
-Me estás haciendo cosquillas –murmuró ella,
de pronto, manteniendo los ojos cerrados.
Gonzalo detuvo el masaje.
-Lo siento –se disculpó, con pesar-. No
quería despertarte, aunque… desgraciadamente ya es hora de retomar nuestros
quehaceres.
María se aferró aún más a él.
-Solo un minuto –le pidió.
Gonzalo se sintió incapaz de negarle
aquello.
-Yo te daría toda la eternidad, mi vida –le
confesó, acariciándole el cabello oscuro y suave.
Ante aquella declaración, María levantó la
cabeza y le acarició la mejilla antes de besarle.
Un beso que volvió a despertar su pasión.
Sin embargo, Gonzalo se separó de ella, en
esta ocasión, alertado por un ruido que a su entender procedía de la ventana.
-¿Qué ha sido eso? –se levantó de la cama y
tras colocarse la camisa acudió a la ventana, con cuidado.
Su esposa se quedó sentada en la cama,
tapada únicamente con la sábana. El gesto serio de su rostro se acentuó al
escuchar aquel sonido parecido al crujir de una rama pero algo más fuerte.
-Gonzalo, ten cuidado –le pidió, preocupada.
Su esposo retiró las cortinas a un lado y
asomó la cabeza por la ventana buscando el origen de aquel sonido.
Inmediatamente supo de qué se trataba. Gonzalo sonrió, divertido. Sacó un brazo
y cogió un pequeño animalillo que estaba junto al alfeizar de la ventana, y que parecía querer echar a
volar sin mucho éxito.
-¿Se puede saber de dónde sales tú? –le
habló al diminuto pájaro de hermosas plumas verdes y rojas.
El pájaro se estremeció entre sus manos pero
se quedó quieto, tratando de picarle con su afilado pico.
María se levantó por fin de la cama,
arrastrando con ella la sábana y se acercó a ver de qué se trataba.
-¿Es…?
-Una cría de loro –confirmó Gonzalo,
observando al animalillo cuyos diminutos ojos brillaban con intensidad-. Creo
que anda un poco perdida y quería echar a volar pero no se atreve. ¿Verdad que
es eso?
-Así que era este lorito quien me ha
sobresaltado antes –acercó un dedo y dejó que el animalillo, le picotease,
asustado.
“Solo un minuto” dijo de repente el joven
loro, sorprendiendo a los dos. “Solo un minuto” repitió de nuevo.
Gonzalo y María intercambiaron una mirada, y
soltaron una alegre carcajada.
-Menos mal que no hemos dicho nada…
inadecuado –declaró ella-. ¿Qué vamos a hacer con él?
-Podríamos quedárnoslo –le pidió Gonzalo-.
Ya verás a Esperanza la ilusión que le va a hacer.
-¿Un loro, como mascota? –se extrañó su
esposa, quien no lo tenía muy claro-. Y… ¿acaso sabes que comen?
Gonzalo se encogió de hombros.
-Cuando estaba en el Amazonas habían muchos
y se las apañaban solos para sobrevivir. No creo que nuestro lorito tenga
dificultad para ello. Además, creo recordar que comían pipas.
María regresó junto a la cama, buscando su
ropa.
-Haz lo que quieras, cariño –dejó la
decisión en sus manos, sabiendo de antemano cual iba a ser-. Mientras no nos de
problemas.
“Problemas, problemas” recitó el joven loro.
María aguantó la risa. Entre todos los
animales de compañía que se podía imaginar, aquel era él último en el que
habría pensado. Sin embargo, le producía cierta ternura. Y algo le decía que a
su hija le encantaría tenerlo.
-No te preocupes –Gonzalo le acarició la
diminuta cabecita-. Aprende rápido, ya ves.
-Está bien –le concedió ella, sabiendo que
por mucho que se negara, terminaría aceptando.
-¿Te encargas tú de él?
-Por supuesto, cariño –se acercó a ella, para
agradecerle el gesto con un beso.
-Voy a cambiarme –dijo María, encaminándose
hacia la alcoba contigua, que comunicaba con la suya y que habían decidido
usarla como baño-. Te quiero.
-Y yo a ti, mi amor –confesó él.
María se volvió hacia su esposo.
-No sé si te lo he dicho alguna vez,
Gonzalo, pero… eres adorable –sus mejillas enrojecieron al confesárselo.
“Adorable, adorable” –recitó el loro.
-¿Ves? –se burló su esposo-. Hasta Ramita lo
sabe también.
-¿Ramita? –se sorprendió María, que tuvo que
recogerse la sábana porque se le caía.
-Sí –confirmó Gonzalo y miró al nuevo
componente de la familia-. ¿Te gusta Ramita?
“Ramita, Ramita”
“Adorable”
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