LA SIRENA BLANCA (PARTE 1)
En las últimas horas, la tranquila vida de
Santa Marta se había visto alterada por un suceso que tenía a todos los
habitantes del pueblo con el corazón en un puño.
La alarma saltó hacia al mediodía, cuando la
mayoría de los pescadores regresaron de faenar y anclaron sus barcos en el
pequeño embarcadero que ellos mismos habían destinado para tal menester,
entonces se dieron cuenta de la ausencia del viejo José, un pescador
experimentado y algo mayor que solía ser de los primeros en llegar a la lonja
para vender su mercancía.
Sin embargo, ese día no había aparecido.
Unos y otros se preguntaron si le habían
visto esa mañana salir a alta mar, porque quizá estuviese enfermo. Sin embargo,
su compadre Casimiro fue quien les comunicó que habían estado almorzando juntos
justo antes de salir a faenar y que el viejo pescador le había dicho que tenía
la intención de acercarse a la isla de la sirena blanca.
Al escuchar aquel nombre algunos se
santiguaron, compungidos, y otros perdieron el color del rostro. ¿Quién no
había oído hablar de las leyendas que rodeaban aquella isla? Muy pocos
valientes se atrevían a faenar en las aguas que rodeaban el islote, a pesar de
su abundante fauna marina, que de seguro les hubiese reportado una buena
cantidad de cuartos, pero los pescadores se estimaban más dormir tranquilos y
sin pesadillas el resto de sus vidas que perder su paz por un puñado de
monedas.
No obstante, si el viejo José se había
adentrado en sus aguas, no les quedaba de otra que ir a por él a ese lugar.
Se organizaron un par de grupos, y en cada
uno de ellos debía haber por lo menos un pescador que conociese la zona para no
terminar también perdidos.
Así cuatro grupos se adentraron en el mar y
navegaron hacia la isla mientras en tierra la gente esperaba su regreso junto
al viejo José. Incluso algunas de las mujeres se habían reunido para allegarse a
la iglesia y rezar juntas porque nada le hubiese pasado al pescador.
Mientras en Santa Marta el tiempo parecía
haberse ralentizado esperando noticias de la búsqueda, los cuatro barcos
llegaron a la isla, donde se separaron para inspeccionar sus aguas por los
cuatro puntos cardinales. De este modo, no tardaron en encontrar la barcaza de
la “Isabelita”, nombre con el que se conocía al barco del viejo José, varado
cerca de la zona norte, un lugar bastante resguardado de las mareas.
Inmediatamente, dieron la voz de alarma para
que los otros tres barcos acudiesen al lugar.
Antes de subir a la barcaza, los pescadores
llamaron al viejo José a voz en grito, para que saliese a cubierta y supiera
que tenía compañía.
-¡JOSÉ! ¡JOSÉ! –gritó su compadre Casimiro,
con las manos haciendo de embudo para que su voz sonase amplificada-. ¡SOY YO!
¡TU COMPADRE! ¿ME OYES?
Sin embargo, por mucho que repitió su
nombre, el viejo José no dio muestras de escucharle.
El corazón de los pescadores se contrajo,
pensando que algo malo debía de haberle pasado pues no era normal que no
respondiese al llamado de un amigo.
Así que no tuvieron más opción que subir al
barco. Un par de hombres, los más jóvenes y fuertes, se encaramaron y
traspasaron a la barcaza. No les hizo falta buscar al viejo pescador por el
barco pues enseguida lo hallaron, en la proa, tirado en el suelo y junto a él
un pequeño charco rojizo.
Ambos hombres se miraron un segundo,
preguntándose si estaría muerto, antes de acudir junto a él. Uno de ellos le
tomó el pulso, temiéndose lo peor, y suspiró aliviado al comprobar que seguía
vivo.
Enseguida llamaron al resto para que
acudiesen a ayudarles. Debían intentar despertarle, aunque no estaban seguros de
si mover al hombre era una buena solución.
Casimiro, les pidió paso y que no le
tocasen, pues no sabían que le había podido suceder y sí tenía algo fracturado.
Con un pañuelo empapado en agua fresca refrescó el rostro surcado de arrugas
del viejo José quien comenzó a mostrar signos de estar despertando.
Al abrir los ojos y verse rodeado de varias
miradas, el hombre se asustó. ¿Qué había sucedido? ¿Dónde estaba? ¿Y por qué le
miraban todos de aquella manera?
-¡José, que susto nos has dado, compadre!
–fueron las primeras palabras de Casimiro, que no pudo resistirse-.
-¿Qué ha sucedido? –preguntó el pescador,
tratando de incorporarse. Pero enseguida desistió al notar un dolor agudo en la
sien que le hizo arrugar el ceño-. ¿Dónde estoy?
-Ya habrá tiempo para eso –le cortó uno de
los pescadores más veteranos, cuyo gesto torvo no dejaba lugar a réplicas-.
Ahora debemos de volver a Santa Marta. La gente anda preocupada por ti. Ya nos
dirás más adelante lo que ha sucedido –se volvió hacia un par de hombre-.
¡Ginés y Leandro! ¡Ayudadme que vamos a remolcar la barcaza hasta el puerto!
Mientras la mayoría de los hombres se ponían
al trabajo para que la noche no se les echase encima y poder remolcar la barca
cuanto antes, Casimiro se quedó al cuidado de su amigo.
-A mí puedes contarme lo que ha sucedido –le
pidió mientras le daba un vaso de agua y le tendía un pañuelo para que
presionase sobre la herida de la cabeza-. Sabes que no les diré nada.
El viejo José miró a ambos lados,
cerciorándose que nadie iba a escucharle.
-Cómo te dije esta mañana, tenía intención
de faenar en estas aguas. Ya sabes que no me creo esas leyendas que se cuentan
–Casimiro asintió con el ceño fruncido-. Pues bien, así lo hice y todo parecía
ir bien, la pesca estaba siendo mejor de lo que esperaba y estaba contento
pensando en todos los cuartos que iba a ganar con ella hoy cuando… algo golpeó
al barco y me hizo perder el equilibrio y caer al suelo. No recuerdo nada más.
Supongo que debí darme un buen golpe en la cabeza y por eso quedé inconsciente.
Su compadre se mordió el labio inferior,
pensativo.
-¿Sabes qué pudo golpear el barco? Mira que
puede haber sido cualquier espécimen de la zona, dicen que por aquí se han
avistado hasta tiburones; o incluso un cambio brusco de la corriente…
El viejo José se encogió de hombros.
-¡A saber! –musitó, haciendo un gesto de
dolor-. Pero… estoy seguro que si cuento esto, las gentes pensarán que ha sido…
-… la sirena blanca… ¿Y… crees que no ha
podido ser ella?
-Ya sabes que no –le cortó con brusquedad-.
Yo no creo en esas supercherías. Por eso te pido que si te preguntan, digas que
resbalé, perdí el equilibrio y me golpeé en la cabeza. Eso fue todo. No quiero
que comiencen a inventarse historias por un simple golpe.
Casimiro asintió en silencio. Su amigo tenía
razón. Era mejor callar y no levantar la liebre. No tenían pruebas de la
existencia de aquella sirena y la historia de José tan solo haría que aumentar
las suspicacias… y mucho más en aquella noche.
Poco después, los barcos llegaron al
embarcadero donde los aldeanos se agolparon esperando ver al viejo José.
-¡A VER, POR FAVOR! –gritó Casimiro mientras
ayudaban a su amigo a descender de la barcaza-. ¡ABRAN PASO! ¡JOSÉ SE ENCUENTRA
BIEN!
-¿Ha sido la sirena blanca? ¿No es cierto?
–se escuchó la voz de un aldeano que se le cruzó en el camino.
Uno de los hombres lo apartó de en medio sin
miramientos.
Tanto mujeres como hombres y niños miraban
al viejo pescador con miedo, como si estuviesen viendo a un fantasma.
-¿Te ha echado una de sus maldiciones? –le
preguntó una mujer que se santiguó a su paso-. ¡Ahora todos en el pueblo
estaremos malditos!
-En qué cabeza cabe adentrarse en esas aguas
precisamente en un día como hoy –se escuchó murmurar a un hombre-. ¡Ha sido una
insensatez!
Entre los presentes, se hallaban Gonzalo y
Andrés, que habían acudido al embarcadero tras saber que el viejo pescador
había desaparecido y fueron a ver si necesitaban ayuda de algún modo.
Gonzalo frunció el ceño, preocupado por la
acusación de aquella aldeana. No sabía de qué hablaba pero estaba seguro que no
se trataba de nada bueno. Conocía de sobra las consecuencias que acarreaba
decir que alguien estaba maldito. Lo había vivido en el Amazonas. Cuando se
creía que alguien estaba poseído por un espíritu maligno, era apartado de la tribu
y llevado a casa del sanador para que éste expulsara de su cuerpo al intruso.
Sin embargo, después, por mucho que la persona ya estuviese libre de toda
maldad, la gente continuaba pensando lo contrario y le trataban lo menos
posible.
-¡YA ESTÁ BIEN! –se alzó la voz de Casimiro,
que lo último que quería era que aquello se convirtiese en un circo y su amigo
en alguien en quien no confiasen. Se detuvieron en mitad de gentío-. ¡JOSÉ NO
HA VISTO A NINGUNA SIRENA, NI BLANCA NI NEGRA!
-les gritó para inmediatamente volver a bajar la voz; miró de reojo al
pescador que respiraba cansado y dolorido pero que agradecía su gesto-. Estaba
faenando en alta mar, se resbaló y perdió el conocimiento. Si es cierto que le
hemos encontrado varado en la isla de la Sirena Blanca, pero ni ha visto a
ningún ser de esa especie, ni nada parecido. ¿Estamos? ¡Y ahora vamos al
dispensario para que le atiendan!
Reemprendieron el paso hacia el pueblo. La
explicación de Casimiro había logrado calmar los ánimos de unos cuantos, sin
embargo, no todos se quedaron conformes. La mayoría del gentío se dispersó de
nuevo, pero quedaron algunos grupos de beatas que murmuraban, comentando las
razones dadas.
-¿Vamos a tomar algo? –propuso Andrés dando
media vuelta-. Aquí ya no hay nada que hacer. Ha sido una suerte que
encontrasen al viejo José tan pronto. Afortunadamente todo ha quedado en un
susto.
Gonzalo y él reemprendieron el paso hacia el
pueblo.
-¿Por qué la gente anda tan revuelta con lo
ocurrido? –le preguntó el esposo de María, con interés-. ¿Y qué es eso de la
Sirena Blanca? Nunca antes lo había oído.
Andrés alzó una ceja, escéptico.
-Se trata de una de las leyendas del lugar y
que da nombre a una de las islas que se encuentran en la bahía. Ya sabes,
cuentos para amenizar las noches junto a la hoguera y atemorizar a los más
pequeños.
-Ya te entiendo –convino Gonzalo. Habían
cruzado el barrio de los pescadores y ascendían por la calle de los mercaderes
camino de la plaza-. ¿Y qué dice esa leyenda?
-¿De verdad te interesa? –se extrañó el capataz-.
¡Esto sí que no me lo esperaba!
-Ya ves –sonrió él-. Es para contársela a
María junto a una buena hoguera.
Andrés comprendió a qué se refería y ocultó
una sonrisa.
-Hacemos una cosa… Yo te cuento la leyenda
de la Sirena Blanca y tú… me invitas a un par de tragos.
-Me parece un buen trato –aceptó Gonzalo.
Ambos llegaron a la plaza y se acercaron a
la taberna del viejo Juan para tomar aquel par de tragos.
CONTINUARÁ...
CONTINUARÁ...
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