CAPÍTULO 38
Habían pasado un par de semanas desde el
altercado con los contrabandistas y las aguas volvían a su cauce en Santa Marta,
poco a poco.
Andrés había recibido el alta médica y se
recuperaba de su herida en casa. Su madre, que hasta entonces era a quien se la
cuidaba, había pasado de ser la enferma a enfermera. De manera que ahora era
ella la que se ocupaba de cuidar a su hijo, cosa que sorprendió al joven.
Pero no solo doña Gloria se encargaba del
capataz, Celia acudía varias veces al día para verle y cerciorarse de que todo
estaba bien. La presencia de la joven, a quién más alegró fue a la madre de
Andrés, quien veía con buenos ojos la amistad que se había creado entre ambos,
y cada vez que Celia entraba en su casa, se le iluminaba el rostro.
-Ya creía que me moriría sin ver a mi Andrés
ennoviado –le dijo más de una vez, sacándole los colores a la joven-. Pero
ahora ya puedo morir tranquila, sabiendo que no le dejo solo en este mundo, que
ha conseguido una buena mujer.
-Madre… -solía reclamarle su hijo, avergonzado
ante Celia por el compromiso que llevaban las palabras de doña Gloria-. No
corra tanto que…
-No te preocupes, Andrés –le cortaba Celia;
agradecida por el recibimiento que le daba la buena mujer-. Si yo la entiendo
perfectamente. ¿Quién no querría tenerme como nuera?
Aquel comentario le sacó una gran sonrisa a
doña Gloria quien decía de la joven, que era muy apañada y que sabría llevar
con rectitud a su hijo. En estos casos, Andrés solía callar, pues veía con
satisfacción como su madre y Celia habían congeniado a las mil maravillas. No
podía pedirle nada más a la vida.
Además, parte de su alegría se debía al
hecho de que Gonzalo le puso al tanto de su conversación con el científico y
cómo éste había dado con la solución para que las tierras no se salinizasen.
Durante esas dos semanas, el esposo de María
se había dedicado junto al resto de jornaleros a abonar los campos con el
compuesto químico que don Jorge le había indicado; incluso los propios
trabajadores de la finca se les veía más animados al saber que con aquello
salvarían la cosecha y con ello sus puestos de trabajo. De manera que todos
pusieron de su parte para que el abono estuviese esparcido por todas las fincas
en el menor tiempo posible.
Andrés quiso ayudar desde el primer día, sin
embargo, el médico le había recomendado reposo. Un reposo que en cuanto tenía
ocasión se saltaba y acudía a la hacienda para estar junto a sus trabajadores.
Gonzalo intentó, sin éxito, que el joven regresara a casa pues él solo podía
ocuparse de las cuadrillas y de organizarlo todo; sin embargo, su capataz,
guiado por su sentido del deber, se negó a ello: su lugar estaba allí, ayudando
en lo que pudiese. Así que al esposo de María no le quedó de otra que aceptar
la vuelta del capataz antes de tiempo; eso sí, con la condición de que las
tareas que iba a realizar no conllevarían ningún esfuerzo físico que pudiese
abrirle la herida.
De este modo, Andrés se encargaba del
papeleo de la hacienda, de comprar las cantidades de azufre y resto de
minerales necesarios para el abono; y Gonzalo era quien salía al campo junto a
los jornaleros para supervisar que todo se hiciera según las indicaciones de
don Jorge.
Por su parte, María continuaba con las
clases en la escuela. La última semana había recibido a tres niños nuevos,
llegando a superar ya la veintena. Todos ellos se mostraban ansiosos por
aprender, cosa que María podía apreciar en sus miradas, anhelantes de
superación y ello la animaba a ella a seguir con su labor educadora. Una labor
que continuaba por las tardes, con las clases para adultos. Teresa había vuelto
a ellas tal y cómo le había dicho, avanzando a pasos agigantados, y en cuanto
la temporada alta de pesca terminase, Julio la acompañaría a las clases. Además,
la esposa del pescador no podía quejarse pues aunque la excusa para acudir a
las clases con María era su trabajo en el restaurante, Celia se lo había
mantenido; y es que una vez a las tabernas más populares del pueblo se les
acabó las reservas de ron adquiridas con los traficantes, los clientes
regresaron al restaurante de nuevo.
-Debería de cerrarles la puerta en las
narices –se quejó Celia cuando su negocio volvió a funcionar como en sus
mejores tiempos-. Ahora que no tienen dónde ir… ahora vuelven.
-Bueno… al menos regresan –le hizo ver María,
tratando de calmar su genio-. Saben que solo aquí encontrarán la bebida que
buscan. Y lo importante es que se dejen los cuartos en tu negocio. El resto… no
debería de importante.
-Ya lo sé –confesó su amiga entre dientes-.
Y por eso me contengo; sin embargo…
María entendía su reacción, pero lo
importante era no dejarse llevar por el rencor y aceptar el regreso de los
clientes como si nada hubiese pasado.
Y para celebrar que las cosas volvían a la
normalidad, Celia les había invitado a comer al restaurante junto con Andrés y
su madre.
Esperanza y Martín correteaban entre las
mesas, jugando al escondite, bajo la atenta mirada de doña Gloria que estaba
sentada en una de las mesas y veía a los niños jugar, con una sonrisa en los
labios. Las arrugas que surcaban el contorno de sus ojos se acentuaron un poco.
-No vas a convencerme de lo contrario,
Gonzalo –le dijo Andrés; ambos estaban junto a la barra tomando unos chatos de
vino de la cosecha de los Castañeda; un cargamento que había llegado apenas
unos días antes-. El doctor Sánchez ya me ha dado el alta definitiva. Me ha
dicho que estoy como un roble, así que mañana mismo me uno a las cuadrillas
para seguir con el abono.
-Que te haya dado el alta no significa que
puedas ponerte a faenar como antes. ¿Y si te resientes del navajazo? –el joven
negó con la cabeza, tratando de convencer a su amigo-. Que no. Que lo mejor es
que esperes aún unos días. Me apaño muy bien con los jornaleros.
-¡Ni pensarlo! –insistió el capataz-. Llevo
dos semanas enclaustrado en el despacho… y ya estoy harto de tanto papel. Eso
no es lo mío.
Gonzalo supo que nada le haría cambiar de
opinión, así que se dio por vencido.
-Pues no creo que a Celia le haga mucha
gracia –hizo un último intento, sabiendo que la joven era la única que podría
convencer a Andrés-. Ya sabes el carácter que se gasta.
El capataz se mordió el labio, taciturno.
Miró a su alrededor, sobre todo para cerciorarse de que su madre no podía
escucharle.
-Verás… -Andrés sacó una pequeña bolsita de
tela que llevaba guardada en el bolsillo del pantalón-. En cuanto a Celia… creo
que ha llegado el momento.
Gonzalo frunció el ceño sin entender muy
bien lo que quería decirle su amigo.
-¿El momento para qué? –bebió otro sorbo de
vino.
-Para pedirle que se case conmigo –declaró
el joven con una media sonrisa, azorado por ello.
El esposo de María sonrió levemente. Y le
dio un apretón en el hombro.
En ese momento, Celia y María salieron de la
trastienda portando unas bandejas con la comida.
-¡La comida ya está lista! –gritó Celia,
dejando el oloroso asado sobre la barra.
María depositó una bandeja con varios platos
de ensalada sobre las dos mesas que habían juntado para comer.
Mientras Andrés se ofreció para ayudar a
Celia con la repartición del asado, Gonzalo se acercó a su esposa y tras darle
un dulce beso en la mejilla llamó a sus hijos.
-¡Esperanza, Martín! ¡A la mesa!
Los niños se acercaron a la primera orden de
su padre. Entre María y él les sentaron en una de las esquinas de la mesa y se
dispusieron a darles la comida.
-Qué bien educados los tenéis –comentó la
madre de Andrés viéndoles a los cuatro juntos; miró de reojo a su hijo y a
Celia-, ojalá Andrés se decida pronto a pedir la mano de Celia y me hagan
abuela. No me gustaría morirme sin tener un par de nietos revoloteando entre
mis faldas.
-Quien sabe, doña Gloria –le dijo Gonzalo,
aguantándose la sonrisa-, quizá sea más pronto que tarde.
-¡Dios te oiga muchacho, Dios te oiga!
–suplicó la buena mujer.
Después, los cinco junto a los niños,
comenzaron a probar aquel delicioso asado.
La velada transcurría con normalidad,
animados por las conversaciones e incluso la propia doña Gloria se atrevió a
contarles historias del pasado. Andrés todavía no podía creerse el cambio que
había obrado el estado de salud de su madre. Hasta el doctor no encontraba una
explicación razonable para ello, tan solo le había dicho que algo en su mente
había cambiado; quizá el accidente de su hijo la había hecho reaccionar y darse
cuenta que debía luchar contra aquel decaimiento en el que había estado
viviendo desde la muerte de su esposo; eso unido a la llegada de Celia, habían
obrado el milagro.
Tras la comida, Celia sacó un pastel que
ella misma había hecho, para celebrar la recuperación del capataz.
En ese momento, mientras Gonzalo repartía el
champagne en las copas, Andrés carraspeó un poco para llamar la atención de
todos. Celia que estaba cortando el pastel se detuvo cuando el joven le cogió
el cuchillo para que le escuchara.
Gonzalo sabiendo lo que iba a pasar, dejó la
botella y se acomodó junto a María, pasando un brazo por sus hombros. Su esposa
le miró, preguntándose si sabría qué iba a suceder.
-¿Ocurre algo, Andrés? –le preguntó Celia,
sintiendo un pinchazo en el estómago.
-Ocurre que… -apartó la silla y miró a su
madre y a sus amigos, con el corazón palpitándole con fuerza-… que he querido
que estén todos nuestros seres queridos presentes para hacer esto.
El joven posó una rodilla en el suelo y le
cogió la mano a Celia; quien parpadeó, confusa.
Incluso Esperanza y Martín se habían callado
y escuchaban, sin entender lo que estaba pasando.
Celia miró a sus amigos, temiendo que lo que
estaba pensando era lo que iba a suceder. María le sonrió, dándole ánimos, a la
vez que Andrés volvió a sacar la bolsita que le había mostrado a Gonzalo y
buscó en su interior para sacar una un sencillo anillo.
Celia palideció al verlo.
-Estas cosas no se me dan nada bien –habló
Andrés, azorado-. Así que iré al grano –cogió aire y lo soltó de golpe,
mirándola fijamente-. Celia, ¿quieres casarte conmigo?
La joven escuchó la petición a la vez que
todo daba vueltas a su alrededor. Aquello que nunca pensó que escucharía, se
estaba cumpliendo.
Apretó los labios mientras sus ojos se
llenaban de lágrimas… y asintió levemente.
-Sí, sí quiero –musitó con un nudo en la
garganta.
Andrés no sabía si había oído bien y miró a
Gonzalo y a María, que les sonreían, dichosos de verles juntos. Entonces supo
que la respuesta había sido afirmativa. Con manos temblorosas, le colocó el
anillo en el dedo y se levantó para abrazarla.
-No sabes dónde te has metido –le soltó
Celia, con las lágrimas recorriendo sus mejillas-. Acabas de firmar una
sentencia de por vida.
El joven se separó de ella. Sus ojos
mostraron una determinación firme.
-No quiero otra cosa –le respondió antes de
besarla, sin importarle que no estaban solos.
Gonzalo y María no dejaron de sonreír,
felices por sus amigos. Doña Gloria se había sacado un pañuelo y lloraba
emocionada.
-Bueno, bueno –se levantó el esposo de
María-. Esto merece un brindis.
María se levantó y cogió también su copa.
-¡Por los novios! –dijeron ambos a la vez,
alzando sus copas.
Celia y Andrés cogieron las suyas y
brindaron con ellos. El joven capataz dio un trago al champagne y se volvió
hacia su madre para darle un beso.
-¡Ay hijo, qué feliz acabas de hacerme! –le
confesó la buena mujer, abrazada a él; luego miró a Celia-. ¡Ven aquí, hija,
que te de un abrazo a ti también! -la joven se acercó y abrazó a su futura
suegra-. Ahora solo me faltan los nietos.
-Bueno, bueno, todo se andará –le dijo la
joven, viendo cuanto corría la buena mujer, aunque entendía sus ansias.
Andrés volvió a abrazarla, feliz. Unos meses
antes ni siquiera se hubiese atrevido a pensar en aquel instante. Celia se le
antojaba demasiado lejana para él. Sin embargo, su constancia y buen corazón
habían conseguido calar en la joven, quien estaba dispuesta a darle una
oportunidad a la vida. Que la hubiesen defraudado una vez no significaba que
fuera a ocurrir de nuevo.
Ahora sabía que el destino había obrado de
aquella manera porque le tenía deparado algo mejor: una vida llena de felicidad
junto a Andrés.
†
Con la caída de la tarde, Gonzalo y María
decidieron dar un paseo por la orilla de la playa. El agua llegaba hasta ellos
con mansedumbre, lamiendo sus pies descalzos con mimo. Ambos caminaban cogidos
de la mano, disfrutando de su compañía con calma y sin prisa.
Unos metros delante de ellos, Esperanza y
Martín corrían con alegría siguiendo a Ramita, que revoloteaba a su alrededor.
Después de varias semanas, el ala del loro por fin parecía haber sanado y
aunque aleteaba con cierta dificultad, poco a poco iba cogiendo confianza y
alzaba el vuelo un poco más alto. Martín, daba pequeños saltos intentando
cogerlo, al igual que Esperanza.
Al llegar frente al camino que ascendía
hacia su casa se detuvieron para sentarse sobre la arena y descansar un poco
antes de volver a su hogar.
-¡No os alejéis mucho! –les gritó María a
los niños, viendo que corrían hacia el otro extremo de la playa.
-Déjales, cariño –le pidió Gonzalo,
acomodándose junto a ella-. Deja que corran libres.
-Una cosa es que corran libres y otra que se
alejen de nuestra vista –repuso ella volviéndose a mirarle-. Hay que tener mil
ojos con ellos, Gonzalo.
-Y los tenemos –trató de calmarla, posando
una mano sobre su regazo-. No te preocupes, ¿de acuerdo?
El joven le acarició el resto y la besó con
dulzura, sintiendo sus cálidos labios.
-Ya veo yo donde tienes los ojos puestos –le
regañó ella, devolviéndole la caricia en su mejilla.
-María…
-Está bien, está bien –se dio por vencida,
sabiendo que actuaba de manera sobreprotectora con sus hijos; cosa que no podía
evitar-. Mejor cambiemos de tema. ¿Qué te ha parecido la pedida?
-¿Qué te ha parecido a ti? –le devolvió la
pregunta.
-Pues… que me alegro mucho por los dos –le
confesó mirando las olas del mar acercarse a la orilla para acabar rompiendo
con calma casi a sus pies-. Creo que ambos van a ser muy felices.
-La que estaba muy contenta es doña Gloria
–apuntó Gonzalo-. Creo que ya pensaba que jamás vería casar a su hijo.
-Sí –confirmó María, volviéndose hacia él y
posando su mano sobre su pecho-; además, estoy segura que Celia y ella van a
llevarse muy bien. Durante estos días que ha estado yendo a su casa para
cuidarle, ambas se han cogido mucho cariño.
Gonzalo asintió levemente, apretando la mano
de su esposa.
María volvió a mirar hacia el horizonte,
soltando un leve suspiro.
-¿Qué sucede, mi amor? –le preguntó él-. ¿A
qué viene ese mohín?
-Estaba recordando nuestra pedida.
-¿Nuestra pedida? –se extrañó él-. Pero si
nosotros no tuvimos una pedida, dichamente.
-Por eso lo digo –volvió a mirarle-. Porque
nosotros siempre hemos tenido momentos… llamémosles “fuera de lo común”.
Nuestra pedida, la boda…
-El nacimiento de Esperanza, el de Martín…
–enumeró Gonzalo, dándose cuenta de que su esposa tenía razón. Habían pasado
por muchas cosas, y a cada cual más inverosímil-, por no hablar de nuestra
historia en general.
-Por eso valoramos mucho más lo que tenemos
ahora –convino María-. Porque nos ha costado mucho llegar hasta aquí.
Su esposo asintió en silencio.
-Y… -levantó la mirada hacia ella; una de
sus miradas que hacían que el corazón de María se detuviese embriagado por el
amor que sentía-… estoy seguro de que vendrán muchos más momentos.
-Pero sabremos cómo superarlos –añadió
ella-; Juntos, como hacemos siempre.
-Claro que sí, cariño… Juntos –estuvo de
acuerdo Gonzalo, acercando su rostro al de María.
Entrelazaron sus dedos y volvieron a
besarse.
Sabían que les quedaba mucho por vivir,
buenos y malos momentos. Pero mientras se mantuviesen juntos, enfrentarían la
vida como uno solo, con ganas de superarse y aprender a solucionar los
problemas, como solo ellos sabían hacer.
†
Esperanza y Martín se habían alejado un poco
de la orilla, siguiendo el aleteo de Ramita, que se dirigía hacia el camino que
llevaba al barrio bajo de los pescadores.
-¡Amita, Amita! –balbuceaba Martín con su
escaso vocabulario.
El pequeño loro se detuvo de pronto,
posándose sobre la arena, cansado de revolotear.
Esperanza se arrodilló para cogerlo cuando
sintió una presencia a lo lejos. La niña se volvió y vislumbró a escasos
metros, la silueta de un niño, de aproximadamente su edad.
Ambos se quedaron unos segundos mirando.
-Hola –le saludó la pequeña, reconociéndole
al instante. Se trataba del mismo niño que había llevado a Ramita de vuelta a
casa cuando le creían perdido.
El niño avanzó hacia ellos y se detuvo a su
lado. Vestía unos simples pantalones blancos y viejos, que resaltaban sus
cabellos dorados y alborotados. Sus grandes ojos verdes se iluminaron al ver al
animalillo recuperado.
-¿Ya puede volar? –le preguntó él.
Esperanza asintió en silencio, ofreciéndole
su mano a Ramita para que se posara sobre ella.
-¿Quieres cogerlo? –se volvió hacia el niño.
-¿Puedo? –su mirada se iluminó de pronto.
La pequeña le pasó al loro, que enseguida se
posó sobre la mano del niño, como si la conociera de antes.
-Le gustas –declaró Esperanza, sonriendo,
divertida-. Gracias por devolverme a Ramita –le dijo de pronto.
El niño clavó sus ojos verdes en ella. Unos
ojos tristes pero que contenían un brillo de esperanza en su interior.
-Te echaba de menos… Esperanza –le dijo.
La niña palideció.
-¿Cómo sabes mi nombre? -logró preguntarle, abriendo sus grandes ojos
pardos.
Él se mordió el labio y le devolvió al loro.
-Porque Ramita no dejaba de repetirlo –le
confesó, y sus mejillas se sonrojaron.
“Esperanza, Esperanza” –repitió el loro.
-¡Ha hablado! –se emocionó la niña, pues
desde la noche en que Ramita había recobrado la voz, no había vuelto a decir
nada más hasta ese momento. Lo que en aquel instante había sido alegría se
convirtió en desasosiego por el mutismo del animalillo; y es que no sabían a
qué se debía. Lo que sí estaba claro era que su voz no tenía ningún problema y
que debía de tratarse de algo más; algo que se escapaba a su comprensión. Ahora
solo tendrían que ver si esta vez era la definitiva y Ramita volvía a ser el
mismo lorito dicharachero de antaño o sus palabras vendrían con cuentagotas. La
niña se volvió hacia su hermano, recobrando de nuevo la alegría-. ¿Le has oído
Martín? Ramita vuelve a hablar.
-¡Amita, Amita! –dijo el pequeño, feliz al
volver a escuchar a su mascota.
A lo lejos, Gonzalo y María estaban
recogiendo las cosas cuando les llamaron.
-¡Esperanza, Martín! ¡Vamos a casa!
Los niños dieron un brinco.
-Padre nos llama –le dijo la pequeña a su
hermano.
Con Ramita sobre su mano, ambos dieron media
vuelta y salieron corriendo hacia su casa.
Apenas había dado unos pasos cuando
Esperanza se detuvo y se volvió hacia el niño.
-¿Cómo te llamas? –le preguntó.
-Jesús –le dijo él, y le sonrió.
-Hasta pronto… Jesús.
Dio media vuelta y corrió tras su hermano
para unirse a sus padres que les esperaban junto al camino para regresar a
casa.
El pequeño Jesús les observó en silencio.
Nadie pudo ver como una sombra de tristeza cruzaba por sus ojos. Una sombra que
le acompañaba siempre, aunque tan solo aparecía en momentos como aquel cuando
se daba cuenta de la suerte que tenían Esperanza y Martín al tener una familia
que se preocupaba y que cuidaba de ellos… algo con lo que Jesús no se atrevía
ni a soñar.
El niño dio media vuelta y regresó al barrio
bajo, al lugar al que pertenecía… y de donde sabía, no saldría jamás.