jueves, 5 de noviembre de 2015

CAPÍTULO 18 
Gonzalo se encontraba en el despacho de la hacienda, concentrado en una montaña de papeles, recibos de proveedores y tratando de poner al día las cuentas de la finca cuando escuchó que alguien tocaba a la puerta.
Levantó la mirada y se encontró con Andrés.
-¿Se puede? –preguntó, quitándose el sombrero.
-Pasa, Andrés –le pidió Gonzalo, señalándole la silla que tenía frente a él.
El capataz sin embargo se mantuvo de pie.
-Si estás muy ocupado vuelvo luego –declaró, sin querer molestarle.
-No. Has llegado justo a tiempo –se sinceró reclinándose en el sillón-. Necesito un descanso. Llevo todo el día revisando pagarés, pedidos y… presupuestos. Los números comienzan a bailarme en la cabeza.
Se levantó para estirar las piernas y acudió al carrito de las bebidas. Andrés tomó asiento mientras Gonzalo servía dos copas de brandy.
-Y dime, ¿qué tal están las cosas por la hacienda? –le preguntó al capataz, sentándose de nuevo, ya con las copas frente a ellos-. Apenas he tenido tiempo para ir a comer a casa y poco más –miró los papeles esparcidos por toda la mesa con gesto desolado-. La verdad… no sé cómo se arregla Tristán con tanto papeleo. Menos mal que te tenemos a ti para que estés pendiente de la hacienda mientras nos ocupamos de esto.
-De eso precisamente venía a hablarte –dijo el capataz con gesto serio.
-¿Qué sucede? –Gonzalo se echó hacia delante, con el ceño fruncido. Lo último que necesitaba en ese momento eran malas noticias-. ¿Se trata de los cultivos?
-No, no –declaró Andrés, inmediatamente, sacándole de su error-. Se  trata de las caballerizas. Me he dado cuenta de que el tejado de una de ellas está en mal estado y habrá que arreglarlo. Don Tristán me dijo que estuviese al pendiente pues después de la última tormenta, temía que algo así sucediera.
Gonzalo asintió.
-Está bien –volvió a reclinarse, más sereno-. Busca a una cuadrilla de hombres para que se ocupen de ello cuanto antes. Un tejado en mal estado y con probabilidades de que se desmorone es lo último que necesitamos –se quedó un instante pensativo-. A ver cómo nos afecta este extra, que este mes el presupuesto se ha disparado con la compra de los dos sementales.
Levantó la mirada hacia el capataz y entonces se percató de que no le estaba prestando atención.
-¿Andrés? –ladeó la cabeza-. ¿Te preocupa algo más?
Su amigo reaccionó al momento.
-No… -murmuró, sin saber bien qué decir-… bueno, sí –se hizo hacia delante para hablar con mayor complicidad-. Se trata de… de Celia.
Gonzalo sonrió. Todavía no había hablado con su amigo sobre la verbena, y no sabía cómo habían terminado la velada.
-¿Qué pasó? Cuando quisimos darnos cuenta ya no estabais en la plaza.
-La acompañé a casa porque tenía que madrugar –le explicó algo azorado-. Pero antes estuvimos conversando y… bailando.
-Eso es bueno –convino Gonzalo, viendo que la cita no había ido tan mal; y mucho más conociendo las reticencias de Celia.
-Sí –mostró una media sonrisa, poco acostumbrado a hablar de sus sentimientos tan abiertamente; y es que Andrés hasta la llegada de Gonzalo, tampoco había tenido a nadie a quien considerar como un amigo de verdad-. Mejor de lo que pude imaginar.
-¿Entonces? –el esposo de María apoyó los codos en la mesa, con gesto preocupado-. ¿A qué esa cara?
El capataz arrugó los labios en una mueca de disgusto y suspiró.
 -A que estuvimos a punto de besarnos –confesó finalmente.
-¿Y… eso es malo? –Gonzalo no comprendía su desanimo.
-Ese es el problema. ¡Qué no sé si es bueno o malo! –se sinceró el capataz, desconcertado por no saber a qué atenerse con la joven-. Me dio la sensación de que quería que la besara pero… justo tuvieron que aparecer los forasteros y echarlo todo a perder –terminó quejándose.
-¿Cómo que aparecieron los forasteros? –le cortó su amigo, preocupado por aquella información.
-Sí. Fue Celia quien los vio venir. Bueno, más bien quien les oteó porque ellos no nos vieron, afortunadamente. Se colaron en una vieja tienda de ultramarinos, que según me contó Celia, lleva tiempo abandonada. Por eso nos extrañó que estuviesen allí, porque no es una casa, propiamente dicha. Además, cuando llegaron a ella, se cercioraron de que no había nadie cerca para entrar.
Gonzalo asintió, arrugando la nariz. Aquello no le gustaba nada.
-Como si no tuviesen que estar allí –decretó el joven.
-Exacto.
-Y esos… conocidos que te pasaban la información, ¿no te han comentado nada más? –Gonzalo volvió a levantarse y se sirvió otra copa. Necesitaba calmar los nervios.
-Me he acercado antes a una de las tabernas, porque después de lo de anoche no iba a quedarme esperándolas venir –le contó, tomando un sorbo de su brandy-. Y resulta que al parecer estaban esperando un cargamento muy importante de ron. Pero no han sabido, o no han querido decirme para cuándo.
A Gonzalo se le pasó una idea por la cabeza mientras regresaba a la mesa, pero se quedó de pie.
-Un momento. Podría ser que usaran esa tienda de ultramarinos como bodega –le expuso, sintiendo un leve escalofrío en el cuerpo tan solo de pensar en aquellos hombres.
Andrés palideció de pronto, al comprender que Gonzalo había dado en el clavo.
-Es lo más probable –murmuró el capataz levantándose de la silla, nervioso-. Necesitan un lugar para esconder un gran cargamento de contrabando y qué mejor sitio que uno abandonado, donde nadie pueda sospechar.
Gonzalo asintió, cada vez más preocupado. Se mesó la barba, pensando en qué medidas podían tomar. No sabían si aquellos forasteros habían recibido o no el cargamento, así que aunque acudiesen a los civiles con aquello, podrían encontrarse con la tienda vacía. No. Aquella no era la solución.
-¿Y si hablamos con los civiles? –propuso Andrés, ante su silencio, leyéndole el pensamiento.
Gonzalo le explicó que era mejor no hacerlo, pues no tenían pruebas y tenían que estar seguros de que allí estaba la mercancía.
-Pues entremos en el ultramarinos –dijo el capataz con determinación-. Es la única manera de saber si ya lo han recibido o no.
Gonzalo también había sopesado aquella posibilidad. Pero entrar en aquel lugar era como meterse en la boca del lobo, y sin estar seguros de nada.
-Yo no tengo miedo a enfrentarme a esos tipos –dijo Andrés, con un brillo febril en los ojos y apretando los puños-. Lo único que hacen es ensuciar el pueblo con sus trapicheos.
-No se trata de eso, Andrés –Gonzalo trató de calmarle. Él tampoco quería verles danzando impunes por el pueblo; pero debían ser cautos y no actuar sin pensar-. Son gente muy peligrosa que no se lo pensará dos veces si tienen que descerrajarte un tiro.
A la memoria de Gonzalo regresó el recuerdo de aquel matarife que la Montenegro contrató para que terminara con su vida. Aquel infame no dudó en dispararle después de que el joven le revelara todo lo que necesitaba saber de los suyos en Puente Viejo.
-Entonces, ¿qué propones? –preguntó el capataz, conteniéndose, pues la opinión de Gonzalo era una de las que más respetaba.
-Que investiguemos un poco más –declaró al fin-. Entérate de donde podemos encontrar a esos a quienes venden el ron y trataremos de sacarles algo.
-¿Nosotros? –se sorprendió el capataz-. ¿Acaso crees que van a irse de la lengua así sin más? –soltó una carcajada, incrédulo.
-Tú no te preocupes por eso –siguió Gonzalo, sin sentirse ofendido por la duda. Había pensado algo. Arriesgado pero eficaz, a su entender-. Tú encárgate de averiguar donde se reúnen, que del resto me encargo yo.
El capataz no las tenía todas con él, pero confiaba en Gonzalo; así que decidió obedecer sin preguntar nada más.
Se levantó para irse, sin embargo el esposo de María le detuvo.
-¿Vas a ver a Celia?
-Eh… no –reconoció él, apesadumbrado-. No sabría que decirle exactamente después de lo de anoche.
Era la primera vez en mucho tiempo que Andrés no iba al restaurante después de trabajar.
-Mayor motivo para que acudas –Gonzalo no iba a permitir que su amigo se viniese abajo por no saber afrontar aquella situación-. Ahora mismo nos vamos los dos. Tengo que pasar a recoger a María y a los niños. Así que no hay excusa. Te creía más valiente: capaz de enfrentarte a unos traficantes de ron pero no a Celia.
Andrés sonrió avergonzado. Gonzalo estaba en lo cierto, aunque con Celia tenía una razón de peso para actuar así, y era que no quería decepcionarla por nada del mundo.
Tras soltar un suspiro de resignación, ambos salieron camino del restaurante.
Llegaron a la playa y se detuvieron junto al faro al otear a lo lejos a un grupo de hombres reunidos alrededor de un barco de pesca. Gonzalo y Andrés, se miraron, preocupados, al reconocer a Julio y a los forasteros. ¿Qué se traían entre manos?
-Ese no es el barco de Julio, ¿verdad? –le preguntó Gonzalo al capataz, entrecerrando los ojos para atisbar mejor lo que estaban haciendo.
-No –respondió con la misma seriedad que su amigo-. Su barcaza es mucho más vieja. No sé de quién es ese barco. ¿Sigues pensando que Julio esté metido en todo esto?
-No lo sé –confesó Gonzalo, cada vez más serio. Desde su posición apenas podía ver gran cosa, tan solo un intercambio de palabras y algún que otro gesto señalando el barco-. De todos es sabido que Julio es un hombre honrado, sin embargo… ¿qué hace con esta gente?
En ese momento, se produjo un apretón de manos entre Julio y el que solía ser el portavoz de aquellos forasteros.
-Han debido de llegar a alguna clase de acuerdo –dijo Andrés en voz alta lo que ambos habían comprendido ante aquel gesto.
-Ese tipo no me da ninguna buena espina –habló Gonzalo.
-¿Quién?
-El que debe de ser el jefe –se volvió hacia Andrés-. No me gusta para nada esa mirada tan… oscura que tiene. Oculta demasiada maldad en ella.
-¿Lo dices por… María? –comprendió el capataz, qué era lo que tanto le molestaba de aquel hombre.
-Por María y por Celia; y por todas las mujeres del pueblo. De momento no se ha escuchado nada extraño sobre ellos, supongo que no querrán llamar mucho la atención pero con esta clase de gente nunca se sabe cuándo pueden actuar.
El capataz no había pensado en aquella posibilidad. Sin embargo, se daba cuenta de que Gonzalo tenía razón.
-Vamos –le pidió Andrés, que había tomado una decisión después de pensar en aquello.
Apenas cinco minutos después estaban los dos en el restaurante. En cuanto Celia les vio, su semblante palideció y sintió como sus latidos se aceleraban sin razón alguna.
-Hola, Celia –la saludó Gonzalo, apoyándose en la barra.
La joven tenía un vaso entre las manos que se le escurrió en cuanto cruzó una mirada con Andrés. Por fortuna, esta vez pudo cogerlo antes de que se rompiera.
-Hola Gonzalo… Andrés.
-Hola Celia –la saludó con mayor aplomo del que normalmente mostraba con ella; tanto que hasta él mismo se sorprendió.
-¿Y María? –preguntó el joven por su esposa.
-En la trastienda. No tardará en salir.
Gonzalo asintió. Estaba a punto de entrar a buscarla cuando comprendió que si les dejaba solos iba a crear un momento delicado e incómodo. Aunque por otra parte, los dos ya eran lo bastante mayorcitos para enfrentarse a una conversación normal.
-Voy a…
María salió de la trastienda, con Martín en brazos y Esperanza revoloteando a su alrededor mientras comía una madalena.
Gonzalo se acercó a saludar a su esposa, con un suave beso en los labios. Luego cogió a su hijo en brazos y tras darle un beso en la frente, el niño colocó sus dos manitas sobre las mejillas de su padre, dedicándole una caricia.
-¿Qué haces aquí? –María se extrañó al verle-. No te esperaba. ¿Ha sucedido algo?
Gonzalo posó la mano sobre la cabeza de Esperanza, a modo de caricia.
-Nada. ¿O acaso no puedo venir a buscaros? –se defendió él con cariño.
Mientras, Celia sirvió dos vasos de ron. Andrés cogió el suyo y bebió un trago.
-Sí, sí –se apresuró a decir María, mostrándole una de sus sonrisas-. Claro que puedes, mi amor. Ya sabes que me gusta que vengas a por nosotros.
Andrés y Celia asistían al intercambio de halagos que se dedicaba la pareja, quienes estaban acostumbrados a ello; no como sus amigos que les observaban entre sorprendidos y contentos al ver la complicidad que se establecía entre María y Gonzalo con solo mirarse.
El capataz volvió su rostro hacia Celia. ¿Qué pensaría la joven de aquello? Quizá a muchas personas les resultara ridículo ver cómo se hablaba el matrimonio, pero para otros era una muestra de lo compenetrados que estaban.
Celia sintió la mirada del capataz y debió de pensar lo mismo que él, pues le devolvió la sonrisa.
Solo entonces, María se dio cuenta de que les habían estado escuchando.
-¿De qué os reís? –les exigió saber ella, imaginando a qué venían las sonrisas.
Andrés se encogió de hombros, sin saber cómo explicárselo.
-Pues de lo enamorados que estáis, María –habló Celia, evitando mirar al capataz-. Que solo hay que ver cómo os miráis y con que dedicación os habláis para darse una cuenta de que el resto dejamos de existir cuando estáis juntos.
-¿Y es eso malo? –preguntó Gonzalo, volviendo a la barra y sentando al pequeño Martín sobre un taburete alto mientras Esperanza se encaramaba ella sola a otro.
-¡Para nada! –saltó Celia.
-Debe de ser la envidia sana que provocáis –intervino Andrés, pensando en voz alta.
Los tres se volvieron hacia él, quien enseguida se dio cuenta de que había hablado de más y podían malinterpretar sus palabras. Bajó la cabeza, incapaz de mirar a ninguno, sobre todo a Celia, y bebió otro trago de su vaso, deseando que se lo tragase la tierra.
A su vez, Celia comenzó a faenar con varios aperitivos, tratando de mostrarse indiferente.
María miró a ambos, ocultando una sonrisa, pues el comentario del capataz había molestado más a los dos que a Gonzalo y a ella; su esposo le lanzó una mirada de entendimiento: o les daban un empujón o podrían pasar años hasta que sus amigos se decidieran a avanzar en su recién estrenada “relación”.
-Estaba pensando que… ¿Por qué no os venís mañana por la noche a cenar a casa? –les invitó María, entusiasmada con la idea.
Celia y Andrés la miraron de nuevo; entre sorprendidos y asustados. ¿Una cena… juntos?
-Creo que has tenido una gran idea, cariño –la apoyó Gonzalo, tomando el último trago del vaso. No iban a darles opción a una negativa.
Su esposa sonrió débilmente; una sonrisa cómplice.
-Entonces, decidido –decretó María-. Mañana a las nueve os queremos a los dos en casa.
-Pero… -comenzó Celia, tratando de poner pegas-. Yo tengo que cerrar el restaurante y luego…
-… luego nada –le cortó su amiga, clavando en ella una mirada que no admitía un no por respuesta-. Que porque cierres el restaurante diez minutos antes no va a pasar nada. Además, a partir de las ocho y media la gente comienza a irse a sus casas. Así que no hay excusa posible.
Celia le lanzó una mirada asesina, que María ignoró por completo, segura de que en un futuro su amiga se lo agradecería.
-A mí me encantaría –habló Andrés, dejando el vaso vacío sobre la mesa-. Pero ya sabéis que mi madre anda algo delicada de salud y… no me gusta dejarla tanto tiempo sola.
-Bueno… por una noche, puedes pedirle a Carmen que le eche un ojo, ¿no? –intervino Gonzalo, buscándole una solución. Cuando Andrés no podía estar junto a su madre, siempre recurría a una buena vecina que accedía a cuidar de doña Gloria en su ausencia.
-No quiero abusar de ella –insistió el capataz-. Anoche ya se quedó con mi madre para que pudiese ir a la verbena… -sus ojos se cruzaron un instante con los de Celia, quien no pudo ocultar cierta decepción al escuchar la negativa del capataz, pues aunque ella misma acababa de poner excusas para no acudir a la cena, en su interior deseaba que Andrés fuera también; algo que el joven captó y que le hizo cambiar de opinión-. Aunque quizá pueda… si hablo con ella.
-Perfecto –convino Gonzalo, dándole una palmada en la espalda, contento por el cambio de parecer de su amigo.
Estaban tan absortos en su conversación que no se dieron cuenta de la llegada de Julio. El pescador les había visto nada más entrar en el restaurante. No le apetecía tener que cruzarse con ellos, sin embargo necesitaba hablar con Celia, así que se acercó a la barra.
-Buenas tardes –saludó con gesto serio-. ¿Está Teresa dentro?
-Sí –corroboró la joven, a quien se le borró la sonrisa del rostro. Gonzalo le dirigió una leve mirada a Andrés, que comprendió enseguida lo que quería decirle: que mirase con quién venía el pescador-. Ahora la llamo.
Mientras Celia entraba en la trastienda se produjo un momento de incomodidad con Julio presente. Ninguno sabía cómo tratarle. María apenas le miró, pues no quería tener otra trifulca con él.
Andrés se volvió disimuladamente y comprobó que los forasteros se habían sentado en una de las mesas. El joven torció el gesto de la boca al verles.
Teresa salió enseguida de dentro, secándose las manos en un trapo.
-¿Sucede algo? –le preguntó a su esposo, preocupada-.Creía que habías dicho que hoy vendrías más tarde.
-He solucionado el tema antes de lo que pensaba –declaró mirando de reojo al resto-. Tan solo quería que supieras que podré esperarte hoy a la salida -su esposa asintió-. Celia, sírvenos tres vasos del mejor ron que tengas. Hoy tengo mucho que celebrar –sacó pecho orgulloso.
La joven sirvió tres vasos de ron. Teresa miró a su esposo sin estar tan convencida como él de lo que acababa de hacer.
-¿Y eso? ¿Has tenido suerte hoy con la recogida de Pargo? –se interesó ella, dándole conversación.
-Tan solo te diré que he cerrado un buen negocio –anunció haciéndose el misterioso-. Y que si todo sale según lo previsto, las ganancias se verán en los próximos meses.
El pescador estaba de tan buen humor que fue el mismo quien cogió los tres vasos y se los llevó a la mesa.
Teresa miró un momento a los presentes y sin decir nada regresó dentro a terminar su trabajo.
María se quedó preocupada por su amiga, pues sabía que no estaba tan convencida como Julio de que aquel negocio resultase tan rentable como él alardeaba. Ella tampoco sabía mucho de aquel tipo de negocios, pero quizá Gonzalo sí.
Su esposo, por su parte, se había quedado pensativo. ¿Qué clase de negocio acababa de cerrar Julio? ¿Estaría relacionado con el contrabando de ron? ¿Sería tan insensato como para ir pregonándolo a los cuatro vientos como si se tratara de una gran hazaña?
Intercambió una mirada de preocupación con Andrés, quien debía de haber pensado lo mismo. Su amigo asintió levemente. Tendrían que averiguar de qué se trataba.
-Es hora de irnos, cariño –le dijo María, cuya sonrisa se había evaporado.
Gonzalo asintió, cogiendo a su hijo en brazos mientras María se encargaba de Esperanza.
Solo entonces, Gonzalo se dio cuenta del gesto serio de su esposa, que no dejaba de mirar la puerta que llevaba a la trastienda. El joven comprendió que debía estar preocupada por Teresa. Quizá María supiese algo que él desconocía y que sería clave para averiguar que ocurría con los negocios del pescador.

Gonzalo suspiró levemente. No le quedaba de otra que hablar con María sobre ello. 

CONTINUARÁ...

No hay comentarios:

Publicar un comentario