CAPÍTULO 18
Gonzalo se encontraba en el despacho de la
hacienda, concentrado en una montaña de papeles, recibos de proveedores y
tratando de poner al día las cuentas de la finca cuando escuchó que alguien
tocaba a la puerta.
Levantó la mirada y se encontró con Andrés.
-¿Se puede? –preguntó, quitándose el
sombrero.
-Pasa, Andrés –le pidió Gonzalo, señalándole
la silla que tenía frente a él.
El capataz sin embargo se mantuvo de pie.
-Si estás muy ocupado vuelvo luego –declaró,
sin querer molestarle.
-No. Has llegado justo a tiempo –se sinceró
reclinándose en el sillón-. Necesito un descanso. Llevo todo el día revisando
pagarés, pedidos y… presupuestos. Los números comienzan a bailarme en la cabeza.
Se levantó para estirar las piernas y acudió
al carrito de las bebidas. Andrés tomó asiento mientras Gonzalo servía dos
copas de brandy.
-Y dime, ¿qué tal están las cosas por la
hacienda? –le preguntó al capataz, sentándose de nuevo, ya con las copas frente
a ellos-. Apenas he tenido tiempo para ir a comer a casa y poco más –miró los
papeles esparcidos por toda la mesa con gesto desolado-. La verdad… no sé cómo
se arregla Tristán con tanto papeleo. Menos mal que te tenemos a ti para que
estés pendiente de la hacienda mientras nos ocupamos de esto.
-De eso precisamente venía a hablarte –dijo
el capataz con gesto serio.
-¿Qué sucede? –Gonzalo se echó hacia
delante, con el ceño fruncido. Lo último que necesitaba en ese momento eran
malas noticias-. ¿Se trata de los cultivos?
-No, no –declaró Andrés, inmediatamente,
sacándole de su error-. Se trata de las
caballerizas. Me he dado cuenta de que el tejado de una de ellas está en mal
estado y habrá que arreglarlo. Don Tristán me dijo que estuviese al pendiente
pues después de la última tormenta, temía que algo así sucediera.
Gonzalo asintió.
-Está bien –volvió a reclinarse, más
sereno-. Busca a una cuadrilla de hombres para que se ocupen de ello cuanto
antes. Un tejado en mal estado y con probabilidades de que se desmorone es lo
último que necesitamos –se quedó un instante pensativo-. A ver cómo nos afecta
este extra, que este mes el presupuesto se ha disparado con la compra de los
dos sementales.
Levantó la mirada hacia el capataz y
entonces se percató de que no le estaba prestando atención.
-¿Andrés? –ladeó la cabeza-. ¿Te preocupa algo
más?
Su amigo reaccionó al momento.
-No… -murmuró, sin saber bien qué decir-…
bueno, sí –se hizo hacia delante para hablar con mayor complicidad-. Se trata
de… de Celia.
Gonzalo sonrió. Todavía no había hablado con
su amigo sobre la verbena, y no sabía cómo habían terminado la velada.
-¿Qué pasó? Cuando quisimos darnos cuenta ya
no estabais en la plaza.
-La acompañé a casa porque tenía que
madrugar –le explicó algo azorado-. Pero antes estuvimos conversando y…
bailando.
-Eso es bueno –convino Gonzalo, viendo que
la cita no había ido tan mal; y mucho más conociendo las reticencias de Celia.
-Sí –mostró una media sonrisa, poco
acostumbrado a hablar de sus sentimientos tan abiertamente; y es que Andrés
hasta la llegada de Gonzalo, tampoco había tenido a nadie a quien considerar
como un amigo de verdad-. Mejor de lo que pude imaginar.
-¿Entonces? –el esposo de María apoyó los
codos en la mesa, con gesto preocupado-. ¿A qué esa cara?
El capataz arrugó los labios en una mueca de
disgusto y suspiró.
-A
que estuvimos a punto de besarnos –confesó finalmente.
-¿Y… eso es malo? –Gonzalo no comprendía su
desanimo.
-Ese es el problema. ¡Qué no sé si es bueno
o malo! –se sinceró el capataz, desconcertado por no saber a qué atenerse con
la joven-. Me dio la sensación de que quería que la besara pero… justo tuvieron
que aparecer los forasteros y echarlo todo a perder –terminó quejándose.
-¿Cómo que aparecieron los forasteros? –le
cortó su amigo, preocupado por aquella información.
-Sí. Fue Celia quien los vio venir. Bueno,
más bien quien les oteó porque ellos no nos vieron, afortunadamente. Se colaron
en una vieja tienda de ultramarinos, que según me contó Celia, lleva tiempo
abandonada. Por eso nos extrañó que estuviesen allí, porque no es una casa,
propiamente dicha. Además, cuando llegaron a ella, se cercioraron de que no
había nadie cerca para entrar.
Gonzalo asintió, arrugando la nariz. Aquello
no le gustaba nada.
-Como si no tuviesen que estar allí –decretó
el joven.
-Exacto.
-Y esos… conocidos que te pasaban la información,
¿no te han comentado nada más? –Gonzalo volvió a levantarse y se sirvió otra
copa. Necesitaba calmar los nervios.
-Me he acercado antes a una de las tabernas,
porque después de lo de anoche no iba a quedarme esperándolas venir –le contó,
tomando un sorbo de su brandy-. Y resulta que al parecer estaban esperando un
cargamento muy importante de ron. Pero no han sabido, o no han querido decirme
para cuándo.
A Gonzalo se le pasó una idea por la cabeza
mientras regresaba a la mesa, pero se quedó de pie.
-Un momento. Podría ser que usaran esa
tienda de ultramarinos como bodega –le expuso, sintiendo un leve escalofrío en
el cuerpo tan solo de pensar en aquellos hombres.
Andrés palideció de pronto, al comprender
que Gonzalo había dado en el clavo.
-Es lo más probable –murmuró el capataz
levantándose de la silla, nervioso-. Necesitan un lugar para esconder un gran
cargamento de contrabando y qué mejor sitio que uno abandonado, donde nadie
pueda sospechar.
Gonzalo asintió, cada vez más preocupado. Se
mesó la barba, pensando en qué medidas podían tomar. No sabían si aquellos
forasteros habían recibido o no el cargamento, así que aunque acudiesen a los
civiles con aquello, podrían encontrarse con la tienda vacía. No. Aquella no
era la solución.
-¿Y si hablamos con los civiles? –propuso
Andrés, ante su silencio, leyéndole el pensamiento.
Gonzalo le explicó que era mejor no hacerlo,
pues no tenían pruebas y tenían que estar seguros de que allí estaba la
mercancía.
-Pues entremos en el ultramarinos –dijo el
capataz con determinación-. Es la única manera de saber si ya lo han recibido o
no.
Gonzalo también había sopesado aquella posibilidad.
Pero entrar en aquel lugar era como meterse en la boca del lobo, y sin estar
seguros de nada.
-Yo no tengo miedo a enfrentarme a esos
tipos –dijo Andrés, con un brillo febril en los ojos y apretando los puños-. Lo
único que hacen es ensuciar el pueblo con sus trapicheos.
-No se trata de eso, Andrés –Gonzalo trató
de calmarle. Él tampoco quería verles danzando impunes por el pueblo; pero
debían ser cautos y no actuar sin pensar-. Son gente muy peligrosa que no se lo
pensará dos veces si tienen que descerrajarte un tiro.
A la memoria de Gonzalo regresó el recuerdo
de aquel matarife que la Montenegro contrató para que terminara con su vida.
Aquel infame no dudó en dispararle después de que el joven le revelara todo lo
que necesitaba saber de los suyos en Puente Viejo.
-Entonces, ¿qué propones? –preguntó el
capataz, conteniéndose, pues la opinión de Gonzalo era una de las que más respetaba.
-Que investiguemos un poco más –declaró al
fin-. Entérate de donde podemos encontrar a esos a quienes venden el ron y
trataremos de sacarles algo.
-¿Nosotros? –se sorprendió el capataz-.
¿Acaso crees que van a irse de la lengua así sin más? –soltó una carcajada,
incrédulo.
-Tú no te preocupes por eso –siguió Gonzalo,
sin sentirse ofendido por la duda. Había pensado algo. Arriesgado pero eficaz,
a su entender-. Tú encárgate de averiguar donde se reúnen, que del resto me
encargo yo.
El capataz no las tenía todas con él, pero
confiaba en Gonzalo; así que decidió obedecer sin preguntar nada más.
Se levantó para irse, sin embargo el esposo
de María le detuvo.
-¿Vas a ver a Celia?
-Eh… no –reconoció él, apesadumbrado-. No
sabría que decirle exactamente después de lo de anoche.
Era la primera vez en mucho tiempo que
Andrés no iba al restaurante después de trabajar.
-Mayor motivo para que acudas –Gonzalo no
iba a permitir que su amigo se viniese abajo por no saber afrontar aquella
situación-. Ahora mismo nos vamos los dos. Tengo que pasar a recoger a María y
a los niños. Así que no hay excusa. Te creía más valiente: capaz de enfrentarte
a unos traficantes de ron pero no a Celia.
Andrés sonrió avergonzado. Gonzalo estaba en
lo cierto, aunque con Celia tenía una razón de peso para actuar así, y era que
no quería decepcionarla por nada del mundo.
Tras soltar un suspiro de resignación, ambos
salieron camino del restaurante.
Llegaron a la playa y se detuvieron junto al
faro al otear a lo lejos a un grupo de hombres reunidos alrededor de un barco
de pesca. Gonzalo y Andrés, se miraron, preocupados, al reconocer a Julio y a
los forasteros. ¿Qué se traían entre manos?
-Ese no es el barco de Julio, ¿verdad? –le
preguntó Gonzalo al capataz, entrecerrando los ojos para atisbar mejor lo que
estaban haciendo.
-No –respondió con la misma seriedad que su
amigo-. Su barcaza es mucho más vieja. No sé de quién es ese barco. ¿Sigues
pensando que Julio esté metido en todo esto?
-No lo sé –confesó Gonzalo, cada vez más
serio. Desde su posición apenas podía ver gran cosa, tan solo un intercambio de
palabras y algún que otro gesto señalando el barco-. De todos es sabido que
Julio es un hombre honrado, sin embargo… ¿qué hace con esta gente?
En ese momento, se produjo un apretón de manos
entre Julio y el que solía ser el portavoz de aquellos forasteros.
-Han debido de llegar a alguna clase de
acuerdo –dijo Andrés en voz alta lo que ambos habían comprendido ante aquel
gesto.
-Ese tipo no me da ninguna buena espina
–habló Gonzalo.
-¿Quién?
-El que debe de ser el jefe –se volvió hacia
Andrés-. No me gusta para nada esa mirada tan… oscura que tiene. Oculta
demasiada maldad en ella.
-¿Lo dices por… María? –comprendió el
capataz, qué era lo que tanto le molestaba de aquel hombre.
-Por María y por Celia; y por todas las
mujeres del pueblo. De momento no se ha escuchado nada extraño sobre ellos,
supongo que no querrán llamar mucho la atención pero con esta clase de gente
nunca se sabe cuándo pueden actuar.
El capataz no había pensado en aquella posibilidad.
Sin embargo, se daba cuenta de que Gonzalo tenía razón.
-Vamos –le pidió Andrés, que había tomado
una decisión después de pensar en aquello.
Apenas cinco minutos después estaban los dos
en el restaurante. En cuanto Celia les vio, su semblante palideció y sintió
como sus latidos se aceleraban sin razón alguna.
-Hola, Celia –la saludó Gonzalo, apoyándose
en la barra.
La joven tenía un vaso entre las manos que
se le escurrió en cuanto cruzó una mirada con Andrés. Por fortuna, esta vez
pudo cogerlo antes de que se rompiera.
-Hola Gonzalo… Andrés.
-Hola Celia –la saludó con mayor aplomo del
que normalmente mostraba con ella; tanto que hasta él mismo se sorprendió.
-¿Y María? –preguntó el joven por su esposa.
-En la trastienda. No tardará en salir.
Gonzalo asintió. Estaba a punto de entrar a
buscarla cuando comprendió que si les dejaba solos iba a crear un momento
delicado e incómodo. Aunque por otra parte, los dos ya eran lo bastante
mayorcitos para enfrentarse a una conversación normal.
-Voy a…
María salió de la trastienda, con Martín en
brazos y Esperanza revoloteando a su alrededor mientras comía una madalena.
Gonzalo se acercó a saludar a su esposa, con
un suave beso en los labios. Luego cogió a su hijo en brazos y tras darle un
beso en la frente, el niño colocó sus dos manitas sobre las mejillas de su
padre, dedicándole una caricia.
-¿Qué haces aquí? –María se extrañó al
verle-. No te esperaba. ¿Ha sucedido algo?
Gonzalo posó la mano sobre la cabeza de
Esperanza, a modo de caricia.
-Nada. ¿O acaso no puedo venir a buscaros?
–se defendió él con cariño.
Mientras, Celia sirvió dos vasos de ron.
Andrés cogió el suyo y bebió un trago.
-Sí, sí –se apresuró a decir María,
mostrándole una de sus sonrisas-. Claro que puedes, mi amor. Ya sabes que me
gusta que vengas a por nosotros.
Andrés y Celia asistían al intercambio de
halagos que se dedicaba la pareja, quienes estaban acostumbrados a ello; no
como sus amigos que les observaban entre sorprendidos y contentos al ver la
complicidad que se establecía entre María y Gonzalo con solo mirarse.
El capataz volvió su rostro hacia Celia.
¿Qué pensaría la joven de aquello? Quizá a muchas personas les resultara
ridículo ver cómo se hablaba el matrimonio, pero para otros era una muestra de
lo compenetrados que estaban.
Celia sintió la mirada del capataz y debió
de pensar lo mismo que él, pues le devolvió la sonrisa.
Solo entonces, María se dio cuenta de que
les habían estado escuchando.
-¿De qué os reís? –les exigió saber ella,
imaginando a qué venían las sonrisas.
Andrés se encogió de hombros, sin saber cómo
explicárselo.
-Pues de lo enamorados que estáis, María
–habló Celia, evitando mirar al capataz-. Que solo hay que ver cómo os miráis y
con que dedicación os habláis para darse una cuenta de que el resto dejamos de existir
cuando estáis juntos.
-¿Y es eso malo? –preguntó Gonzalo,
volviendo a la barra y sentando al pequeño Martín sobre un taburete alto
mientras Esperanza se encaramaba ella sola a otro.
-¡Para nada! –saltó Celia.
-Debe de ser la envidia sana que provocáis
–intervino Andrés, pensando en voz alta.
Los tres se volvieron hacia él, quien
enseguida se dio cuenta de que había hablado de más y podían malinterpretar sus
palabras. Bajó la cabeza, incapaz de mirar a ninguno, sobre todo a Celia, y
bebió otro trago de su vaso, deseando que se lo tragase la tierra.
A su vez, Celia comenzó a faenar con varios
aperitivos, tratando de mostrarse indiferente.
María miró a ambos, ocultando una sonrisa,
pues el comentario del capataz había molestado más a los dos que a Gonzalo y a
ella; su esposo le lanzó una mirada de entendimiento: o les daban un empujón o
podrían pasar años hasta que sus amigos se decidieran a avanzar en su recién
estrenada “relación”.
-Estaba pensando que… ¿Por qué no os venís
mañana por la noche a cenar a casa? –les invitó María, entusiasmada con la
idea.
Celia y Andrés la miraron de nuevo; entre
sorprendidos y asustados. ¿Una cena… juntos?
-Creo que has tenido una gran idea, cariño
–la apoyó Gonzalo, tomando el último trago del vaso. No iban a darles opción a
una negativa.
Su esposa sonrió débilmente; una sonrisa
cómplice.
-Entonces, decidido –decretó María-. Mañana
a las nueve os queremos a los dos en casa.
-Pero… -comenzó Celia, tratando de poner
pegas-. Yo tengo que cerrar el restaurante y luego…
-… luego nada –le cortó su amiga, clavando
en ella una mirada que no admitía un no por respuesta-. Que porque cierres el
restaurante diez minutos antes no va a pasar nada. Además, a partir de las ocho
y media la gente comienza a irse a sus casas. Así que no hay excusa posible.
Celia le lanzó una mirada asesina, que María
ignoró por completo, segura de que en un futuro su amiga se lo agradecería.
-A mí me encantaría –habló Andrés, dejando
el vaso vacío sobre la mesa-. Pero ya sabéis que mi madre anda algo delicada de
salud y… no me gusta dejarla tanto tiempo sola.
-Bueno… por una noche, puedes pedirle a
Carmen que le eche un ojo, ¿no? –intervino Gonzalo, buscándole una solución.
Cuando Andrés no podía estar junto a su madre, siempre recurría a una buena
vecina que accedía a cuidar de doña Gloria en su ausencia.
-No quiero abusar de ella –insistió el
capataz-. Anoche ya se quedó con mi madre para que pudiese ir a la verbena…
-sus ojos se cruzaron un instante con los de Celia, quien no pudo ocultar
cierta decepción al escuchar la negativa del capataz, pues aunque ella misma
acababa de poner excusas para no acudir a la cena, en su interior deseaba que
Andrés fuera también; algo que el joven captó y que le hizo cambiar de
opinión-. Aunque quizá pueda… si hablo con ella.
-Perfecto –convino Gonzalo, dándole una
palmada en la espalda, contento por el cambio de parecer de su amigo.
Estaban tan absortos en su conversación que
no se dieron cuenta de la llegada de Julio. El pescador les había visto nada
más entrar en el restaurante. No le apetecía tener que cruzarse con ellos, sin
embargo necesitaba hablar con Celia, así que se acercó a la barra.
-Buenas tardes –saludó con gesto serio-.
¿Está Teresa dentro?
-Sí –corroboró la joven, a quien se le borró
la sonrisa del rostro. Gonzalo le dirigió una leve mirada a Andrés, que
comprendió enseguida lo que quería decirle: que mirase con quién venía el
pescador-. Ahora la llamo.
Mientras Celia entraba en la trastienda se
produjo un momento de incomodidad con Julio presente. Ninguno sabía cómo
tratarle. María apenas le miró, pues no quería tener otra trifulca con él.
Andrés se volvió disimuladamente y comprobó
que los forasteros se habían sentado en una de las mesas. El joven torció el
gesto de la boca al verles.
Teresa salió enseguida de dentro, secándose
las manos en un trapo.
-¿Sucede algo? –le preguntó a su esposo,
preocupada-.Creía que habías dicho que hoy vendrías más tarde.
-He solucionado el tema antes de lo que
pensaba –declaró mirando de reojo al resto-. Tan solo quería que supieras que
podré esperarte hoy a la salida -su esposa asintió-. Celia, sírvenos tres vasos
del mejor ron que tengas. Hoy tengo mucho que celebrar –sacó pecho orgulloso.
La joven sirvió tres vasos de ron. Teresa
miró a su esposo sin estar tan convencida como él de lo que acababa de hacer.
-¿Y eso? ¿Has tenido suerte hoy con la
recogida de Pargo? –se interesó ella, dándole conversación.
-Tan solo te diré que he cerrado un buen
negocio –anunció haciéndose el misterioso-. Y que si todo sale según lo
previsto, las ganancias se verán en los próximos meses.
El pescador estaba de tan buen humor que fue
el mismo quien cogió los tres vasos y se los llevó a la mesa.
Teresa miró un momento a los presentes y sin
decir nada regresó dentro a terminar su trabajo.
María se quedó preocupada por su amiga, pues
sabía que no estaba tan convencida como Julio de que aquel negocio resultase
tan rentable como él alardeaba. Ella tampoco sabía mucho de aquel tipo de
negocios, pero quizá Gonzalo sí.
Su esposo, por su parte, se había quedado
pensativo. ¿Qué clase de negocio acababa de cerrar Julio? ¿Estaría relacionado
con el contrabando de ron? ¿Sería tan insensato como para ir pregonándolo a los
cuatro vientos como si se tratara de una gran hazaña?
Intercambió una mirada de preocupación con
Andrés, quien debía de haber pensado lo mismo. Su amigo asintió levemente.
Tendrían que averiguar de qué se trataba.
-Es hora de irnos, cariño –le dijo María,
cuya sonrisa se había evaporado.
Gonzalo asintió, cogiendo a su hijo en
brazos mientras María se encargaba de Esperanza.
Solo entonces, Gonzalo se dio cuenta del
gesto serio de su esposa, que no dejaba de mirar la puerta que llevaba a la
trastienda. El joven comprendió que debía estar preocupada por Teresa. Quizá
María supiese algo que él desconocía y que sería clave para averiguar que
ocurría con los negocios del pescador.
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