miércoles, 4 de noviembre de 2015

CAPÍTULO 17 
Todavía no despuntaba el primer rayo por el horizonte del mar cuando Teresa ya le estaba sirviendo a su esposo el desayuno.
Aquel día, Julio salía a faenar más tarde pues la noche anterior se habían retirado a descansar más tarde de lo habitual porque  estaban junto al resto de aldeanos celebrando el día grande de la Santa; de manera que la noche de la verbena los pescadores dejaban de lado sus quehaceres para estar con sus familias. Era de las pocas noches que nadie salía a alta mar a faenar.
-Estás muy pensativo –opinó Teresa tras servirle unas gachas-. ¿Ocurre algo?
La joven se sentó junto a su esposo a desayunar, después de ponerse en su plato otra ración. El pescador tomó una cucharada antes de responder.
-Llevo días dándole vueltas a un asunto –declaró al fin. Julio no era hombre de dar muchas explicaciones; y Teresa estaba acostumbrada a ello. Sin embargo, cuando algo le preocupaba, no dudaba en compartirlo con su esposa, aunque solo fuera para que le escuchase-. Ya sabes que la barcaza de mi padre tiene unos cuantos desperfectos desde el último temporal y cada vez que salgo a faenar, regreso con algún desperfecto más.
-Entonces… vas a arreglarla, ¿es eso? –comprendió Teresa, lo cual significaba que su esposo estaría unos cuantos días sin salir al mar, y por consiguiente sin llevar cuartos a casa.
-No –declaró él levantando la mirada hacia ella-. En un principio era lo que había pensado hacer, arreglarlo pero… -se le hizo un nudo en la garganta. Aquella barcaza significaba mucho para Julio. Había pertenecido a su abuelo, primero, y de éste pasó a su padre, quien a su vez se la entregó a él. En ella, el pescador había pasado gran parte de su vida y ver como el paso del tiempo hacía mella en el barco donde había aprendido a faenar, le partía el corazón. Pero Julio no podía dejar traslucir esos sentimientos; tenía que mostrarse fuerte, aunque frente a Teresa no tuviera que hacerlo, puesto que ella le conocía lo suficiente como para saber cuán importante era para él-… pero hay que dejarse de sentimentalismos y pensar con la mollera –tomó otra cucharada de gachas para tragar el nudo de emoción-. He estado viendo otro barco que me han ofrecido. Es de segunda mano pero está en perfectas condiciones. Y después de hacer números creo que la mejor opción que tenemos es comprarlo.
La joven abrió los ojos más de lo normal. ¿Comprar otro barco?
-¿Estás seguro? –inquirió ella, sabiendo que si Julio ya había tomado la decisión no había nada a hacer-. Un barco nuevo, aunque sea de segunda mano siempre resulta más caro, y…
-Me sale más barato comprar ese que reparar el viejo –sentenció él, apartando el plato, y dando a entender que ya lo tenía decidido-. Es un buen negocio.
Su esposa se mordió el labio. Ella no sabía mucho de negocios, pero no lo veía tan fácil como Julio. ¿Un barco nuevo que resultaba más barato que arreglar el viejo?
-¿Y… y quién te vende ese barco? –se atrevió a preguntarle.
-No los conoces –dijo él, en tono cortante-. Son gente de fuera, tratantes que se dedican a ir por los pueblos buscando compradores; ya sean de barcos, carretas o lo que sea menester. Personas dedicadas a estas clases de negocios.
-¿Y son de fiar? –titubeó ella, sabiendo que estaba hablando de los forasteros con quien solía encontrarse cada tarde en el restaurante de Celia; o sino, con alguien recomendado por esa gente.
-Por supuesto –Julio frunció el ceño, comenzando a enfadarse-. ¿Por quién me tomas? ¿Acaso crees que me dejaría embaucar por alguien que no presentara buenas referencias?
-No, no –bajó la cabeza, temerosa; en ningún momento había querido hacerle quedar cómo un inocente principiante. Julio llevaba años lidiando él solo por sacarse los cuartos, no se fiaba fácilmente de la gente y sabía de qué pie cojeaba cada uno; así que si él pensaba que aquellos vendedores eran trigo limpio, ella no iba a inmiscuirse-. Solo que me extraña que te resulte más barato comprar uno nuevo que reparar el viejo.
-Eso es porque no entiendes de negocios –le espetó él, levantándose de la mesa-. He tenido que regatearles bastante para que me lo dejaran a buen precio –declaró sin ocultar el orgullo que sentía por su hazaña-. Y con lo que ganamos entre los dos, podemos hacer frente a este gasto. Puede que ahora al principio parezca imposible, pero a la larga el beneficio que sacaremos será grande. Con este nuevo barco podré adentrarme en algunas de las calas donde ahora me es imposible acceder con la vieja barcaza.
Se volvió hacia la ventana y vio que comenzaba a clarear.
-Ya se me ha hecho tarde –dijo recogiendo un pequeño zurrón que Teresa le había dejado preparado con la comida-. Regresaré a la noche. He quedado esta tarde para ir a ver el barco de nuevo y cerrar el negocio.
Se acercó a ella y le dio un beso en la frente, como cada día. Su esposa lo aceptó y se quedó con gesto pensativo mientras escuchaba la puerta de la entrada cerrándose.
Julio andaba muy emocionado con aquel negocio, pensando que salía ganando; sin embargo Teresa era más cauta. Si bien era cierto que ella no sabía de esos menesteres, algo le decía que las cosas no eran tan sencillas como su esposo se las había contado.
La normalidad volvió a Santa Marta, el día después de la verbena. Los lugareños retomaron sus obligaciones y trabajos con el mismo ímpetu de cada día.
Gonzalo regresó a la hacienda, donde la siembra ya había terminado, así que mientras Andrés se encargaba de supervisar los asuntos en las tierras, él se quedó en el despacho de Tristán poniendo al día las facturas y los papeles que se apilaban sobre el escritorio.
María estuvo por la mañana en la escuela, dando clases a los niños. En la última semana habían acudido tres más, de una de las aldeas vecinas. Se trataban de tres primos de ocho, seis y cinco años, que vivían con sus padres en una de las haciendas de los alrededores.
Hasta el momento, los padres de los niños se habían negado a que sus hijos acudiesen a las clases porque en ella estaban también los hijos de algunos campesinos y no veían con buenos ojos que sus hijos se mezclasen con gente de menor rango social que ellos. Sin embargo, María les había hecho comprender que en su escuela tenía cabida todo aquel que quisiera estudiar. No iba a echar a nadie ni a separar a unos niños de otros, discriminándoles por una razón sin fundamento. Y tampoco estaba dispuesta a acudir a sus casas para darles clases particulares; así que aquellos hacendados tuvieron que ceder y dejar que sus hijos se mezclaran con los hijos de los campesinos.
Después de comer, María acudió al restaurante de Celia con los niños. Podía dejarlos en la casa con la criada, pero prefería llevárselos con ella y que disfrutasen de su compañía, aunque ella estuviese ocupada con las lecciones.
Los últimos días habían sido un poco raros para ellos, y es que seguían sin tener noticias de Ramita. María ya había dado por perdida a la mascota pero sus hijos mantenían la esperanza de que pronto regresaría a casa.
Por fortuna, tanto Esperanza como Martín eran unos niños que encontraban diversión con cualquier pequeña cosa de la trastienda del restaurante, y siempre tenían algo con lo que entretenerse, sobre todo Esperanza, que con sus escasos cuatro años ya sentía una gran curiosidad por las hierbas y plantas que se encontraban por aquellos lares, y Celia, conocedora de ellas, aprovechaba para llevarle a la niña toda clase de matojos para enseñárselos.
Aquella tarde, nada más entrar en la trastienda se escuchó un sonido sordo. María se quedó plantada en la puerta, después de apartar la cortina que daba acceso al lugar, con los dos niños pegados a ella.
-¡Ah, eres tú! –soltó Celia, mirando el plato que se le había caído de las manos y cuyos restos estaban desperdigados por el suelo.
-¿Quién sino iba a ser? –la esposa de Gonzalo entró y dejó a sus hijos en la otra punta de la habitación, lejos del estropicio.
-Nadie, nadie –se agachó a recoger el destrozo. María se acercó a ayudarla-. Es solo que… ¡Ay!
La joven sacudió el dedo, de donde comenzaba a manar un hilillo fino y rojo.
-Se ve que hoy no es mi día –se quejó, malhumorada.
-Anda, déjame que me encargue yo de esto y cúrate esa herida, no vaya a infectarse –le ordenó su amiga.
No hizo falta que María se lo dijese dos veces. Celia se acercó a uno de los fregaderos y vertió agua del cántaro sobre el dedo para limpiarlo. Seguidamente se puso un poco de sal sobre la herida y apretó los labios, soportando el escozor que le estaba produciendo.
-¿Se puede saber qué te ha pasado para que estés en ese estado? –le preguntó María, echando los restos del plato en un cubo, lejos para que nadie más saliera herido.
Volvió su mirada hacia los niños que ya habían buscado sus juguetes favoritos y se disponían a entretenerse con ellos, sentados en un rincón del suelo.
-No ha sido nada –volvió a decir, sin mirarla de frente, lo cual le indicó a María que su amiga le estaba ocultando la verdad-. Debe de ser que sigo cansada por todo el trabajo de ayer en el puesto y…
-… y la verbena –concluyó la esposa de Gonzalo, con una chispa irónica en sus ojos. Ahora entendía que sucedía-. ¿Es por eso? ¿Por la verbena? ¿No me digas que al final las cosas no salieron bien con Andrés? ¿Qué le hiciste, Celia?
Se acercó a su amiga, que se volvió hacia ella, como un resorte.
-¡Yo, nada! –se defendió enseguida-. Todo lo contrario –bajó la voz, y sus mejillas se encendieron-. Lo… lo pasé mejor de lo que esperaba.
María sonrió, divertida.
-¿Entonces? ¿A qué vienen esos nervios?
Celia echó una mirada hacia la puerta. Todavía tenían unos minutos hasta que llegase Teresa y tuviese que abrir el restaurante. Cogió a María del brazo y la condujo hasta la mesa donde tomaron asiento.
-A que… estuvimos a punto de besarnos –le confesó.
La esposa de Gonzalo habría esperado cualquier cosa menos aquel avance en la incipiente relación de su amiga y el capataz.
-Pero… ¿cómo fue?
-Después de que nos dejaseis solos, estuvimos hablando un poco. Lo cierto es que jamás me lo hubiera imaginado así a Andrés. Lo poco que le conozco es de vernos aquí, de servirle en el restaurante, y siempre me ha parecido un joven dedicado a la tierra… no sé, le creía más… analfabeto, inculto…. Y me sorprendió –el entusiasmo con el que hablaba del capataz, sorprendió gratamente a María-. Sé que no debí prejuzgarle pero…
-… pero es un hombre y te cuesta confiar en ellos, de nuevo –concluyó su amiga, que la conocía tan bien.
-Fue… fue muy atento, la verdad –se sonrojó de nuevo-. Y baila muy bien –concluyó con una sonrisa.
A María le resultaba extraño ver a su amiga en aquel estado, entusiasmada y a la vez temerosa, cuando siempre había sabido lo que quería. Quizá fuera que ahora que Andrés había entrado en su vida, la había puesto patas arriba y no sabía cómo seguir.
-Has dicho que estuvisteis a punto de besaros –recordó la esposa de Gonzalo-. ¿Acaso le rechazaste?
-No, no –recordó Celia-. Nos interrumpieron unos… unos aldeanos que pasaban cerca –dijo sin dar más explicaciones-. El caso es que… que ahora no sé cómo tratarle cuando vuelva a verle.
Su amiga le entendió al instante. La primera vez que ella y Gonzalo se besaron le ocurrió algo similar. Aunque María estaba con fiebres muy altas, recordaba aquel momento como el más bello de todos, cuando sus labios rozaron los de Gonzalo, la calidez de aquel simple beso quedó grabada para siempre bajo su piel.
Lo peor vino después, cuando ambos no sabían cómo tratarse, sabiendo que lo ocurrido no podía volver a suceder. Gonzalo la evitaba constantemente, cosa que le desgarraba por dentro, pues sabía que había traspasado un límite que no debía.
-Comprendo –dijo con calma. Le cogió la mano sana, pues la otra seguía con los restos de sal que estaban curando su herida-. Tienes miedo de lo que pueda pasar. ¿Es eso?
-¿Y si me pide otra cita? –dijo de pronto, temblando-. La de ayer, con vosotros delante fue más sencillo. Pero… -negó con la cabeza-, no sé qué ocurriría con nosotros solos.
-Eso es algo que tendrás que pasar, si quieres seguir adelante con él –dijo al fin María, con seriedad-. Gonzalo y yo no siempre podremos estar ahí, acompañándoos en todas vuestras salidas.
-¡Ni yo lo pretendo!
Ambas soltaron una carcajada justo en el momento en el que Teresa entraba en la trastienda.
-Buenas tardes –las saludó con voz cansada.
María enseguida se dio cuenta de que algo le sucedía. Teresa era como un libro abierto, incapaz de ocultar sus estados de ánimo, y su rostro reflejaba cierto desasosiego.
Celia se levantó, sabiendo que era la hora de abrir el restaurante y tras saludar a la recién llegada, salió de allí.
-¿Qué tal estás? –la saludó María, mientras la joven tomaba asiento junto a ella.
-Bien –decretó ella, escuetamente.
La esposa de Gonzalo la miró unos instantes, pensando qué rondaría por la cabeza de su alumna. No quiso insistir y se levantó para buscar los utensilios y cuartillas que iban a necesitar para la clase.
Al volver a sentarse junto a Teresa, vio que seguía tan pensativa como al inicio.
-Teresa, no tendrías problemas ayer por nuestro encuentro en la plaza, ¿verdad? –pidió saber, preocupada.
La joven parpadeó varias veces, saliendo de aquel estado de trance.
-¿Qué? No, no, no –la sacó de su error, cogiendo la cuartilla que iban a utilizar-. Julio no dijo nada al respecto. Es… -soltó el aire que llevaba conteniendo todo el día-. Verás, me ha contado algo que me tiene muy preocupada.
La esposa del pescador le habló de la conversación que habían tenido aquella misma mañana sobre la compra del nuevo barco.
-¿Y no te fías de su elección? –concluyó María, tras escucharla atentamente.
-Julio siempre sabe lo que hace. Nunca me pide permiso o consejo para estos menesteres –le confesó, quitándole importancia-. El caso es que yo… no entenderé mucho de negocios, pero no veo normal que un barco nuevo cueste menos que reparar uno viejo, por mucho que haya regateado.
María asintió con gesto serio. Ella tampoco lo entendía.
-¿Le has hablado de tus dudas?
-No me escucharía –sentenció Teresa, soltando un bufido-. Pero sí, se lo he comentado. Y se ha cerrado en banda. Está claro que va a comprar ese barco, le diga lo que le diga.
La esposa de Gonzalo no supo cómo podía aconsejar a su amiga. Con el carácter acérrimo de Julio no había nada a hacer. El hombre no aceptaría jamás la opinión de su esposa.
-Tan solo puedo decirte que estés al tanto, por si vieses algo raro –le dijo finalmente la joven-. Solo así sabremos si esa venta oculta algo más, o es cierto lo que él te ha contado.
Teresa le agradeció su preocupación y que la escuchase, pues la joven no tenía a nadie más con quien desahogarse.
María y Celia se habían convertido para ella en una vía de escape. Y si no fuera por ellas, no habría sabido qué hacer en aquella situación.
Después de impartir su clase, María regresó a casa con los niños. Ese día no tenía que ir a la escuela para mayores, así que podía pasar el resto de la tarde con sus hijos. Ya tenía pensado lo que iban a hacer…
Pero nada más entrar en la cocina, se encontraron que tenían visita. Junto a la doncella, sentado en una mesa, se encontraba un niño de poco más de seis años, con el cabello rubio alborotado y unos ojos claros que parecían querer abarcarlo todo.
-Señora, este niño les estaba esperando –le explicó Margarita algo azorada puesto que no sabía si había hecho bien dejando pasar al niño-. Dice que trae algo para ustedes. Le he dicho que me lo dejase a mí y que yo se lo entregaría, pero ha querido esperar.
Esperanza y Martín le miraron expectantes, junto a su madre, sin atreverse a decir nada. El niño llevaba una caja de zapatos que retenía con fuerza entre sus brazos.
-No te preocupes Margarita –la disculpó María con una sonrisa, dejando su bolso sobre la mesa; y se volvió hacia el niño con una sonrisa-. Hola, pequeño. Así que nos buscabas…
El niño asintió, clavando sus ojos en ella y le tendió la caja de zapatos. Solo entonces vio que tenía la tapa completamente llena de agujeros.
-Es su loro –declaró finalmente.
El gesto de María cambió radicalmente. Tomó la caja y la abrió con manos temblorosas. Para su sorpresa, dentro se encontraba el pequeño loro, que apenas podía moverse porque tenía una de sus alas envuelta en una tela.
-Se rompió el ala –volvió a decir el niño-. Yo le cuidé.
Esperanza se acercó para ver a su mascota y alargó la mano para sacarlo de la caja. El animalillo trató de revolotear pero le era imposible con su ala rota.
-Gracias –murmuró María, sorprendida aún-. Pero cómo… cómo es que llegó hasta ti.
-Lo encontré en la playa, enredado en una maya y el ala torcida –le explicó el niño con inocencia-. Le he curado pero…
Esperanza comenzó a acariciar el lomo de Ramita quien enseguida se tranquilizó. El lorito había reconocido los brazos de su dueña.
-¿Y… cómo has sabido que era nuestro? –se extrañó la esposa de Gonzalo.
-Porque estaba aquí cerca y… -el niño calló de golpe, como si hubiese hablado de más. Se levantó de golpe de la mesa-. Tengo que irme.
Sin darle tiempo a reaccionar, el pequeño salió disparado por la puerta, en dirección al jardín.
-Pero…
María parpadeó, queriendo salir tras él pero cuando llegó a la puerta, el pequeño ya corría por la playa y en cuestión de segundos se perdió entre las dunas. La joven se volvió hacia la doncella.
-Margarita, ¿habías visto antes a ese niño?
-No señora –negó con la cabeza.
Aquello sí que resultaba extraño porque Margarita solía conocer a la gran mayoría de los aldeanos de Santa Marta.
María se acercó a sus hijos que ya estaban colmando de mimos a su mascota, quien jugaba con ellos sin apenas moverse.
-Madre, ¿Quién era ese niño? –le preguntó Esperanza de repente.
-No lo sé, cariño, no lo sé –le confesó, meditabunda y acariciándole el cabello a su hija mientras Martín alargaba su mano con miedo de que Ramita le diese un picotazo.
Todo resultaba muy extraño. Demasiado extraño.
Su mascota desaparecía de repente. Y casi de la misma forma había vuelto a aparecer, traída por aquel niño salido de la nada.

La joven miró a Ramita. Con el ala rota tendrían trabajo, pensó de repente, apartando de su pensamiento lo que acababa de suceder. Aunque estaba segura de que con los cuidados de sus hijos se recuperaría muy pronto.


CONTINUARÁ...

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