viernes, 6 de noviembre de 2015

CAPÍTULO 19 
Aquella misma noche, Gonzalo habló con María sobre Teresa y Julio. Necesitaba saber hasta dónde estaba al tanto ella de lo que se traía entre manos el pescador.
De este modo, Gonzalo se enteró de que Julio había adquirido un nuevo barco. Recordó la escena que había presenciado en la playa, comprendiendo que el esposo de Teresa estaba cerrando el trato con los forasteros en aquel instante.
Sin embargo seguía sin comprender la conexión que podía tener aquello con el contrabando de ron. Quizá el asunto fuera más simple de lo que creía y Julio no estuviese metido en aquel negocio turbio, y solo fuera casualidad que hubiese comprado el barco nuevo precisamente a los forasteros. Pero aquella posibilidad se borró de un plumazo cuando María le explicó las dudas de Teresa: ¿cómo podía resultarle más barato un barco totalmente nuevo que reparar el viejo?
Gonzalo tampoco era muy entendido en aquellos asuntos, así que decidió ser cauto y hablarlo antes con Andrés, que sacar conclusiones precipitadas.
-¿Crees que pueden estar metidos en problemas? –le preguntó María, al sentir su silencio después de sus últimas palabras-. No me gustaría que Teresa se viese envuelta en asuntos turbios.
-Esperemos que no –trató de tranquilizarla Gonzalo aquella noche; su esposa se había recostado sobre su hombro al meterse en la cama y él le acariciaba el cabello con calma mientras María sentía los latidos de su corazón a través de su mano, posada sobre su torso-. Sé cuánto aprecio le tienes; y si podemos hacer algo para ayudarla, no dudes que lo haremos. Aunque si fuese por él… -chasqueó la lengua, contrariado-. Es de esas personas que te sacan de tus casillas tan solo por su prepotencia. Es cruel lo que voy a decir, pero no se merecería que moviéramos un solo dedo. Quizá así aprendería.
María se acurrucó junto a Gonzalo, que bajó la mirada.
-¿En qué piensas? –le preguntó, pasando la yema de sus dedos por su pómulo.
-En la suerte que he tenido al encontrarte –murmuró de pronto.
Gonzalo sonrió, débilmente.
-¿Acaso lo dudabas?
María levantó la cabeza, buscando sus ojos. A pesar del tiempo que llevaban juntos, todavía se ruborizaba cuando la miraba con tanta ternura.
-No –le susurró, sonriendo-. Siempre he sabido que eres lo mejor que me ha pasado en la vida.
Gonzalo bajó la cabeza para encontrarse con sus labios, cálidos y llenos de amor.
-Te quiero –le susurró él, apartándose unos milímetros de ella y manteniendo los ojos cerrados queriendo que el tiempo se detuviera en ese momento.
-Y yo a ti, amor mío –le devolvió María sus palabras, acariciándole el rostro con mimo.
Había cosas que jamás cambiarían entre María y Gonzalo, como el amor tan profundo que les unía. Tan inquebrantable como el primer día.
Al día siguiente, ambos regresaron a sus quehaceres. Gonzalo seguía esperando la llamada del científico, que se demoraba más de la cuenta mientras la concentración salina en las tierras se mantenía estable. Andrés le había comunicado su preocupación, puesto que en un mes comenzaban las llamadas “mareas altas” que se adentraban en tierra más de la cuenta y al parecer ese año, coincidían ciertos aspectos para que fueran más peligrosas que en años anteriores.
El capataz no mencionó la cena de la esa noche, pero Gonzalo pudo ver en su rostro una mezcla de preocupación y ansiedad. El esposo de María supuso que su amigo estaría nervioso, así que no quiso mencionarle el asunto para no ahondar en ello. Afortunadamente, Andrés tuvo que estar al pendiente de formar a la nueva cuadrilla que iba a encargarse del arreglo del tejado de las cuadras, lo que le mantuvo ocupado gran parte del día.
Gonzalo pudo al fin poner al día los papeles de la finca, recibos, documentación, pedidos y presupuestos varios. De manera que aún le quedó tiempo para recorrer los campos con Cerbero y cerciorarse de que las nuevas plantaciones estaban arraigando debidamente. Tan solo encontró un par de acequias en mal estado que mandó reparar inmediatamente.
Por su parte, María había acudido a la escuela aquella mañana. Los alumnos seguían aprendiendo a pasos agigantados e incluso los más rezagados ponían tanto empeño en absorber los conocimientos que en pocos días habían avanzado el doble de lo esperado. Había días que la joven dejaba a Esperanza y a Martín en casa, sin embargo, otros, como aquel, se los llevaba consigo y les dejaba una mesa en uno de los rincones para que también ellos fueran descubriendo por sí solos la emoción del aprendizaje. Esperanza, al ser más mayor, ya comenzaba a sentir curiosidad por las cosas. Le gustaba pintar con el carboncillo, y siempre preguntaba por lo que no sabía. Martín era pequeño para interesarse por las mismas cosas que su hermana, pero disfrutaba jugando con piezas de madera que Gonzalo le había tallado.
Después de comer, acudió a las clases para adultos, a las que le habían llegado dos mujeres más. Ambas sabían algo de letras pero querían aprenderlas bien porque tenían a sus hijos trabajando en Perú y deseaban mantener el contacto con ellos por carta.
Un poco más tarde acudió al restaurante para darle la clase a Teresa a su hora, aunque María debió recortarla para marcharse a casa y encargarse de la cena. La joven quería que todo estuviera en orden para esa noche; así que apenas tuvo tiempo y menos para hablar con Teresa sobre la compra del barco; pero se propuso hacerlo al día siguiente, porque cuanto antes salieran de dudas, mucho mejor.
Gonzalo también llegó un poco antes para cambiarse y ayudar a María con la cena de Esperanza y Martín, quienes de seguro se dormirían antes de que ellos comenzaran a cenar.
Habían decidido tomar la cena en el jardín, ya que el buen tiempo acompañaba y dentro de las casas comenzaba a hacer calor.
Así que cuando Andrés llegó, se encontró a la pareja en la parte de atrás, con la mesa lista y con Esperanza y Martín jugando junto a uno de los bancos con su mascota que seguía convaleciente aunque su ala iba recuperándose poco a poco. Sin embargo, los niños estaban preocupados porque Ramita había dejado de hablar.
Por su parte, María se encontraba cerciorándose de que todo estuviera perfecto y que no faltase de nada.
Mientras, Gonzalo se acercó a los niños y se acuclilló a su lado, enseñándoles algo que tenía en la palma de la mano. Se trataba de unas diminutas semillas negruzcas que sus hijos habían cogido de una de las flores del jardín y que pretendían dárselas al lorito para curarle la voz, como decía Esperanza.
-Son semillas de amapola –les explicó su padre con paciencia-. Ya sabéis que nada de lo que encontréis en el jardín se puede comer… porque…
-… porque nos puede hacer daño en la tripita, padre –concluyó Esperanza, orgullosa por recordar los consejos de su progenitor.
-¡Muy bien, mi niña! –le felicitó él, dándole un beso en la mejilla-. Y ya sabes que como tu hermano es más pequeño y aun no entiende muy bien estas cosas, tienes que cuidar de él por ser la mayor.
-Sí, padre –corroboró su hija, con una gran sonrisa en la boca, feliz por la gran responsabilidad que Gonzalo le estaba dando, pues pese a su corta edad, su padre confiaba en ella y poder cumplir con las tareas que sus padres le encomendaban la llenaban de orgullo porque la hacía sentir importante para ellos.
Gonzalo les dedicó una sonrisa a ambos cuando se dio cuenta de la presencia de Andrés, plantado en la puerta. Dejó a los niños entretenidos con las semillas y se acercó hasta el capataz.
-Has llegado temprano –le dio una palmada en el hombro, incitándole a pasar.
-Me gusta ser puntual –le dijo.
María se volvió al escucharles hablar y le dedicó una sincera sonrisa al joven.
-Bienvenido a nuestra casa.
-Gracias de nuevo por la invitación… María –todavía no se acostumbraba a tratarla con la familiaridad que ella le había pedido. Con Gonzalo había sido diferente al trabajar todos los días juntos, pues de alguna manera se había establecido entre ellos una amistad; sin embargo con su esposa, le costaba cambiarle el trato-. He traído unas pastas.
Le tendió una pequeña caja de cartón que María cogió.
-Son unos dulces que preparan unas monjas del monasterio –le explicó él.
-No tenías que haber traído nada –le disculpó ella. Miró a Gonzalo-. ¿Por qué no le sirves algo de beber, cariño? Yo voy a ver cómo está el asado.
Mientras los dos se quedaban en el jardín, María entró en el interior de la casa. La criada faenaba en la cocina, pendiente del asado. Después de ver que ya casi estaba hecho, la joven iba a volver al jardín cuando la puerta de acceso se abrió.
-Celia... ¿cómo es que entras por aquí? –le recriminó su amiga.
-La costumbre –dijo sin más.
La joven llevaba un simple vestido blanco de algodón que realzaba su delgada figura y el pelo suelto que le caía sobre los hombros.
-Estás preciosa –María le dedicó un piropo pensando en el capataz, que quedaría sorprendido al verla tan bonita-. Espera que te vea Andrés.
Celia enrojeció.
-No me digas esas cosas que ya sabes lo nerviosa que me pones –le pidió, dejando una bandeja que llevaba, sobre la mesa-. Son alitas rebozadas. La especialidad de la “Habanera Española” –ironizó.
María hizo un gesto negativo con la cabeza mientras sonreía.
-Anda, vamos al jardín, que nos están esperando.
-¿Ya ha llegado Andrés? –no pudo evitar preguntarle.
-Parece mentira… con lo determinada que eres para todo y que le tengas miedo a…
-No es miedo –le cortó Celia, entrando en el pasillo-. Es solo que… no sé cómo manejarlo –le confesó-. Me desconcierta. Nunca sé con qué va a sorprenderme. Por un lado me complace ir conociéndole, saber cómo piensa, que le gusta… pero por otro… temo ilusionarme y que luego me decepcione.
María comprendía sus temores, totalmente lógicos por su parte. Celia había sufrido una gran decepción con su anterior pareja y no quería volver a pasar por lo mismo.
La joven se acercó a su amiga y la abrazó.
-Te entiendo perfectamente –la apoyó-. Pero debes dejar que las cosas sigan su ritmo.
Celia asintió, agradecida por sus palabras.
-En eso te envidio, María –declaró-. Tú siempre has sabido que Gonzalo te quería. Nunca dudaste de su amor.
-En mi caso sabes que fue complicado. Tuve que luchar contra algo mucho más poderoso –recordó ella-: su vocación. Si es verdad que desde un principio supe que sentía por mí lo mismo que yo por él; pero me sentí traicionada cuando decidió ordenarse pese a sus promesas –soltó un leve suspiro-. Afortunadamente, aquello quedó en el pasado y ahora estamos donde siempre hemos debido estar: juntos –retomaron el paso saliendo al jardín-. Y estoy segura que muy pronto tú también encontrarás esa dicha.
Los últimos rayos de sol caían a plomo sobre el jardín, dejando unos tonos anaranjados sobre la hierba y los arbustos.
María parpadeó varias veces para acostumbrarse a la luz. Solo al cabo de unos segundos vislumbró las siluetas de Gonzalo y Andrés cerca de uno de los frutales.
El capataz tenía encaramado sobre sus hombros a Esperanza quien alargaba sus manos hacia una de las ramas para coger uno de sus anaranjados frutos.
Al final consiguió cogerlo y tiró de él con fuerza. La niña lo observó con sus grandes ojos pardos, feliz por su hazaña.
-¡Lo tengo! –gritó con su infantil voz.
-¡Muy bien! –la felicitó Andrés, bajándola.
A su lado corrió Martín. Su ahijado le tiró suavemente del pantalón para llamar su atención y Andrés se volvió a mirarlo.
-Ya sabes lo que eso significa –le dijo Gonzalo, que permanecía tras él, con los brazos cruzados-. No sabes lo que has hecho, amigo –se burló.
El capataz cogió al niño y lo encaramó de igual manera que había hecho con su hermana. A Martín le costó más llegar a la rama y arrancar el fruto, pero finalmente obtuvo la misma recompensa.
Antes de que Andrés le dejase en el suelo, el niño le mostró el pequeño y redondo fruto, orgulloso de su hazaña.
-Ahora ya sabemos a quién contratar para cuidar de los niños –declaró María, uniéndose a ellos-. ¿Verdad, Gonzalo?
Ambos se volvieron y Andrés palideció levemente al ver a Celia. Ya fuese por su bonito vestido o porque le había encontrado jugando con los niños, el caso es que se quedó mirándola un instante. La joven le sonrió. Había presenciado lo ocurrido y todavía no salía de su asombro.
-Buenas tardes, Celia –la saludó, dejando a Martín en el suelo, que enseguida corrió junto a su hermana a sentarse en uno de los bancos para admirar su “nuevo juguete”. Habían dejado a Ramita dentro de su jaula y el animalillo observaba a los niños con interés.
-No sabía que te gustasen los niños –le dijo ella, que apenas recordaba haberle visto con ellos un par de veces y le sorprendió la familiaridad con la que los dos pequeños le habían tratado.
-Bueno… no es algo que vaya pregonando a los cuatro vientos… pero sí.
Gonzalo viendo que podían apañárselas solos un instante, se volvió hacia María.
-¿Por qué no vamos a costarles antes de comenzar a cenar? –le pidió a su esposa.
La joven asintió, entendiendo su propósito de dejarles solos unos instantes.
-Volvemos enseguida –les dijo-. Podéis serviros lo que queráis.
Celia le lanzó una mirada de socorro a su amiga, quien hizo caso omiso.
Mientras Gonzalo y María cogían a los pequeños y a su mascota, y les llevaban a su cuarto, Andrés se acercó a la mesa.
-¿Quieres tomar algo? –la invitó, mirando los diferentes vinos que habían sobre una de las bandejas.
-Agua, por favor –dijo ella, sintiendo la boca seca.
El capataz le sirvió un vaso y ella bebió, agradecida de poder tragar ese nudo que se le había quedado cogido a la garganta. Un nudo de temor.
-Así que te gustan los niños –continuó con el tema-. Jamás lo hubiese imaginado.
-Siempre he pensado que si tuviese hijos, me gustaría que fueran varios –le confesó, con un brillo de sinceridad en su mirada-. Soy hijo único y crecer solo… te hace ver la importancia de tener a unos hermanos que estén a tu lado -Celia comprendió lo que quería decir-. ¿Tú también eres hija única?
La joven dejó el vaso sobre la mesa.
-No. Tengo varios hermanos.
-¿Y viven en España?
A Celia no le gustaba tener que hablar de su familia, y agradeció que justo entonces, regresaran Gonzalo y María. El esposo de María llevaba la bandeja con el asado, que dejó sobre la mesa. A su vez, ella depositó la bandeja que había llevado Celia.
-Han caído los dos como unos benditos –declaró ella, sonriendo-. ¿Nos sentamos?
Gonzalo echó una de las sillas hacia atrás para que su esposa tomase asiento. Andrés hizo lo propio con Celia, que agradeció su caballeroso gesto. Luego ambos se sentaron en su sitio.
Comenzaron a cenar justo cuando el sol desapareció tras las montañas, de manera que Gonzalo tuvo que encender unas cuantas velas para seguir viéndose.
-A mi madre siempre le ha gustado cenar al aire libre –declaró Andrés, cogiendo el plato de asado que le ofrecía María-. Decía que mirar las estrellas la acercaba un poco más a su familia que estaba lejos. Pues sabía que en la distancia, ellos también miraban aquellas mismas estrellas.
Gonzalo le lanzó una mirada a María, quien se volvió hacia él. Ambos habían recordado lo mismo al escuchar al capataz. Tiempo atrás, cuando Gonzalo tuvo que viajar a Cuba, por primera vez, María le había pedido que cada noche mirase las estrellas, pues ella haría lo mismo; así sus almas se juntarían en aquel instante a pesar de los kilómetros que les separaban.
-¿Tu madre no es de aquí? –preguntó Celia, tras dar el primer bocado a la carne.
-Es española –le explicó Andrés-. Vino a Cuba en busca de un futuro mejor y conoció a mi padre, que sí era cubano; se enamoraron y se quedó aquí, para siempre. Alguna vez se acuerda con nostalgia de los suyos, pero siempre dice que no cambiaría ni uno de los momentos vividos aquí por volver a verles. Sabe que están bien; sin embargo es consciente de que su vida estaba junto a nosotros, y la de sus padres y hermanos allá, en España.
-Es lo que tiene tener a los familiares lejos –habló Gonzalo-. Pero hay que dejar que cada uno siga su camino.
El capataz asintió en silencio.
-¿Y… vosotros, como os conocisteis? –preguntó de pronto, sirviéndose un vaso del espumoso vino de las bodegas Castañeda.
María y Celia sonrieron.
-En un convento –confesó Celia, recordando aquellos tiempos con cariño, a pesar de todo lo que pasaron.
-¿Un convento? –miró a ambas, creyendo que se estaban chanceando de él. Pero al ver que hablaban enserio, parpadeó, desconcertado; y más al recordar que Gonzalo había sido cura-. Un momento, ¿estabais los tres en el mismo convento? ¿Vosotras… erais…novicias?
-Nuestra historia es un poco rocambolesca –intervino Gonzalo; ¡a saber qué estaría pensando el capataz de los tres!-. Como ya te dije, yo fui sacerdote. Pero no del convento donde estaba Celia, sino de Puente Viejo. Y dejé el sacerdocio antes de que María fuera a parar a ese convento.
-Yo entré como novicia… “ofrendada” por mis padres –le contó Celia, tras dar otro sorbo al vaso de agua. Aquel recuerdo no le resultaba agradable. Sus padres habían sido crueles al ofrecerla como moneda de cambio por la salud de su otro hijo, sin contar con los deseos de la joven. Sería algo que nunca lograría perdonarles-. Mi hermanito estaba enfermo y ellos me sacrificaron a mí, si la virgen le curaba. Mi hermano sanó y yo fue a parar al convento. Pero nunca tuve verdadera vocación.
Andrés no daba crédito a la historia de la joven. De todas las posibilidades que se le habían pasado por la cabeza, que Celia hubiese sido novicia en un convento era algo con lo que no había contado.
-¿Y… cómo lo dejaste? –le preguntó.
-Huí –repuso con naturalidad-. En cuanto pude, me escapé del convento y cogí el primer barco hacia Argentina.
Andrés asintió, todavía, sorprendido. Se volvió hacia María.
-Yo llegué al convento por una condena –le explicó la esposa de Gonzalo con seriedad-. Era eso, o la cárcel. Y en mi estado, embarazada de Esperanza… prefería el convento. Allí conocí a Celia –se volvió hacia su amiga y le sonrió-. Mi ángel de la guarda. Si no hubiese sido por ella, no habría sobrevivido a aquel encierro.
Celia le sonrió, de acuerdo con sus palabras.
-Tú también fuiste muy importante para mí, María –le confesó, con un nudo de emoción en la garganta-. Fuiste la única que comprendía lo que me pasaba.
-Recuerdo los palitos de santo que robabas de la cocina para traérmelos a hurtadillas a media noche –dijo la esposa de Gonzalo, rememorando aquellos pocos momentos de paz que halló allí.
-Los tomaba prestados –apuntó ella-, que para algo era la encargada del horno.
-Sin tu ayuda… me enseñaste mucho, polvorilla –los ojos de María se llenaron de lágrimas. Celia había sido la primera amiga que había tenido y se alegraba de tenerla junto a ella-. Aún recuerdo tus consejos: “solo tienes que asentir a todo lo que te digan como si fuera lo más sabio que has oído en tu vida, fingir que rezas con fe, y no hablar de más”.
Ambas soltaron una carcajada al recordar aquel momento.
El resto de la velada transcurrió de forma distendida. Los nervios de Andrés y Celia quedaron en el olvido y los cuatro disfrutaron de la conversación. A través de sus historias, fueron conociéndose un poco mejor.
Había nacido una amistad entre los cuatro que poco a poco lograría afianzarse y convertirse en un afecto que sería difícil, por no decir imposible, de romper.

CONTINUARÁ...


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