CAPÍTULO 20
La
luna comenzó a alzarse sobre la noche estrellada de Santa Marta cuando Andrés y
Celia cruzaron la plaza del pueblo, enfilando hacia la calle donde vivía la
joven.
A esas horas apenas quedaban aldeanos fuera
de sus casas; tan solo algún que otro borracho que salía de la taberna de Luís
“el Bigotes” de dejarse los cuartos en ron y apuestas. Gente que
afortunadamente no les prestaba la más mínima atención al pasar por su lado.
-¿Y te cruzaste tú sola el Atlántico para
buscar una vida mejor? –le preguntó Andrés, quien no podía creer aún la
historia de Celia, ni los arrestos que había tenido para huir de España y
dejarlo todo atrás en busca de su sueño.
-Que sí –repitió por tercera vez-. Mira que
eres pesado.
Andrés se detuvo en medio de la calle con
gesto serio. Celia pensó que le había molestado su comentario, cuando, de
repente, sus labios se curvaron en una sonrisa, que acabó convirtiéndose en una
carcajada, tan contagiosa que hasta la propia Celia no tuvo más remedio que
sucumbir.
-Es que por mucho que lo intento, no puedo
imaginarte con hábitos –le confesó Andrés, una vez retomaron el paso-, y
pasándote el día de rezo en rezo.
-¿Por qué crees que huí de allí? –le espetó
ella, con calma-. Aquella vida no era para mí –miró hacia delante-. Quería ser
libre, conocer el mundo…
-Y te fuiste a la otra punta –terminó la
frase él.
Celia volvió el rostro hacia Andrés. Sus
ojos brillaron, anhelantes de aventura.
-No sabes lo que era vivir enclaustrada –su
voz se tiñó de amargura al recordar aquella etapa tan gris de su vida-. Las
hermanas del convento estaban allí por vocación, algunas eran amables pero…
pero la mayoría tenían el corazón tan duro como una piedra. Para ellas todo era
pecaminoso y tan solo por sonreír estabas faltándole a Dios.
-Debió de ser horrible –convino el capataz,
dándose cuenta de lo mal que lo había pasado la joven.
-Al final una se acostumbraba –Celia se
encogió de hombros-. Pero… sin vocación verdadera, aquello es lo más parecido a
una cárcel que te puedes encontrar –suspiró-. Hasta que llegó María. Con ella
las cosas se hicieron más fáciles. Enseguida supe que podía confiar en ella. Lo
vi en sus ojos. No tenía ni un ápice de maldad y de seguro su condena tenía que
ser un error. Me colaba por las noches en su celda, cuando el resto de las hermanas
dormían y nos pasábamos las horas charlando e imaginando cómo sería nuestra
vida fuera de aquellos cuatro muros –sonrió con nostalgia-. Incluso le llegué a
decir que nuestro futuro estaba en América; quién iba a decirme que mis
palabras fueron premonitorias y que años más tarde nos volveríamos a encontrar
aquí.
Habían llegado a la casa de la joven. Esa
noche ningún aldeano rondaba por los alrededores. Al pasar frente a la antigua
tienda de ultramarinos, Andrés había desviado la mirada, furtivamente, hacia la
puerta. Pero no se percibía ningún movimiento al otro lado. El lugar se
antojaba abandonado a ojos de la gente.
-Bueno… -Celia se mordió el labio-. Muchas
gracias por acompañarme hasta aquí.
-Ha sido un placer. No iba a dejarte por
estas calles, sola, y a estas horas.
Las mejillas de Celia adquirieron un tono
rosado que con las sombras de la noche quedaron ocultos para Andrés.
Ninguno de los dos sabía bien cómo
despedirse. La vez anterior habían estado a punto de besarse; sin embargo, en
ese momento, dar aquel paso suponía avanzar en una dirección que todavía no
sabían si era la correcta.
Si bien era cierto que habían logrado
superar la primera barrera que les separaba y ahora eran capaces de hablarse
con naturalidad… un beso precipitaría las cosas.
-Me espero a que entres y cierres la puerta
–declaró el capataz, comprendiendo que no era el momento de romanticismos.
Quería afianzar su amistad con Celia, algo que hacía unos días veía como un
imposible.
La joven asintió. Quizá había esperado un
beso por su parte, aunque fuese en la mejilla o la mano; pero agradeció que las
cosas no fueran tan rápidas. Estaba comenzando a confiar en Andrés y no quería
que todo se fuese al traste por ello.
-Hasta mañana –se despidió ella; dio media
vuelta y entró en su casa.
Tal como le había dicho, el capataz esperó
hasta escuchar el cerrojo de la puerta; y solo entonces retomó su camino hacia
su casa.
†
La luz plateada de la luna entraba por la
ventana del dormitorio, iluminando tenuemente la estancia.
Hacía apenas unos minutos que Celia y Andrés
se habían marchado, después de haber pasado una agradable velada, los cuatro
juntos. Las cosas habían salido mucho mejor de lo esperado.
María había organizado la cena para romper
el hielo que sus amigos eran incapaz de diluir; y por fortuna todo había salido
de guinda.
Celia y Andrés por fin se habían relajado,
sintiéndose como en su casa, sabiendo que estaban entre gente que les apreciaba
y quería; y con quienes podían hablar sin trabas, siendo ellos mismos.
Todo el conjunto había convergido en
momentos de diversión al recordar sucesos acaecidos en el pasado, y que con el
paso del tiempo se veían de diferente manera.
-Ha sido una velada maravillosa, ¿verdad, mi
amor? –dijo María entrando en la alcoba y sacándose los zarcillos-. Y hemos
logrado nuestro cometido –se acercó al tocador para dejar las joyas.
Gonzalo se detuvo tras ella, y la miró a
través del espejo.
-Lo que no te propongas tú… -la piropeó su
esposo, cruzándose de brazos.
María se volvió, sin comprender. Su mirada
resultaba algo extraña, una mezcla de ironía, picardía y… orgullo.
-¿Lo dices por algo en especial? –se acercó
a él y le rodeó la cintura con sus brazos, mientras Gonzalo la acogía con el
mismo gesto.
-Puede –declaró con ambigüedad.
Ambos sonrieron, antes de juntar sus labios
en un largo beso que aceleró sus latidos. Dejaron sus frentes apoyadas y
cerraron los ojos disfrutando de aquella agradable sensación de sentir sus
respiraciones.
-Creo que es hora de acostarnos ya –musitó
María-. Ha sido un día largo y estoy agotada.
Gonzalo la contempló un instante,
recolocándole un mechón tras la oreja.
-¿Estás muy cansada, cariño? –se preocupó
él.
-Un poco.
-Entonces… ven.
María enarcó una ceja, preguntándose dónde
la llevaba. Gonzalo la cogió de la mano y la condujo hasta el cuarto contiguo
que solían usar de baño.
La joven se detuvo en la puerta y tragó
saliva. La alcoba estaba repleta de velas, encendidas, que iluminaban con su
luz el lugar, creando un ambiente íntimo y agradable.
En un rincón se hallaba la bañera llena de
agua humeante, cuyo vapor ascendía en círculos dejando una suave cálida neblina.
Gonzalo se acercó a ella y la rodeó por
detrás, apartándole el cabello del cuello.
-Suponía que necesitarías algo así –le
susurró al oído, provocándole cosquillas.
-¿Un baño, a estas horas? –se sorprendió
ella, volviéndose-. ¿Y… es solo para mí o… -posó la mano sobre su pecho y clavó
sus ojos en los de él-… o vas a acompañarme?
Gonzalo meneó la cabeza a ambos lados,
haciéndose el misterioso.
-¿Tú que crees? –le devolvió la pregunta,
cogiéndola por la cintura y atrayéndola hacia él.
-Que lo tenías todo muy bien organizado
–declaró su esposa, siguiéndole el juego.
Volvieron a besarse, con calma, sin prisas…
robándole segundos al tiempo.
Cuando María quiso darse cuenta, su vestido
yacía a sus pies y tan solo la cubría la ropa interior. Entre risas y gestos de
complicidad, ayudó a Gonzalo a despojarse de su ropa y momentos después, ya
desnudos, se metieron en la bañera.
María apoyó su espalda en el torso de
Gonzalo, sintiendo su calor y sus latidos mientras entrelazaban sus manos,
aprovechando cualquier roce para dedicarse una caricia que su piel pedía a
gritos.
La joven cerró los ojos un instante y
suspiró, relajando su cuerpo. Gonzalo acercó sus labios y depositó un besó sobre
su mejilla.
-¿Te he dicho alguna vez cuánto te quiero?
–le preguntó de repente él.
María echó la cabeza hacia atrás, apoyándola
en su hombro y sintiendo los labios de Gonzalo cerca de su cuello.
-Creo recordar algo –murmuró con el pulso
acelerado, notando el roce y la calidez de los labios de su esposo, recorriendo
el contorno de su hombro sin apenas tocarla-. Quizá… alguna vez… me lo hayas
dicho.
Finalmente le besó el hombro con mimo, y le
cogió el mentón para que se volviese a mirarle.
Los ojos de Gonzalo ardían de deseo; el
mismo que hacía latir el corazón de María.
-Te q…
-Sssshhhh –le detuvo ella, posando un dedo
sobre sus labios húmedos-. No quiero que me lo digas –le pidió, bajando la mano
hasta su cuello-. Lo veo en tus ojos, que son reflejo de los míos –posó la mano
de nuevo en su pecho-. Lo siento en tu corazón, que late con la misma fuerza
que el mío; en mi piel cuando me acaricias y en mis labios cuando me besas
–depositó un suave beso sobre ellos-; porque somos uno, Gonzalo. Siempre ha
sido así, y siempre lo será, amor mío.
Gonzalo comprendió lo que quería decirle con
ello. En su mirada veía el mismo amor que él le tenía; tan limpio y
transparente que daba vértigo contemplarlo.
No hicieron falta más palabras. Sus labios
hablaron por sí mismos, llenando de caricias y besos sus cuerpos.
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