CAPÍTULO 16
Los puestos que habían ocupado la plaza
habían desaparecido y ahora tan solo había unas mesas y sillas en los rincones,
para aquellos que quisieran descansar y tomar algo.
Encontraron a Celia hablando con unas
aldeanas. La joven se disculpó con ellas y se reunió con sus amigos.
-¡Celia! –declaró María al verla con el
vestido nuevo, de color blanco y sencillo que se acoplaba a su delgado cuerpo;
y llevaba el cabello recogido en un moño dejando que unos finos tirabuzones
castaños cayesen sobre sus hombros-. Estás…
La joven no sabía dónde poner las manos,
nerviosa.
-No me digas nada –le pidió azorada-. Solo
faltas tú. Esas mujeres no han dejado de preguntarme si es que me había salido
algún pretendiente o si quería conseguir alguno esta noche. A punto estoy de
volverme a casa y…
-No digas tonterías –le cortó María, cogida
del brazo de Gonzalo-. Estás preciosa –y se volvió hacia su esposo buscando su
ayuda-. ¿Verdad, cariño?
-Por supuesto –corroboró él sus palabras-.
Dejarás a cierto capataz boquiabierto.
Celia enrojeció.
-Será mejor que vaya a cambiarme… –dijo al
escuchar a Gonzalo, pero no le dio tiempo pues al volverse, se tropezó de cara
con Andrés, que se detuvo al verla, sorprendido.
Las miradas de los dos se encontraron un
instante, cautivadas. La joven había visto al capataz esa mañana de lejos y
apenas había podido reparar en él debido al trabajo del puesto de comidas. Sin
embargo, ahora que le tenía enfrente, comprobó que él también lucía el traje
más nuevo que tendría, y que le daba un aspecto más señorial y varonil. Celia
dio un paso atrás y entonces el capataz reaccionó. Tenía la boca seca pues para
él también era una situación nueva ver a la dueña del restaurante sin su
delantal y el pañuelo que solía cubrir su cabello durante las jornadas
laborales.
-¿Celia? –balbuceó, sin dar crédito.
-Buenas noches –logró saludarle ella, con
las mejillas encendidas.
Gonzalo y María intercambiaron una mirada,
cómplice.
-Te estábamos esperando –habló Gonzalo,
viendo que había que actuar pues los dos se habían quedado parados, sin saber
cómo continuar.
-Siento el retraso –murmuró Andrés,
acercándose a ellos. Celia regresó sobre sus pasos.
-¿Todo bien? –preguntó el esposo de María,
preocupado.
-Sí, todo bien –declaró mirando de reojo a
Celia, pues no podía apartar su mirada de ella.
Dándose cuenta de la incomodidad que sentían
ambos, María tomó la palabra.
-Gonzalo –le pidió ella-, porque no vais a
buscarnos algo para beber. Nosotras buscaremos una mesa.
Su esposo asintió, sabiendo por qué lo
hacía. El joven se llevó a Andrés a por la bebida.
-No sé si ha sido buena idea –comentó el
capataz mientras entraban en una de las tabernas que repartían bebida-. Creo
que la he decepcionado. ¿Has visto cómo me ha mirado?
-¡No digas majaderías! –le cortó Gonzalo,
cogiendo dos vasos de vino-. La has dejado sorprendida. Eso es todo.
-¿Tú crees? –insistió él, cogiendo también
dos vasos y saliendo de nuevo a la plaza-. Yo no estaría tan seguro…
-Deja de ver cosas raras… confía en mí –le
pidió.
Aquello iba a ser más difícil de lo
esperado, pensó Gonzalo. Solo esperaba que María tuviese más éxito que él.
-¿Se puede saber qué te pasa? –le preguntó
María a Celia en cuanto consiguieron sentarse en una mesa vacía.
-Nada –respondió, sin mirarla-. Es solo que…
no sé cómo tratarlo.
A María le sorprendió ver a su amiga en
aquel estado, cuando siempre se había mostrado una mujer fuerte y sin miedo a
nada.
-Pues como siempre.
-Es que no es “como siempre” –bajó la voz,
sin saber cómo explicarse-. Hasta ahora era Andrés, el capataz de la hacienda,
un cliente que viene al restaurante, y desde que quedé con él…
-…lo ves de otro modo, ¿es eso? –terminó la
frase María.
Su amiga asintió.
-No… no sé qué le gusta, ni si tiene
aficiones. Apenas le conozco.
María sonrió, divertida.
-Pues para eso habéis quedado, para
conoceros –le aclaró viendo a Gonzalo y Andrés regresar con los vasos-. ¿O es
que acaso piensas que él lo sabe todo de ti? Piensa que está en las mismas que
tú.
Los dos hombres tomaron asiento junto a
ellas.
A su alrededor, la gente hacía lo propio
mientras la música comenzaba a sonar. Algunas parejas de novios o ya casados se
atrevieron a salir a bailar.
El silencio se instaló en la mesa de ellos.
Sin saber qué decir.
Al final, María tomó la palabra.
-Y… dinos, Andrés. Siempre me he preguntado
cómo llegaste a ser capataz de la hacienda –mintió la joven con el único
propósito de que Andrés les hablase de él-. ¿Cómo conociste a Tristán?
El joven apartó la mirada de Celia y tomó
aire, agradecido de poder hablar de algo que le distrajese del nerviosismo que
sentía.
-Por mi padre. Él fue el antiguo capataz de
la hacienda y me preparó para el puesto el día en que él faltase –una sombra de
tristeza cubrió su mirada al recordar a su padre, quien había fallecido hacía casi
tres años-. Llevar una hacienda como Casablanca no es tarea sencilla. Son
muchas las cuadrillas de trabajadores que hay que contratar, hay que estar
pendiente de las cuadras, del ganado, las tierras…
María miró de reojo a su amiga, que
escuchaba atentamente al joven, incluso pudo percibir en su mirada algo similar
a la admiración.
-Nunca… ¿nunca pensaste dedicarte a otra cosa?
–preguntó Celia de repente. Andrés se sorprendió al escucharla, e
inmediatamente le sonrió.
-Mi padre me enseñó a amar las tierras, a
ver en ellas más que simples pedruscos o hierbas. La tierra es nuestro origen,
de ella conseguimos alimentos para vivir. Hay que amarla y cuidarla.
Gonzalo vio como entre ambos jóvenes se
estaba formando una especie de burbuja. Andrés hablaba solo para Celia, quien
le escuchaba atentamente, casi sin pestañear.
-Pero… ¿nunca pensaste en ser… no sé…
pescador, por ejemplo? –insistió la joven, tomando un sorbo del vino.
-Mi abuelo paterno era pescador –le confesó
él-. Y amo el mar tanto como la tierra. Pero me gusta más mantenerme con los
pies firmes en el suelo que en medio de una barca.
Los cuatro rieron ante sus palabras.
Parecía que el ambiente se había vuelto más
distendido y que Celia y Andrés comenzaban a entenderse; así que Gonzalo
aprovechó el momento.
-Con vuestro permiso –se levantó y le tendió
la mano a María-. ¿Me concedes este baile?
Su esposa le sonrió y le dio la mano.
-Por supuesto.
Ambos se dirigieron hacia el centro de la
plaza donde se hallaban otras parejas bailando y siguieron su ejemplo.
-¿Crees que hemos hecho bien dejándoles
solos? –dijo María, mientras comenzaban a danzar.
-Cariño, ya son mayorcitos para que sepan lo
que tienen que hacer –le recordó él.
Ella asintió. Gonzalo tenía razón. Era el
momento de pensar en ellos y de disfrutar del baile.
-Hacen una bonita pareja –declaró Andrés,
viéndoles desde la mesa-. ¿Hace mucho que les conoces?
-Conocí a María poco antes de cruzar el
océano –dijo Celia-. Se portó muy bien conmigo –hizo una pausa, cambiando de
tema pues no quería hablar de su etapa cómo novicia. Todavía era demasiado
pronto para ello-. Y sí, hacen una pareja estupenda. Se merecen ser felices
después de todo lo que han luchado por su amor.
Andrés comprendió que no iba a sacarle mucho
más a la muchacha. Quizá más adelante se atreviese a preguntarle directamente
qué la había traído a Cuba.
-¿Quieres… quieres bailar? –le pidió de
pronto.
-¿Bailar? –repitió asustada. Lo cierto era
que le apetecía hacerlo. Tomó aire y sonrió débilmente-. Claro.
Ambos se levantaron y fueron hacia el lugar.
Al principio resultó un poco incómoda la
situación. Andrés no sabía si cogerla de la mano, si posar la otra sobre su
hombro o su cadera. Finalmente, cuando comenzaron a dar los primeros pasos, sus
cuerpos se relajaron y siguieron el ritmo de la música.
Por su parte, Gonzalo y María, les vieron
unirse a la gente y sonrieron, satisfechos. Ya no tenían que preocuparse por
ellos, así que, lentamente, siguiendo el compás de la música, Gonzalo fue
guiando a su esposa hacia una de las zonas donde había menos gente. María se
dio cuenta de que algo se traía entre manos pero dejó que continuase, hasta que
detuvo el baile y ambos se adentraron en un pequeño callejón.
-¿Adónde me llevas? –le preguntó ella, sin
entender lo que pretendía.
Gonzalo no le respondió. La atrajo hacia sí
y la besó con pasión; un beso que ella le devolvió con la misma entrega.
-Lo siento –murmuró, apoyando su frente en
la de la joven-. Sé que no debería haberte sacado de esta manera del baile
pero… -volvió a besarla-, llevo todo el día sin darte un beso.
María sonrió, azorada.
-Menudo bandido tengo por esposo –dijo ella,
contenta-. Me secuestras a un callejón como si fuéramos dos chiquillos
enamoriscados que están haciendo algo malo… como aquella otra vez. ¿Lo
recuerdas?
Los ojos de Gonzalo se encontraron con los
de ella. ¿Cómo olvidar aquel momento en que la creía perdida para siempre?
-Aquella vez tenía mis motivos –se defendió,
acariciándole el rostro-. Necesitaba saber que aún me querías, que podía seguir
luchando por nosotros. Además, tengo que recordarte que fuiste tú quien me
besó.
-Porque tú me lo pediste –saltó ella,
recordando aquel instante de intimidad que compartieron en la verbena de Puente
Viejo, cuando lejos de las miradas escrutadoras de la gente, renovaron sus
promesas de seguir luchando por su amor.
-Da lo mismo –le quitó importancia él-. El
caso es que lo logramos.
-Así es. Lo logramos, mi amor. Lo logramos.
Volvieron a besarse, sellando su pacto,
mientras la música de la verbena llegaba hasta aquel rincón, lejana, enturbiada
por el murmullo de la gente.
Poco después, regresaron de nuevo a la
plaza, cogidos de la mano. Había sido solo un beso, como aquella otra vez. Pero
suficiente para mantener viva la llama que ardía en sus corazones.
Mientras, Celia y Andrés continuaron
bailando un rato más.
La joven miró a su alrededor y comenzó a
sentirse incómoda.
-Nos mira todo el mundo –le murmuró ella.
-Eso es porque me tienen envidia –declaró el
capataz; para acto seguido darse cuenta de que quizá aquel comentario molestara
a la joven-. Lo siento, no…
-Quizá sea yo la envidiada –le devolvió ella
el cumplido.
Ambos se quedaron mirando unos instantes
justo cuando la música dejó de sonar. Los latidos de sus corazones palpitaban
con fuerza.
-Eh… -¿quieres tomar algo? –la invitó
Andrés.
-Es tarde… y mañana tengo que abrir el
restaurante. Me… me gustaría volver a casa.
El joven asintió, comprendiendo que tenía
razón. El tiempo junto a ella había pasado en un suspiro.
-Te acompaño –se ofreció.
Celia no se negó y ambos abandonaron la
plaza.
La casa de Celia estaba dos calles más allá,
así que no tardaron en llegar. Por el camino se encontraron con algunos vecinos
a quienes desearon buenas noches.
-Aquí es –se detuvo delante de una pequeña
puerta de madera oscura.
Andrés miró la fachada de la casa. Había
pasado por allí bastantes veces en los últimos meses, con la intención de
encontrarse con ella “por casualidad”. No podía creer que ahora estaban los dos
allí… hablando… juntos.
-Bueno…
-Me lo he pasado muy bien –declaró ella,
tragando el nudo de nervios que tenía en la garganta-. Muchas gracias.
-Gracias a ti, por haber aceptado la
invitación –le devolvió el cumplido él.
Ambos se miraron sin saber cómo despedirse.
¿Era suficiente con aquellas palabras? Andrés pensó en darle un beso en la
mano, pero quizá lo tomaba a mal. Aunque no sabía si la joven esperaría algo
más de él.
Sin darse cuenta, los dos se habían ido
acercando. La distancia entre ambos era escasa. Sus ojos no podían dejar de
mirarse, anhelantes de que aquella no fuese la despedida.
Estaban tan cerca el uno del otro, sintiendo
sus respiraciones; sus labios a tan solo unos centímetros de rozarse…
Cuando un leve golpe les hizo pegar un
brinco y rompió el momento.
-¿Qué ha sido eso? –murmuró Celia, mirando a
la derecha de Andrés, por encima de su hombro.
Envueltos en la penumbra, avanzaban un par
de hombres. Alguien a quien Celia reconocería al instante.
La joven cogió a Andrés y le hizo pegarse a
la pared de su casa, protegidos por la sombra de la noche, para que no les
viesen.
El capataz volvió la mirada hacia aquellos
hombres: los forasteros.
Caminaban con paso rápido y tratando de no
hacer ruido. Se detuvieron frente a una casa y tras echar un vistazo a la
calle, en ambas direcciones, abrieron la puerta y desaparecieron en el interior
de la casa.
-¿Viven ahí? –preguntó Andrés, saliendo del
escondite.
-No lo creo –dijo Celia, frunciendo el ceño-.
Ese es un almacén abandonado desde hace años. Antes era una tienda de
ultramarinos, por lo que sé.
-¿Entonces? –se volvió hacia ella sin
entender.
-Tengo entendido que sus dueños murieron el
año pasado y que no tenían descendencia. El lugar no pertenece a nadie. Y
aunque fuera su casa, a qué ha venido el mirar antes de entrar… como…
-Como si estuviesen haciendo algo que no
debían –decretó Andrés, comprendiendo.
Celia asintió en silencio. Aquellos hombres
nunca le habían dado buena espina. No sabía lo que se traían entre manos, y
saberles cerca de su casa, a tan solo unos metros… la sensación que dejaban en
ella no era nada agradable. No quería vivir con miedo, pero algo en su interior
le decía que tenía que estar en alerta.
Andrés vio el gesto pálido de su rostro y
entendió su malestar.
-Será mejor que entres en casa –le pidió él
con gesto serio.
-Sí, será lo mejor –estuvo de acuerdo con el
joven-. Gracias.
Andrés le cogió la mano y le dio un suave
beso.
-Que descanses –se despidió de ella,
sonriendo.
Celia le sonrió, agradecida y entró en su
casa.
Solo cuando escuchó que la puerta se cerraba
al otro lado, Andrés echó un último vistazo hacia la tienda abandonada. No
sabía qué asuntos se traían aquellos hombres, pero de lo que si estaba seguro
era que no dejaría que aquello afectara a Celia.
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