miércoles, 25 de noviembre de 2015

CAPÍTULO 38 
Habían pasado un par de semanas desde el altercado con los contrabandistas y las aguas volvían a su cauce en Santa Marta, poco a poco.
Andrés había recibido el alta médica y se recuperaba de su herida en casa. Su madre, que hasta entonces era a quien se la cuidaba, había pasado de ser la enferma a enfermera. De manera que ahora era ella la que se ocupaba de cuidar a su hijo, cosa que sorprendió al joven.
Pero no solo doña Gloria se encargaba del capataz, Celia acudía varias veces al día para verle y cerciorarse de que todo estaba bien. La presencia de la joven, a quién más alegró fue a la madre de Andrés, quien veía con buenos ojos la amistad que se había creado entre ambos, y cada vez que Celia entraba en su casa, se le iluminaba el rostro.
-Ya creía que me moriría sin ver a mi Andrés ennoviado –le dijo más de una vez, sacándole los colores a la joven-. Pero ahora ya puedo morir tranquila, sabiendo que no le dejo solo en este mundo, que ha conseguido una buena mujer.
-Madre… -solía reclamarle su hijo, avergonzado ante Celia por el compromiso que llevaban las palabras de doña Gloria-. No corra tanto que…
-No te preocupes, Andrés –le cortaba Celia; agradecida por el recibimiento que le daba la buena mujer-. Si yo la entiendo perfectamente. ¿Quién no querría tenerme como nuera?
Aquel comentario le sacó una gran sonrisa a doña Gloria quien decía de la joven, que era muy apañada y que sabría llevar con rectitud a su hijo. En estos casos, Andrés solía callar, pues veía con satisfacción como su madre y Celia habían congeniado a las mil maravillas. No podía pedirle nada más a la vida.
Además, parte de su alegría se debía al hecho de que Gonzalo le puso al tanto de su conversación con el científico y cómo éste había dado con la solución para que las tierras no se salinizasen.
Durante esas dos semanas, el esposo de María se había dedicado junto al resto de jornaleros a abonar los campos con el compuesto químico que don Jorge le había indicado; incluso los propios trabajadores de la finca se les veía más animados al saber que con aquello salvarían la cosecha y con ello sus puestos de trabajo. De manera que todos pusieron de su parte para que el abono estuviese esparcido por todas las fincas en el menor tiempo posible.
Andrés quiso ayudar desde el primer día, sin embargo, el médico le había recomendado reposo. Un reposo que en cuanto tenía ocasión se saltaba y acudía a la hacienda para estar junto a sus trabajadores. Gonzalo intentó, sin éxito, que el joven regresara a casa pues él solo podía ocuparse de las cuadrillas y de organizarlo todo; sin embargo, su capataz, guiado por su sentido del deber, se negó a ello: su lugar estaba allí, ayudando en lo que pudiese. Así que al esposo de María no le quedó de otra que aceptar la vuelta del capataz antes de tiempo; eso sí, con la condición de que las tareas que iba a realizar no conllevarían ningún esfuerzo físico que pudiese abrirle la herida.
De este modo, Andrés se encargaba del papeleo de la hacienda, de comprar las cantidades de azufre y resto de minerales necesarios para el abono; y Gonzalo era quien salía al campo junto a los jornaleros para supervisar que todo se hiciera según las indicaciones de don Jorge.
Por su parte, María continuaba con las clases en la escuela. La última semana había recibido a tres niños nuevos, llegando a superar ya la veintena. Todos ellos se mostraban ansiosos por aprender, cosa que María podía apreciar en sus miradas, anhelantes de superación y ello la animaba a ella a seguir con su labor educadora. Una labor que continuaba por las tardes, con las clases para adultos. Teresa había vuelto a ellas tal y cómo le había dicho, avanzando a pasos agigantados, y en cuanto la temporada alta de pesca terminase, Julio la acompañaría a las clases. Además, la esposa del pescador no podía quejarse pues aunque la excusa para acudir a las clases con María era su trabajo en el restaurante, Celia se lo había mantenido; y es que una vez a las tabernas más populares del pueblo se les acabó las reservas de ron adquiridas con los traficantes, los clientes regresaron al restaurante de nuevo.
-Debería de cerrarles la puerta en las narices –se quejó Celia cuando su negocio volvió a funcionar como en sus mejores tiempos-. Ahora que no tienen dónde ir… ahora vuelven.
-Bueno… al menos regresan –le hizo ver María, tratando de calmar su genio-. Saben que solo aquí encontrarán la bebida que buscan. Y lo importante es que se dejen los cuartos en tu negocio. El resto… no debería de importante.
-Ya lo sé –confesó su amiga entre dientes-. Y por eso me contengo; sin embargo…
María entendía su reacción, pero lo importante era no dejarse llevar por el rencor y aceptar el regreso de los clientes como si nada hubiese pasado.
Y para celebrar que las cosas volvían a la normalidad, Celia les había invitado a comer al restaurante junto con Andrés y su madre.
Esperanza y Martín correteaban entre las mesas, jugando al escondite, bajo la atenta mirada de doña Gloria que estaba sentada en una de las mesas y veía a los niños jugar, con una sonrisa en los labios. Las arrugas que surcaban el contorno de sus ojos se acentuaron un poco.
-No vas a convencerme de lo contrario, Gonzalo –le dijo Andrés; ambos estaban junto a la barra tomando unos chatos de vino de la cosecha de los Castañeda; un cargamento que había llegado apenas unos días antes-. El doctor Sánchez ya me ha dado el alta definitiva. Me ha dicho que estoy como un roble, así que mañana mismo me uno a las cuadrillas para seguir con el abono.
-Que te haya dado el alta no significa que puedas ponerte a faenar como antes. ¿Y si te resientes del navajazo? –el joven negó con la cabeza, tratando de convencer a su amigo-. Que no. Que lo mejor es que esperes aún unos días. Me apaño muy bien con los jornaleros.
-¡Ni pensarlo! –insistió el capataz-. Llevo dos semanas enclaustrado en el despacho… y ya estoy harto de tanto papel. Eso no es lo mío.
Gonzalo supo que nada le haría cambiar de opinión, así que se dio por vencido.
-Pues no creo que a Celia le haga mucha gracia –hizo un último intento, sabiendo que la joven era la única que podría convencer a Andrés-. Ya sabes el carácter que se gasta.
El capataz se mordió el labio, taciturno. Miró a su alrededor, sobre todo para cerciorarse de que su madre no podía escucharle.
-Verás… -Andrés sacó una pequeña bolsita de tela que llevaba guardada en el bolsillo del pantalón-. En cuanto a Celia… creo que ha llegado el momento.
Gonzalo frunció el ceño sin entender muy bien lo que quería decirle su amigo.
-¿El momento para qué? –bebió otro sorbo de vino.
-Para pedirle que se case conmigo –declaró el joven con una media sonrisa, azorado por ello.
El esposo de María sonrió levemente. Y le dio un apretón en el hombro.
En ese momento, Celia y María salieron de la trastienda portando unas bandejas con la comida.
-¡La comida ya está lista! –gritó Celia, dejando el oloroso asado sobre la barra.
María depositó una bandeja con varios platos de ensalada sobre las dos mesas que habían juntado para comer.
Mientras Andrés se ofreció para ayudar a Celia con la repartición del asado, Gonzalo se acercó a su esposa y tras darle un dulce beso en la mejilla llamó a sus hijos.
-¡Esperanza, Martín! ¡A la mesa!
Los niños se acercaron a la primera orden de su padre. Entre María y él les sentaron en una de las esquinas de la mesa y se dispusieron a darles la comida.
-Qué bien educados los tenéis –comentó la madre de Andrés viéndoles a los cuatro juntos; miró de reojo a su hijo y a Celia-, ojalá Andrés se decida pronto a pedir la mano de Celia y me hagan abuela. No me gustaría morirme sin tener un par de nietos revoloteando entre mis faldas.
-Quien sabe, doña Gloria –le dijo Gonzalo, aguantándose la sonrisa-, quizá sea más pronto que tarde.
-¡Dios te oiga muchacho, Dios te oiga! –suplicó la buena mujer.
Después, los cinco junto a los niños, comenzaron a probar aquel delicioso asado.
La velada transcurría con normalidad, animados por las conversaciones e incluso la propia doña Gloria se atrevió a contarles historias del pasado. Andrés todavía no podía creerse el cambio que había obrado el estado de salud de su madre. Hasta el doctor no encontraba una explicación razonable para ello, tan solo le había dicho que algo en su mente había cambiado; quizá el accidente de su hijo la había hecho reaccionar y darse cuenta que debía luchar contra aquel decaimiento en el que había estado viviendo desde la muerte de su esposo; eso unido a la llegada de Celia, habían obrado el milagro.
Tras la comida, Celia sacó un pastel que ella misma había hecho, para celebrar la recuperación del capataz.
En ese momento, mientras Gonzalo repartía el champagne en las copas, Andrés carraspeó un poco para llamar la atención de todos. Celia que estaba cortando el pastel se detuvo cuando el joven le cogió el cuchillo para que le escuchara.
Gonzalo sabiendo lo que iba a pasar, dejó la botella y se acomodó junto a María, pasando un brazo por sus hombros. Su esposa le miró, preguntándose si sabría qué iba a suceder.
-¿Ocurre algo, Andrés? –le preguntó Celia, sintiendo un pinchazo en el estómago.
-Ocurre que… -apartó la silla y miró a su madre y a sus amigos, con el corazón palpitándole con fuerza-… que he querido que estén todos nuestros seres queridos presentes para hacer esto.
El joven posó una rodilla en el suelo y le cogió la mano a Celia; quien parpadeó, confusa.
Incluso Esperanza y Martín se habían callado y escuchaban, sin entender lo que estaba pasando.
Celia miró a sus amigos, temiendo que lo que estaba pensando era lo que iba a suceder. María le sonrió, dándole ánimos, a la vez que Andrés volvió a sacar la bolsita que le había mostrado a Gonzalo y buscó en su interior para sacar una un sencillo anillo.
Celia palideció al verlo.
-Estas cosas no se me dan nada bien –habló Andrés, azorado-. Así que iré al grano –cogió aire y lo soltó de golpe, mirándola fijamente-. Celia, ¿quieres casarte conmigo?
La joven escuchó la petición a la vez que todo daba vueltas a su alrededor. Aquello que nunca pensó que escucharía, se estaba cumpliendo.
Apretó los labios mientras sus ojos se llenaban de lágrimas… y asintió levemente.
-Sí, sí quiero –musitó con un nudo en la garganta.
Andrés no sabía si había oído bien y miró a Gonzalo y a María, que les sonreían, dichosos de verles juntos. Entonces supo que la respuesta había sido afirmativa. Con manos temblorosas, le colocó el anillo en el dedo y se levantó para abrazarla.
-No sabes dónde te has metido –le soltó Celia, con las lágrimas recorriendo sus mejillas-. Acabas de firmar una sentencia de por vida.
El joven se separó de ella. Sus ojos mostraron una determinación firme.
-No quiero otra cosa –le respondió antes de besarla, sin importarle que no estaban solos.
Gonzalo y María no dejaron de sonreír, felices por sus amigos. Doña Gloria se había sacado un pañuelo y lloraba emocionada.
-Bueno, bueno –se levantó el esposo de María-. Esto merece un brindis.
María se levantó y cogió también su copa.
-¡Por los novios! –dijeron ambos a la vez, alzando sus copas.
Celia y Andrés cogieron las suyas y brindaron con ellos. El joven capataz dio un trago al champagne y se volvió hacia su madre para darle un beso.
-¡Ay hijo, qué feliz acabas de hacerme! –le confesó la buena mujer, abrazada a él; luego miró a Celia-. ¡Ven aquí, hija, que te de un abrazo a ti también! -la joven se acercó y abrazó a su futura suegra-. Ahora solo me faltan los nietos.
-Bueno, bueno, todo se andará –le dijo la joven, viendo cuanto corría la buena mujer, aunque entendía sus ansias.
Andrés volvió a abrazarla, feliz. Unos meses antes ni siquiera se hubiese atrevido a pensar en aquel instante. Celia se le antojaba demasiado lejana para él. Sin embargo, su constancia y buen corazón habían conseguido calar en la joven, quien estaba dispuesta a darle una oportunidad a la vida. Que la hubiesen defraudado una vez no significaba que fuera a ocurrir de nuevo.
Ahora sabía que el destino había obrado de aquella manera porque le tenía deparado algo mejor: una vida llena de felicidad junto a Andrés.
Con la caída de la tarde, Gonzalo y María decidieron dar un paseo por la orilla de la playa. El agua llegaba hasta ellos con mansedumbre, lamiendo sus pies descalzos con mimo. Ambos caminaban cogidos de la mano, disfrutando de su compañía con calma y sin prisa.
Unos metros delante de ellos, Esperanza y Martín corrían con alegría siguiendo a Ramita, que revoloteaba a su alrededor. Después de varias semanas, el ala del loro por fin parecía haber sanado y aunque aleteaba con cierta dificultad, poco a poco iba cogiendo confianza y alzaba el vuelo un poco más alto. Martín, daba pequeños saltos intentando cogerlo, al igual que Esperanza.
Al llegar frente al camino que ascendía hacia su casa se detuvieron para sentarse sobre la arena y descansar un poco antes de volver a su hogar.
-¡No os alejéis mucho! –les gritó María a los niños, viendo que corrían hacia el otro extremo de la playa.
-Déjales, cariño –le pidió Gonzalo, acomodándose junto a ella-. Deja que corran libres.
-Una cosa es que corran libres y otra que se alejen de nuestra vista –repuso ella volviéndose a mirarle-. Hay que tener mil ojos con ellos, Gonzalo.
-Y los tenemos –trató de calmarla, posando una mano sobre su regazo-. No te preocupes, ¿de acuerdo?
El joven le acarició el resto y la besó con dulzura, sintiendo sus cálidos labios.
-Ya veo yo donde tienes los ojos puestos –le regañó ella, devolviéndole la caricia en su mejilla.
-María…
-Está bien, está bien –se dio por vencida, sabiendo que actuaba de manera sobreprotectora con sus hijos; cosa que no podía evitar-. Mejor cambiemos de tema. ¿Qué te ha parecido la pedida?
-¿Qué te ha parecido a ti? –le devolvió la pregunta.
-Pues… que me alegro mucho por los dos –le confesó mirando las olas del mar acercarse a la orilla para acabar rompiendo con calma casi a sus pies-. Creo que ambos van a ser muy felices.
-La que estaba muy contenta es doña Gloria –apuntó Gonzalo-. Creo que ya pensaba que jamás vería casar a su hijo.
-Sí –confirmó María, volviéndose hacia él y posando su mano sobre su pecho-; además, estoy segura que Celia y ella van a llevarse muy bien. Durante estos días que ha estado yendo a su casa para cuidarle, ambas se han cogido mucho cariño.
Gonzalo asintió levemente, apretando la mano de su esposa.
María volvió a mirar hacia el horizonte, soltando un leve suspiro.
-¿Qué sucede, mi amor? –le preguntó él-. ¿A qué viene ese mohín?
-Estaba recordando nuestra pedida.
-¿Nuestra pedida? –se extrañó él-. Pero si nosotros no tuvimos una pedida, dichamente.
-Por eso lo digo –volvió a mirarle-. Porque nosotros siempre hemos tenido momentos… llamémosles “fuera de lo común”. Nuestra pedida, la boda…
-El nacimiento de Esperanza, el de Martín… –enumeró Gonzalo, dándose cuenta de que su esposa tenía razón. Habían pasado por muchas cosas, y a cada cual más inverosímil-, por no hablar de nuestra historia en general.
-Por eso valoramos mucho más lo que tenemos ahora –convino María-. Porque nos ha costado mucho llegar hasta aquí.
Su esposo asintió en silencio.
-Y… -levantó la mirada hacia ella; una de sus miradas que hacían que el corazón de María se detuviese embriagado por el amor que sentía-… estoy seguro de que vendrán muchos más momentos.
-Pero sabremos cómo superarlos –añadió ella-; Juntos, como hacemos siempre.
-Claro que sí, cariño… Juntos –estuvo de acuerdo Gonzalo, acercando su rostro al de María.
Entrelazaron sus dedos y volvieron a besarse.
Sabían que les quedaba mucho por vivir, buenos y malos momentos. Pero mientras se mantuviesen juntos, enfrentarían la vida como uno solo, con ganas de superarse y aprender a solucionar los problemas, como solo ellos sabían hacer.
Esperanza y Martín se habían alejado un poco de la orilla, siguiendo el aleteo de Ramita, que se dirigía hacia el camino que llevaba al barrio bajo de los pescadores.
-¡Amita, Amita! –balbuceaba Martín con su escaso vocabulario.
El pequeño loro se detuvo de pronto, posándose sobre la arena, cansado de revolotear.
Esperanza se arrodilló para cogerlo cuando sintió una presencia a lo lejos. La niña se volvió y vislumbró a escasos metros, la silueta de un niño, de aproximadamente su edad.
Ambos se quedaron unos segundos mirando.
-Hola –le saludó la pequeña, reconociéndole al instante. Se trataba del mismo niño que había llevado a Ramita de vuelta a casa cuando le creían perdido.
El niño avanzó hacia ellos y se detuvo a su lado. Vestía unos simples pantalones blancos y viejos, que resaltaban sus cabellos dorados y alborotados. Sus grandes ojos verdes se iluminaron al ver al animalillo recuperado.
-¿Ya puede volar? –le preguntó él.
Esperanza asintió en silencio, ofreciéndole su mano a Ramita para que se posara sobre ella.
-¿Quieres cogerlo? –se volvió hacia el niño.
-¿Puedo? –su mirada se iluminó de pronto.
La pequeña le pasó al loro, que enseguida se posó sobre la mano del niño, como si la conociera de antes.
-Le gustas –declaró Esperanza, sonriendo, divertida-. Gracias por devolverme a Ramita –le dijo de pronto.
El niño clavó sus ojos verdes en ella. Unos ojos tristes pero que contenían un brillo de esperanza en su interior.
-Te echaba de menos… Esperanza –le dijo.
La niña palideció.
-¿Cómo sabes mi nombre?  -logró preguntarle, abriendo sus grandes ojos pardos.
Él se mordió el labio y le devolvió al loro.
-Porque Ramita no dejaba de repetirlo –le confesó, y sus mejillas se sonrojaron.
“Esperanza, Esperanza” –repitió el loro.
-¡Ha hablado! –se emocionó la niña, pues desde la noche en que Ramita había recobrado la voz, no había vuelto a decir nada más hasta ese momento. Lo que en aquel instante había sido alegría se convirtió en desasosiego por el mutismo del animalillo; y es que no sabían a qué se debía. Lo que sí estaba claro era que su voz no tenía ningún problema y que debía de tratarse de algo más; algo que se escapaba a su comprensión. Ahora solo tendrían que ver si esta vez era la definitiva y Ramita volvía a ser el mismo lorito dicharachero de antaño o sus palabras vendrían con cuentagotas. La niña se volvió hacia su hermano, recobrando de nuevo la alegría-. ¿Le has oído Martín? Ramita vuelve a hablar.
-¡Amita, Amita! –dijo el pequeño, feliz al volver a escuchar a su mascota.
A lo lejos, Gonzalo y María estaban recogiendo las cosas cuando les llamaron.
-¡Esperanza, Martín! ¡Vamos a casa!
Los niños dieron un brinco.
-Padre nos llama –le dijo la pequeña a su hermano.
Con Ramita sobre su mano, ambos dieron media vuelta y salieron corriendo hacia su casa.
Apenas había dado unos pasos cuando Esperanza se detuvo y se volvió hacia el niño.
-¿Cómo te llamas? –le preguntó.
-Jesús –le dijo él, y le sonrió.
-Hasta pronto… Jesús.
Dio media vuelta y corrió tras su hermano para unirse a sus padres que les esperaban junto al camino para regresar a casa.
El pequeño Jesús les observó en silencio. Nadie pudo ver como una sombra de tristeza cruzaba por sus ojos. Una sombra que le acompañaba siempre, aunque tan solo aparecía en momentos como aquel cuando se daba cuenta de la suerte que tenían Esperanza y Martín al tener una familia que se preocupaba y que cuidaba de ellos… algo con lo que Jesús no se atrevía ni a soñar.
El niño dio media vuelta y regresó al barrio bajo, al lugar al que pertenecía… y de donde sabía, no saldría jamás.




No hay comentarios:

Publicar un comentario