CAPÍTULO 32
María miró por tercera vez el reloj de la
repisa. Se aproximaba la hora de marcharse a la escuela y Gonzalo seguía sin
regresar a casa. Había pasado la noche en vela, junto a la cama de Martín,
velando el sueño de sus hijos, y preocupada por Andrés.
Cuando el mozo que había enviado su esposo
le entregó la nota, poco antes de medianoche, María sintió como el corazón se
le paraba. En un principio había temido que fuese Gonzalo el agredido, pero la
nota, escrita por él mismo, le explicaba a grandes rasgos que era Andrés quien
había recibido un navajazo por proteger a Celia. A María le hubiese gustado
acudir junto a ellos al dispensario y apoyarles en aquellos difíciles momentos.
Pero su esposo le había pedido que se quedase en casa, cuidando de los niños y
a la espera de noticias suyas. Una espera que la estaba matando.
La joven incluso tuvo que hacerse cargo de
informar a doña Carmen, la mujer que cuidaba de la madre de Andrés, y contarle
lo sucedido para que se quedase cuidando de doña Gloria mientras tanto. El
susto que se llevó Carmen al escuchar que el joven había sido agredido y que
estaba siendo operado en ese momento, no se le pasaría en años. María había
tenido que tranquilizarla, por teléfono. Finalmente la mujer se había calmado
algo; sin embargo, no colgó hasta asegurarse de que María la llamaría en cuanto
supiera algo, fuera la hora que fuese.
Pero María seguía sin saber nada.
-Madre –llamó su atención Esperanza, que
estaba desayunando en el comedor-. No quiero más.
María se volvió hacia su hija y vio el tazón
de leche prácticamente vacío.
-Está bien, Esperanza –le concedió ella,
siempre con paciencia-. Puedes levantarte y ve a lavarte.
-Sí, madre –obedeció la niña. Iba a subir al
aseo cuando se volvió-.Madre, ¿luego puedo subir a ver a Ramita? Quizá hoy…
María asintió, mostrándole una débil
sonrisa. Sabía lo preocupada que seguía Esperanza por su mascota, quien ya
estaba recuperada de su ala, pero seguía sin decir palabra.
En cuanto la niña subió al aseo, María se
volvió hacia Martín que apenas había probado un par de cucharadas de su
papilla, aunque su madre entendía que tras aquellos días de fiebre, era normal
que hubiese perdido el apetito.
Sin embargo, debía volver a intentarlo. El
pequeño tenía que coger fuerzas y aunque solo fuese una cucharada más, valdría
la pena.
Acercó la cuchara a su rostro y Martín
volvió el rostro a un lado negándose a probarlo.
-Vamos, ni niño –le pidió su madre-. Tan
solo ésta.
El pequeño negó con la cabeza e hizo un
mohín como si estuviese a punto de echarse a llorar. María supo que no tenía
nada a hacer. Tampoco iba a forzarlo, pensó desalentada. Le limpió los restos
de comida que tenía en la comisura de los labios y se levantó para sacar al
niño de su sillita.
En ese momento, Gonzalo entró en el salón.
-Buenos días –saludó él. Su rostro
presentaba unas grandes ojeras. A la vista estaba que había pasado mala noche.
-¡Gonzalo! –María se acercó con Martín en
brazos y la besó.
¡Por fin le tenía en casa!
-Estaba preocupada, cariño –le confesó ella,
llevando su mano a la mejilla de su esposo en un gesto tierno que él
agradeció-. ¿Cómo está Andrés?
Gonzalo asintió con una media sonrisa.
-Fuera de peligro, a Dios gracias –declaró
sin apartar la mirada de su hijo que al verle le tendió sus brazos para que le
cogiera. Su padre no lo dudó ni un instante y María se lo pasó.
Gonzalo estaba cansado después de haber
pasado toda la noche en vela. Además, el padecimiento por su amigo le había
dejado agotado. Sin embargo, volver a casa y encontrarse con María y los niños,
le había devuelto parte de las fuerzas. Ellos eran su razón de ser… su vida
entera.
-¿Y Celia? –insistió María, preocupada por
su amiga-. ¿Cómo está?
-La he dejado con él –Gonzalo tomó asiento
en el sofá, manteniendo a Martín sobre sus piernas. Pese a la debilidad por las
fiebres que había sentido, el niño no dudó en ponerse a jugar con la barba de
su padre, pues las cosquillas que le producía en sus manitas le hacían sonreír
y eso le gustaba-. La pobre se sentía culpable por todo lo sucedido y no ha
consentido en toda la noche, descansar ni una miaja. Tenías que haberla visto…
hubo un momento que pensaba que iba a desmayarse allí mismo. Pero bueno… lo
malo ya ha pasado y todo ha quedado en un susto.
-Afortunadamente –apuntilló María,
sentándose junto a su esposo-. ¿Y tú? ¿Cómo está, mi amor?
Gonzalo suspiró levemente. En ese instante
sintió todo el peso del mundo sobre sus hombros.
-Agotado –confesó, con una media sonrisa-.
Pero con un baño me recuperaré enseguida. Tengo que ir a la hacienda ya que
Andrés está convaleciente y debo hacerme cargo de todo.
-¿Has avisado a doña Carmen? –quiso saber la
joven, acordándose de la buena mujer-. Anoche no había manera de
tranquilizarla. Me costó un mundo convencerla de que permaneciera junto a doña
Gloria. Tan solo espero que la madre de Andrés no se haya enterado aún…
Gonzalo cerró los ojos y apretó los labios,
sintiéndose culpable.
-Ahora mismo mandaré a alguien para que le
cuente lo sucedido –declaró-. Tan solo tenía en mente regresar a casa –se
levantó de nuevo, tendiéndole a Martín, que hizo un pequeño gesto de disgusto
al separarse de su padre-. Voy a buscar a Margarita para que mande el recado.
-No te preocupes –le detuvo ella-. Ya me
encargo yo de eso. Tú sube a darte ese baño, cariño, que bien que lo necesitas
–le ordenó ella, levantándose-. Le pediré que te prepare más agua caliente y
que la suba.
-Gracias, mi amor –dijo él, depositando un
suave beso en sus labios.
Mientras Gonzalo subía a la alcoba para
darse aquel baño, María bajó a la cocina donde encontró a Margarita y a
Esperanza. La niña se había sentado en la mesa y le estaba suplicando a la
doncella que le dejara ayudarla.
-Que ya le digo que no, niña –declaró
Margarita, terminando de pelar unas zanahorias-. Y no me insista que como su
madre se entere…
-¿De qué tengo que enterarme? –preguntó la
joven, lanzándole una mirada seria a su hija-. Esperanza, no estarás molestando
de nuevo a Margarita, ¿verdad?
-Nada más lejos de la realidad, señora –se
apresuró a decir la buena mujer, que no quería que riñesen a la niña. Esperanza,
sin embargo, alzó la barbilla hacia su madre. Sus dulces ojos dejaban claro que
no iba a hacer nada malo-. Tan solo quería ayudarme con el pastel que voy a
preparar. Pero ya le he dicho que la cocina no es lugar para las señoritas como
ella.
María se acercó hasta la mesa. Llevaba a
Martín en brazos y lo dejó sentado sobre la silla contigua a su hermana.
-No te preocupes, Margarita –quiso
tranquilizar a la doncella-. Creo que Esperanza tan solo quería ayudarte porque
su tita Celia le deja hacerlo en el restaurante. ¿No es así? -la niña asintió,
avergonzada. Su madre se colocó tras ella y le acarició su suave y largo
cabello azabache-. Pero la tita Celia te deja hacer los pasteles que comemos
nosotros, no los que ella prepara para los clientes. Eso te lo ha explicado
muchas veces, también –Esperanza volvió a asentir, escuchando atentamente sus
palabras-. Y estoy segura que otro día, Margarita dejará que la ayudes… pero no
hoy, porque ese pastel es muy complicado. ¿verdad? –le pidió a la doncella que
la apoyara en sus explicaciones.
-Así es, señora –declaró ella, sonriendo-.
Otro día, cuando su madre diga, no habrá problema para que me ayude. Y estoy
segura que ese pastel que prepararemos estará para chuparse los dedos.
-¡Para el cumpleaños de padre! –saltó la
niña, viendo que esa fecha, le gustaba. Alzó la cabeza hacia María-. ¿Cuándo
será el cumpleaños de padre, madre?
María se mordió el labio inferior.
-Pues… todavía quedan unos meses. Sin
embargo… creo que podrás preparar uno muy pronto, para el cumpleaños de Martín.
¿Qué te parece? ¿Ayudarás a Margarita ese día?
Los ojos de Esperanza se iluminaron de
repente, algo que solía ocurrir siempre que los adultos depositaban en ellas su
confianza.
-¡Sí! ¡Sí! –gritó, volviéndose hacia su
hermano, que la miraba sin comprender su excitación-. ¿Has oído, Martín? Madre
quiere que yo te prepare tu torta de cumpleaños.
El pequeño aun no entendía las palabras de
Esperanza, pero siempre que ella le hablaba, asentía con una sonrisa, pues de
un modo inexplicable, la unión y complicidad de los dos hermanos se veía
reflejada en aquellos gestos. Para Martín, su hermana Esperanza era el ejemplo
a seguir; nadie se lo había dicho; sin embargo el niño lo sabía.
María observó con júbilo la felicidad que
sentían ambos niños, y que a la vez era la suya propia.
-Margarita –recordó la joven de pronto-. Por
favor, puedes llamar a Justo y pedirle que venga. Quiero que vaya a casa de
Andrés a llevar un recado.
-Por supuesto, señora –declaró la doncella,
solícita. Se secó las manos con el trapo que llevaba prendido del delantal-.
Ahora mismo le llamo.
María aprovechó para preguntarle a Esperanza
por Ramita.
-Sigue sin hablar –musitó su hija,
decepcionada-. Por eso quería hacer la torta, para darle un trozo. Igual así se
alegraba y…
María le acarició su cabecita.
-Estoy segura que muy pronto recuperará el
habla, cariño –trató de infundirle ánimos-. Tan solo debemos cuidarlo como
hemos hecho hasta ahora y en nada, Ramita volverá a ser el mismo de siempre.
Esperanza asintió levemente, agradecida por
las palabras de su madre.
Minutos después un muchacho de apenas
catorce años se hallaba frente a María. La esposa de Gonzalo había aprovechado
mientras esperaba la llegada de Justo para escribirle una nota a doña Carmen.
En ella le explicaba que Andrés estaba en el dispensario, recuperándose. Y
sobre todo le pedía que cuidase de doña Gloria, pues ella misma en cuanto le
fuese posible, iría a tranquilizarla. En su estado, la buena mujer no
necesitaba más sobresaltos; y sabían que no tardaría en darse cuenta que su
hijo no había pasado la noche en casa. Hasta el momento doña Carmen había
logrado engañarla, pero la mentira no podía durar para siempre.
Justo cogió la misiva y salió a la carrera
para entregarla cuanto antes.
Al llegar a la puerta se encontró con
Adelita, quien había sido llamada por María.
-Buenos días, señora –la saludó la muchacha.
-Buenos días, Adelita –le devolvió el saludo
María. Tiempo atrás, la presencia de la joven no le habría hecho mucha gracia
debido al malentendido que había tenido con ella. Sin embargo, María no era
mujer de rencores y ahora veía aquello como una anécdota más-. ¿Puedes quedarte
esta mañana con los niños?
Desde hacía semanas la muchacha acudía a la
casa cuando se la solicitaba para quedarse cuidando de Esperanza y Martín. A
María le habría gustado estar con ellos en cada momento, sin embargo sus
quehaceres diarios se lo impedían. No obstante, cada vez que le era posible, se
los llevaba a la escuela para que fueran relacionándose con otros niños, porque
al fin y al cabo, algún día ellos mismos tendrían que acudir a sus clases como
alumnos.
-Por supuesto, señora –dijo la muchacha.
María le dio un beso a cada uno de sus
hijos. Deteniéndose más con Martín para cerciorarse de que la fiebre ya era
cosa del pasado.
-Hay que seguir dándole su medicina –le
recordó a Adelita-. Margarita sabe dónde se encuentra el botellín. Le toca
dentro de dos horas. Yo volveré en cuanto salga de la escuela.
La doncella y la muchacha asintieron
conforme a sus órdenes.
María ya se marchaba cuando llegó un mozo de
la hacienda.
-Buenos días –saludó, medio avergonzado de
verse frente a tanta gente-. Estoy buscando a don Gonzalo.
-¿Quién lo busca? –María frunció el ceño.
-Señora… -el mozo la reconoció enseguida-.
Traigo esta nota de parte de doña Sara para don Gonzalo.
Le tendió un papel y María leyó las pocas
líneas que el ama de llaves de la hacienda había escrito. En ella le informaba
de que el señor Jorge Ramírez Sendoya se encontraba en la hacienda desde la
tarde anterior, y esperaba ver a Gonzalo esa misma mañana.
-Dígale a doña Sara que Gonzalo irá en
cuanto pueda –declaró ella-. Y… espere.
Eran demasiadas cosas las que tenía que
decirle a la buena de Sara. Así que tomó asiento y volvió a escribir otra
misiva, explicándole que Andrés había sufrido un percance y que no acudiría a
trabajar. Gonzalo ya le explicaría mejor los detalles de lo sucedido.
Tras terminar de escribir, María le tendió
el papel al mozo que salió de la cocina, de regreso a la hacienda.
Tan solo entonces, la joven pudo abandonar
la cocina y subir a la alcoba, donde seguramente Gonzalo ya se habría bañado.
Al entrar en el cuarto, sin embargo, lo
halló vacío y en silencio, cosa que le extrañó. Así que pasó al baño.
Su esposo estaba en la bañera, con los ojos
cerrados y el gesto relajado. ¿Se habría quedado dormido? Tenía ambos brazos
apoyados en el canto de la bañera, de donde salía vapor de agua, aun humeante.
Ella se acercó sin apenas hacer ruido. Sabía
que la noche había sido larga y que al final el agotamiento se había apoderado
de él. Se colocó a su lado, en cuclillas y suspiró, observándole en silencio.
Movida por el cariño, alargó su mano hacia la mejilla mojada de Gonzalo y le
acaricio con calma; apenas un roce.
-Si te hubiese pasado algo… -murmuró más
para sí misma. Aquel pensamiento había estado rondando su mente toda la noche,
llegando a provocarle incluso alguna pesadilla. Tan solo de pensar que a
Gonzalo le sucediese algo malo… se estremecía. No quería volver a pasar por
aquel calvario de saberle enfermo, o aún peor… muerto.
Tragó saliva, alejando aquellos pensamientos
de su mente. Afortunadamente estaba allí junto a ella, sano y salvo. Miró hacia
la mesilla donde estaban los jabones y cogió un trapo que usaban para lavarse.
Lo mojó con el agua tibia de la bañera y con mimo y sin presionar mucho,
comenzó a lavarle los brazos desde los hombros hasta los antebrazos.
Gonzalo abrió los ojos al sentir el agua
cayendo por su cuerpo. Al verla, sonrió, de igual manera que sonreía cada
mañana al despertar junto a ella.
-Lo siento –se disculpó María, deteniendo el
masaje-. Tan solo quería…
-No te preocupes –musitó, alargando la mano
que tenía libre para dedicarle una caricia en la nariz. Su esposa sonrió-. No
me has despertado. Tan solo tenía los ojos cerrados.
-Ha sido una noche muy larga, cariño –le
recordó ella, retomando el masaje-. No me extraña que estés rendido. Ni
siquiera yo he podido dormir bien, pensando en Andrés, en Celia y… en ti –bajó
la mirada, apesadumbrada-. Pensaba en lo mal que lo estaría pasando ella, sabiéndole
entre la vida y la muerte y… me acordé de las veces por las que nosotros
pasamos por lo mismo. Cuando estuvieron a punto de darte garrote o cuando
Fernando mandó darte aquella paliza que casi termina contigo… -Gonzalo frunció
el ceño, dándose cuenta del sufrimiento de María, algo por lo que no quería que
volviese a pasar.
-No pienses en eso, María –le pidió él,
alzándole el mentón y buscando su mirada-. Nunca, escúchame bien, nunca me
separaré de ti.
Su esposa logró sonreír, tímidamente. Acerco
sus labios y le besó, sintiendo la tibieza del agua sobre ellos.
-Siempre tienes las palabras que necesito
escuchar –le confesó, acomodándole el pelo mojado hacia atrás-. Por eso te
quiero tanto.
Acercó de nuevo sus labios para depositar un
beso, esta vez en la frente de Gonzalo. Luego se levantó y alisó la falda del
vestido.
-Voy a prepararte la ropa –le informó-. Ha
venido un mozo de la hacienda para decirte que el científico ya está aquí.
-¿Desde cuándo? –quiso saber él.
-Doña Sara decía en la nota que Andrés debía
habértelo dicho. Me ha dado la sensación de que en la hacienda no se han
enterado de lo sucedido. Le he mandado una misiva para ponerla al tanto y, de
paso decirle que acudirías en cuanto te fuese posible.
Su esposo asintió, algo más despejado. Al
fin las cosas parecían salir bien. Si don Jorge había llegado a Santa Marta era
porque traía buenas noticias. Tan solo esperaba que la solución para la
salinización de las tierras no resultara muy cara.
María salió del baño y preparó la ropa.
Mientras, Gonzalo terminó de bañarse y minutos después salió tapado con la
toalla.
-¿Dónde están Esperanza y Martín? –se acercó
a ella.
-Los he dejado con Adelita en la cocina
–miró el reloj de la cómoda. Todavía le quedaban unos minutos para marcharse a
la escuela-. Espero que no se la monten hoy. En cuanto me descuido, Esperanza
ya está tratando de meter mano en la cocina –sonrió divertida-. Creo que en eso
ha salido a mi madre.
Gonzalo se había ido acercando
peligrosamente a ella y la cogió por la cintura. Su piel ya estaba seca, sin
embargo, María todavía percibió la
humedad en sus brazos cuando se aferró a ellos.
-Bueno… entonces… tenemos un ratito para
nosotros, ¿no? –le propuso con picardía.
María intentó zafarse entonces de su abrazo.
Pero ya era demasiado tarde.
-Gonzalo… tengo que ir a la escuela… y tú…
te espera ese científico. Sabes que no es bueno hacerle esperar.
El joven la hizo caminar hacia atrás,
acercándose a la cama, a la vez que depositaba pequeños besos sobre su cuello.
María sabía que no tenía escapatoria. Aunque tampoco la quería.
-Llevo mucho tiempo esperándole –le confesó
él, cogiéndole el rostro para encontrar su mirada; una mirada que destilaba
pasión y amor-. Por qué espere él unos minutos, no le pasará nada. Además, Sara
le contará lo de Andrés y ambos sabrán que mi retraso se debe a ello.
Su esposa negó con la cabeza, sabiendo que
nada le haría cambiar de opinión.
-Deberías guardar fuerzas para afrontar el
día –usó aquella escusa como última alternativa, sin muchas esperanzas de que
funcionasen-. No has dormido en toda la noche y…
-Acaso no te das cuenta de que lo único que
necesito para recuperar fuerzas eres tú –le cortó él, con su boca cerca de la
suya; tan cerca que podía sentir el roce de sus labios. María sintió un nudo en
el estómago al escuchar aquella declaración, pues al fin y al cabo era lo mismo
que le sucedía a ella-. Una vez te prometí que todas nuestras noches serían
noches de boda; y no voy a faltar a mi promesa.
Sin más escusas para oponerse, María se dejó
llevar por la pasión que Gonzalo le regalaba. Sus labios se fundieron en un
dulce beso que terminó despertando sus sentidos. Cada roce de su piel, cada
caricia escrita sobre sus cuerpos, cada beso entregado… se transformaban en gestos
de complicidad, palabras que decían “te quiero” sin ser pronunciadas. Porque no
eran necesarias. Porque el idioma de su amor se escribía en silencio, y sobre
todo con entrega.
CONTINUARÁ...
CONTINUARÁ...
No hay comentarios:
Publicar un comentario