jueves, 19 de noviembre de 2015

CAPÍTULO 32 
María miró por tercera vez el reloj de la repisa. Se aproximaba la hora de marcharse a la escuela y Gonzalo seguía sin regresar a casa. Había pasado la noche en vela, junto a la cama de Martín, velando el sueño de sus hijos, y preocupada por Andrés.
Cuando el mozo que había enviado su esposo le entregó la nota, poco antes de medianoche, María sintió como el corazón se le paraba. En un principio había temido que fuese Gonzalo el agredido, pero la nota, escrita por él mismo, le explicaba a grandes rasgos que era Andrés quien había recibido un navajazo por proteger a Celia. A María le hubiese gustado acudir junto a ellos al dispensario y apoyarles en aquellos difíciles momentos. Pero su esposo le había pedido que se quedase en casa, cuidando de los niños y a la espera de noticias suyas. Una espera que la estaba matando.
La joven incluso tuvo que hacerse cargo de informar a doña Carmen, la mujer que cuidaba de la madre de Andrés, y contarle lo sucedido para que se quedase cuidando de doña Gloria mientras tanto. El susto que se llevó Carmen al escuchar que el joven había sido agredido y que estaba siendo operado en ese momento, no se le pasaría en años. María había tenido que tranquilizarla, por teléfono. Finalmente la mujer se había calmado algo; sin embargo, no colgó hasta asegurarse de que María la llamaría en cuanto supiera algo, fuera la hora que fuese.
Pero María seguía sin saber nada.
-Madre –llamó su atención Esperanza, que estaba desayunando en el comedor-. No quiero más.
María se volvió hacia su hija y vio el tazón de leche prácticamente vacío.
-Está bien, Esperanza –le concedió ella, siempre con paciencia-. Puedes levantarte y ve a lavarte.
-Sí, madre –obedeció la niña. Iba a subir al aseo cuando se volvió-.Madre, ¿luego puedo subir a ver a Ramita? Quizá hoy…
María asintió, mostrándole una débil sonrisa. Sabía lo preocupada que seguía Esperanza por su mascota, quien ya estaba recuperada de su ala, pero seguía sin decir palabra.
En cuanto la niña subió al aseo, María se volvió hacia Martín que apenas había probado un par de cucharadas de su papilla, aunque su madre entendía que tras aquellos días de fiebre, era normal que hubiese perdido el apetito.
Sin embargo, debía volver a intentarlo. El pequeño tenía que coger fuerzas y aunque solo fuese una cucharada más, valdría la pena.
Acercó la cuchara a su rostro y Martín volvió el rostro a un lado negándose a probarlo.
-Vamos, ni niño –le pidió su madre-. Tan solo ésta.
El pequeño negó con la cabeza e hizo un mohín como si estuviese a punto de echarse a llorar. María supo que no tenía nada a hacer. Tampoco iba a forzarlo, pensó desalentada. Le limpió los restos de comida que tenía en la comisura de los labios y se levantó para sacar al niño de su sillita.
En ese momento, Gonzalo entró en el salón.
-Buenos días –saludó él. Su rostro presentaba unas grandes ojeras. A la vista estaba que había pasado mala noche.
-¡Gonzalo! –María se acercó con Martín en brazos y la besó.
¡Por fin le tenía en casa!
-Estaba preocupada, cariño –le confesó ella, llevando su mano a la mejilla de su esposo en un gesto tierno que él agradeció-. ¿Cómo está Andrés?
Gonzalo asintió con una media sonrisa.
-Fuera de peligro, a Dios gracias –declaró sin apartar la mirada de su hijo que al verle le tendió sus brazos para que le cogiera. Su padre no lo dudó ni un instante y María se lo pasó.
Gonzalo estaba cansado después de haber pasado toda la noche en vela. Además, el padecimiento por su amigo le había dejado agotado. Sin embargo, volver a casa y encontrarse con María y los niños, le había devuelto parte de las fuerzas. Ellos eran su razón de ser… su vida entera.
-¿Y Celia? –insistió María, preocupada por su amiga-. ¿Cómo está?
-La he dejado con él –Gonzalo tomó asiento en el sofá, manteniendo a Martín sobre sus piernas. Pese a la debilidad por las fiebres que había sentido, el niño no dudó en ponerse a jugar con la barba de su padre, pues las cosquillas que le producía en sus manitas le hacían sonreír y eso le gustaba-. La pobre se sentía culpable por todo lo sucedido y no ha consentido en toda la noche, descansar ni una miaja. Tenías que haberla visto… hubo un momento que pensaba que iba a desmayarse allí mismo. Pero bueno… lo malo ya ha pasado y todo ha quedado en un susto.
-Afortunadamente –apuntilló María, sentándose junto a su esposo-. ¿Y tú? ¿Cómo está, mi amor?
Gonzalo suspiró levemente. En ese instante sintió todo el peso del mundo sobre sus hombros.
-Agotado –confesó, con una media sonrisa-. Pero con un baño me recuperaré enseguida. Tengo que ir a la hacienda ya que Andrés está convaleciente y debo hacerme cargo de todo.
-¿Has avisado a doña Carmen? –quiso saber la joven, acordándose de la buena mujer-. Anoche no había manera de tranquilizarla. Me costó un mundo convencerla de que permaneciera junto a doña Gloria. Tan solo espero que la madre de Andrés no se haya enterado aún…
Gonzalo cerró los ojos y apretó los labios, sintiéndose culpable.
-Ahora mismo mandaré a alguien para que le cuente lo sucedido –declaró-. Tan solo tenía en mente regresar a casa –se levantó de nuevo, tendiéndole a Martín, que hizo un pequeño gesto de disgusto al separarse de su padre-. Voy a buscar a Margarita para que mande el recado.
-No te preocupes –le detuvo ella-. Ya me encargo yo de eso. Tú sube a darte ese baño, cariño, que bien que lo necesitas –le ordenó ella, levantándose-. Le pediré que te prepare más agua caliente y que la suba.
-Gracias, mi amor –dijo él, depositando un suave beso en sus labios.
Mientras Gonzalo subía a la alcoba para darse aquel baño, María bajó a la cocina donde encontró a Margarita y a Esperanza. La niña se había sentado en la mesa y le estaba suplicando a la doncella que le dejara ayudarla.
-Que ya le digo que no, niña –declaró Margarita, terminando de pelar unas zanahorias-. Y no me insista que como su madre se entere…
-¿De qué tengo que enterarme? –preguntó la joven, lanzándole una mirada seria a su hija-. Esperanza, no estarás molestando de nuevo a Margarita, ¿verdad?
-Nada más lejos de la realidad, señora –se apresuró a decir la buena mujer, que no quería que riñesen a la niña. Esperanza, sin embargo, alzó la barbilla hacia su madre. Sus dulces ojos dejaban claro que no iba a hacer nada malo-. Tan solo quería ayudarme con el pastel que voy a preparar. Pero ya le he dicho que la cocina no es lugar para las señoritas como ella.
María se acercó hasta la mesa. Llevaba a Martín en brazos y lo dejó sentado sobre la silla contigua a su hermana.
-No te preocupes, Margarita –quiso tranquilizar a la doncella-. Creo que Esperanza tan solo quería ayudarte porque su tita Celia le deja hacerlo en el restaurante. ¿No es así? -la niña asintió, avergonzada. Su madre se colocó tras ella y le acarició su suave y largo cabello azabache-. Pero la tita Celia te deja hacer los pasteles que comemos nosotros, no los que ella prepara para los clientes. Eso te lo ha explicado muchas veces, también –Esperanza volvió a asentir, escuchando atentamente sus palabras-. Y estoy segura que otro día, Margarita dejará que la ayudes… pero no hoy, porque ese pastel es muy complicado. ¿verdad? –le pidió a la doncella que la apoyara en sus explicaciones.
-Así es, señora –declaró ella, sonriendo-. Otro día, cuando su madre diga, no habrá problema para que me ayude. Y estoy segura que ese pastel que prepararemos estará para chuparse los dedos.
-¡Para el cumpleaños de padre! –saltó la niña, viendo que esa fecha, le gustaba. Alzó la cabeza hacia María-. ¿Cuándo será el cumpleaños de padre, madre?
María se mordió el labio inferior.
-Pues… todavía quedan unos meses. Sin embargo… creo que podrás preparar uno muy pronto, para el cumpleaños de Martín. ¿Qué te parece? ¿Ayudarás a Margarita ese día?
Los ojos de Esperanza se iluminaron de repente, algo que solía ocurrir siempre que los adultos depositaban en ellas su confianza.
-¡Sí! ¡Sí! –gritó, volviéndose hacia su hermano, que la miraba sin comprender su excitación-. ¿Has oído, Martín? Madre quiere que yo te prepare tu torta de cumpleaños.
El pequeño aun no entendía las palabras de Esperanza, pero siempre que ella le hablaba, asentía con una sonrisa, pues de un modo inexplicable, la unión y complicidad de los dos hermanos se veía reflejada en aquellos gestos. Para Martín, su hermana Esperanza era el ejemplo a seguir; nadie se lo había dicho; sin embargo el niño lo sabía.
María observó con júbilo la felicidad que sentían ambos niños, y que a la vez era la suya propia.
-Margarita –recordó la joven de pronto-. Por favor, puedes llamar a Justo y pedirle que venga. Quiero que vaya a casa de Andrés a llevar un recado.
-Por supuesto, señora –declaró la doncella, solícita. Se secó las manos con el trapo que llevaba prendido del delantal-. Ahora mismo le llamo.
María aprovechó para preguntarle a Esperanza por Ramita.
-Sigue sin hablar –musitó su hija, decepcionada-. Por eso quería hacer la torta, para darle un trozo. Igual así se alegraba y…
María le acarició su cabecita.
-Estoy segura que muy pronto recuperará el habla, cariño –trató de infundirle ánimos-. Tan solo debemos cuidarlo como hemos hecho hasta ahora y en nada, Ramita volverá a ser el mismo de siempre.
Esperanza asintió levemente, agradecida por las palabras de su madre.
Minutos después un muchacho de apenas catorce años se hallaba frente a María. La esposa de Gonzalo había aprovechado mientras esperaba la llegada de Justo para escribirle una nota a doña Carmen. En ella le explicaba que Andrés estaba en el dispensario, recuperándose. Y sobre todo le pedía que cuidase de doña Gloria, pues ella misma en cuanto le fuese posible, iría a tranquilizarla. En su estado, la buena mujer no necesitaba más sobresaltos; y sabían que no tardaría en darse cuenta que su hijo no había pasado la noche en casa. Hasta el momento doña Carmen había logrado engañarla, pero la mentira no podía durar para siempre.
Justo cogió la misiva y salió a la carrera para entregarla cuanto antes.
Al llegar a la puerta se encontró con Adelita, quien había sido llamada por María.
-Buenos días, señora –la saludó la muchacha.
-Buenos días, Adelita –le devolvió el saludo María. Tiempo atrás, la presencia de la joven no le habría hecho mucha gracia debido al malentendido que había tenido con ella. Sin embargo, María no era mujer de rencores y ahora veía aquello como una anécdota más-. ¿Puedes quedarte esta mañana con los niños?
Desde hacía semanas la muchacha acudía a la casa cuando se la solicitaba para quedarse cuidando de Esperanza y Martín. A María le habría gustado estar con ellos en cada momento, sin embargo sus quehaceres diarios se lo impedían. No obstante, cada vez que le era posible, se los llevaba a la escuela para que fueran relacionándose con otros niños, porque al fin y al cabo, algún día ellos mismos tendrían que acudir a sus clases como alumnos.
-Por supuesto, señora –dijo la muchacha.
María le dio un beso a cada uno de sus hijos. Deteniéndose más con Martín para cerciorarse de que la fiebre ya era cosa del pasado.
-Hay que seguir dándole su medicina –le recordó a Adelita-. Margarita sabe dónde se encuentra el botellín. Le toca dentro de dos horas. Yo volveré en cuanto salga de la escuela.
La doncella y la muchacha asintieron conforme a sus órdenes.
María ya se marchaba cuando llegó un mozo de la hacienda.
-Buenos días –saludó, medio avergonzado de verse frente a tanta gente-. Estoy buscando a don Gonzalo.
-¿Quién lo busca? –María frunció el ceño.
-Señora… -el mozo la reconoció enseguida-. Traigo esta nota de parte de doña Sara para don Gonzalo.
Le tendió un papel y María leyó las pocas líneas que el ama de llaves de la hacienda había escrito. En ella le informaba de que el señor Jorge Ramírez Sendoya se encontraba en la hacienda desde la tarde anterior, y esperaba ver a Gonzalo esa misma mañana.
-Dígale a doña Sara que Gonzalo irá en cuanto pueda –declaró ella-. Y… espere.
Eran demasiadas cosas las que tenía que decirle a la buena de Sara. Así que tomó asiento y volvió a escribir otra misiva, explicándole que Andrés había sufrido un percance y que no acudiría a trabajar. Gonzalo ya le explicaría mejor los detalles de lo sucedido.
Tras terminar de escribir, María le tendió el papel al mozo que salió de la cocina, de regreso a la hacienda.
Tan solo entonces, la joven pudo abandonar la cocina y subir a la alcoba, donde seguramente Gonzalo ya se habría bañado.
Al entrar en el cuarto, sin embargo, lo halló vacío y en silencio, cosa que le extrañó. Así que pasó al baño.
Su esposo estaba en la bañera, con los ojos cerrados y el gesto relajado. ¿Se habría quedado dormido? Tenía ambos brazos apoyados en el canto de la bañera, de donde salía vapor de agua, aun humeante.
Ella se acercó sin apenas hacer ruido. Sabía que la noche había sido larga y que al final el agotamiento se había apoderado de él. Se colocó a su lado, en cuclillas y suspiró, observándole en silencio. Movida por el cariño, alargó su mano hacia la mejilla mojada de Gonzalo y le acaricio con calma; apenas un roce.
-Si te hubiese pasado algo… -murmuró más para sí misma. Aquel pensamiento había estado rondando su mente toda la noche, llegando a provocarle incluso alguna pesadilla. Tan solo de pensar que a Gonzalo le sucediese algo malo… se estremecía. No quería volver a pasar por aquel calvario de saberle enfermo, o aún peor… muerto.
Tragó saliva, alejando aquellos pensamientos de su mente. Afortunadamente estaba allí junto a ella, sano y salvo. Miró hacia la mesilla donde estaban los jabones y cogió un trapo que usaban para lavarse. Lo mojó con el agua tibia de la bañera y con mimo y sin presionar mucho, comenzó a lavarle los brazos desde los hombros hasta los antebrazos.
Gonzalo abrió los ojos al sentir el agua cayendo por su cuerpo. Al verla, sonrió, de igual manera que sonreía cada mañana al despertar junto a ella.
-Lo siento –se disculpó María, deteniendo el masaje-. Tan solo quería…
-No te preocupes –musitó, alargando la mano que tenía libre para dedicarle una caricia en la nariz. Su esposa sonrió-. No me has despertado. Tan solo tenía los ojos cerrados.
-Ha sido una noche muy larga, cariño –le recordó ella, retomando el masaje-. No me extraña que estés rendido. Ni siquiera yo he podido dormir bien, pensando en Andrés, en Celia y… en ti –bajó la mirada, apesadumbrada-. Pensaba en lo mal que lo estaría pasando ella, sabiéndole entre la vida y la muerte y… me acordé de las veces por las que nosotros pasamos por lo mismo. Cuando estuvieron a punto de darte garrote o cuando Fernando mandó darte aquella paliza que casi termina contigo… -Gonzalo frunció el ceño, dándose cuenta del sufrimiento de María, algo por lo que no quería que volviese a pasar.
-No pienses en eso, María –le pidió él, alzándole el mentón y buscando su mirada-. Nunca, escúchame bien, nunca me separaré de ti.
Su esposa logró sonreír, tímidamente. Acerco sus labios y le besó, sintiendo la tibieza del agua sobre ellos.
-Siempre tienes las palabras que necesito escuchar –le confesó, acomodándole el pelo mojado hacia atrás-. Por eso te quiero tanto.
Acercó de nuevo sus labios para depositar un beso, esta vez en la frente de Gonzalo. Luego se levantó y alisó la falda del vestido.
-Voy a prepararte la ropa –le informó-. Ha venido un mozo de la hacienda para decirte que el científico ya está aquí.
-¿Desde cuándo? –quiso saber él.
-Doña Sara decía en la nota que Andrés debía habértelo dicho. Me ha dado la sensación de que en la hacienda no se han enterado de lo sucedido. Le he mandado una misiva para ponerla al tanto y, de paso decirle que acudirías en cuanto te fuese posible.
Su esposo asintió, algo más despejado. Al fin las cosas parecían salir bien. Si don Jorge había llegado a Santa Marta era porque traía buenas noticias. Tan solo esperaba que la solución para la salinización de las tierras no resultara muy cara.
María salió del baño y preparó la ropa. Mientras, Gonzalo terminó de bañarse y minutos después salió tapado con la toalla.
-¿Dónde están Esperanza y Martín? –se acercó a ella.
-Los he dejado con Adelita en la cocina –miró el reloj de la cómoda. Todavía le quedaban unos minutos para marcharse a la escuela-. Espero que no se la monten hoy. En cuanto me descuido, Esperanza ya está tratando de meter mano en la cocina –sonrió divertida-. Creo que en eso ha salido a mi madre.
Gonzalo se había ido acercando peligrosamente a ella y la cogió por la cintura. Su piel ya estaba seca, sin embargo, María  todavía percibió la humedad en sus brazos cuando se aferró a ellos.
-Bueno… entonces… tenemos un ratito para nosotros, ¿no? –le propuso con picardía.
María intentó zafarse entonces de su abrazo. Pero ya era demasiado tarde.
-Gonzalo… tengo que ir a la escuela… y tú… te espera ese científico. Sabes que no es bueno hacerle esperar.
El joven la hizo caminar hacia atrás, acercándose a la cama, a la vez que depositaba pequeños besos sobre su cuello. María sabía que no tenía escapatoria. Aunque tampoco la quería.
-Llevo mucho tiempo esperándole –le confesó él, cogiéndole el rostro para encontrar su mirada; una mirada que destilaba pasión y amor-. Por qué espere él unos minutos, no le pasará nada. Además, Sara le contará lo de Andrés y ambos sabrán que mi retraso se debe a ello.
Su esposa negó con la cabeza, sabiendo que nada le haría cambiar de opinión.
-Deberías guardar fuerzas para afrontar el día –usó aquella escusa como última alternativa, sin muchas esperanzas de que funcionasen-. No has dormido en toda la noche y…
-Acaso no te das cuenta de que lo único que necesito para recuperar fuerzas eres tú –le cortó él, con su boca cerca de la suya; tan cerca que podía sentir el roce de sus labios. María sintió un nudo en el estómago al escuchar aquella declaración, pues al fin y al cabo era lo mismo que le sucedía a ella-. Una vez te prometí que todas nuestras noches serían noches de boda; y no voy a faltar a mi promesa.
Sin más escusas para oponerse, María se dejó llevar por la pasión que Gonzalo le regalaba. Sus labios se fundieron en un dulce beso que terminó despertando sus sentidos. Cada roce de su piel, cada caricia escrita sobre sus cuerpos, cada beso entregado… se transformaban en gestos de complicidad, palabras que decían “te quiero” sin ser pronunciadas. Porque no eran necesarias. Porque el idioma de su amor se escribía en silencio, y sobre todo con entrega.

CONTINUARÁ...






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