CAPÍTULO 34
El ambiente en el cuartelillo se le antojó
bastante cargado nada más entrar.
Se trataba de una pequeña estancia, de
paredes blancas desconchadas y cuyos techos era mejor no mirar, pues las
manchas grisáceas de humedad, le daba un aspecto lúgubre y abandonado. En
apenas veinte metros cuadrados se hallaban tres mesas contiguas donde varios
guardias atendían a los aldeanos. Las tres estaban tan pegadas, las unas a las
otras, que Gonzalo se preguntó cómo no se mezclaban las declaraciones de los
que allí se presentaban. Al menos, a su llegada tan solo estaban atendiendo a
un ciudadano que por lo que el joven pudo entender, tenía un problema con su
vecino, quien se negaba a pagarle la servidumbre de paso estipulada para
acceder a las tierras.
Gonzalo esperó junto a la puerta a que uno
de los civiles notase su presencia y le atendiera.
Todavía no habían pasado ni cinco minutos
cuando Julio entró en el cuartelillo, deteniéndose en la puerta. Parpadeó
varias veces acostumbrándose a la penumbra del lugar y entonces vio a Gonzalo a
tan solo unos pasos de él. Ambos se miraron un instante, sin saber que decir,
hasta que se saludaron.
-Buenas tardes –murmuró el pescador,
situándose a su lado.
-Buenas tardes, Julio –le devolvió el saludo
el joven, que se había cruzado de brazos y esperaba ser atendido-. ¿Cómo va?
¿Viene a…?
-Me he enterado que esos estafadores fueron
detenidos anoche –expuso con calma-. Vengo a ver qué puedo hacer con mi
problema.
Gonzalo asintió, torciendo el labio. Los
contrabandistas habían sido detenidos por un delito, sin embargo, la estafa que
había sufrido Julio sería difícil de demostrar. Seguramente cuando fuesen
interrogados aquellos maleantes, negarían todo; y sería su palabra contra la de
Julio. ¿Cómo iba a demostrar el pescador que no sabía lo que firmaba? Realmente,
el esposo de Teresa, lo tenía complicado.
-Me… me he enterado de lo que le pasó anoche
a su capataz –retomó la conversación-. Espero que esté fuera de peligro.
-Sí. Afortunadamente se recuperará en unos
días.
-Dicen que… que fue por defender a Celia,
¿es cierto? –preguntó Julio, sin ocultar su sorpresa.
Gonzalo asintió.
-Esos delincuentes querían “cobrarse” que
Celia les echara la otra noche del restaurante –le explicó él-. Y Andrés la
defendió, saliendo herido de la trifulca.
-¡Qué malnacidos! –escupió el pescador sin
poder contener la rabia. Cada nueva acción cometida por aquellos forasteros, le
llevaba a descubrir lo equivocado que había estado-. Tratar de violentar a una
mujer…
-Bueno, gracias a Dios no sucedió nada de lo
que hayamos de arrepentirnos –añadió Gonzalo, con serenidad, pues sabía que la
furia no llevaba a ninguna parte-. Lo importante es que los hayan apresado y
que no vuelvan a delinquir.
-¡Ya! –se quejó Julio, chasqueando la
lengua-. Pero por mucho que esos bandidos estén entre rejas, yo seguiré
teniendo una deuda que pagar. Una deuda que va a arruinarme la vida –de pronto
pareció recordar algo y levantó la mirada hacia el joven-. Aunque si no fuera
por usted no me habría enterado. Le debo una disculpa.
-¿A mí? –se extrañó Gonzalo; y negó con la
cabeza-. Se equivoca Julio. A mí no me debe nada. Si hay alguien a quien debe
de agradecerle, es a su esposa… a Teresa. Si ella no hubiese sabido leer, ahora
mismo seguiría pensando que había hecho un gran negocio al comprar el barco.
Julio bajó la mirada. Lo cierto era que no
había pensado en aquel detalle. Había estado tan preocupado con la estafa que
se le había pasado por alto que había sido Teresa quien lo había descubierto.
Entonces comprendió algo más.
-Ha continuado con las clases, ¿verdad? –le
preguntó con gesto serio-. Desobedeció mis órdenes y ha seguido asistiendo a la
escuela para adultos. Ha estado engañándome durante todo este tiempo
–comprendió Julio, con aspereza.
El tono empleado por el pescador no le gustó
ni una miaja a Gonzalo. Se le notaba demasiado enfadado como para ser una
simple pregunta. Saber que Teresa se había saltado su mandato era lo único que
le importaba, por su forma de actuar. Así que el esposo de María no iba a darle
más motivos para que la tomase contra ella; y mucho menos contra María.
-Es lo único que le importa en todo este
asunto –se encaró con él pescador. Sus ojos se empequeñecieron de repente,
cargados de rabia por la necedad de aquel hombre, que a pesar de todo lo
sucedido seguía manteniendo aquella actitud cerrada y altanera-. Que le haya
desobedecido, que haya continuado con las clases sin decírselo. No debería ser
tan… orgulloso, y pensar un poco en ella, en lo que quiere y le hace feliz.
Debería haberla escuchado desde un principio y no imponerle sus deseos. Es su
esposa… no su esclava.
-Usted no lo entiende –le cortó Julio-. Me
ha mentido. Ha estado ocultándome lo que ha estado haciendo. ¿Cómo voy a
confiar en ella después de lo que ha hecho?
Gonzalo no podía creer lo que estaba oyendo.
Cada palabra que salía por la boca del pescador lo único que lograba era
encenderle la sangre. El joven negó con la cabeza, hastiado con aquella actitud
tan posesiva.
-¿Cómo va a confiar Teresa en usted si se
comporta así? –le soltó sin miramientos-. Lo único que consigue oponiéndose a
sus deseos es que se lo oculte… que no confíe en su marido. ¿Es eso lo que
desea para su matrimonio, que esté basado en la mentira y el engaño? Porque es
lo que va a conseguir si sigue con esa actitud.
-¡Usted que sabrá! –murmuró entre dientes.
El orgullo del joven era tan grande que no iba a permitir que un extraño se
metiera en su vida, y mucho menos que tratara de darle consejos de cómo
conducirse con su esposa.
-Solo sé lo que veo –trató de hablar con
calma Gonzalo, cuando lo que de verdad se merecía Julio era que diese media
vuelta y le dejara con la palabra en la boca. Pero si se contuvo fue por
Teresa. No iba a dejarla en la estacada-. Y con esta actitud tan… tan cerrada,
lo único que va a conseguir es que termine cansándose de usted y de tus
exigencias. El matrimonio se basa en la comprensión y el respeto; algo que de
momento usted no ha hecho. Y si le digo esto es por ella, porque como siga por
ese camino… convertirá el cariño y el amor que le tiene, en desprecio.
Julio no supo que decirle. Sus últimas
palabras, por fin habían hecho mella en él, haciéndole dudar por primera vez.
¿De verdad estaba siendo un déspota con Teresa? Si bien era cierto que se había
opuesto a las clases, también creía que era lo mejor para ella… para los dos.
Sin embargo, a la vista estaba que si no hubiese sabido leer, no se habrían
dado cuenta de lo que él había firmado.
Gonzalo percibió enseguida el cambio. La
mirada del pescador había mostrado cierta duda. Estaba reconsiderando sus palabras.
-Debería sentirse orgulloso de lo que ha
hecho –continuó el esposo de María, con más calma-. Tan solo pretende
superarse, ser mejor persona… aprender y valerse por si sola. Y créame si le
digo que eso no es ningún mal, sino todo lo contrario. Lo que ha aprendido les
puede ser de gran utilidad para superaros en la vida… para que no vuelvan a
engañaros –hizo una leve pausa-. Sin ir muy lejos, le digo, que yo no sería la
misma persona si no fuese por mi esposa –Julio clavó sus ojos en él, interesado
en aquella opinión-. María me lo ha dado todo, y siempre le estaré agradecido
de ser cómo es: una mujer valiente y luchadora, como pocas. Si no fuera por sus
arrestos, hoy las cosas serían de diferente manera para nosotros: posiblemente
estaríamos separados y viviendo una vida infeliz. ¿Acaso no le gustaría que
Teresa fuese así?
Julio bajó la cabeza, pensativo. En cierto
modo claro que le gustaría que su esposa fuera de aquella manera que describía
Gonzalo; sin embargo… temía que si Teresa se convertía en una persona
autosuficiente, ya no le necesitaría. ¿Para qué querría tenerle a su lado,
entonces?
-Piense en lo que le digo, Julio –continuó
Gonzalo, sabiendo que había dado en el clavo. El pescador estaba comenzando a
ver las cosas de otro modo-. Y sáquese de la cabeza que, porque Teresa sepa
leer y escribir, va a dejar de quererle y de necesitarle. Sé que ese es su
mayor temor.
El pescador abrió la boca para decirle algo
cuando uno de los civiles se acercó.
-Disculpen la demora, andamos liados con el
asunto de los contrabandistas –se disculpó-. ¿En qué podemos ayudarles?
-Precisamente venía a prestar declaración
por ese asunto –le explicó Gonzalo-. Fui yo quien dio la voz de alarma anoche y
me dijo el comisario que me personara hoy para que me tomasen declaración.
-Pase usted, señor…
-Castro. Gonzalo Castro –se identificó
mientras tomaba asiento en una de las mesas.
-¿Y usted…? –le preguntó el civil a Julio.
-El señor Sánchez viene conmigo por el mismo
asunto, aunque algo diferente.
-Entonces coja esa silla y siéntese, también
–le pidió el hombre uniformado.
Durante más de media hora, Gonzalo narró
todo lo que había descubierto sobre aquellos forasteros. Le contó que habían
llegado a la finca, semanas atrás, en busca de trabajo pero que él no se lo
dio, porque no se fiaba de sus intenciones. Luego le habló de las continuas
visitas al restaurante de Celia, donde se reunían con Julio. En este punto, el
pescador expuso sus conversaciones con ellos, explicando que se habían mostrado
muy interesados en conocer las rutas que solían llevar los pescadores de la
zona, así como el rumbo que tomaban las corrientes. Julio tuvo que confesar que
había sido él quien les había puesto al tanto de que la noche de la verbena los
pescadores no salían a faenar; de tal modo que aquellos bandidos habían
aprovechado ese día para introducir el primer cargamento de ron en la isla.
-Bueno… -el civil revisó sus declaraciones-.
Creo que esto es suficiente –les tendió los papeles-. Tan solo deben de
firmarlas y ya estará todo.
Gonzalo puso su firma en el papel y Julio
marcó su declaración con una X.
El esposo de María se levantó, dando por
concluida la declaración, cuando el pescador se atrevió a preguntar lo que
tanto temía, y el principal motivo por el que había acudido hasta allí.
-¿Qué… qué pasará con mi casa? –murmuró,
enrojeciendo levemente, avergonzado por haber caído en la trampa de aquellos
hombres-. Quiero decir que… si han detenido a esos delincuentes, el contrato
que me hicieron firmar, ¿seguirá siendo válido?
Gonzalo prestó atención a lo que el civil
podía decir al respecto. El hombre les miró a ambos, con gesto serio, antes de
hablar.
-Creo señor Sánchez que va a tener usted
mucha suerte –declaró con ambigüedad-. Verán, esos traficantes fueron detenidos
portando varios documentos. Creemos que iban a entregárselos al conocido como
“El Americano” para que los sacara de la isla. Durante la detención,
pretendieron huir adentrándose en el mar, con todo lo que llevaban. Quizá esa
haya sido su suerte, porque la mayoría de esos documentos cayeron al agua y ya
sabe lo que ocurre con el papel mojado… -los ojos de Julio se abrieron de par
en par comprendiendo que el contrato que les había firmado ya no existía-.
Desafortunadamente para nosotros podían ser pruebas contra ellos, pero quizá
para usted sea su salvación. Sin contrato no hay acuerdo. A no ser que usted
presente el suyo. ¿Lo tiene?
-Creo que no –se apresuró a decir Gonzalo,
posando la mano sobre su hombro y saliendo en ayuda de Julio, antes de que
cometiese un error-. Desgraciadamente su esposa, creyendo que era un papel sin
importancia lo usó para limpiar los cristales. Ya sabe. ¡Mujeres!
El civil asintió con una media sonrisa.
Estaba claro que no se había creído ni una sola palabra, pero conocía a ambos
de haberles visto en el restaurante de Celia, y sabía que eran buenas personas.
No se merecían meterse en problemas por un papel que “no existía a ojos de la
ley”.
-¿Han revisado también la tienda de
ultramarinos? –quiso saber Gonzalo, para que no quedase ningún hilo del cual
tirar.
-Esta misma mañana. Tan solo hemos
encontrado el cargamento que introdujeron la noche de la verbena y unos cuantos
documentos sin importancia para ustedes.
Julio sintió que el nudo que llevaba desde
el día anterior aprisionándole el estómago, se deshacía con rapidez. Sus
problemas se acababan de esfumar de un plumazo gracias a las aguas del mar,
aquellas mismas aguas que le daban de comer cada día.
-Entonces… ¿no tengo que preocuparme de
perder mi casa? –insistió el pescador, sin dar crédito todavía a su suerte.
-Si no hay ningún papel que certifique lo
que hizo… no –concluyó el civil, con una media sonrisa-. Porque… ¿el contrato
lo firmaron en presencia de algún abogado o notario que certifique la compra
venta? ¿O que tenga una copia de dicho contrato?
Julio se quedó pensativo. Cuando fue a
firmar el contrato, aquellos hombres tan solo le dieron dos hojas en las que
firmar. Una se la dieron a él y la otra se la quedaron ellos. Y en cuanto al
abogado, uno de ellos dijo que él lo era; aunque ahora se daba cuenta de que
aquello también debía de ser una mentira más de ellos. Por lo tanto, la compra
venta se había realizado sin la presencia de gente especializada en aquellos
casos, convirtiéndolo todo en un asunto ilegal.
Julio se volvió hacia Gonzalo, sin poder reprimir
una sonrisa. El joven se la devolvió. Al fin y al cabo, el pescador acababa de
librarse de una buena.
-Gracias –le dijo al guardia, levantándose.
-Eso sí –añadió el civil-, si no hay
contrato, tampoco puede haber una denuncia contra ellos. Intentaron estafarle
pero no hay nada que lo demuestre. Lo siento.
Sin embargo, aquel contratiempo no podía
importarle menos a Julio. Había pasado de la desesperación al pensar que iba a
perder su casa y todo lo que tenía, a recuperarlo de golpe, por la falta de un papel.
Quizá no era justo que los traficantes se librasen por haberle estafado, pero
estaba seguro que les caería un buen puñado de años en prisión por contrabando,
un delito grave, que se pagaba muy caro. Tardarían tiempo en volver a ver la
luz del sol, de eso no cabía ninguna duda.
Al salir a la calle, Gonzalo y Julio se
detuvieron.
-Al final hemos tenido suerte –comentó el
esposo de María-. No existe ya ese contrato.
-En cuanto llegue a casa quemo ese papel
–confirmó Julio por lo bajo, pues no quería que nadie le escuchase-. Gracias
por haber sido más rápido que yo pensando en una salida. No sabía que decirle
cuando me ha preguntado por mi parte del contrato.
-No tiene importancia –declaró el joven-. Lo
que importa es que ya está todo solucionado.
El pescador asintió, soltando un suspiro
cargado de alivio.
-Le invitaría a tomar algo al restaurante
pero…
-No te preocupes –le disculpó Gonzalo,
atreviéndose a tutearle por primera vez; y es que le resultaba extraño tratar a
alguien más joven que él con ese tratamiento. Solo esperaba que Julio no se lo
tomase a mal-. Tengo que regresar a casa. Otro día, si eso.
Julio asintió.
-Y… tendré en cuenta lo que me ha dicho,
señor Castro –confesó con gesto serio.
El esposo de María le sonrió.
-Hazlo. Tienes mucho que ganar si le das su
libertad.
El pescador se mordió el labio. No iba a
resultarle fácil darle a Teresa aquella libertad. Julio estaba acostumbrado a
ser quién mandase, y a que su esposa le obedeciera. Sin embargo, Gonzalo le
había abierto los ojos: con su tiranía tan solo lograría perderla para siempre.
-Por cierto –le detuvo Gonzalo, antes de
irse-. Creo que después de todo lo que hemos pasado, es hora de tratarnos de
tú, ¿no crees?
El pescador parpadeó varias veces,
sorprendido de que alguien a quien consideraba de clase superior a la suya, le
ofreciese aquel trato.
-Me… me parece bien… don Gonzalo –declaró
finalmente, sonriendo.
-Gonzalo, solo Gonzalo –le rectificó el
joven.
-Gonzalo –repitió Julio, agradecido por todo
lo que había hecho por él.
Tras despedirse, Julio se encaminó hacia el
barrio de los pescadores, dispuesto a tener una larga conversación con su
esposa.
Gonzalo se quedó mirándole unos segundos
antes de meter la mano en el bolsillo del pantalón y sacar un papel. Lo
desplegó y observó en silencio las líneas de tinta que cubrían aquel trozo
blanco. Nunca nadie debía de saber que el contrato que había obrado en manos de
los contrabandistas, ahora estaba en su poder, pues la noche anterior lo había
encontrado entre los papeles que estaban sobre las cajas de ron y no había
dudado en guardárselo. Sabía que con su manera de proceder estaba ocultando una
prueba a los civiles, pero al hacerlo también salvaba a Julio y a Teresa de
perder su casa.
En ocasiones había que saltarse las normas
por una buena causa, y Gonzalo es lo que había hecho.
Dobló de nuevo el papel y se lo guardó en el
bolsillo. En cuanto le fuese posible quemaría aquella prueba. Nunca se sabría
la verdad.
CONTINUARÁ...
CONTINUARÁ...
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