CAPÍTULO 28
Cuando María y Teresa llegaron a la playa en
busca de Julio, se encontraron el barco vacío, y no había ni rastro del
pescador. Tan solo había dejado unas redes expuestas en cubierta que delataban
que había estado allí en un momento dado.
-¿Habrá terminado ya? –preguntó María a su
amiga, que era quien más le conocía-. Igual ha ido al restaurante por otro
camino y por ello no nos lo hemos cruzado.
Teresa miró a su alrededor, pensativa.
-No –negó con seguridad-. No ha ido al
restaurante. Debe de estar en casa. Vayamos allí. Espero que no se le haya
ocurrido buscar el documento sino…
La joven reemprendió el paso, dirigiéndose
hacia el pueblo. María tuvo que acelerar el suyo para alcanzarla.
-No te preocupes –trató de tranquilizarla-.
Si se da cuenta de que has cogido el contrato le explicaremos lo que sucede.
-No le conoces, María –le cortó, con un nudo
en la garganta-. No atenderá a razones, fácilmente. Nos va a resultar difícil
convencerle.
-Bueno… aun así hay que hablar con él y
decirle como están las cosas –declaró la esposa de Gonzalo, que pese a todo no
le daba miedo enfrentarse al pescador.
Los últimos rayos de sol se ponían tras las
montañas cuando entraron en el barrio de los pescadores y se dirigieron hacia
la casa de Teresa.
Se cruzaron con algunos de sus vecinos que
regresaban a casa después de la dura jornada laboral y saludaron a las jóvenes.
Al llegar a la casa de Teresa, la esposa del
pescador se detuvo y posó su mano sobre el pomo. Solo entonces sintió el temor
de lo que estaba a punto de ocurrir. No temía por ella, sino por María. Cuando
Julio la viese allí seguro que montaba en cólera.
-María, ¿estás segura de qué…? –se volvió
hacia ella.
La joven alzó el mentón y su mirada no
dejaba lugar a dudas de lo que pretendía.
-No me asusta, Teresa –le confirmó ella, con
firmeza-. He pasado por cosas mucho peores en mi vida para que venga a
asustarme tu marido.
La joven se preguntó qué podría ser aquello
tan malo por lo que habría pasado su amiga; sin embargo no era el momento para
preguntárselo, sino de enfrentarse a Julio.
Abrió la puerta y ambas entraron en la casa.
-¡Julio! –le llamó ella, mientras entraban
en el pequeño salón-. ¿Estás en casa?
La cocina estaba vacía y no parecía haber
pasado por allí. Las dos jóvenes se acercaron a la mesa, esperando una
respuesta que no llegó.
Teresa entró en su cuarto y vio que allí
tampoco había estado. Todo seguía en su lugar.
-¿Dónde se habrá metido? –murmuró, saliendo
de nuevo. Había estado tan segura de encontrarle en casa que ahora dudaba si
María no habría acertado al decir que estaría en el restaurante.
-¿Qué…?
La voz de Julio las hizo pegar un brinco. El
pescador entró en el salón. Había entrado en casa y ni siquiera se habían dado
cuenta. María se volvió, con el corazón acelerado. Por mucho que había querido hacerse
la fuerte, ahora que estaba frente al esposo de su amiga, no sabía bien cómo
reaccionaría al verla.
-¿Qué hace usted aquí? –se dirigió hacia
ella, dando un paso y entrando en su campo de visión. Levantó la mirada hacia
su esposa y frunció el ceño-. ¿No te dije que iría a buscarte al restaurante?
-Sí –balbuceó Teresa, sintiendo como le
temblaban las piernas-. Pero… ha sucedido algo y tenía que hablar contigo
urgentemente.
-¿Y para eso tenía que venir contigo? –le
espetó, acercándose a Teresa e ignorando a María-. Te he dicho muchas veces que
no me gusta que…
-He venido a hablar con usted, Julio
–intervino María, dejando su bolsito encima de la mesa y manteniéndole la
mirada al pescador-. Así que no la tome contra Teresa.
Julio parpadeó varias veces, incrédulo. ¿A
hablar con él? ¿Qué podía decirle aquella mujer que pudiese interesarle?
-Si va a volver a insistir con lo de las
clases, ya puede marcharse por donde ha venido –le espetó él, sin miramientos-.
Desde que Teresa ha dejado de perder el tiempo…
-No, no he venido por eso –le cortó María,
haciendo un gran esfuerzo por mantener la calma y no soltarle al pescador las
cuatro verdades que se merecía-. Aunque en cierto modo tenga que ver, porque si
no fuese por “esa pérdida de tiempo” como usted lo llama, su esposa no habría
descubierto el lío en el que se ha metido.
Julio se volvió hacia Teresa, pidiéndole una
explicación con la mirada.
-¿De qué está hablando? –exigió saber él.
-De… de la compra del barco –se decidió
finalmente a hablar su esposa, mirando fijamente a María que la alentó a
continuar-. Verás, sé que no te gusta que toque tus papeles, pero… no me fiaba de ese negocio, así que leí el
contrato que habías firmado.
-¡¿Qué has hecho qué?! –sus ojos tomaron un
tono oscuro, embargados por la furia-. ¿Pero quién te ha dado permiso para
coger esos papeles? ¿Además, qué vas a entender tú de negocios?
-Pues más que usted seguro que sí –intervino
María, sin poder morderse la lengua-. Porque si no fuese porque Teresa sabe
leer, no habría descubierto lo que de verdad ha hecho.
-¡Un momento! –le cortó Julio, dando un paso
hacia ella-. ¿Y usted que tiene que ver con todo esto? –se volvió hacia su
esposa, comprendiendo lo que había hecho. Su rabia aumentaba por momentos-. ¿Le
has enseñado… le has enseñado el contrato? ¿A una extraña?
Julio apretó los puños, enfurecido. Sin
embargo, Teresa le sostuvo la mirada con firmeza.
-María no es ninguna extraña –la defendió,
para sorpresa de su amiga, que hizo amago de sonreír, pero se contuvo a tiempo
para que no la viera Julio-. Es mi amiga y se preocupa por nosotros, aunque tú
no quieras verlo.
-¡Ja! ¡Lo que me faltaba por oír! –se burló
su esposo, comenzando a pasear a su alrededor, como un león enjaulado-. Esta…
-y señaló a María-, esta señora, no es tu amiga. A ver cuando abres los ojos de
una vez. Los de su clase solo se relacionan con personas como ellos y no con
pobretones como nosotros.
-Tan solo un ignorante como usted diría
semejante cosa –declaró María, sin morderse la lengua-. Teresa es mi amiga, y
me preocupo por ella y por lo que le suceda.
-Mire… señora –le escupió, soltando un
suspiro cargado de rabia-. No la echo a patadas de mi casa por respeto. Venir
aquí a insultarme y…
-Le pido disculpas si le he ofendido
–declaró sin sentir que había actuado mal, sin embargo sabía que con él era
mejor hacerlo-. Pero lo que me trae hasta aquí es un asunto de vital
importancia, y me gustaría que dejásemos de lado nuestras desavenencias si no
quiere ver como en pocos días pierde todo lo que tiene.
-¿A qué se refiere? –el hombre frunció el
ceño al escuchar su amenaza.
-A que… -intervino Teresa, y su esposo se
volvió hacia ella-. Como te he dicho he estado mirando el contrato que has
firmado y… había unos términos que no comprendía muy bien puesto que hablaba de
la casa y… y le he pedido a María que me ayudase a entenderlo.
-¿Cómo que hablaba de la casa? ¿De qué casa?
¿De la nuestra? ¡Eso es imposible! El contrato tan solo habla del barco; la
casa no tiene nada que ver.
-Me temo que sí –volvió a hablar María, con
más calma-. Según ese contrato, ha puesto la casa como aval para pagar el barco
–y apuntó-: un pago que ha de realizarse en menos de un mes si no quiere que le
quiten la casa.
-¿Qué está usted diciendo? –inquirió Julio,
sin poder creerlo-. Yo no he firmado tal cosa.
-Me temo que sí.
María dio un brinco al escuchar tras ella la
voz de Gonzalo. Su esposo entró en la casa y las miradas de Julio, Teresa y
María se posaron en él.
-¿Cómo ha entrado usted en…? –le lanzó la
pregunta el pescador.
-Ha debido de dejarse la puerta abierta
–comentó Gonzalo situándose junto a María, que soltó un leve suspiro, aliviada
de tenerle junto a ella. Su sola presencia le aportaba serenidad y fuerzas para
seguir enfrentándose a Julio-. Aunque lo importante ahora es saber si es cierto
que ha firmado ese contrato.
-¿Cómo…? –quiso saber María.
-¿Qué cómo me he enterado? –terminó él la
pregunta-. Por Celia, estaba muy preocupada por vosotras y vino a contármelo.
María asintió, dando gracias a su amiga por
haberle avisado. Aunque ella sabía cómo defenderse, con la presencia de Gonzalo
se sentía más segura. Además, quizá Julio le prestase mayor credibilidad a él.
-¿Qué pasa, que aquí todo el mundo sabe lo
que ocurre? –declaró Julio con rabia-. ¿Por qué la gente no se mete en sus
asuntos y deja a los demás tranquilos?
-Porque nos preocupamos cuando alguien tiene
problemas –se defendió Gonzalo-. Y tan solo porque apreciamos a Teresa es
porque estamos aquí. Ahora bien, si no quiere ayuda, nos marcharemos por donde
hemos venido y no volveremos a inmiscuirnos en sus asuntos.
María se volvió hacia él, temiendo que sus
palabras fueran ciertas. Lo último que quería era dejar a Teresa en la
estacada. Sin embargo vio en la mirada de Gonzalo que se trataba de una treta
para que el pescador cediese.
-Usted decide –añadió el esposo de María con
determinación.
Teresa tembló, pensando en la respuesta que
iba a darles Julio. Conociéndole no iba
a ceder con tanta facilidad.
-Vamos, cariño –Gonzalo cogió a María con
suavidad, haciendo ademán de marcharse-, está clara cuál es su postura. Lo
hemos intentado. Lo siento mucho Teresa…
-¡Esperen! –les detuvo Julio, a
regañadientes.
Gonzalo le observó con un brillo de triunfo
en los ojos.
El pescador le pidió a Teresa que le pasara
el contrato y a su vez, Julio se lo tendió a Gonzalo, que estaba más
acostumbrado a leer documentos de aquella clase.
El joven leyó todas las clausulas, bajo la
atenta mirada de los presentes. En cuanto concluyó, torció el labio y le
devolvió el papel a Julio.
-Creo que les debe una disculpa, Julio.
Desgraciadamente, estaban en lo cierto. Según indican las cláusulas que ha
firmado, si en un mes no liquida el pago total del barco, esos hombres se
quedarán con su casa.
Por primera vez, Julio fue consciente de
cómo estaban las cosas. El hombre se dejó caer sobre una silla, desconcertado.
-¿Pero… cómo? –levantó la mirada, derrotado,
hacia Gonzalo-. Parecían ser hombres de palabra. Debe de haber algún error.
-Me temo que no, Julio –le explicó el joven
con cautela-. Quizá no haya sabido verlo pero esos hombres nunca han sido de
fiar. Las propias gentes del pueblo no se fiaban de ellos, ¿y sabe por qué?
–alzó una ceja-. Porque son contrabandistas de ron.
-¿Cómo? –Teresa se acercó a su esposo y posó
una mano sobre su hombro, para que supiese que estaba de su lado.
-Llevamos semanas tras su pista y hace unos
días lo confirmamos –le explicó Gonzalo con calma-. Lo que no sabemos todavía
es cómo debieron entrar la mercancía en la isla. Debían de estar al tanto de
cuando era más seguro hacer el intercambio en alta mar. Lo que no entiendo es
cómo se han enterado de ello.
Julio se llevó las manos al rostro, cansado
y derrotado.
-Yo se lo dije –confirmó de pronto, a media
voz. Toda su fuerza y entereza se vinieron abajo de golpe, dándose cuenta de lo
necio e inocente que había sido. Él que siempre alardeaba de ser un hombre
capaz de distinguir cuando alguien quería engañarle, había caído en la trampa
de unos forasteros como un zagal sin entendederas-. Cuando nos conocimos me
hablaron de que en sus tierras las corrientes eran muy traicioneras y quisieron
saber si aquí también. Les dije que sí, que todos los pescadores de la zona
sabían cuando era mejor salir a faenar. Me preguntaron si no había guardas que
vigilasen por las noches, por si algún pescador se perdía, y les confirmé que
sí, que siempre había alguien encargado de vigilar las cosas por las noches,
excepto la noche de la verbena de Santa Caridad, pues es la única noche del año
que los pescadores no salíamos a alta mar.
Gonzalo levantó el mentón, comprendiendo al
fin lo ocurrido. Todas las piezas del puzle encajaban a la perfección. Aquellos
contrabandistas habían usado a Julio para enterarse de cuál era la mejor noche
para meter el contrabando en la isla. El propio pescador había caído en la
trampa, contándoles lo que querían saber.
-¡Es todo culpa mía! –se quejó Julio, dando
un golpe sobre la mesa. Teresa se asustó pues era la primera vez que le veía
reconocer un error.
-Ya habrá tiempo para lamentaciones –le
cortó Gonzalo, que a pesar de todo, sentía lástima por aquel joven que quería
comerse el mundo y había sido el mundo el que se lo acababa de comer a él-. Lo
que debemos hacer es informar a las autoridades de lo que sucede y ver si
podemos solucionar el asunto del contrato.
-¡Algo se podrá hacer! –se levantó de golpe
el pescador, furioso-. Esos miserables se han burlado de mí, y… me han
estafado.
-Pues sí, aunque un juez necesite pruebas
–le habló el esposo de María con crudeza-. No le va a valer su palabra. Al fin
y al cabo, el contrato está firmado.
-Pero… esas cláusulas que pone… -se derrumbó
de nuevo-, yo jamás las firmaría.
-¿No hay nada que se pueda hacer? –intervino
Teresa, preocupada.
Gonzalo se mesó el mentón, pensativo. El
asunto no parecía tener fácil solución, porque aunque demostrasen que aquellos
hombres eran unos simples contrabandistas, Julio había firmado un contrato con
ellos que nada tenía que ver con el asunto del contrabando.
-Deberíamos demostrar que Julio no sabía lo
que firmaba –dijo María de pronto.
-¿Se fió simplemente de su palabra? –le
preguntó Gonzalo al pescador.
El joven asintió, apesadumbrado.
-Jamás pensé que me estaban estafando
–confesó con rabia, y se llevó las manos a la cabeza-. ¿Cómo he podido ser tan
estúpido? Les he regalado todo lo que tengo… porque nunca podré pagar ese barco
en un mes.
Hundió el rostro entre sus manos,
desalentado. Teresa le acarició los hombros queriendo consolarle, aunque sabía
que era imposible.
De repente se levantó y su mirada brilló,
llena de furia.
-¡Voy a buscarles!
Dio un paso dispuesto a salir en su búsqueda
pero Gonzalo se interpuso.
-No vaya a hacer ninguna estupidez más –le
gritó el joven, sabiendo que no era nada bueno dejarse llevar por la rabia y la
desesperación-. Lo mejor es dejar que sigan pensando que le han engañado. Si va
y les enfrenta, les va a poner sobre aviso y es lo último que queremos en este
momento; que salgan de Santa Marta y no podamos cogerlos.
-Y qué me propone, que me quede de brazos
cruzados viendo cómo esos miserables se quedan con todo lo que es mío y que
tanto me ha costado conseguir.
-De momento sí –el esposo de María le
sostuvo la mirada, seria, sin un ápice de lástima-. Si desea que recuperemos lo
que es suyo, hay que pensar con calma y frialdad. Además, esos tipos son
peligrosos, así que lo más sensato es dejar todo el asunto en manos de los
civiles -se volvió hacia María y la cogió de la mano, dispuesto a regresar a su
casa-. Hay que hacer las cosas por la vía legal –le informó a Julio-. Ahora
mismo iré a hablar con ellos y a contarles todo lo que sabemos al respecto.
-Voy con usted –se ofreció el pescador,
sintiendo que debía ser él quien diese la cara después de lo ocurrido.
-Mejor no –le detuvo Gonzalo-. Esperemos a
ver cómo se desarrollan los acontecimientos y entonces sabremos a qué
atenernos.
-Pero si voy y pongo la denuncia contra
ellos por estafa…
-¿Y con qué pruebas? –insistió Gonzalo-. Ese
contrato no sirve como prueba. Usted lo ha firmado. Ningún juez admitiría a
trámite una denuncia así. Hágame caso. Espere a ver qué encuentran contra esos
contrabandistas y entonces actuaremos.
Julio asintió en silencio.
Gonzalo y María se disponían a salir de la
casa cuando el pescador les detuvo.
-Un momento –pareció recordar algo-. Ayer,
uno de ellos habló de… de alguien apodado “el Americano”. Al parecer iban a encontrarse
con esa persona esta noche en la cala de San Juan.
-¿Está seguro? –preguntó Gonzalo, pensativo.
Tenía toda la pinta de tratarse de un nuevo intercambio.
-Sí –confirmó Julio-. Además, recuerdo que
me llamó la atención porque después de decirlo, Fidel, el que hace los tratos,
le lanzó una mirada de advertencia a
José, el que lo había largado.
El esposo de María asintió. Aquella
información podía serles de gran utilidad. Si iban a recibir un nuevo
cargamento esa noche, los civiles debían de enterarse.
-Ahora mismo iré a poner al tanto a las
autoridades pertinentes –declaró Gonzalo-. Y hágame caso –le recordó-. No haga
nada hasta que estemos seguros de a qué atenernos.
La pareja se disponía a salir de la casa
cuando Julio volvió a detenerles.
-Gracias –murmuró el pescador.
Ambos se volvieron. Teresa estaba junto a su
marido, sorprendida por su agradecimiento puesto que jamás le hubiese imaginado
dando las gracias a Gonzalo y a María.
-Déselas a su esposa –habló María,
sonriéndole débilmente a su amiga-. Si sabemos la verdad es gracias a todo lo
que ha aprendido durante este tiempo. Eso que tanto ha menospreciado usted.
Gonzalo le apretó la mano, mostrándole su
apoyo. Sin necesidad de palabras, el joven le estaba diciendo lo orgulloso que
estaba de ella.
Ambos salieron de la casa tras despedirse de
Julio y Teresa, quienes tendrían mucho que conversar.
-Gracias, mi amor –le dijo María, camino de
su casa-. Gracias por venir a apoyarme.
-No tienes por qué dármelas, María –la
disculpó él, deteniéndose-. De sobra sabía que estarías apañándotelas
perfectamente sin mí. Siempre lo haces.
La joven se acercó a él y le dio un suave
beso en los labios.
-Aun así… me gusta que me protejas –le
confesó ella, retomando el paso-, saber que estás ahí cuando te necesito.
-Eso siempre, mi vida –declaró Gonzalo,
cogiéndola del hombro para acercarla más a él; María pasó su brazo por la
cintura, para aferrarse a él mientras seguían caminando-. Siempre juntos, en
las buenas y en las malas; nunca lo olvides.
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