lunes, 23 de noviembre de 2015

CAPÍTULO 36 
Gonzalo y María aprovecharon que Martín ya estaba totalmente restablecido para sacarlo de paseo. El niño había recobrado su vitalidad y en casa ya no aguantaba ni un minuto más.
De manera que, aquella tarde, después de haber terminado con sus respectivos trabajos en la hacienda y en la escuela para adultos, decidieron acercarse al restaurante de Celia y pasar un rato con su amiga.
La encontraron tras la barra, preparando unos platos. El lugar continuaba más vacío de lo habitual, pero Gonzalo estaba seguro que en unas semanas recuperaría a su clientela de nuevo.
-Buenas tardes, Celia –le saludó María, de cuya mano iba cogida Esperanza-. ¿Cómo va?
-Hola María… Gonzalo. Ya ves –soltó un suspiro derrotista-. No hay mucho movimiento.
Ambos miraron tras ellos. Tan solo un par de mesas se encontraban ocupadas. Pescadores fieles a la joven, que pese a todo seguían acudiendo al restaurante después de finalizar su jornada.
-Estoy seguro que en unas semanas esto volverá a bullir como antaño –declaró Gonzalo con entusiasmo. Dejó a Martín sobre el taburete y el niño se apoyó en la barra.
Celia se acodó frente a su ahijado y le tocó la punta de la nariz con un dedo, en un gesto cariñoso.
-¿Y qué dice mi pituso? –le preguntó ella. Martín alargó su manita para tocarle el rostro-. ¿Ya se encuentra mejor? –levantó la mirada hacia sus padres.
-¿Mejor? –repitió María, con una sonrisa burlona-. Tiene más vitalidad ahora que antes.
-Bueno, eso es porque los remedios del tito Andrés han obrado el milagro, ¿a qué sí? –le preguntó al niño, sabiendo que no iba a responderle.
-Y… hablando de Andrés –intervino Gonzalo-. ¿Has ido a verle esta tarde? Estuve esta mañana antes de ir a la hacienda, y le he visto mucho más animado.
-Me pasé por el dispensario a la hora de comer –le explicó Celia. Les hizo un gesto con la mano, indicándoles que se sentaran en una de las mesas para poder hablar con mayor tranquilidad. Celia llevó una botella de vino mientras María acercó los vasos-. Le habían dado un puré y algo de pescado.
Mientras ellos se sentaban en la mesa, dejaron a Martín y Esperanza para que jugasen por el salón. Sin embargo, ambos entraron en la trastienda y al momento regresaron para sentarse en la mesa contigua. El pequeño Martín con su pirata de madera, y Esperanza portando un tarro donde guardaba unas bolitas de colores que Celia le iba dando. Se trataba de semillas, y la niña disfrutaban sacándolas del tarro y aprendiendo cada una a qué planta o flor pertenecía.
-¿Sabe ya cuándo van a darle el alta? –preguntó María, tras tomar un sorbo de su vino.
-Pues… el doctor Sánchez dice que si no hay complicaciones, cosa que de momento no ha tenido, mañana quiere darle el alta.
-Eso es una magnífica noticia –declaró su amiga.
-Eso merece un brindis –dijo Gonzalo, contento por la suerte de su capataz.
Los tres alzaron sus vasos y brindaron.
-¡Por Andrés! –dijeron los tres a la vez.
Y bebieron a su salud.
-Teníais que haberle escuchado al mediodía –continuó Celia, con un brillo especial en su mirada. Un brillo que hacía tiempo que no aparecía en sus hermosos ojos-. No ha dejado de hacerme preguntas sobre cómo estaban las cosas en la hacienda. He estado a punto de llamarte, Gonzalo –sonrió-, para que vinieses a contarle, porque… mira que es cabezota. Le he repetido, una y otra vez, que no se preocupase… que estabas al mando y que seguro que todo estaba bien. Pero, como quien oye llover… que su lugar estaba en la finca y que ya se encuentra mucho mejor… y…
-Ya me veo atándolo en las cuadras para que mañana no salga a cabalgar –intervino Gonzalo, conociendo a su capataz, y lo responsable que se sentía de la hacienda-. Tendremos que hacerle ver que ahora tiene que descansar.
-¿Es cierto lo que me contó? –inquirió la joven, frunciendo el ceño-. Eso de que ha venido un científico que ha dado con la solución a vuestros problemas.
Gonzalo asintió, contento.
-Esta mañana hemos comenzado a preparar los abonos –explicó él-; y mañana mismo los aplicaremos a las fincas –se volvió hacia María, que se sentía feliz al verle de tan buen humor; y es que las últimas semanas Gonzalo había estado tan preocupado por aquel asunto, que ella no había sabido ni cómo consolarle-. Si todo sale como nos ha dicho don Jorge… en unos meses tendremos mucho que celebrar.
-Seguro que sí, cariño –le apoyó su esposa, cogiéndole de la mano. Ambos se miraron un instante, entendiéndose con una sola mirada.
-¡Ay por favor! –declaró Celia de pronto, sobresaltándoles-. ¿Podéis dejar de hacer eso?
-¿El qué? –preguntó María, confusa.
-Eso –repitió su amiga, sin mostrar mayor enfado-. Lo que hacéis siempre –se levantó de la mesa y fue hacia la barra-… miraros así. Que sepáis que no es bueno para el resto de la gente veros tan… enamorados. Nos dejáis con el ánimo por los suelos.
Celia sacó unos trocitos de queso y jamón, que le traían expresamente desde España y que hacía las delicias de los lugareños.
-¡Mírala ella! –saltó María, evitando que sus mejillas se tiñesen de rojo-. La que acaba de… ennoviarse.
-¡Yo no me he ennoviado! –replicó su amiga, sentándose de nuevo. Gonzalo observó en silencio el intercambio que acontecía, entre divertido y expectante-. Digamos que estamos… conociéndonos.
-¡Un momento! –intervino el joven, y se echó hacia delante, con aire confidencia-. ¿Con quién se ha ennoviado? –se volvió hacia María y le lanzó una mirada cómplice-. ¿Por qué no me cuentas las cosas, cariño?
Celia les observó, con cierto miedo.
-Bueno… ya la has oído… no está ennoviada –continuó María, como si Celia no estuviese delante. Entonces se volvió hacia ella-. ¿Y… se puede saber en qué fase estás?
-Pues… -titubeó la joven, azorada, sintiendo la mirada escrutadora de sus amigos-. No sé… pero no hemos hablado de ser novios ni nada.
Gonzalo enarcó una ceja.
-Espera que se entere Andrés –comentó en voz alta-. Cómo llegue a sus oídos que no sois novios, creo que terminará de nuevo hospitalizado.
María trató de aguantar la risa y se llevó un trozo de queso a la boca.
-Lo que a Celia le sucede es que le falta un anillo –habló su esposa, siguiéndole el juego.
Gonzalo se volvió hacia su amiga.
-¿Es eso? ¿Un anillo? ¡Haberlo dicho, mujer! Andrés no tendrá ningún problema en comprarte uno.
Celia les miró y frunció el ceño.
-¡Muy graciosos! –soltó, sin poder enfadarse con ellos, pues sabía que pese a la broma, lo hacían con cariño-. Pues que sepáis que no necesito de ningún anillo para saber lo que somos.
María ladeó la cabeza.
-¿Y… qué sois?
-Muy pronto lo sabrás –dijo con ambigüedad.
Gonzalo iba a insistir pero en ese instante dos personas entraron en el restaurante y fueron hacia ellos.
-Buenas tardes –saludó Teresa, mostrando una amplia sonrisa.
-Buenas tardes –saludó también Julio, a media voz.
Gonzalo, María y Celia se volvieron hacia ellos, sorprendidos de verles allí, y les devolvieron el saludo, con cautela.
-No te esperaba –declaró la dueña del restaurante, dirigiéndose a Teresa-. Como ves, las cosas no van muy bien.
-Esperemos que este bache pase pronto –dijo la joven. Y se volvió hacia Julio, incitándole a intervenir-. El caso es que nosotros veníamos buscando a… a María.
La joven, al escuchar su nombre se puso tensa. ¿Por qué la buscaban? ¿Acaso Julio iba a encararla de nuevo?
Le lanzó una mirada a Gonzalo, quien asintió levemente, dándole a entender que no se preocupara, que él estaba allí para cualquier cosa. Una simple mirada que fue suficiente para darle el valor de mirar a los recién llegados.
-Vosotros diréis –habló la joven, con calma.
Por fin, Julio se atrevió a levantar la mirada hacia ella. Y para sorpresa de María y de quienes la rodeaban, en sus ojos solo vio pena y cierto desasosiego.
-Verá… señora… Castr… Castañeda –rectificó de pronto, recordando que ese era el apellido que María solía usar-. Yo… le debo una disculpa –se volvió hacia su esposa y ella le alentó a continuar-. He hablado con Teresa y me ha contado lo que han estado haciendo… a mis espaldas. Supongo que me lo merezco por no haber sabido ver lo que de verdad quería. Me he comportado como un… imbécil y cargué contra usted cuando en realidad era conmigo con quién debía de estar enfadado.
María no daba crédito a lo que estaba oyendo. ¿Julio le estaba pidiendo perdón? ¿Tanto le había afectado al joven lo ocurrido para cambiar de opinión tan rápido? Se volvió hacia Gonzalo, buscando su opinión. Su esposo volvió a asentir, diciéndole con la mirada que le dejara continuar.
Aquel intercambio de miradas no pasó desapercibido para el pescador.
-Su… su esposo me abrió los ojos –confesó Julio, retorciéndose las manos, azorado-. Me hizo comprender la suerte que tengo de tener junto a mí a Teresa, y lo valiosa que es –la joven le sonrió. Sabía lo difícil que le estaba siendo dar aquel paso y ella se lo agradecía-. No debí tratar de cercenar sus ilusiones, pues ahora sé que haciéndolo tan solo me estaba perjudicando a mí mismo.
María frunció el ceño. ¿Qué le habría dicho Gonzalo para que el pescador cambiase de opinión tan rápidamente? Quizá todo lo acontecido los últimos días le había ayudado en cierta medida a ver las cosas desde otra perspectiva.
-Agradezco sus disculpas… Julio –declaró ella con voz pausada-. Y sé el bien que le hacen a Teresa –le lanzó una mirada sonriente-. Lleva mucho tiempo esperando escucharte hablar así.
-Sé que me he comportado como un… un energúmeno al oponerme a las clases. Ya me ha explicado que para evitar que os descubriesen las realizabais en la trastienda, y… que en estas semanas ha aprendido mucho… gracias a usted.
-Gracias a sus ansias de aprender –le rectificó María, orgullosa de su alumna-. Sin ellas, de poco vale lo que yo pueda enseñarle.
-Sí yo sé que Teresa vale mucho –declaró Julio, sincerándose del todo-. Por eso tenía miedo a que si descubría lo que hay ahí fuera… quisiera dejarme.
-Si te quiere de verdad, como se ve, nunca lo hará –intervino Gonzalo, recordándole su última conversación-. Eso tenlo por seguro.
El pescador asintió levemente.
-Por eso… quería decirle que… ya no es necesario que se escondan –volvió a hablarle a María-. Que si quiere volver a la escuela para adultos, yo no me opondré… sino todo lo contrario, quiero que lo haga.
Por primera vez, Celia se atrevió a intervenir.
-Si ya sabía yo que detrás de ese bruto había un buen corazón –declaró la joven, sin morderse la lengua.
-Por mí no hay ningún problema –dijo María, viendo cómo se solucionaban las cosas, poco a poco-. Es más, si Teresa quiere que continuemos dándolas aquí porque le es más fácil asistir, no tengo inconveniente.
-Muchas gracias, María –habló la joven-. Aunque creo que ya te he dado demasiadas molestias. Y quiero volver a la escuela, con el resto.
Su amiga entendió sus razones. Se acabaron las clases a escondidas. Ahora ya no había motivo para ocultarse.
-Bueno… tan solo queríamos decirles eso –habló Teresa, viendo que se les hacía tarde.
-Eh… hay otra cosa –intervino Julio, entre titubeos.
Su esposa le miró, sin saber a qué se refería. Hasta donde habían hablado, tan solo iban a pedirle disculpas a María y a decirle que Teresa regresaba a las clases. ¿Qué otra cosa tenía que decirles?
-Verán… después de lo ocurrido con el asunto del contrato… yo… usted sabe que no sé leer… y… y… me gustaría aprender –declaró Julio azorado-. Si a usted le parece bien.
Los cuatro se quedaron callados, ante la sorpresa. ¿El pescador estaba dispuesto a acudir también a las clases para adultos?
María parpadeó varias veces, con incredulidad. ¿Había oído bien? ¿Julio le estaba pidiendo que le enseñara a leer y a escribir? Semanas antes, si alguien le hubiese dicho que el marido de Teresa iba a pedirle aquello, la joven le habría dicho que era algo imposible.
-¿Quieres acudir a la escuela para adultos, con Teresa? –repitió la esposa de Gonzalo.
-Así es, señora Casteñeda –corroboró él, con firmeza-. Si mi Teresa puede aprender… yo también. Eso sí, tendrá que ser cuando termine la temporada alta de pesca. Ahora mismo me es imposible.
-No se preocupe, Julio –le disculpó María, comprendiendo que lo primero era su trabajo-. Cuando usted quiera, las puertas de la escuela estarán siempre abiertas para todo aquel quiera aprender.
-Gracias.
Gonzalo tampoco se esperaba aquel cambio.
-Y ya sabes –habló el joven, interviniendo-, en la hacienda Casablanca siempre hay trabajo para quienes lo deseen. Lo digo para cuando llegue la temporada baja de pesca. Sé que necesitáis el trabajo, y si todo va según esperamos… la próxima cosecha necesitaremos más manos para trabajar la tierra.
Teresa y Julio se miraron. En tan solo un día, su suerte había cambiado. Habían pasado de penar, pensado en que iban a perder su casa y lo poco que tenían, a ver el futuro con optimismo.
-Lo tendré en cuenta… Gonzalo –declaró el pescador, recordando que le había pedido que se tuteasen-. No le tengo miedo al trabajo. Es lo que he hecho desde que tengo uso de razón. Ya sea en el mar o en la tierra. No tendrás quejas de mí.
-Eso espero –comentó Gonzalo, sonriendo-. Que bastantes quebraderos de cabeza hemos tenido ya.
El pescador sonrió, tímidamente, consciente de que así había sido, y todo por su obstinación y cabezonería. Ahora era tiempo de madurar y ver el futuro de otro modo.

Después de aquel ofrecimiento, las cosas iban a cambiar bastante entre ellos. Acababa de nacer una amistad que con el tiempo habría que afianzar. 

CONTINUARÁ...

No hay comentarios:

Publicar un comentario