CAPÍTULO 36
Gonzalo
y María aprovecharon que Martín ya estaba totalmente restablecido para sacarlo
de paseo. El niño había recobrado su vitalidad y en casa ya no aguantaba ni un
minuto más.
De
manera que, aquella tarde, después de haber terminado con sus respectivos trabajos
en la hacienda y en la escuela para adultos, decidieron acercarse al
restaurante de Celia y pasar un rato con su amiga.
La
encontraron tras la barra, preparando unos platos. El lugar continuaba más
vacío de lo habitual, pero Gonzalo estaba seguro que en unas semanas
recuperaría a su clientela de nuevo.
-Buenas
tardes, Celia –le saludó María, de cuya mano iba cogida Esperanza-. ¿Cómo va?
-Hola
María… Gonzalo. Ya ves –soltó un suspiro derrotista-. No hay mucho movimiento.
Ambos
miraron tras ellos. Tan solo un par de mesas se encontraban ocupadas.
Pescadores fieles a la joven, que pese a todo seguían acudiendo al restaurante
después de finalizar su jornada.
-Estoy
seguro que en unas semanas esto volverá a bullir como antaño –declaró Gonzalo
con entusiasmo. Dejó a Martín sobre el taburete y el niño se apoyó en la barra.
Celia
se acodó frente a su ahijado y le tocó la punta de la nariz con un dedo, en un
gesto cariñoso.
-¿Y
qué dice mi pituso? –le preguntó ella. Martín alargó su manita para tocarle el
rostro-. ¿Ya se encuentra mejor? –levantó la mirada hacia sus padres.
-¿Mejor?
–repitió María, con una sonrisa burlona-. Tiene más vitalidad ahora que antes.
-Bueno,
eso es porque los remedios del tito Andrés han obrado el milagro, ¿a qué sí?
–le preguntó al niño, sabiendo que no iba a responderle.
-Y…
hablando de Andrés –intervino Gonzalo-. ¿Has ido a verle esta tarde? Estuve
esta mañana antes de ir a la hacienda, y le he visto mucho más animado.
-Me
pasé por el dispensario a la hora de comer –le explicó Celia. Les hizo un gesto
con la mano, indicándoles que se sentaran en una de las mesas para poder hablar
con mayor tranquilidad. Celia llevó una botella de vino mientras María acercó
los vasos-. Le habían dado un puré y algo de pescado.
Mientras
ellos se sentaban en la mesa, dejaron a Martín y Esperanza para que jugasen por
el salón. Sin embargo, ambos entraron en la trastienda y al momento regresaron
para sentarse en la mesa contigua. El pequeño Martín con su pirata de madera, y
Esperanza portando un tarro donde guardaba unas bolitas de colores que Celia le
iba dando. Se trataba de semillas, y la niña disfrutaban sacándolas del tarro y
aprendiendo cada una a qué planta o flor pertenecía.
-¿Sabe
ya cuándo van a darle el alta? –preguntó María, tras tomar un sorbo de su vino.
-Pues…
el doctor Sánchez dice que si no hay complicaciones, cosa que de momento no ha
tenido, mañana quiere darle el alta.
-Eso
es una magnífica noticia –declaró su amiga.
-Eso
merece un brindis –dijo Gonzalo, contento por la suerte de su capataz.
Los
tres alzaron sus vasos y brindaron.
-¡Por
Andrés! –dijeron los tres a la vez.
Y
bebieron a su salud.
-Teníais
que haberle escuchado al mediodía –continuó Celia, con un brillo especial en su
mirada. Un brillo que hacía tiempo que no aparecía en sus hermosos ojos-. No ha
dejado de hacerme preguntas sobre cómo estaban las cosas en la hacienda. He
estado a punto de llamarte, Gonzalo –sonrió-, para que vinieses a contarle,
porque… mira que es cabezota. Le he repetido, una y otra vez, que no se
preocupase… que estabas al mando y que seguro que todo estaba bien. Pero, como
quien oye llover… que su lugar estaba en la finca y que ya se encuentra mucho
mejor… y…
-Ya
me veo atándolo en las cuadras para que mañana no salga a cabalgar –intervino
Gonzalo, conociendo a su capataz, y lo responsable que se sentía de la
hacienda-. Tendremos que hacerle ver que ahora tiene que descansar.
-¿Es
cierto lo que me contó? –inquirió la joven, frunciendo el ceño-. Eso de que ha
venido un científico que ha dado con la solución a vuestros problemas.
Gonzalo
asintió, contento.
-Esta
mañana hemos comenzado a preparar los abonos –explicó él-; y mañana mismo los
aplicaremos a las fincas –se volvió hacia María, que se sentía feliz al verle
de tan buen humor; y es que las últimas semanas Gonzalo había estado tan
preocupado por aquel asunto, que ella no había sabido ni cómo consolarle-. Si
todo sale como nos ha dicho don Jorge… en unos meses tendremos mucho que
celebrar.
-Seguro
que sí, cariño –le apoyó su esposa, cogiéndole de la mano. Ambos se miraron un
instante, entendiéndose con una sola mirada.
-¡Ay
por favor! –declaró Celia de pronto, sobresaltándoles-. ¿Podéis dejar de hacer
eso?
-¿El
qué? –preguntó María, confusa.
-Eso
–repitió su amiga, sin mostrar mayor enfado-. Lo que hacéis siempre –se levantó
de la mesa y fue hacia la barra-… miraros así. Que sepáis que no es bueno para
el resto de la gente veros tan… enamorados. Nos dejáis con el ánimo por los
suelos.
Celia
sacó unos trocitos de queso y jamón, que le traían expresamente desde España y
que hacía las delicias de los lugareños.
-¡Mírala
ella! –saltó María, evitando que sus mejillas se tiñesen de rojo-. La que acaba
de… ennoviarse.
-¡Yo
no me he ennoviado! –replicó su amiga, sentándose de nuevo. Gonzalo observó en
silencio el intercambio que acontecía, entre divertido y expectante-. Digamos
que estamos… conociéndonos.
-¡Un
momento! –intervino el joven, y se echó hacia delante, con aire confidencia-.
¿Con quién se ha ennoviado? –se volvió hacia María y le lanzó una mirada
cómplice-. ¿Por qué no me cuentas las cosas, cariño?
Celia
les observó, con cierto miedo.
-Bueno…
ya la has oído… no está ennoviada –continuó María, como si Celia no estuviese
delante. Entonces se volvió hacia ella-. ¿Y… se puede saber en qué fase estás?
-Pues…
-titubeó la joven, azorada, sintiendo la mirada escrutadora de sus amigos-. No
sé… pero no hemos hablado de ser novios ni nada.
Gonzalo
enarcó una ceja.
-Espera
que se entere Andrés –comentó en voz alta-. Cómo llegue a sus oídos que no sois
novios, creo que terminará de nuevo hospitalizado.
María
trató de aguantar la risa y se llevó un trozo de queso a la boca.
-Lo
que a Celia le sucede es que le falta un anillo –habló su esposa, siguiéndole
el juego.
Gonzalo
se volvió hacia su amiga.
-¿Es
eso? ¿Un anillo? ¡Haberlo dicho, mujer! Andrés no tendrá ningún problema en
comprarte uno.
Celia
les miró y frunció el ceño.
-¡Muy
graciosos! –soltó, sin poder enfadarse con ellos, pues sabía que pese a la
broma, lo hacían con cariño-. Pues que sepáis que no necesito de ningún anillo
para saber lo que somos.
María
ladeó la cabeza.
-¿Y…
qué sois?
-Muy
pronto lo sabrás –dijo con ambigüedad.
Gonzalo
iba a insistir pero en ese instante dos personas entraron en el restaurante y
fueron hacia ellos.
-Buenas
tardes –saludó Teresa, mostrando una amplia sonrisa.
-Buenas
tardes –saludó también Julio, a media voz.
Gonzalo,
María y Celia se volvieron hacia ellos, sorprendidos de verles allí, y les
devolvieron el saludo, con cautela.
-No
te esperaba –declaró la dueña del restaurante, dirigiéndose a Teresa-. Como
ves, las cosas no van muy bien.
-Esperemos
que este bache pase pronto –dijo la joven. Y se volvió hacia Julio, incitándole
a intervenir-. El caso es que nosotros veníamos buscando a… a María.
La
joven, al escuchar su nombre se puso tensa. ¿Por qué la buscaban? ¿Acaso Julio
iba a encararla de nuevo?
Le
lanzó una mirada a Gonzalo, quien asintió levemente, dándole a entender que no
se preocupara, que él estaba allí para cualquier cosa. Una simple mirada que
fue suficiente para darle el valor de mirar a los recién llegados.
-Vosotros
diréis –habló la joven, con calma.
Por
fin, Julio se atrevió a levantar la mirada hacia ella. Y para sorpresa de María
y de quienes la rodeaban, en sus ojos solo vio pena y cierto desasosiego.
-Verá…
señora… Castr… Castañeda –rectificó de pronto, recordando que ese era el
apellido que María solía usar-. Yo… le debo una disculpa –se volvió hacia su
esposa y ella le alentó a continuar-. He hablado con Teresa y me ha contado lo
que han estado haciendo… a mis espaldas. Supongo que me lo merezco por no haber
sabido ver lo que de verdad quería. Me he comportado como un… imbécil y cargué
contra usted cuando en realidad era conmigo con quién debía de estar enfadado.
María
no daba crédito a lo que estaba oyendo. ¿Julio le estaba pidiendo perdón?
¿Tanto le había afectado al joven lo ocurrido para cambiar de opinión tan
rápido? Se volvió hacia Gonzalo, buscando su opinión. Su esposo volvió a
asentir, diciéndole con la mirada que le dejara continuar.
Aquel
intercambio de miradas no pasó desapercibido para el pescador.
-Su…
su esposo me abrió los ojos –confesó Julio, retorciéndose las manos, azorado-.
Me hizo comprender la suerte que tengo de tener junto a mí a Teresa, y lo
valiosa que es –la joven le sonrió. Sabía lo difícil que le estaba siendo dar
aquel paso y ella se lo agradecía-. No debí tratar de cercenar sus ilusiones,
pues ahora sé que haciéndolo tan solo me estaba perjudicando a mí mismo.
María
frunció el ceño. ¿Qué le habría dicho Gonzalo para que el pescador cambiase de
opinión tan rápidamente? Quizá todo lo acontecido los últimos días le había
ayudado en cierta medida a ver las cosas desde otra perspectiva.
-Agradezco
sus disculpas… Julio –declaró ella con voz pausada-. Y sé el bien que le hacen
a Teresa –le lanzó una mirada sonriente-. Lleva mucho tiempo esperando
escucharte hablar así.
-Sé
que me he comportado como un… un energúmeno al oponerme a las clases. Ya me ha
explicado que para evitar que os descubriesen las realizabais en la trastienda,
y… que en estas semanas ha aprendido mucho… gracias a usted.
-Gracias
a sus ansias de aprender –le rectificó María, orgullosa de su alumna-. Sin
ellas, de poco vale lo que yo pueda enseñarle.
-Sí
yo sé que Teresa vale mucho –declaró Julio, sincerándose del todo-. Por eso
tenía miedo a que si descubría lo que hay ahí fuera… quisiera dejarme.
-Si
te quiere de verdad, como se ve, nunca lo hará –intervino Gonzalo, recordándole
su última conversación-. Eso tenlo por seguro.
El
pescador asintió levemente.
-Por
eso… quería decirle que… ya no es necesario que se escondan –volvió a hablarle
a María-. Que si quiere volver a la escuela para adultos, yo no me opondré…
sino todo lo contrario, quiero que lo haga.
Por
primera vez, Celia se atrevió a intervenir.
-Si
ya sabía yo que detrás de ese bruto había un buen corazón –declaró la joven,
sin morderse la lengua.
-Por
mí no hay ningún problema –dijo María, viendo cómo se solucionaban las cosas,
poco a poco-. Es más, si Teresa quiere que continuemos dándolas aquí porque le
es más fácil asistir, no tengo inconveniente.
-Muchas
gracias, María –habló la joven-. Aunque creo que ya te he dado demasiadas
molestias. Y quiero volver a la escuela, con el resto.
Su
amiga entendió sus razones. Se acabaron las clases a escondidas. Ahora ya no
había motivo para ocultarse.
-Bueno…
tan solo queríamos decirles eso –habló Teresa, viendo que se les hacía tarde.
-Eh…
hay otra cosa –intervino Julio, entre titubeos.
Su
esposa le miró, sin saber a qué se refería. Hasta donde habían hablado, tan
solo iban a pedirle disculpas a María y a decirle que Teresa regresaba a las
clases. ¿Qué otra cosa tenía que decirles?
-Verán…
después de lo ocurrido con el asunto del contrato… yo… usted sabe que no sé
leer… y… y… me gustaría aprender –declaró Julio azorado-. Si a usted le parece
bien.
Los
cuatro se quedaron callados, ante la sorpresa. ¿El pescador estaba dispuesto a
acudir también a las clases para adultos?
María
parpadeó varias veces, con incredulidad. ¿Había oído bien? ¿Julio le estaba
pidiendo que le enseñara a leer y a escribir? Semanas antes, si alguien le
hubiese dicho que el marido de Teresa iba a pedirle aquello, la joven le habría
dicho que era algo imposible.
-¿Quieres
acudir a la escuela para adultos, con Teresa? –repitió la esposa de Gonzalo.
-Así
es, señora Casteñeda –corroboró él, con firmeza-. Si mi Teresa puede aprender…
yo también. Eso sí, tendrá que ser cuando termine la temporada alta de pesca.
Ahora mismo me es imposible.
-No
se preocupe, Julio –le disculpó María, comprendiendo que lo primero era su trabajo-.
Cuando usted quiera, las puertas de la escuela estarán siempre abiertas para
todo aquel quiera aprender.
-Gracias.
Gonzalo
tampoco se esperaba aquel cambio.
-Y
ya sabes –habló el joven, interviniendo-, en la hacienda Casablanca siempre hay
trabajo para quienes lo deseen. Lo digo para cuando llegue la temporada baja de
pesca. Sé que necesitáis el trabajo, y si todo va según esperamos… la próxima
cosecha necesitaremos más manos para trabajar la tierra.
Teresa
y Julio se miraron. En tan solo un día, su suerte había cambiado. Habían pasado
de penar, pensado en que iban a perder su casa y lo poco que tenían, a ver el
futuro con optimismo.
-Lo
tendré en cuenta… Gonzalo –declaró el pescador, recordando que le había pedido
que se tuteasen-. No le tengo miedo al trabajo. Es lo que he hecho desde que
tengo uso de razón. Ya sea en el mar o en la tierra. No tendrás quejas de mí.
-Eso
espero –comentó Gonzalo, sonriendo-. Que bastantes quebraderos de cabeza hemos
tenido ya.
El
pescador sonrió, tímidamente, consciente de que así había sido, y todo por su
obstinación y cabezonería. Ahora era tiempo de madurar y ver el futuro de otro
modo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario